El espeluznante asesinato de Yenny Sofía Revollo y Maureen Ada Otuya a manos de Juan C. Aguilar, que ha merecido nuevamente la atención de los medios durante el juicio, como en los días que siguieron a su detención, pasará rápidamente al olvido. Un asesino en serie más, el loco que se creía monje shaolín, la tragedia de estas dos mujeres –extranjeras, prostitutas…– empujado a la crónica de sucesos, hasta que algún otro caso mediático nos recuerde la realidad cotidiana de la violencia machista hasta el asesinato.
Antes de que esto ocurra, me parecen pertinentes dos consideraciones. La primera se refiere a la justa indignación de los familiares de las víctimas por el éxito de todas las maniobras atenuantes del acusado. Parece que, frente a las víctimas, no sólo la abogada defensora, sino que los técnicos forenses y policiales, el fiscal y el propio juez se hubieran sumado a la causa de reducir al máximo la gravedad de los hechos: por lo visto, no hubo secuestro ni ensañamiento. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió sin estos dos elementos, una muerte aséptica y sin tormento?
En segundo lugar, merece destacar el triunfo del espectáculo dirigido por un psicópata asesino de mujeres en “actitud meditativa”.
Frente a la evidencia de unos asesinatos premeditados, con todos los posibles agravantes, se impone una versión de “locura súbita” (“Las asesiné de manera súbita, imprevista e inesperada” fueron las calculadas palabras de su declaración) aunque, al mismo tiempo, el acusado no se presta a ningún atenuante psiquiátrico. Es como si el aparato judicial funcionase como filtro a nuestra mala conciencia ante la emergencia y puesta en acto de la cara más desnuda y terrible de la violencia machista, diluyendo en lo posible los aspectos más espeluznantes y monstruosos en el aséptico protocolo del ritual jurídico: “Es cierto, hubo asesinatos”, se nos repite, “pero el autor los ha reconocido, y este es un hecho atenuante a su favor” hasta el punto de que el resto de los elementos macabros, de una extrema crueldad, desaparecen o se diluyen completamente. Y esto tiene que ver con la segunda consideración.
Parece que la mayoría de nuestra sociedad termina rindiéndose a quien domina una puesta en escena, aun grotesca y disparatada. Juan Aguilar es un asesino, cierto, pero es un “asesino mediático” que desde el primer día interpreta su papel. Y ese papel con el que se paseó por los principales platós televisivos, no deja de ser actuado a lo largo del juicio: ¿Cómo no empatizar de alguna manera con un actor convincente en el vigente reality show global?
Sin embargo, son las feministas las que tienen razón: “El discurso desarrollado por los media tras los asesinatos de Alcasser (Valencia) en 1990 fue claro: enviar un aviso a las mujeres sobre el riesgo de salirse del rol marcado para ellas por la sociedad, atenuando la responsabilidad de los asesinos… El terror sexual para que las mujeres acepten su estatus asignado… Lo que debería tenerse en cuenta es lo que lleva a los hombres a considerarse con derecho de hacer lo que quieran con los cuerpos y la vida de las mujeres, a una discusión sobre las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales; no si Juan C. Aguilar es o no un falso shaolín…” (Nerea Barjola, diario Berria 17 de abril de 2015).
Para confirmar esta denuncia, comprobamos que a lo largo del juicio han pasado desapercibidas las declaraciones que en el sumario realizó su “novia”, publicadas anteriormente por la prensa: “Me golpeaba los pechos, los brazos y el trasero y me tiraba del pelo. […] Si se negaba, le chantajeaba con enviarle las grabaciones a su familia. Cuando le pegaba le decía que era un desahogo, para sacarse la rabia, el amargor. Me decía que era su compañera para todo. […] La mujer asegura que le escuchó decir: ‘Putas, putas negras’… María Eva desvela en el juzgado, tal como había hecho anteriormente ante la Ertzaintza, que Juan Carlos le había comentado que quería coger a dos prostitutas, drogarlas y castigarlas en un ritual para que yo sanara un poquito. Decía que lo tenía todo preparado en el gimnasio: el incienso, la fruta y las velas, y que quería grabarlo. Incluso llegó a proponerle que ella actuara como cebo y utilizara su minusvalía para engatusar a alguna mujer. Tenía esa manía, quería hacer daño a las mujeres, sentencia María Eva…. Cuando veía a una prostituta o a una mujer sola aunque no lo fuera, decía que quería tener sexo con ella. Decía que las iba a dar una droga que había traído de China, que quería amarrarlas, pegarlas hasta que se quedaran medio muertas y después grabarlo en vídeo para que lo viera yo… Le advirtió claramente de que ese fin de semana no se acercara por el gimnasio porque iba a estar meditando… El autoproclamado primer monje shaolín de Occidente solía comentar a sus alumnos que ‘los guerreros que vencían en las batallas se comían el corazón del vencido para humillarlo’. Las partes blandas del cuerpo de Yenny nunca llegaron a aparecer. También repetía que ‘un asesino se sienta a meditar y de esa manera prepara mejor su siguiente asesinato’ ” (El Correo, 16 noviembre, 2013).
¿Por qué ha pasado inadvertida esta declaración a lo largo del juicio? Juan Aguilar ha conseguido, efectivamente, que sigamos hablando de él y no de lo que, en su locura, revela de la forma en que consideramos a las mujeres.
Para mí, como hombre y como conocedor de las prácticas que él publicita (artes marciales, meditación…), esto no deja de inquietarme. Tras décadas de fascinación ante la magia circense de los shaolines y la paz que emanan los monjes budistas –no será la última la del “Instituto Coca Cola de la Felicidad”–, no podemos seguir mirando para otro lado ante la función de estas campañas en el Occidente actual: “El ‘budismo occidental’ es un fetiche que te permite participar por completo en el desesperado juego capitalista mientras sostiene la percepción de que realmente no estás en él, de que eres plenamente consciente de la falta de valor del espectáculo, ya que lo que realmente importa es la paz del Yo interior al que sabes que siempre te puedes retirar” . Como un verdadero maestro zen, Juan Aguilar cierra los ojos y medita; escucha impasible las declaraciones, no expresa culpa o arrepentimiento, no pide perdón… a él no le afectan esos pequeños asuntos del ego. Su espectáculo ha triunfado ante la desesperación de los familiares de Ada –sus padres y seis hermanos en Nigeria a los que mantenía con su trabajo– y de Yenny: “Ese asesino desalmado me mató a mi hija tres, cuatro, cinco veces… no una sola. Cada parte de ella que cortaba para mí era una muerte más” en el lamento de su madre desde Colombia. La “droga que tantos como Aguilar han traído de China” parece habernos narcotizado.