“Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos. Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores. […] Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, sólo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas […] Cuando se alzan con el título de campeón de los pesos pesados, empiezan a tener vidas interiores comparables a la de Hemingway, Dostoievski, Tolstói, Faulkner, Joyce, Melville, Conrad, Lawrence o Proust”
Norman Mailer, En la cima del mundo. 451 Editores, 2009.
“Estamos en 1967; la guerra en Vietnam acababa de estallar, y Ali era candidato al famoso draft. El resto, bueno, el resto lo recuerdan los lectores: el periodista preguntando qué opinaba Ali de la guerra, y Ali pensando un rato y respondiendo al cabo de un instante de esos que cambian vidas: «A mí el Vietcong ése no me ha hecho nada». En el original: «I ain’t got no quarrel with them Vietcong». Una frase inculta, una frase espontánea, una frase carente de la premeditación que Ali, ese ilustre insolente, daba a cada cosa que le salía de la boca. Esas ocho palabras están por todas partes en el combate con Frazier, lo moldean, lo deciden. Porque Ali, tras negarse a ir a la guerra, fue sancionado y, aunque logró evitar la cárcel, no evitó la prohibición de pelear”. Andrés Barba en el prólogo al libro de Mailer.
Tras la muerte de Muhammad Ali me pregunto por la unanimidad en la santificación de su figura: George W. Bush y Hassan II ya le condecoraron y ahora corren ríos de tinta de loas incondicionales: Ali: el rey del mundo; El más grande de todos los tiempos, dentro y fuera del cuadrilátero; Muhammad Ali, el elegido; 20 frases de Muhammad Ali que son lecciones de vida (entre ellas: “El boxeo es un montón de hombres blancos viendo cómo un hombre negro vence a otro hombre negro”. “Odié cada minuto de entrenamiento, pero no paraba de repetirme: ‘No renuncies, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón’ ”. “Soy el más grande. Me lo dije incluso a mí mismo cuando no sabía que lo era”, etc.). Sin duda, el personaje de Ali es fascinante, y no menos su capacidad para construirlo y sostenerlo. Dicen mucho de él, pero más aún de todos nosotros.
En uno de los excursos que cerraban el área dedicada a Marcialidad y Contacto de Levantar la mirada, escribí el artículo Por qué el ring te hace enloquecer, que reproduzco a continuación con el vínculo al documental Cuando éramos reyes.
POR QUÉ EL RING TE HACE ENLOQUECER
Los puños se han arrojado duramente contra la oscuridad. / Los puños se han desatado desnudos contra la noche. […] No puedes regresar a la casa que un día abandonaste. / No hay camino de vuelta para quien rompió con la ley. Urtain[1](fragmento), Iñaki Irazu
Mi interés por el boxeo proviene de algunos de mis primeros recuerdos: ya he comentado que mi madre me llevaba de muy niño a las veladas que organizaban en las fiestas del pueblo al aire libre o en una plaza de toros montada para la ocasión. Eran combates aficionados y guardo un recuerdo de impresiones, sin imágenes concretas, sin palabras ni comentarios. Me imagino -¿me acuerdo?- en silencio, en medio del bullicio, observando con los ojos bien abiertos, con mi madre a mi lado. Recibiendo la emoción que ella sin duda sentía, tragándomela.
Ella era la mayor de una familia de campesinos cuyas tierras lindaban con un puerto industrial. En el reparto de papeles que se iba asignando a los hijos según nacían, le había tocado quedarse en casa para trabajar durante todos los días del año, y cuidar de sus padres cuando fueran mayores. Tenía 18 años cuando estalló la guerra civil española, y un matrimonio tardío para su tiempo la liberó de aquél destino. El contacto directo con el mundo que se abría a través de aquel puerto donde atracaban barcos de países lejanos, y de los emigrantes que comenzaron a llegar del sur, se realizaba directamente en el puesto del mercado donde vendía las frutas y verduras de su casa. Todo era demasiado distante de lo suyo: distintas lenguas, distintos códigos religiosos y morales… Las señales de aquellos mundos a los que nunca accedería, tan peligrosos como fascinantes, quedaban por completo fuera del alcance de su mano. Y me da por pensar que los combates de boxeo de los primeros 60 del pasado siglo a los que me llevaba de su mano –ni mi padre ni mis hermanas mayores nos acompañaban- formaban para ella parte de aquellos signos.
Nunca me pasó por la cabeza que de mayor quisiera yo hacer lo mismo que aquellos luchadores, y algo de la mirada aturdida y silenciosa del niño ante el espectáculo se conserva todavía cada vez que veo, ya sólo en el cine o por la tele, algún combate, alguna pelea. (Y las historias de algunos de los héroes del cuadrilátero que han pasado por delante con su éxito fulgurante y su caída estrepitosa –casi siempre hundidos en vidas maltrechas por la adicción y la soledad-).
Ya de pequeño escuchaba de los mayores que los boxeadores se volvían locos por la cantidad de golpes que recibían en la cabeza, y eso resultaba suficiente para colocarlos al otro lado de una línea que nunca habría de traspasar, pero hasta hoy mismo se ha mantenido viva en mí la pregunta por aquellos golpes y por aquella locura.
LA ESTÉTICA DEL HOMBRE QUE CAÍA
El boxeo ocupó un lugar particular entre las búsquedas desesperadas de los más pobres en sus intentos por rescatarse de la miseria de su propio mundo. Había que tener una pasta particular para comprar ese billete de lotería y jugársela a que te rompieran la cara, en manos de traficantes sin escrúpulos.
Por otro lado, parecía posible –los elegidos lo conseguían- convertirse en el héroe más admirado. Las masas se desataban ante los desesperados valientes que ocupaban ese lugar en el circo, y no hay comarca o país que no tenga sus propios iconos maltrechos en los duros años de la revolución industrial.
Olvidando por un momento todo esto, el boxeo ha sido quizá el último espectáculo en el que dos hombres enfrentaban explícitamente la derrota –y la victoria- expresada en la “muerte” que representa el K.O. Nos colocamos cerca del enfrentamiento en el que, sin más recursos que sus brazos, un hombre debe imponerse a otro no sólo por su fortaleza física, en el marco de unas reglas. Como decía Julio Cortazar, “yo no lo veo violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble… Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de vencer siendo, a veces, más débil. Te diré que casi siempre estuve del lado del más débil en el boxeo, y muchas veces los vi vencer y es una maravilla… estéticamente es muy hermoso ver enfrentarse a dos grandes boxeadores”[2].
No es de extrañar que la literatura y el cine[3] hayan aprovechado la estética de estos enfrentamientos en una atmósfera electrizante dentro de historias y personajes que, por exponerse a destruir y ser destruidos física y públicamente, quedaban socialmente marcados. Colocados, como aprendí de niño, al otro lado de una frontera que los apartaba del resto: la agresión convertida en espectáculo, que catapulta hacia la gloria, implica siempre una trasgresión. Y dicha trasgresión termina por arrastrar casi siempre hacia el abismo a sus protagonistas.
Entre las aparentes excepciones más espectaculares a esta descripción se encuentra la figura de Muhammad Ali (Classius Clay), quizá el más grande, considerado por los suyos como un profeta negro musulmán que se siente suficientemente poderoso como para no medir las consecuencias de sus palabras y sus actos públicos en detrimento a su carrera deportiva (multa, cárcel y pérdida de su título mundial por no ir a luchar a Vietnam…). En boca de uno de sus admiradores: “esto es obra de Dios, nosotros sólo somos actores. ¿Cómo vas a ganar a Dios?”[4].
El reportaje realizado por Leon Gast en 1996[5] sobre su figura y las circunstancias que rodearon al combate mundial por el título de los pesos pesados en el Congo (entonces Zaire) bajo el gobierno de Mobutu en 1974 es algo que merece ser considerado. Guionista y actor del personaje que representa (“Soy científico, soy artista, preparo mi propia estrategia; él es un toro, yo el matador”), no sólo consigue imponerse en el ring con una fortaleza e inteligencia admirables, sino que continúa arrollando fuera del mismo como una figura mesiánica al servicio de su comunidad (“La Nación del Islam”, que reivindica en los 70 la construcción de una nación independiente para los negros norteamericanos en el propio territorio de los EE.UU.). Los elementos que convergen en esta figura y su actitud, con un discurso tan infantil como directo y eficaz, son de una ingenuidad que nos impresiona, mirada tras el paso de los años. Se ajustan perfectamente al nivel en el que se establecen esas relaciones de habilidad que a un esteta pueden llegar a fascinar -siempre desde este otro lado de la frontera-: “Alí había visitado al hechicero de Mobutu, y éste le había anunciado que una mujer de manos temblorosas podría anular a George Foreman (su contrincante)” [… ] “El título de los pesos pesados produce una excitación en los espectadores que hace que no se parezca nada a ningún otro espectáculo. Es casi físicamente insoportable la espera hasta que suena la campana del primer asalto” […] “Mobutu había hecho arrestar a los 1000 delincuentes más peligrosos de la capital y asesinar a 100 aleatoriamente. De esa manera consiguió que Kinshasa fuera la capital más segura del continente mientras los periodistas extranjeros estaban en ella” […] “El estadio era un auténtico foso para gladiadores. El suelo, que no se veía, había estado cubierto de sangre y, aunque hubiera desaparecido, era parte del ambiente”. Etc.
Lógicamente todos estos elementos pueden confluir en un mismo espectáculo hasta que un hombre cae vencido por su contrincante. En palabras del comentarista: “Alí, que tenía el brazo preparado, no quiso usarlo para no estropear con un golpe de más la estética del hombre que caía”.
LO QUE HACE ENLOQUECER
Comprendo que esta cantidad de realidades y muchas más, pueden coexistir simultáneamente. Pero la pregunta del principio está aún sin responder: ¿qué es lo que los hace enloquecer? Sin ir más lejos, ¿cómo es que entre el conjunto de los protagonistas del reportaje que comentamos, participantes directos del inmenso espectáculo que supuso aquel combate de 1974, ninguno muestre ninguna aprensión, ningún reparo moral por alguna de las cosas que comenta? Me atreveré a aventurar una respuesta: la situación primaria que se genera en un ring –golpear a otro hasta tumbarlo en la lona- lo es sólo aparentemente.
Paulino Uzkudun derrotado por Joe Louis en 1935
Si los contrincantes respondieran a la situación con los mecanismos con los que estamos dotados para la amenaza o la agresión –las conocidas respuestas de lucha o huida-, estaríamos ante una situación genuinamente primaria. Pero la perversión se instala desde el momento en que una de las dos opciones ya se ha descartado: huir significaría la desaparición de la situación misma, por lo que los contrincantes la tienen que negar, atrapados como están por todas las condiciones de la situación[6].
Suponiendo que la reacción espontánea de los contrincantes en ese momento fuera el de la lucha, en todo enfrentamiento se emiten una serie de señales para minimizar los daños. Cuando alguien se pone en guardia y lanza un puñetazo su mensaje es claro: “soy peligroso, no te acerques, desiste de tu voluntad de agresión”. En el combate simplemente ese gesto no puede ser leído asociado al mensaje que transmite: la conexión entre el gesto y su significado primario ha sido desactivada de antemano. La traducción es imposible.
Por el contrario, los animales machos que se enfrentan en las épocas de celo tienen sus propios recursos para establecer quién vencerá sin que eso implique un grave daño físico para el perdedor. Lo mismo ocurre entre dos luchadores sensatos que por cualquier razón van a medir sus fuerzas: si lo son realmente, el más débil evitará el enfrentamiento reconociendo la superioridad del contrincante.
Todo esto, como digo, queda destruido por las condiciones de un combate –lo que se dice del boxeo vale para el resto de las competiciones de lucha-: los mensajes realmente primarios -desde la expresión del rostro al olor corporal, desde la actitud a los movimientos involuntarios-, y las propias técnicas que definen el encuentro –sólo puñetazos en el torso y la cara en el caso del boxeo inglés- han sido negados o se contrarían, mientras que la situación evoca ese nivel tan primario de encuentro que es la agresión con su amenaza para la vida. Es así como todo púgil debe funcionar, disociándose de su percepción más cercana al instinto de supervivencia.
Sin duda los golpes reiterados en la cabeza tendrán efectos muy nocivos, pero lo que sin duda vuelve loco a un hombre es esta inmersión en mensajes que se niegan a sí mismos y pervierten la acción consiguiente[7]. A partir de ahí, la atmósfera de locura envolverá a todos los que participan en esa creación tan humana como es el espectáculo de la lucha.
[1] José Manuel Ibar, Urtain (1943-1992), un boxeador vasco que pasó directamente de su granja y las apuestas rurales cortando troncos y levantando piedras, a los cuadriláteros europeos hasta conseguir el campeonato de los pesos pesados en 1970 en una carrera que apenas duró 10 años. Nunca pudo volver a su casa, y terminó arrojándose al vacío de un 10º piso en Madrid.
[2] Julio Cortazar en una entrevista concedida en 1983 en Madrid a Antonio Trilla.
[3] Raging Bull (Toro Salvaje), la obra maestra de Martin Scorsese (1980) que recrea la vida del púgil del Bronx neoyorquino Jake La Motta marca un techo estético. Aunque las películas sobre estas figuras han seguido rodándose (recientemente, están The Boxer, de Jim Sheridan (1997) que hemos comentado en otro lugar, o Millon Dollar Baby, de Clint Eastwood (2004), en la que el mismo rol de desolación emocional, esfuerzo autodestructivo y derrota final ha debido ser representado por una mujer), nos queda la impresión de que aquella época –lo mismo que la de las guerrillas románticas o las heroicas luchas obreras- ha quedado atrás en Occidente. Seguramente esto no será así en lugares como Tailandia donde aún el Muhai Thai reúne todas las condiciones para pasar de arte guerrero feudal a “deporte nacional”, en una contexto de miseria y desestructuración social. Los espectáculos del Vale Tudo o Ultimate Fighting no dejan de aparecer como los cantos de sirena de aquellos tiempos que apenas resisten lo que el interés de alguna cadena televisiva.
[4] “Tras retirarse en 1981, empezó poco a poco a desarrollársele la enfermedad de Parkinson, que iría deteriorando su salud. Es en esta fragilidad cada vez mayor cuando ha demostrado ser más fuerte, no dejando que la enfermedad minara su ánimo, luchando contra ella. Es un ejemplo para muchas personas víctimas de enfermedades degenerativas. Para mucha gente la imagen de un Muhammad Alí tembloroso, portando la antorcha olímpica en los Juegos Olímpicos de 1996 es la imagen de un coloso” (Wikipedia). “América es grande, pero Alá lo es más”, etc.
[5] When we were kings (Cuando éramos reyes).
[6] Es muy significativo que, con frecuencia, cuando un boxeador ha decidido abandonar, se deja golpear muy por encima de su condición o capacidad con respecto al otro púgil, y que las razones que en ese día le llevan a esa actitud no pueden ser controladas, como si algo automáticamente se hubiera “desconectado”. Por otro lado, los contrincantes saben que no tienen nada contra el otro, incluso se sienten solidarios con el que está atrapado en su misma condición.
En cuanto a la presión exterior, es muy significativo que los gimnasios de boxeo sean sitios abiertos donde todo se hace a la vista de todos: un púgil debe ser entrenado en todo momento para destruir la opción de huida, que uno no puede sino dejar de considerar en la intimidad.
[7] Los pedagogos nos han advertido de lo pernicioso que resulta para un niño recibir un doble mensaje: por un lado los padres de los que depende le abandonan e, inmediatamente y de la forma más arbitraria, pueden llegar a plegarse a sus caprichos con el fin de ocultar el sentimiento de culpa que genera su actitud. Estos dobles mensajes, minan un nivel primario de confianza que marcará las posibilidades de vinculación de quien las padece.