PENSAR EN PANDEMIA 6. LA BRECHA. VOLVER A LA NORMALIDAD

PDFPRINT

(Artículo publicado en DISENSO de Santiago de Chile, el 30 de octubre de 2021)

En el lugar desde el que escribo –el País Vasco del lado español– el inicio del otoño está marcado por la “vuelta a la normalidad”. Con tasas de vacunación cercanas al 90% entre los mayores de 12 años, los gobiernos locales declaran el fin de la pandemia, reconociendo que el SARS-CoV-2 no ha sido erradicado, y que las nuevas variantes pueden seguir creando serios problemas. Hay una atmósfera general de alivio tras más de año y medio de caos hospitalario, restricciones masivas, muertes por covid y efectos de todo tipo –sanitarios, sociales, económicos–. Lo que comenzó con la declaración de una “guerra al virus en la peor crisis sanitaria en 100 años”, ha terminado con el reconocimiento de que “el virus ha venido para quedarse y deberemos adaptarnos a él”. Año y medio de alerta alimentada por datos diarios de contagiados, hospitalizados o fallecidos en confusas estadísticas que casi nunca consideraban los diversos contextos comparativos y que han logrado lo que buscaban: una regulación estricta de la vida social con el acatamiento de las normas establecidas para cada momento por parte de la inmensa mayoría de la población, ansiosa de que acabase la pesadilla.

Y la tensión apenas contenida que encontraba sus válvulas de escape en las reuniones de jóvenes duramente reprimidas o en las interminables discusiones entre los partidarios y detractores de cada una de las medidas: sobre los confinamientos y cierres perimetrales, sobre el uso indiscriminado de la mascarilla o de la vacunación prácticamente forzosa1. Desde las familias hasta las campañas de prensa y televisión, el tono no ha dejado de elevarse: ¡negacionistas!, ¡fascistas!, ¡conspiranoicos!, ¡criminales!, lo que conduce a la mayoría a desear que todo pase ya, y poder olvidar de una vez, dejando que continúen siendo “los expertos” los que sigan sacando sus conclusiones.

Pero siempre hay quien insiste en que, más allá de lo estrictamente sanitario, la situación merece ser analizada con detenimiento, pues ha sacado a la superficie unos síntomas sociales y políticos que urge considerar: la pandemia y su gestión, más que un mero accidente, muestran señales inequívocas de un tiempo que requiere un análisis detallado que impida volver a una “normalidad” que está en la raíz de lo sucedido. Que es momento de plantearse transformaciones de fondo si queremos evitar catástrofes mayores que asoman ya en el horizonte. Que los verdaderos negacionistas son justamente quienes ansían y proponen tal normalidad… aun cuando sea la gran mayoría de la población en nuestro entorno.

El debate imposible y la persecución de la disidencia

En más de año y medio de pandemia, han sido muchos los que, ante la confusión que provocaba la corriente de datos, recomendaciones y órdenes, muchas veces contradictorias, han reclamado y promovido debates entre expertos (epidemiólogos, virólogos, médicos, etc.) donde pudieran confrontarse distintas versiones. En el ámbito español, resulta paradigmático el encuentro que se produjo el pasado 18 de septiembre por iniciativa de “La clave cultural”: por primera vez, y muy avanzada ya la campaña de vacunación, se reunían cinco médicos; dos defensores de la versión oficial (una exministra de sanidad del gobierno socialista y el decano del colegio de médicos de Madrid) frente a tres disidentes de la asociación “Médicos por la verdad”.2

Desde que en el invierno de 2019 se declaró “la guerra al virus SARS-COVID-19”, son los principios de la guerra los que han regido también las campañas de “información y propaganda” aunque, al tratarse de una crisis sanitaria, estos principios han adquirido unas connotaciones particulares: los gobernantes se rodeaban de “comisiones de expertos” sobre los que sustentaban cada una de las medidas decretadas. Pero, como en toda guerra, el cuestionamiento o la disidencia han sido tratados en términos de traición y responsabilidad con la muerte del prójimo. Los muertos no los provoca solamente “el enemigo”, sino todo aquél que no cierra filas con el mando único para hacerle frente.

Entre los que, a pesar de la censura, la difamación y las amenazas, han realizado un trabajo de seguimiento y crítica de las medidas adoptadas ante la pandemia están los autores del libro Covid-19, la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo. En un artículo posterior, dos de ellos afirmaban:

Aunque la pandemia ha sido percibida como un fenómeno “natural” y las medidas adoptadas como una operación “científica” sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas, lo cierto es todo lo contrario. La pandemia es, al menos, un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas. La vacunación experimental ante la Covid-19 se apoya en el solucionismo tecnológico, un paradigma, o creencia, según el cual las relaciones sociales y los ciclos metabólicos naturales que la especie humana fractura pueden luego enmendarse con tecnología. Una de las premisas implícitas es: «pueden destruirse selvas y bosques, y acorralarse especias animales, porque cuando se produzcan saltos zoonóticos hallaremos soluciones experimentando con virus peligrosos en laboratorios, y si un virus se escapa ya lo solucionaremos también».

Por primera vez en la historia de la epidemiología, se han puesto en marcha estrategias militares de “ataque contra un virus”. A pesar de que pronto se vio que las previsiones realizadas mediante una modelización matemática eran erróneas, se siguió manteniendo un estado de alarma y unas medidas de acuerdo a aquella modelización3. Una vez lanzada la campaña, todo ha seguido su lógica férrea. Inútil considerar que las incidencias de esta pandemia hayan sido similares a las de las epidemias anteriores. Si el virus y la propia naturaleza deben someterse a nuestro control, todo lo que se piensa y se hace se verá bajo esa lógica, la propia de “expertos” que la asumen. Desde el primer momento se decidió que, tras las restricciones y los confinamientos, la vacunación universal sería la solución definitiva. Es inútil considerar los puntos débiles, discutibles o peligrosos de esta campaña. Hoy, ya se acepta que “en dos semanas, dos meses o dos años todos nos infectaremos de covid” y, por tanto, que la convivencia con este virus y sus mutaciones resulta inevitable. Después de las proclamas por la vacunación de toda la humanidad si cada uno de nosotros quería ponerse a salvo, lo que finalmente se persigue es la inmunización de las mayorías privilegiadas de la población del primer mundo –el índice de vacunación de África es del 2%–. Que el Covid-19 no haya sido la primera causa de mortalidad mundial en el año 2020 –como es habitual, mucha más gente ha fallecido por hambre, contaminación del aire, infartos o cánceres– no hace sino reafirmar el discurso oficial: “gracias a las medidas adoptadas, el sacrificio consecuente y la vacunación masiva hemos evitado millones y millones de muertos seguros”.

En cuanto a la conexión directa entre las medidas adoptadas y la política de información, Ángeles Maestro lo explicaba así:

Como corresponde al multimillonario negocio abierto con la compra por parte de los estados de cientos de millones de dosis de vacunas contra el Covid 19, las dos mayores empresas de Fondos de Inversión del mundo, Black Rock y Vanguard son las mayores accionistas de las tres grandes multinacionales farmacéuticas productoras de vacunas: Pfizer, Moderna y Astra Zeneka.

Estos dos gigantescos Fondos son inversores mayoritarios en las principales empresas del Ibex 35 (los principales consorcios empresariales españoles que cotizan en bolsa), incluidos los grandes bancos CaixaBank, Banco Santander y BBVA, quienes a su vez son accionistas de los principales medios de comunicación del Estado español. Entre los dos Fondos son además accionistas mayoritarios del New York Times y de cuatro de los seis grandes grupos que controlan los medios de comunicación en EE.UU. y en buena parte del mundo: Time Warner, Comcast, Disney y News Corp.

En el Estado español ambos fondos de inversión no sólo controlan la producción de información y la creación de opinión a través de estos gigantes de la comunicación, sino que, desde noviembre de 2020, Blackrock y otro gran fondo de inversión, CVC, se convirtieron en los mayores propietarios del Grupo Prisa, incluido El País y la Cadena SER, al comprar su deuda por un valor de más de 1.000 millones de euros.

Además, Blackrock es propietaria de parte importante del accionariado de los principales conglomerados mediáticos del Estado español. Controla directamente parte del accionariado del grupo Atresmedia, propietario de Antena 3 y la Sexta, y del grupo Mediaset, propietario de Cuatro y Telecinco.

Resumiendo,

Es esta fase del capitalismo, con el mayor grado de concentración de capital que ha conocido la historia, la que permite el mayor grado de control social y la que, precisamente no soporta niveles de libertad de expresión que, en su momento, fueron consustanciales a las revoluciones burguesas. Máxima capacidad de control y mínima elasticidad para soportar la contradicción, son indicadores de la falsa libertad que preconizan y de la decadencia del sistema4.

Aunque haya claras diferencias en la situación de los diversos países europeos y americanos, y la gente más preocupada y sensibilizada tenga acceso a informaciones contrastadas, es un hecho que las grandes mayorías se dejan arrastrar por la corriente de la imposición, esperando que la tormenta amaine y que, tras la inundación, las aguas vuelvan a su cauce habitual5.

En “la era de la comunicación” los media locales o globales, aprovechando el aturdimiento y la sumisión de los trabajadores que sustentan el sistema sanitario o la educación pública, se encargan de mantener el máximo grado de alerta, y se hacen diariamente eco de los ejemplos de obediencia.    

Entre las conclusiones que podemos sacar ya de los meses transcurridos está que resulta inútil y sumamente ingenuo seguir reivindicando “un debate público y honesto”.

La brecha

Las brechas raciales, de género, de clase y tantas otras son parte de la convivencia a la que estamos acostumbrados. También reconocemos las medidas que todas las instituciones ecuménicas –desde Iglesias hasta Estados– adoptan para disminuirlas, disfrazarlas u ocultarlas. En una carrera incesante por levantar murallas o cavar trincheras –y también por minimizarlas– la violencia estructural subyace a nuestra organización política, económica o social, y los diversos colectivos – raciales, de género, de clase…– tienden a crear departamentos estancos a salvo para los de su condición. La pregunta ahora es si el Covid-19 está generando una brecha de otra naturaleza, con unas cualidades y consecuencias diversas a las vigentes. 

Un artículo reciente de las antropólogas Stefania Consigliere y Cristina Zavaroni nos pone sobre esa pista6. El artículo arranca con un comentario sobre la novela La ciudad y la ciudad de China Miéville publicada en 2009. La novela se inicia con un crimen y las pesquisas para su esclarecimiento. Pero lo realmente significativo es que dicho crimen se ha producido en una ciudad-Estado llamado Besźel que comparte territorio con otra ciudad-Estado completamente distinto llamado Ul Qoma. De forma que una calle, un edificio o incluso un árbol pueden estar a la vez y simultáneamente en territorio de uno y otro estado. A su vez, ambas ciudades están separadas por una estricta frontera, y cada una tiene su lengua, su cultura y su economía totalmente diferentes. ¿Cómo se sostiene una situación semejante? A través de La Brecha.

Fotograma de la serie «La ciudad y la ciudad» basada en la novela de China Miéville

Una brecha es un delito que se comete en una u otra ciudad cuando alguno de sus habitantes, contrariando un principio y una habilidad en la que han sido educados desde la primera infancia, ven o interactúan con algo o alguien de la otra ciudad. Pero, al mismo tiempo, se llama La Brecha al cuerpo que actúa para castigar o sofocar esos delitos. Como decía, los niños y niñas deben aprender a desver y despercibir lo que ocurre en el otro lado. “Hay lugares donde incluso los árboles aislados están entramados, donde los niños ulqomanos y los niños beszelíes trepan cada uno a un lado del otro y obedecen las instrucciones susurradas de sus respectivos padres para que se desvean. Los niños son fuentes de contagio. El tipo de cosa que expande enfermedades. La epidemiología es una ciencia complicada tanto allí como en casa”7, afirma el narrador hacia la mitad de la novela. Esta desvisión está en la base de la existencia de cada uno de los habitantes de las dos ciudades y todos contribuyen activamente a ellas. Quien ve en lugar de desver, comete una brecha. Cualquiera puede tener un pequeño desliz que es inmediatamente corregido, pero si alguien se empeña en la infracción, se activa entonces La Brecha encargada de mantener el orden.

Aunque los dos Estados dependen de esa extraña formación, ésta no está formada por los cuerpos policiales o militares de ninguno de ellos, sino que vive fuera de la legislación y no consta de forma explícita en ningún lugar. La Brecha “no es nada. Es un lugar común, bastante simple. No tiene embajadas, ni ejército, nada que ver… Si cometes una, te envolverá. La Brecha es un vacío lleno de policías rabiosos”. Dicho de otro modo, “quien comete brecha queda en posesión de La Brecha… Podrán hacerlo desaparecer fácilmente. No se oyen más que rumores de lo que esto significa. Nadie ha escuchado jamás el relato de alguien que hubiese sido apresado por La Brecha y que «hubiera cumplido su condena». O se volvían extremadamente discretos o es que nunca liberaban a nadie”.

Esta ficción extraña (weird fiction) está construida con características tanto de novela fantástica como de novela negra, y permite muchos niveles de lectura. El autor ha afirmado que está en contra de las lecturas alegóricas (una lectura en la que puede quedar claro a qué se refiere realmente la novela), y que le gustan los significados abiertos o diversos. La novela queda, por tanto “sin resolver” y creo que eso le aporta un valor añadido. Pero volvamos a la idea de esa brecha.

Para ello, hay que tener en cuenta otro elemento del mito de origen de las dos ciudades-Estado coexistentes. ¿De dónde proviene su actual fractura? ¿Existió un momento en el que convivían? Nadie lo sabe ni intenta responder a esas preguntas. Sería muy arriesgado, aunque en uno y otro Estado hay pequeñas fracciones “unionistas”, muy marginales y sin ninguna fuerza operativa, duramente controladas y reprimidas por la policía de cada país. En la mitología de estos marginados se habla de un no-lugar llamado Orciny. Se trata de

una especie de protomito interpretado con mucho misterio y encubrimiento… Dijo que Orciny no sólo había estado en alguna parte entre los huecos que quedan entre Ul Qoma y Besźel desde sus fundaciones o su separación, dijo que seguía ahí como una colonia secreta, una ciudad entre ciudades con sus habitantes viviendo a la vista de todos; desvistos –caminando entre las calles sin ser vistos– pero viendo las dos ciudades, conspirando fuera del alcance de La Brecha… Había cuentos populares de renegados que cometen una brecha y eluden a La Brecha para vivir entre las ciudades, como exiliados interiores, escapando de la justicia y del castigo gracias a una consumada ignorancia generalizada acerca de este hecho.

Y para complicar aún más las cosas:

Una vez dijo que toda la historia de Besźel y Ul Qoma era la historia de la guerra ente Orciny y La Brecha… No estoy del todo segura de que La Brecha y Orciny sean enemigos. A lo mejor trabajan juntos. O a lo mejor, al invocarla le has estado cediendo un poder a Orciny durante siglos, mientras se quedan todos ahí sentados diciéndose que es un cuento. Yo creo que Orciny es el nombre con que La Brecha se llama a sí misma.

Al igual que para las antropólogas italianas, éstas son imágenes e ideas que me resultan sugerentes para describir la situación que nos atraviesa: una gran confusión, por un lado; unas fronteras cada vez más rigurosas por otro: La Brecha. Y al hilo de otro de los aspectos de la novela, una repetida queja entre los que cuestionamos la naturaleza y la gestión de esta pandemia: la constatación de que espacios antes divergentes de izquierda y de derecha, resultan unánimes en el discurso aceptado, con pequeñas variantes en cuanto a rigor de las medidas u otros aspectos de gestión. La novela señala lo fundamental que resulta para la supervivencia de cada Estado que cada uno de sus habitantes desvea y desperciba a los del Estado vecino. “Los del «Bloque Nacional» odian a La Brecha, pero eso es como odiar el aire porque si no hay Brecha no hay patria. Los nacionalistas están divididos entre los partidarios del equilibrio de poderes y los «triunfalistas» (éstos últimos creen que la Brecha está protegiendo a Ul Qoma, que es lo único que impide que Besźel tome el control)”.

La violencia implícita de la cultura

Tras comentar lo que concierne a la brecha, Consigliere y Zavaroni hablan de la función de la cultura:

La cultura no es un velo que cubre alguna naturaleza universal, un vestido que podemos ponernos o quitarnos a nuestro antojo, sino la forma misma en que somos moldeados como humanos. La cultura entra en los cuerpos, en las células, en el genoma; da cuerpo a la forma en que percibimos el mundo, estructura nuestros impulsos y nuestras respuestas emocionales, nos hace funcionar de acuerdo con un cierto régimen fisiológico y patológico […]

No es una cuestión de verdadero o falso, o más bien, no es sólo una cuestión de verdadero o falso: todo proceso creador-de-mundo actualiza sus verdades, las hace existir.

El concepto de disvisión es útil aquí para describir lo que sucede en los márgenes de cada mundo construido. Si la empresa cultural es el establecimiento de un mundo a partir de lo que los mitos llaman caos (es decir, un real excesivo, inhabitable porque está demasiado lejos de las limitadas fuerzas humanas), entonces todo mundo humano, para existir, debe tomar decisiones excluyentes: el monoteísmo tiende a hacer desaparecer del horizonte el politeísmo; la monogamia convierte en impracticable la poligamia; el tiempo lineal eclipsa al tiempo cíclico; etc… La calidad de la relación entre lo excluido y lo incluido es quizá el indicador más crucial para valorar la calidad del mundo que sostenemos, con la gran diferencia entre el desprecio y la represión.

Siguiendo el discurso de las antropólogas, los niños que van naciendo son adecuados al mundo de sus mayores. Como en la novela, deben ser educados para desver otros mundos, para rechazarlos considerándolos fantasías pre-individuales o irracionales frente al mundo real. Aun así, cada sociedad acepta espacios y tiempos donde se permite la relajación del desver: en los sueños y su interpretación, en el trance, en la meditación intensiva, en la utilización de las drogas… La función de ciertas terapias no sería otra que la de ensanchar nuestro ver cuando éste nos resulta demasiado angosto y doloroso8. La capacidad de utilizar esos espacios liminares habla del grado de flexibilidad de una sociedad y, en cuanto a las nuestras, se perciben, en las últimas décadas, claras señales de esclerotización: todo viaje es turismo; el arte se despolitiza y, aplicando criterios cada vez más restrictivos de objetividad, desvemos todo lo patológico y siniestro, de manera que, al mismo tiempo, la demanda espectacular de todo ello genera un mercado cada vez más abundante y morboso.

Son necesarias grandes dosis de violencia para mantenernos así. Como alguien ha recordado, si los habitantes del primer mundo nos hiciéramos cargo súbitamente de la cantidad de violencia que exige el mantenimiento de nuestro mundo, si sintiéramos en nuestras carnes el grado de explotación y crueldad infringida para ello, seríamos incapaces de asimilar el impacto. Nos volveríamos locos o moriríamos tras el shock.

Una situación de emergencia colectiva –una guerra, una pandemia…– tiende a romper el equilibrio de la normalidad instaurada hasta el momento. La que emerge con la crisis debería servir para hacernos más conscientes de los pilares en los que se sustenta dicho equilibrio. En este caso, la manera en que se apela a la Ciencia como garante de todas las decisiones y, bajo su paraguas, a unos “criterios sanitarios” únicos e inamovibles, arrojando al infierno de la irracionalidad a cualquiera que cuestione los principios imperantes. Un último extracto del artículo que comentamos:

Todo esto no es sorprendente, pero ciertamente asusta. Porque si hay periodos históricos en los que con mayor persistencia y con absoluta inflexibilidad más se ha practicado la desvisión, son los que coinciden con dictaduras y totalitarismos. Desver cuando por fin se podía ver significa haber introyectado por completo al policía fronterizo, optar por activar uno mismo el sistema para no mirar. Pero, sobre todo, esta maniobra responde a una lógica atroz, quizás incluso más inquietante que la de la explotación con fines de lucro. Se puede resumir con el verso de una canción de Rage Against The Machine: «No hay otra pastilla que tomar, así que trágate la que te enferma». Para muchos de nuestros contemporáneos, las únicas soluciones psíquicamente aceptables para salir de la crisis son aquellas que pertenecen a la misma lógica que provocó el desastre. ¿Estábamos deprimidos por malas relaciones significativas? Pues tendremos que estar completamente solos si queremos salvarnos. ¿Nuestros hijos tenían problemas con la adicción a las pantallas? Basta con permitirles pasar todo el tiempo frente a una pantalla y el problema no vuelve a surgir. ¿Nos preocupaba el gigantismo de los hospitales a expensas de la atención primaria? ¡El covid se trata sólo en el hospital! Y así sucesivamente.

Me temo que la nueva brecha que está creándose no sólo servirá para señalar, marginar y demonizar a un grupo de gente ofreciendo a la mayoría la excusa perfecta para exorcizar sus fantasmas y sus demonios. Una brecha que, poniéndonos a salvo y protegiéndonos de “negacionistas”, “conspiranoicos”, “anti-vacunas” y demás sociópatas, va a provocar que las demarcaciones sociales, políticas y culturales vigentes se vuelvan aún más rígidas, debilitando el precario equilibrio presente.

Cuando la casa se quema

En este rincón de Europa en el que vivo se vende el diario de papel que más ejemplares imprime por habitante de todo el continente9. Es el heredero de un diario de derechas franquista que se metamorfoseó cuando en España sonó la hora de la democracia hace más de cuarenta años. Como es habitual cada lunes, la portada y las principales páginas interiores están dedicadas a la victoria o derrota del equipo de futbol local, así como a la inauguración de la 69 edición del festival de Cine de la ciudad. A un lado, también destacada, la declaración del premier regional: “Hemos logrado el objetivo, es el momento del relanzamiento de Euskadi”. Sin embargo, en un apartado secundario de sus páginas de “sociedad” de ese mismo lunes se destaca un extraño titular: “El planeta se empeña en tirar la toalla contra el cambio climático” haciendo referencia al último de los informes de la ONU sobre el tema: “Este informe no da lugar a dudas. El tiempo se está agotando. Para que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2021 que se celebrará en Glasgow, denominada CP 26, sea un punto de inflexión, todos los países deben comprometerse a alcanzar las cero emisiones netas, a más tardar, en 2050, con el respaldo de estrategias concretas a largo plazo y mejores contribuciones determinadas a nivel nacional en virtud de las cuales se reduzcan, de manera colectiva y a más tardar en 2030, las emisiones mundiales en un 45 % respecto de los niveles de 2010. Necesitamos un avance decisivo que permita proteger a las personas y sus medios de subsistencia. No existe otra alternativa si deseamos crear un futuro más seguro, sostenible y próspero para todos”. Son las palabras de António Guterres, secretario general de la ONU, después de la enumeración de las consecuencias catastróficas e irreversibles del camino que venimos hollando.

El investigador y activista sueco Andreas Malm es uno de los muchos que han analizado los estrechos vínculos entre el covid-19 y la catástrofe climática. Hay que colocar la pandemia en el contexto de dicha catástrofe, pero lo cierto es que la percepción de una y otra son completamente diferentes –y, obviamente, las medidas que los gobernantes (no) toman frente a ellas–. En palabras de Malm:

Ningún jinete del Apocalipsis cabalga solo, las plagas no se presentan en singular. Parece que nos esperan úlceras, tormentas, pestes, ríos hediondos, peces y ranas muertas en nuestras artesas. Cuando escribo estas líneas, en la primavera de 2020, el numero de casos registrados en la pandemia del coronavirus está a punto de superar la cota del millón, ya hay casi cincuenta mil fallecidos y nadie sabe cómo acabará esta historia. […] Si cobramos algunos de los cheques extendidos a la imaginación, podemos visualizar un planeta febril habitado con gente con fiebre: al calentamiento global se sumarán las pandemias; en Bombay, por ejemplo, los suburbios quedarán sumergidos bajo el mar mientras la gente muere de neumonía. Desde el barrio chabolista de Dharavi acaban de informar de su primer caso de coronavirus. Allí viven hacinadas un millón de personas con mínimo acceso a instalaciones sanitarias, y las marejadas ciclónicas que inundan el barrio son cada año más altas. Habrá campos de refugiados donde los patógenos entren en los cuerpos apiñados como el cuchillo en la mantequilla. Hará demasiado calor y habrá demasiados contagios para poner un pie en la calle; los campos se resquebrajarán bajo el sol y nadie podrá ocuparse de ellos10.

Pero lo cierto es que Bombay queda demasiado lejos de nuestro campo de percepción, aunque, también cuando se escribían esas líneas, las autoridades proclamaban que la salida de la crisis sería la vacunación universal, para olvidarnos, pocos meses después, de aquellas certezas.

Tras una seria lectura de la situación, Malm explica que la única respuesta realista a la catástrofe sería el establecimiento de una “economía de guerra”. Más concretamente, un “comunismo de guerra”, inspirándose en las medidas que el gobierno bolchevique adoptó hace cien años. Hace mucho que los expertos parecen tener claras las medidas que urgentemente habría que adoptar –el informe del club de Roma sobre los límites del crecimiento data de 1972–; lo que no existe es la capacidad social y políticamente organizada para implementarlas. Un ejemplo más de ello es el reciente manifiesto de un numeroso grupo de académicos españoles publicado el pasado verano bajo el título “Plan de choque para una urgente reconstrucción de la resiliencia ecosocial en el Estado Español”. Se trata de un listado de medidas urgentes en economía, energía, fiscalidad, finanzas, hábitat, industria, trabajo, movilidad, agricultura, educación y cultura, democracia, ecología y resiliencia, y política internacional. Enunciadas de forma sumaria, pueden parecer aceptables para el sentido común. Pero basta pararse un poco en las veintiocho medidas que ahí se proponen para concluir que seis de ellas son atentados directos del derecho sagrado de propiedad privada; catorce, ataques contra los principios económicos liberales; otros tantos, contra los considerados dogmas políticos fundamentales de nuestra civilización… Es decir, que apenas esconden una propuesta bastante parecida al “comunismo de guerra” que propone Malm. Un partido político que se presentara hoy en Europa a unas elecciones con un programa semejante no lograría un solo diputado.

Lo que más bien parecemos ansiar es esa vuelta a una normalidad que quedó súbitamente en suspenso. Seguimos consumiendo el suero intravenoso de la mezcla de estimulantes y narcóticos que nos inoculan los medios de comunicación de masas, reservándonos el derecho a la queja por este o aquel abuso. Mucha gente ha sido golpeada por la última crisis: con la muerte y la enfermedad, pero también con la presión para vivir situaciones que nunca imaginó: las relacionadas con el confinamiento, con el empeoramiento de las condiciones de trabajo, con el deterioro de las relaciones… las heridas abiertas y sus cicatrices quedarán ahí, pero no somos pocos los que sentimos que la naturaleza de la crisis marca un cambio cualitativo que la “nueva normalidad” no pretende sino consolidar. Contra lo que los voceros del poder anuncian para este nuevo curso (“ya ha pasado, o casi ha pasado; lo que perdimos lo recuperaremos con creces”), lo que ha emergido con la pandemia no es una más de las diversas crisis que nos ha tocado vivir. Por el contrario, muchos tenemos la impresión de un incendio, de que la casa se quema. Y, junto a esa impresión, nos envuelve una dolorosa sensación de exilio interior.

La situación nos ha trastocado por muchos motivos, pero, más allá de las particularidades, podríamos destacar que, si aún para alguno no estaba claro, “salud” y “enfermedad”, se han convertido en cuestiones políticas de primer orden. Y no me refiero tanto a su gestión –la gestión de la pandemia, la gestión de la sanidad pública o privada–, sino a que la politización de las cuestiones más íntimas y vitales –la vida, la enfermedad, la muerte…– nos ha atrapado fuera de juego, sin unas mínimas herramientas de dilucidación. Y los cimientos de nuestro edificio-mundo tiemblan y, lo que para muchos parecía sólido, se resquebraja. De ese aturdimiento se alimenta también el ansia por la normalidad: “dejemos a un lado la política ante una emergencia sanitaria” se afirma con los dientes apretados. O, “ante una emergencia nacional, es el momento de dejar a un lado los partidismos”. 

Cuando la casa se quema es el título de uno de los numerosos artículos que Giorgio Agamben ha publicado durante la pandemia. Aunque discutido, el que era respetado por muchos por la hondura de sus trabajos filosóficos se ha convertido, a partir de su polémico La invención de una epidemia de febrero de 2020, en un apestado. Sin embargo, pocos como él han observado el panorama que se estaba desplegando y reflejado el ánimo y la disposición de muchos en el citado Cuando la casa se quema:

¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918, ocurrió algo en Europa que arrojó a las llamas y a la locura todo lo que parecía permanecer íntegro y vivo; luego otra vez, treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas visible bajo las cenizas. Pero quizá el incendio ya había comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué permanecía de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes. Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, qué perdimos, a qué escombros –o a qué impostura– nos aferramos. […]

Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento. […]

La ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios o un nuevo cielo –sólo prohibiciones, expertos y médicos–. Pánico y vileza.

¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociera ni orden ni ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino que se sostiene realmente en el principio –incluso antes de él?

Una cultura que se siente al final, sin vida ya, trata de gobernar como puede su ruina a través de un estado de excepción permanente. La movilización total en la que Jünger veía el carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta perspectiva. Los hombres deben ser movilizados, deben sentirse en todo momento en una condición de emergencia, regulada en el más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirla. Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos unos de otros. […]

Es como si el poder intentara a toda costa asir la nuda vida que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiales, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino escurrirse de él, porque es por definición inasible. Gobernar la nuda vida es la locura de nuestro tiempo. Hombres reducidos a su pura existencia biológica ya no son humanos, gobierno de los hombres y gobierno de las cosas coinciden.

Pensamientos oscuros, desesperanzados, sin duda, pero que no tienen por qué conducirnos a la desesperación. Para los nacidos en los rescoldos de las llamas de Europa, lo que ha terminado por estallar en los últimos meses es cierta burbuja narcótica creada en las últimas décadas. Ahora nos encontramos algo más cerca de la sensación de tantos seres humanos del resto de los continentes, y somos empujados a decidir, junto con ellos, cuál es el lugar que dignamente nos corresponde ocupar.

Refiriéndose a Italia, pero generalizable a muchos otros países, esta es la propuesta de Agamben en su último post del 17 de septiembre:

Italia, como laboratorio político de Occidente, en el que las estrategias de las potencias dominantes se elaboran de antemano en su forma extrema, es hoy un país humana y políticamente en mal estado, en el que una tiranía decidida y sin escrúpulos se ha aliado con una masa. Atrapada en las garras de un terror pseudorreligioso, se halla dispuesta a sacrificar no sólo lo que alguna vez se llamaron libertades constitucionales, sino incluso todo el calor de las relaciones humanas. De hecho, creer que el pase sanitario significa volver a la normalidad es realmente ingenuo. Así como ya se está imponiendo una tercera vacuna, se impondrán nuevas y se declararán nuevas situaciones de emergencia y nuevas zonas rojas siempre que el gobierno y los poderes que expresa lo consideren útil. Y aquellos que imprudentemente han obedecido serán los primeros en pagar su precio.

En estas condiciones, sin dejar de lado todos los instrumentos posibles de resistencia inmediata, los disidentes deben pensar en crear algo así como una sociedad en la sociedad, una comunidad de amigos y vecinos dentro de la sociedad de la enemistad y la distancia. Las formas de esta nueva clandestinidad, que deberá hacerse lo más autónoma posible de las instituciones, será experimentada, y ponderada de vez en cuando, pero sólo ellas podrán garantizar la supervivencia humana en un mundo que se ha consagrado a una autodestrucción más o menos consciente.

Los altavoces que antes gritaban en cárceles o campos no dejan de resultar atronadores hoy desde el silencio de las pantallas e irrumpen con la misma violencia en la intimidad de todos proclamando el estado de alerta primero, y ahora, la vuelta a la normalidad. Pero en pocos días o algunas semanas las noticias y las órdenes pueden contradecirse sin que parezca que nos importe o nos afecte. Lo que un mínimo realismo nos conduce a esperar es a que las crisis pandémicas, las crisis ecológicas, las crisis económicas y sociales no hagan sino intensificarse en adelante. Y las brechas que han ido apareciendo en nuestros mundos no hagan sino acrecentarse. No es momento para ensoñaciones ni para la desesperanza.

Facebooktwittertumblrmail

Entradas relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Este sitio esta protegido por reCAPTCHA y laPolítica de privacidady losTérminos del servicio de Googlese aplican.