Aunque el caso del asesino de Bilbao impacta en primer lugar por la elección de sus víctimas y la forma de realizar los crímenes: mujeres inmigrantes en el nivel social más bajo y, por lo tanto, mucho más vulnerables, en manos de un sicópata que se ensaña con ellas (torturas, descuartizamientos), no es éste el tema en el que quiero reparar aquí: la expresión extrema de la potencia impotente del macho humano en su particular guerra de sexos. De todas maneras, siendo un asunto de tanto alcance, no dejará de planear sobre lo que sigue, atravesando cualquier otra consideración.
Trataré del “asesino disfrazado de monje budista” en lo que se refiere justamente al disfraz y al discurso construido en torno a él. Para ello, evitaré el impulso a considerar sus crímenes como fruto de un ataque repentino, en la línea de “algo se cruzó por su mente despertando su lado más oscuro y la armonía budista se hizo pedazos”. Prefiero conjeturar una línea lógica que, por otro lado, corroboró la policía que le trató tras su detención: “mantuvo la coherencia y la calma en todo momento”. No olvidemos que la psicosis guarda su propia coherencia.
Juan C. Aguilar ha sido y sigue siendo una estrella mediática y, lo mismo que parece colaborar con la policía en mostrar los rastros de sus asesinatos, no ha dejado de ofrecerlos a los medios. El último, ese vídeo grabado este mismo año que ha conseguido colocar en todos los periódicos. En él, vestido con sus mejores galas y en un escenario propio de las peores películas de serie B made in Hong Kong, exhibe un gran cuchillo que va moviendo y acariciando, y se rasura con él un brazo antes de sus piruetas circenses. Nos muestra su poderosa arma de descuartizamiento (no de malvados asesinos sino de cadáveres de mujeres indefensas) intercalándolo de un discurso que muchos de sus colegas en las “artes marciales” firmarían: “En mí viven y fluyen decenas de estilos y formas. Desde hace años, mi camino no es repetir los encadenamientos de otros. Secuencias estancadas por siglos de tradición o transformados por olvidos, modas, evoluciones o reglamentos de competición. Llevo años sumergido en el proyecto de forjar mi propio camino, aplicando todos los estudios que he realizado […] para desarrollar el Dharma y la esencia del Zen. […]: Dominar la mente y el cuerpo de manera suave. […] Embrutecerse hasta destrozarse, hasta convertirse en un arma letal. Ese es el deseo de muchos y una de las máximas más extendidas como meta, tanto para los maestros de la historia como para muchos de los maestros modernos. Sin embrago, yo persigo la suavidad y el refinamiento de los movimientos. […] Yo aspiro a ser más sensible a mi enemigo y no más temible. Relajado y flexible de mirada penetrante pero no intimidante, sino pacífica y sincera. […] Quien no cultiva el verdadero Zen no alcanzará la verdadera perfección”.
¿Debemos prestar atención a un discurso que incluye una puesta en escena delirante, de alguien que ya tiene en mente pasar a la acción, o es mejor descartarla y seguir escuchando ese mismo discurso y parecidas escenografías en boca de personas razonables?
FANATISMO RELIGIOSO Y DISCURSO VACÍO
Estamos habituados a reconocer los discursos fanáticos en boca de locos defensores de posiciones religiosas integristas o de otras formas de extremismo social o político, distinguiendo lo razonablemente defendible de lo que es social y políticamente inaceptable. Toleramos tales discursos siempre que no pasen al acto, pero no dejan de inquietarnos acaso porque tras todo extremismo hay un intento de generalización: “nosotros (lúcidos, valientes) tomando la palabra y actuando en nombre de todos (embotados, cobardes)”. Pero habría que reconocer lo que tales discursos y actos dicen de nosotros, aun cuando la distancia resulte indiscutible para cada uno. Recuerdo, en este sentido, la reciente novela de A. Baricco, Emaús (Anagrama, 2011), en la que ahonda en el incómodo trasfondo de locura de la educación católica de los años 70: “Con el equipamiento de serie de la normalidad venía incluido, irrenunciable, el hecho de que éramos católicos –creyentes y católicos. En realidad, era la anomalía, la locura con la que refutábamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parecía todo muy normal, reglamentario. Uno era creyente y no parecía que existiera otra posibilidad […] Era la semilla de alguna forma de locura” . Se insiste en fomentar hoy, con la “vuelta de la religión” en el nuevo siglo, la capacidad de detección de tales “semillas de locura”, siendo como somos herederos de una tradición especialmente rica en soluciones extremas: “…ya en los escritos del apóstol de la universalidad [san Pablo] se promociona un amor que en caso de no ser correspondido se transforma en mezquindad maníaco-aniquiladora. En la fisionomía de los monoteísmos universalistas ofensivos va impresa la decisión de los predicadores de causar pavor en nombre del Señor” (Celo de Dios, sobre la lucha de los tres monoteísmos. Peter Sloterdijk, Siruela, 2011). Pero ¿qué nos ocurre ante los discursos vacíos de origen oriental? ¿No pretendemos ciertos occidentales aligerar el peso de nuestra propia carga dejándonos seducir por referencias al Vacío sustancial, a una Nada metafísica que ataje radicalmente la incomodidad propia de ser algo?
Se ha producido un vasto juego de seducción que dura décadas entre el problemático devenir de nuestra civilización y una supuesta sabiduría que proyecta sobre el Extremo Oriente la representación de todo lo carente entre nosotros. Si aquí hay materia, allí espíritu; si aquí estrés, allí calma; si aquí superficialidad, allí hondura; etc. Y esto, no sólo en el exitoso género de autoayuda y consumo de panaceas, sino también en cierta divulgación científica que trata de explicar que los avances teóricos punteros en física o biología no hacen sino corroborar las intuiciones milenarias de la “sabiduría oriental”. El éxito mundial de Fritjof Capra con su Tao de la Física (1975) inaugura esta tendencia explicitada entre nosotros con el éxito de más de quince años del programa Redes de E. Punset en TVE. ¿Es algo casual que en tal programa fuera recibido alguien como Juan Carlos Aguilar como experto en “Artes Marciales” y su “filosofía de vida”? .
El monje budista zen de Nueva Zelanda Brian Daizen Victoria publicó en 1997 un estudio sobre la implicación del budismo en el militarismo imperial japonés durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX hasta la Segunda Guerra Mundial. En él, algunos de sus maestros más influyentes –muchos de los que después se encargarían de la formación de la primera generación de maestros norteamericanos tras emigrar a América con la derrota en la guerra– se expresan sin ninguna ambivalencia sobre lo que su religión implica en relación a la guerra: “Si se os ordena marchar, pues ¡adelante, adelante!; cuando se ordene disparar, pues ¡pum, pum! Esta es la manifestación de la sabiduría suprema de la iluminación” (Maestro Harada Sogaku en 1939). “El zen es sumamente preciso en cuanto a la necesidad de no detener el fluir de la mente […] Si uno oye pronunciar su nombre, debería responder sencillamente ‘Sí’, sin detenerse a considerar la razón por la cual ha sido llamado […] Creo que si uno es convocado a morir, no debería sentirse ni siquiera mínimamente agitado” (Maestro Ishihara Shummyo). “La religión [budista] ante todo debe intentar conservar la existencia del Estado […] No es realmente él [el soldado] sino su espada quien provoca muerte. Él no tiene ningún deseo de hacerle daño a nadie, pero el enemigo aparece y se convierte en víctima. Es como si la espada cumpliera automáticamente su función de justicia, que es la función de la misericordia” (Maestro Daisetsu Teitaro Suzuki. Las tres citas de Zen at war, Rowman & Littlefield, 1997 y 2007. Las cursivas son mías).
No se trata de posturas excepcionales o sólo japonesas. El budismo no se salva de las aplicaciones que el poder instituido ha realizado de las corrientes metafísicas institucionalizadas –léase religiones–. Basta para ello recordar con Miguel Rodríguez de Peñaranda que “el budismo tibetano, y con él la mayor parte del budismo mahayana [chan chino, zen japonés, etc.] retoma su asiento en una metafísica absolutista calcada del monismo clásico de la India, y palpablemente explicitada, por ejemplo, en el budismo yogacara de Asanaga” (El budismo, una perspectiva histórico-filosófica. Kairós 2012).
Un discurso construido sobre un Vacío metafísico que nosotros hemos convertido simplemente en discurso vacío atribuido a las corrientes orientales articuladas en torno a lo que nosotros entendemos hoy por budismo, taoísmo o hinduismo, es perfectamente adaptable tanto a planteamientos colectivos imperialistas más agresivos como a ciertos delirios esquizoides. Lógicamente, tal discurso vacío no se reduce a los de origen oriental. Cuando el diario El Mundo publica en su portada del 4 de junio el titular “De maestro de la felicidad a descuartizador de mujeres”, habla del mismo discurso vacío. Dicho de otra manera: “¿puede un descuartizador de mujeres ser un “maestro de la felicidad”?” Y la respuesta es “sí” pues, a estas alturas, “maestro de la felicidad” es igual a nada.
DEPORTE Y “ARTES MARCIALES”
Queda, por fin, comentar el otro aspecto del “disfraz shaolín”: el del “experto en artes marciales”. La respuesta de los portadores de cierta legitimidad en este ámbito (la franquicia oficial del templo Shaolín o las federaciones deportivas y otros expertos) ha sido unánime en este punto: “Se trata de una impostura, es un falso monje, no está federado, no ha ganado ningún campeonato oficial”, etc. Otra vez, lógicamente, nos ponemos a salvo pero, con ello, eludimos la posibilidad de preguntarnos por lo que nos incumba del discurso y el comportamiento de un psicópata como Aguilar.
No hace falta ser muy agudo para ver en las maneras tanto deportivas como rituales de las “artes marciales” orientales practicadas en Occidente un reducto marginal de lo que en otras épocas se realizaba en ámbitos castrenses o paramilitares: los juegos de poder en rígidas jerarquías explícitas, la fascinación por las armas o el cultivo de “valores” como el arrojo, la obediencia o la entrega desmedida a cierto virtuosismo agresivo. Más nos valdría a los practicantes de dichas disciplinas pararnos a considerar los aspectos perversos de tales prácticas para distinguirlos de otros francamente interesantes, útiles e incluso necesarios, en lugar de reducir nuestra consideración a la autenticidad o impostura de alguien en particular. O, entrando en ese terreno, reconocer que hay algo patéticamente auténtico en la impostura de monje-shifu Huang C. Aguilar cuando despliega su parafernalia de disfraces, altares, armas y acrobacias. En todo eso, como en su delirante discurso, no pasa de ser un simple imitador. Algo avanzaríamos si reparáramos en lo sintomatológico de tales alardes de poder masculino tan bien vistas en la exaltación social de lo deportivo en general.
LEVANTAR LA MIRADA TRAS EL CASO SHAOLÍN
Tras la reflexión planteada “para cualquiera” en la primera parte, me queda aplicar lo dicho a los que invertimos una energía considerable en comprender y practicar las mismas técnicas que «el shifu Huang» anunciaba en su gimnasio «Zen4/Océano de la Tranquilidad». Y esto me ha llevado a repasar mi proyecto Levantar la mirada, tanto en lo escrito como en lo anunciado.
[Los textos a los que hago referencia a partir de este punto están también disponibles en www.taichichuaneskola.com (opinión)]
Las cuatro partes de su introducción se verían hoy tocadas por el caso de Bilbao, ya que las dos Escenas Fundamentales hablan justamente del mecanismo de negación y de la “lucha contra la vulgaridad” referida al templo de Saholín y al icono Bruce Lee. Incluso cuando lo que tenemos delante, como en Bilbao, es el desenlace de una monstruosidad, mirarla de frente y preguntarnos qué puede haber en nosotros de eso es instructivo. Negarlo todo, como han hecho, en general, los que podían verse aludidos, nos deja en el mismo lugar (por supuesto, el lugar “adecuado”, incluso “excelente” en el que cada uno “siempre” ha estado): acaso como hombres potencialmente asesinos de mujeres indefensas o, cuanto menos, como hombres fascinados por un dominio mágico del movimiento y la concentración que nos hiciera inmensamente poderosos, incluso invulnerables; o como personas que, tras un cierto entrenamiento, se hacen con las claves para llegar a la imperturbabilidad, al Océano de la Tranquilidad; etc. No, nosotros no tenemos nada que ver con el lado oscuro, estamos justo en el extremo opuesto. Lo curioso es que quienes han sido preguntados por si se daban por aludidos (los que le conocieron, sus colegas y alumnos de artes marciales, los shaolines etc.) la única respuesta que ha salido de su boca es la de que el Huang “ni monje ni nada” como decía alguno de sus vecinos bilbaínos a la prensa. Es un “falso Shaolín”, un intruso, un impostor, un bastardo… Frente a él, los verdaderos shaolines, los legítimos artistas marciales, los que tienen papeles certificados, los hijos de linajes de sangre limpia… nosotros (?!). ¿Para qué nos sirve la negación? Por supuesto, para exorcizar lo monstruoso, como es el caso; pero también para quedarnos donde estamos eludiendo el cuestionamiento, la complejidad…
En cuanto a La lucha contra la vulgaridad, el chiste de Bruce Lee se convierte ahora en un chiste macabro, de mal gusto, cuando tras la gesticulación y las boutades del bufón nos damos de bruces con su “aplicación” práctica. Si el gobierno chino intervino ante el “exceso” de organizar en Shaolín un reality para elegir al “rey de las artes marciales”, ¿qué correctivo aplicaría a su negocio turístico para occidentales fascinados ante la acrobacia y el faquirismo marcial si media docena de “monjes shaolín” “pasaran a la acción” en todo el mundo como lo ha hecho el loco de Bilbao?
El segundo y tercer apartados de la introducción dedicados a un paralelismo entre el taichi y la música culta, y a la función de lo exótico, se me hacen también ahora un tanto ligeros, ingenuos… la ironía que destilan se va congelando con el paso de los años, al contemplar la manera en que el potencial que pudieran encerrar las prácticas con las que tratamos se desvanece en el aire como bruma de verano.
RECONOCER EL NÚCLEO TRAUMÁTICO
Sigo considerando fundamental la inmersión psicológica que planteo esquemáticamente en el área I, El cuerpo y el trabajo corporal, pero hoy haría un énfasis más claro en una crítica radical a la “psicología del yo” que es la ventana por la que “Oriente y Occidente” se han hermanado a nivel popular. Frente a los rigores monoteístas que aplastaron a nuestros antecesores familiares, la “metafísica de la sustancia de las morales guerreras holísticas del sacrificio” (uso palabras de Sloterdijk al comentar el caso de los maestros zen japoneses que he mencionado más arriba) o la losa del inmovilismo kármico, la ideología americana del diseño del yo desplegó todas sus armas de seducción y conquistó a no pocos de los que fuimos jóvenes en la segunda mitad del siglo XX. Así que, cuando irrumpe ante nosotros la psicosis o el cáncer o, mucho más prosaicamente, los efectos de la mediocridad cotidiana que nos encierra en mil jaulas y callejones sin salida, balbuceamos algo sobre la herencia genética, los tumores cerebrales o la inevitable decadencia provocada por el paso del tiempo… Aunque en nuestras fases exaltadas –antes “maníacas”– nos proclamamos “dueños de nuestro destino”, nos retiramos discretamente de la escena frente a la cruda realidad: la escasa libertad de las pequeñas elecciones ante lo dado. Y, ¿qué es eso dado sino el núcleo traumático sobre el que toda persona ha de construir su vida? Podemos considerar los ingentes esfuerzos que realizamos para poder salir adelante tras el impacto de haber nacido (¿de qué hablan, si no, los viejos mitos, el relato del Génesis o la primera noble verdad búdica?) como “pequeños problemas de diseño” que se corrigen con una “reprogramación inteligente” o un poco de meditación. Estamos asustados ante la posibilidad de reconocer que aquello en lo que de verdad nos esforzamos lo hacemos para mantenernos alejados, para desactivar el poder del núcleo traumático que nos conforma. Pero lo cierto es que sólo cuando uno posee la lucidez, la humildad y el coraje suficientes como para rendirse ante esta realidad puede ubicar sus “prácticas” en el lugar que les corresponde y avanzar con cierta dignidad: sus prioridades vitales, sus vínculos emocionales, su relación con el trabajo e, incluso, las “actividades de tiempo libre” dedicadas a ciertos gestos piadosos capaces de devolvernos un sentido de dignidad tantas veces puesto en entredicho. Parafraseando los viejos tópicos zen, “la montaña vuelve a ser la montaña” o “el sabio iluminado vuelve al mercado” o “recoger la leña, sacar agua del pozo”; lo más alejado de cualquier ostentación o pretensión salvadoras.
MARCIALIDAD, ENERGÍA, MEDITACIÓN
Vengo apuntando desde hace tiempo que, para crear un campo reconocible de práctica compartida, deberíamos realizar algunas renuncias elementales que, cuanto menos, dejaran fuera planteamientos ridículos, aunque éstos resulten mayoritarios y estén avalados por todos los cánones en vigor. Los repetiré esquemáticamente:
1. Renunciar al concepto “Arte Marcial”
Realizamos prácticas de contacto marcial, utilizamos un bagaje de técnicas y situaciones de agresión, etc. pero ¿qué queremos dar a entender realmente cuando decimos que practicamos “artes marciales”? Traté de responderlo poniéndome en el lugar de los que utilizan estos términos (págs. 432 en delante de Levantar la mirada), pero tengo la impresión que esto ha sido leído una vez más en relación a “los demás”, siempre a otros. Nosotros no somos fetichistas (aquí resuena otra vez lo del “falso” shaolín)… Quisiera escuchar una explicación convincente no fetichista de este término. En caso contrario, es necesario renunciar a él. Y esto se liga a la anterior reflexión sobre el núcleo traumático ya que un fetiche no es una especie de adorno perverso, tal como se entiende vulgarmente, sino “una suerte de envés del síntoma… la personificación de una mentira que nos permite mantener una verdad insoportable”. Si tal verdad no es sino la de ese núcleo intratable, el aferrarnos al fetiche tiene mayor trascendencia de lo que estamos dispuestos a reconocer. Si a esto respondemos con que estamos rodeados de fetiches; con que sería imposible vivir sin la incoherencia implícita en nuestro leguaje ordinario, diría que claro, que así es (“prioridades vitales, vínculos emocionales, relación con el trabajo, actividades de tiempo libre”, he enumerado más arriba al hablar del núcleo traumático). Pero lo que no resulta inteligente es aferrarnos explícitamente a este juego cuando se trata del laboratorio, de un lugar donde pretendemos ponernos en contacto con un nivel más elevado de autenticidad, de verdad. En tal caso el fetiche se alza como rígida muralla defensiva para mantenernos entretenidos a salvo del impacto con el núcleo.
2. Renunciar al “control de la energía”
Traté de explicar en el área 2 de Levantar la mirada, tras un largo recorrido por la historia de la salud y la enfermedad en Oriente y Occidente (“energía” y “terapia” o “enfoque hacia la salud” suelen venir de la mano) que el concepto “energía” es tan vago y tan usado por cualquiera en cualquier situación que deberíamos redefinirlo cuando lo utilizamos en un contexto de práctica. Hablaba de dos posibles enfoques: el “control” y la “apertura” (301 ss.) y, en particular, en Qi y enfoque energético (a partir de pág. 308). Da la impresión de que aceptamos estos dos posibles enfoques como compatibles entre sí, cuando, en sentido estricto, se neutralizan mutuamente: “Cuando digo control, me refiero a las variadas formas en las que, desde antes de iniciarnos en una disciplina, y a lo largo de los intentos por dominarla, se nos promete un logro que creemos entender y por el que merece el esfuerzo que estamos haciendo. ¿A quién se le escapa que, tras estas apuestas de control se encuentra el poder como recurso escaso?” (pgs. 315 y 316). Los siguientes capítulos van dirigidos a intentar explicar en qué dirección deberíamos conducirnos para salir de este atolladero sin renunciar a una práctica como el taichi o el qi gong: “Lo energético, además de ser ese nivel intermedio equiparable a lo emocional, es la capacidad de conectar y relacionar distintos niveles, distintas dimensiones de nosotros mismos a los que, en un momento de atención, tenemos acceso […] con la cualidad esencial de traducción de unos en otros y, en particular, de lo sensitivo a lo simbólico y viceversa, a través de su paso por los ámbitos emocionales” (pgs. 336 y 337).
Responder por parte de un instructor a cualquier pregunta con “sigue practicando”, como es lo habitual (se sobreentiende que si no consigues tus objetivos es que no practicas lo suficiente), no sólo es no responder. Eludiendo el contexto de la pregunta y la situación particular de esa persona en su complejidad, así como las limitaciones de la práctica que proponemos, no salimos del “enfoque de control”, cuya premisa es que uno está capacitado de antemano para establecer los resultados de la práctica (“Haz esto y lograrás aquello”).
3. Colocar en el centro un “enfoque meditativo”
Parece que hablar de “meditación” se refiere a una práctica específica (postura, silencio, concentración…) pero habla, ante todo de una actitud y, por lo tanto, al referirnos a unas prácticas, de determinados enfoques. Escribí en Construir un laboratorio: “…se trata de propuestas radicales que nos confrontan con la naturaleza de la mente, esto es, la brecha en la que se asienta la condición humana que se nos pone al descubierto en cuanto pretendemos concentrar la atención en algo que no sea estrictamente instrumental” (“instrumental” sería lo que antes he dicho en lo referente al control, aunque dicho control siempre resulte ilusorio y fracase).
No sé si esto aclara algo. El mismo psicópata “shaolín” ofrecía la meditación como “último objetivo”, aunque se delataba desde el principio con sus poses exhibicionistas y el nombre de su “templo”: «Océano de tranquilidad».
Juan Gorostidi, junio de 2013