HACER FRENTE A LO IMPOSIBLE Y CONSTRUIR LO POSIBLE

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Ocho muertos, 1.340 heridos, 1.192 detenidos y el decreto 883 derogado. Éste podría ser el escueto balance del alzamiento de once días vivido el pasado mes de octubre en Ecuador. Pero no hace falta profundizar demasiado para percibir algunas señales significativas, más allá de los estereotipos. Y, entre todas, destacar una imagen: tras los insultos y la dura represión –“zánganos”, “títeres del corrupto Correa y de Venezuela”, “¡volved al páramo!”…–, las autoridades obligadas a sentarse ante las organizaciones indígenas erigidas como legítimas representantes populares, a escuchar sus ponderadas respuestas y hacer cumplir sus exigencias. Y no se trata solamente del rechazo a unas medidas económicas, sino de una imagen que expresa la naturaleza y la consistencia de una realidad plurinacional.

Pero no pensemos en una victoria definitiva. No sabemos cómo formulará en adelante el gobierno las medidas impulsadas por el FMI y las respuestas que generarán. Pero conviene recordar que no se trata más que del último eslabón de las contundentes movilizaciones indígenas de los últimos decenios. En 1992, los nativos de la Amazonía en la región de Pastaza consiguieron, tras una marcha a pie de 500 kilómetros hasta Quito, el reconocimiento de sus derechos sobre el territorio que habitaban secularmente. Las movilizaciones de 1994 y 1995 detuvieron el plan de privatización de los suelos comunales y los seguros sociales campesinos. Entre 1997 y 2000, cayeron los gobiernos neoliberales y sus presidentes Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad. A continuación, las cosas se complicaron por la colaboración de algunos indígenas en los gobiernos y el apoyo a Rafael Correa y su “revolución ciudadana”. Pero su máscara cayó definitivamente con las movilizaciones indígenas contra el extractivismo y la defensa del agua y su represión en 2015. El desencuentro se ha hecho patente también en las últimas movilizaciones.

Los pueblos originarios de Ecuador son los colectivos sociales más concienciados y organizados del país, y han demostrado su legitimidad a la hora de enfrentarse y negociar con el último gobierno, más allá de sus intereses particulares. A diferencia de lo que ocurre en países de su entorno –en Colombia, Perú o Bolivia, por ejemplo–, los indígenas de la Amazonía y los de la sierra están confederados en una sola organización, lo cual no quiere decir que en la misma no convivan criterios y tendencias muy diversas. Mientras tanto, en las grandes ciudades –en Quito, y más aún en Guayaquil, siguen imperando las oligarquías criollas– los indígenas siguen sufriendo ataques racistas cotidianos.

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