(Este artículo se publicó en El Salto del 7 de abril de 2020: https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/confinamiento-efectos-colaterales-juan-gorostidi)
Tras tres semanas de confinamiento –en Italia cinco, en Wuhan once– comienza a cristalizar en muchos la impresión de que esta experiencia compartida –pero no común; cada uno la vive en condiciones y desde bagajes bien diferentes– marcará época. Quiero decir que al haberla vivido en pandemia –“todos afectados”–, y haber sido la primera experiencia socialmente traumática para los que ahora tienen entre 20 y 40 años (una franja de edad demasiado amplia, comparada con lo que eran las generaciones en el siglo XX), en adelante se referirán a ella como un antes y un después; una prueba impuesta –no elegida, este es el dato determinante– que cambió las implícitas reglas de juego, que desbarató alianzas y “contratos sociales”, complicidades aparentemente sólidas; que deslindó territorios que quedarán como surcos indelebles; arrugas y muecas que costará interpretar a los que vengan después.
Cada generación ha vivido pasajes así: las verdaderas pruebas de realidad para ideales e ilusiones que se llevan por delante a muchos. Y los sobrevivientes no pueden evitar cierta sensación de “salvados de naufragio” con pérdidas irreparables. Para nuestros padres fue la guerra; para nosotros los años del fin del franquismo y la “transición”; para los que tenían cinco o seis años menos, la pandemia de la heroína… Después vino la caída del muro –¿qué fue aquello para los habitantes de Berlín Oriental, para los chechenos, para los habitantes de la antigua Yugoslavia…?–, la entrada en el nuevo siglo con el 11S y el 11M, etc. Algunos de los que ahora tienen alrededor de 40 pretenden que el 15M del 2011 fue su experiencia iniciática, pero esa insistencia me ha parecido a menudo sospechosa, forzada por quienes querían reivindicar su propio “mayo francés; checo; mexicano…”. No, me temo que éste es su verdadero mayo… y no tiene nada de glorioso –tampoco aquellos lo fueron tanto como muchos han pretendido a posteriori.
En el confinamiento se produce un parón: “la economía entra en hibernación” dicen los titulares. Pero, en realidad, es el espacio el que realmente se achica, como para los que tienen la experiencia del presidio, quienes vivieron impuestos confinamientos cuarteleros: experiencias que marcan un antes y un después, y que permiten cierto reconocimiento para los que las compartieron. Nadie las eligió –insisto en que esta característica es fundamental–. Dicen que el tiempo se detiene pero, en realidad, es el espacio el que se restringe y, por su efecto, el tiempo se dilata. He ahí la clave: esa vivencia del tiempo extenso que nos saca de la corriente de la vida cotidiana. Es una experiencia fundamental para los monjes, o para los que realizan retiros intensivos de meditación, por ejemplo: las actividades –los estímulos– se reducen ahí de forma drástica (no se habla, se renuncia a las conexiones audiovisuales o digitales, se sigue una rígida disciplina en horarios y “aburrimiento” de interminables sentadas sin hacer nada más que cultivar una atención que choca contra el muro de una mente-cuerpo indignados, sublevados ante semejante atropello…). Claro que uno puede adaptarse a ese ritmo hasta convertirlo en la nueva rutina –la rutina de la cárcel, la rutina del convento, más alienante aún que la de la calle– neutralizando así los potenciales de distorsión o de transformación de dichas disciplinas… pero ése es otro asunto.
Si no nos es posible vivir el confinamiento como “el tigre que cabalgamos”, puede resultar una experiencia muy amarga. Comentamos ya entre nosotros de los ataque de ansiedad, de las depresiones explícitas o latentes, de la caída de algunas máscaras en una convivencia demasiado intensa… asuntos que dejarán heridas indelebles. Las consultas psiquiátricas se colapsarán; los psicólogos no darán abasto, el consumo de drogas legales e ilegales se disparará… Aunque dicen que la violencia machista ha disminuido en datos de agresiones –hay una presión para la contención a cualquier precio–, todos contenemos la respiración ante la subida de la presión y el peligro de explosión. Y esto en los países ricos. ¿Qué rastro dejará en lugares donde los cadáveres se abandonan en las calles, donde la policía o el ejército intervendrán para tratar de evitar saqueos de una población acosada por el hambre, donde la guerra social será explícita con declaraciones de “estado de sitio” –“¡disparad contra los que no acaten las órdenes!, brama Durerte”?
En el mejor de los casos, una sensación de irrealidad se irá apoderando de la gente y, cuando las autoridades permitan aflojar el confinamiento, una impresión de tierra quemada nos atravesará. Saldremos a la calle como zombis, obligados quizá a usar guantes y mascarillas, mirándonos como de vuelta de experiencias inconfesables –quizá porque no hubo ninguna experiencia, sólo un aturdimiento tan vacío como amargo.
Una de las noticias para mí más significativas e inquietantes de estas semanas se produjo cuando los medios de comunicación de Euskadi hicieron públicos los datos de su encuesta focus, realizada en medio de la primera semana de confinamiento. En ella, como es habitual, se preguntaba a la gente sobre cómo vivían su presente y como preveían el futuro; sobre sus temores y expectativas. Y he ahí el dato: la franja de edad que más temía el contagio por el virus era la de los jóvenes: hasta un 93% estaba muy asustada, más que la de cualquier otro grupo de edad, aunque ellos fueran los menos vulnerables. No estaban tan asustados por el futuro, por la economía, etc. sino por la posible infección vírica –por supuesto, esta encuesta no se hizo a franjas sociales invisibles: emigrantes sin papeles o en situación muy precaria, etc.–. La gente que, por primera vez en su vida, se sentía abocada a un encierro no deseado frente a un “enemigo invisible” comenzaba a entrar en pánico –y era en la primera semana del confinamiento–. La pregunta me resultó inevitable: “¿Estaría esta población –no solamente los jóvenes– dispuesta a renunciar a diversos grados de libertad si ése fuera el precio a pagar para conjurar la amenaza vírica –control estatal de variables vitales; de movimientos, de contactos, etc.–, siguiendo los modelos asiáticos como en parte el chino o el coreano del sur?” La respuesta no me deja lugar a dudas, y por eso las autoridades ya hacen ajustes legales –aquí, a diferencia de los países asiáticos, hay leyes de privacidad de datos– para que cada vez más medidas de control social se impongan en nombre de la seguridad. “Los datos son el nuevo capital”, escuchábamos, y los gigantes de la recopilación y control de datos –Google, Facebook, Microsoft…– hace mucho que cotizaban al alta. La paradoja macabra es que hoy se reivindica a Bill Gates como al profeta que ya hace cinco años predijo la pandemia y denunció la falta de previsión de los gobiernos para prepararse a lo que se avecinaba; y creó la mayor fundación privada para la investigación sobre la vacuna. Huelga decir que las principales farmacéuticas se han apresurado a hacer donaciones a las “fundaciones altruistas” de Gates. Los siguientes capítulos de esta historia no son difíciles de predecir.
Estamos aturdidos por este golpe de realidad pandémica. A pesar de las declaraciones piadosas de intelectuales, clérigos o políticos bajo sospecha, nada nos hace pensar que saldremos de ésta fortalecidos y solidarios. Más bien será el aturdimiento el que se imponga, y los impulsos más oscuros del “sálvese quien pueda”. Por supuesto que habrá excepciones. Las pequeñas redes comunitarias se reforzarán como una necesidad vital; la amistad se habrá puesto a prueba y, para algunos, saldrá fortalecida. Caerán antiguos frentes y surgirán nuevas vinculaciones. El pasaje a la madurez de muchos jóvenes resultará ya insoslayable.
(Las fotografías son de Francesca Woodman)