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TAICHI EN EL PARQUE TEMÁTICO (tras una conversación imposible con Yuan Limin)

Entre las películas de Jia Zhangke que he ido conociendo en los últimos años, Shijie (“El Mundo”, 2004) es la que me ha dado más que pensar. Shijie es el nombre de uno de los muchos parques temáticos que han ido instalándose con gran éxito en Pekín y en el resto de ciudades chinas en las últimas décadas. Allí, uno puede visitar reproducciones a un tamaño aceptable (si la torre Eiffel es de 300 metros, la de Shijie tiene 100) muchos de los monumentos icónicos del mundo: el Manhattan de las torres gemelas –“aunque hayan sido destruidas, aquí se mantienen”–, las pirámides de Egipto o el Taj Mahal, por ejemplo, sin salir de un perímetro asequible. Todo ello, punteado con espectáculos de danzas exóticas, restaurantes, etc. Uno puede sacarse la típica foto sosteniendo la torre de Pisa o pasearse en camello por el desierto egipcio sin las incomodidades y los costes que los viajes reales acarrean. No es difícil entender que esta forma de excursionismo tenga tanto éxito allí: en realidad, esta manera aún tosca de virtualidad es la que se irá perfeccionando de manera que podamos vivir todas las experiencias imaginables sin movernos de nuestra casa. ¿Se cerrará así el círculo y podremos comprender cabalmente el sentido profundo del Laozi: “Sin ir más allá de nuestra puerta podemos conocer el mundo. Sin asomarnos a nuestra ventana podemos conocer los Caminos del Cielo”?

Pero en la película y en nuestra vida, el parque temático es sólo un escenario; lo real transcurre debajo: los dramas vitales de los que trabajan sosteniendo y animando el tinglado: jóvenes emigrados de zonas rurales a buscarse la vida que actúan de bailarinas o guardas de seguridad, y la comparten en los sótanos y los suburbios junto con otros paisanos trabajadores de la construcción o la limpieza. Allí ocurren los encuentros y los desencuentros, los desarraigos y las tragedias.

Las montañas de Wudang y el templo de Shaolín son actualmente dos de los lugares de peregrinaje chinos con más solera. Representan los lugares de origen de dos de las tradiciones de sabiduría más importantes de allí: “la cuna del taoísmo” (los templos de las montañas de Wudang) y “el epicentro del budismo chino” (Shaolín). Sus monjes son depositarios de poderes sobrehumanos y de una sabiduría insondable en las leyendas a los que son tan aficionados por aquellos pagos, y en las últimas décadas también estos lugares se han convertido en parques temáticos a los que acuden millones de turistas nativos y extranjeros para degustar las esencias “desde sus propias fuentes”. Los templos y sus franquicias se han convertido en lugares para turistas donde se ofician los cultos y se realizan exhibiciones y visitas guiadas. Cuando concluye la jornada, visitantes y “monjes” cierran las instalaciones y vuelven a hoteles y domicilios hasta el día siguiente. Así que la “vida monástica” ha desaparecido y se han multiplicado las “escuelas” donde se imparten cursos acelerados de distintas disciplinas asequibles a quien quiera pagarlos. Además, “monjes” y “abades” recorren el mundo ofreciendo sus exhibiciones y montando también sus franquicias. “La sabiduría del taichí no corresponde a los chinos, es un bien actualmente universal”, se explicó Yuan Limin en el encuentro público en Tabakalera el pasado julio. Las torres gemelas han sido destruidas, pero uno puede verlas y visitarlas intactas en Shijie.

Es este encuentro que mantuvimos el que me ha recordado la película cuando he tratado de contestar a la pregunta que me hicieron algunos amigos sobre nuestra “conversación”. Yo tenía que contestarles, para empezar, que tal conversación no existió. Que cada uno de nosotros desarrolló su propio discurso, y que no hubo el más mínimo cruce, la más mínima confrontación. “Claro –pensaría alguna–, como maestros de taichí, cada uno aportaba su propia experiencia, y vuestros acercamientos serían complementarios”. “No –tenía que aclarar–. Nuestros planteamientos son incompatibles y yo realicé un cuestionamiento radical de su discurso en el que se vendía el taichí como panacea salvadora: “el taichí es la expresión de la sabiduría de la filosofía china para curar las enfermedades del cuerpo y desterrar la ignorancia y el egoísmo; para hacernos sabios y felices” fue el resumen del mensaje de Yuan Limin. Muy al contrario, yo insistí en que vender hoy este discurso está lejos de ser inocente –mencioné el ejemplo del “falso Shaolín” de Bilbao que utilizaba frases semejantes–. Recordé que “al movilizado mundo occidental no se le puede ayudar con simples importaciones de Asia, como pretende el Americotaoísmo que, ante la crisis de Occidente, reacciona con la importación holística de fast food chino” (palabras que comparto de Peter Sloterdijk en su Eurotaoísmo de 1989). Afirmé que Zhang Sanfeng (el nombre del mítico personaje creador del taichí, de cuyo templo en Wudang Yuan Limin es abad) es pura leyenda, y hablé de las renuncias que un maestro debe realizar para que pueda ser respetable: “un maestro no se exhibe ni física ni verbalmente pero, ante todo, un maestro se abstiene de prometer beneficios y, más aún, de prometer la salvación; un maestro ha debido morir más de una vez para evitar alimentar delirios de inmortalidad o invulnerabilidad que se prestan a ser fantaseados en nuestras prácticas. En caso contrario, utilizará las fantasías de sus alumnos para alimentar los propios delirios…”. Yuan Limin no aludió a ninguna de estos emplazamientos ni a otros comentarios sobre la reciente historia China en relación con las prácticas que comentamos. Afirmó que allí “ha quedado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” sin ninguna consideración a los miles o millones de detenidos, torturados, asesinados o recluidos en campos de concentración, acusados de “tratar de destruir al Estado” practicando simples ejercicios de qi gong, como es el caso de Falun Dafa.

https://www.youtube.com/watch?v=w2BIyBOaEV4

No deja de resultarme sorprendente que el presentado como “maestro” eludiera todos estos emplazamientos y que no fuera invitado a comentarlos siquiera. La moderadora no le invitó a pronunciarse sobre estos asuntos –que quizá no captaba en su justa medida por problemas de traducción– y, como para otros asistentes significativos, mis afirmaciones parecían ser recibidos como comentarios agresivos y fuera de lugar.

Podríamos conjeturar diversas explicaciones para este desencuentro general, pero a mí me hace pensar en el parque temático que mediatiza cada vez más nuestras escenificaciones de contacto con realidades por las que sentimos curiosidad o interés. Como una ciudad que recibe cada día su oleada de turistas que, siendo distintos cada día, son siempre los mismos –las pernoctaciones en Donostia no pasan casi nunca de una sola noche–. Visitantes siempre iguales en su imposibilidad de establecer algún contacto real con la vida de esa ciudad que miran; una ciudad que se presenta a su vez como un escaparate con sus espectáculos, sus festivales, su gastronomía… que se van parquetematizando a su vez al organizar su vida alrededor de esa “riqueza turística”.  Sin duda, resta vida transcurriendo por debajo de estas fachadas, pero cada vez resulta más difícil que pueda ser reconocida, nombrada. Y cada vez será más difícil que ocurra algo ahí fuera, desde ahí abajo, pues una capa más y más densa de irrealidad se encarga de distorsionar lo posible. Cuando el hechizo se rompa y lo oculto emerja, nos parecerá irreal, una distorsión impertinente que habrá de ser aplastada cuanto antes.

Lo que me distancia de Yuan Limin no tiene que ver con asuntos técnicos ni culturales, como pudiera parecer. Él forma parte entusiasta del parque temático; yo trato de romper su señuelo.

(Un vídeo turístico-promocional típico dedicado a Wudang y su taichí: https://www.youtube.com/watch?v=ALjmFU-Cqpo)




TAI CHI CHUAN EN ESTA PANDEMIA

El curso 2019-20 de Tai Chi Chuan Eskola acabó como sabemos: suspensión de clases en la escuela con el confinamiento de marzo, vuelta a la práctica sin contacto en el parque en mayo, y el encuentro de fin de curso en este solsticio de verano.

El encuentro resultó especial porque muchos nos veíamos por primera vez en tres meses, y cada un@ arrastraba la carga de lo vivido. Fue hermoso y sanador para tod@s. Quiero resumir aquí lo que intenté explicar el último día de ese encuentro, pensando también en los que no pudieron acudir y se preguntan cómo afrontaremos el próximo curso.

El proyecto de Tai Chi Chuan Eskola ha estado presente entre todas las reflexiones que me han atravesado durante los meses pasados. Cada un@ miramos y sentimos desde nuestra circunstancia más particular, y yo aproveché para volver a realizar un balance más global: si algo está cambiado irreversiblemente para tod@s, ¿cómo afectará a la práctica que ha ido evolucionando y materializándose en más de tres décadas? Aunque en la crisis global este asunto puede resultar nimio, no lo es para mí ni para algun@s de vosotr@s. La pregunta que hay que responder cae por su peso: ¿nos adaptaremos lo mejor posible a las normas impuestas o plantearemos alguna otra alternativa? Como ya he tratado de explicar en otros lugares, mi impresión es que no estamos ante una crisis pasajera más, sino que esta crisis marca un límite, incluso un cambio de época. La palabra “apocalipsis” no me parece inadecuada para este momento[1].

“Apocalipsis” es súbito final de los tiempos, pero significa también “revelación”: un momento en que lo que estuviera oculto o enmascarado se revela y muestra su verdadera naturaleza. En nuestro caso, ¿qué es lo que se revela en relación al proyecto de TCCeskola?

ÉXITO Y FRACASO DE UN FENÓMENO GENERACIONAL

Tras más de tres décadas de dedicación profesional, hay una evidencia significativa: mis alumn@s han ido envejeciendo conmigo. Entre los cientos que han ido pasando por las clases y los cursos, las personas han ido cambiando, pero la edad media ha sido siempre cercana a la mía –de cinco a diez años, por arriba o por abajo–; apenas gente claramente más joven, a diferencia de lo ocurrido en otras actividades paralelas como el yoga, la danza, diversas artes marciales, etc. Entre nosotr@s no se ha producido un verdadero “recambio generacional”. Esto me lleva a concluir que se trata de un “fenómeno generacional”.

Somos algun@s de l@s hij@s de la última generación que vivió las guerras y postguerras europeas y que, con trabajo y habilidad, se abrieron camino a lo largo de varias “décadas de progreso”. Algun@s veníamos de una transición combativa que nos condujo a una larga etapa de “apertura de oportunidades”: estudios y trabajos universitarios, abundantes plazas de funcionarios, servicios públicos aceptables, viajes… Entre aquella gente, algun@s nos abrimos a experiencias inconcebibles para nuestros mayores pero, ante todo, tuvimos la suficiente conciencia y sensibilidad para saber que debíamos cuidarnos; que la herencia recibida estaba marcada también por profundas heridas que debían ser sanadas si no queríamos continuar reproduciendo patrones generadores de mucho sufrimiento estéril. La nuestra, a diferencia de la de nuestros padres-madres, fue una “generación terapeutizada”; una generación que ponía condiciones a la vida: “no a cualquier precio” podría ser la consigna que guió nuestras decisiones en ámbitos tan cruciales como el trabajo, la familia, las relaciones…

Prosperidad y terapia pues y, con ello, el despliegue de un amplio mercado: un listado interminable de formas de autocuidado y ayuda. El taichi entró en esta oferta y demanda de servicios terapéuticos y experiencias que no ha dejado de crecer y evolucionar en las últimas décadas. Las prácticas orientales formaron parte de esta oleada que –no lo olvidemos– nos llegó casi siempre tras pasar el filtro “occidental”: el de las modas y corrientes que se desarrollaban en Norteamérica. Aunque quedáramos seducidos por historias de “maestros y discípulos en procesos de despertar”, lo que se impuso fue un modelo mercantil. Por utilizar un ejemplo simple: la leche a la que se accedía en contacto directo con algún ganadero cuando nuestros abuelos, con nuestros padres pasó a las tiendas en sus dos variables (“leche del día” y “leche de larga duración”). Progresivamente la leche fue ocupando una sección completa de cualquier supermercado: además de las varias descremadas, las enriquecidas con todo tipo de productos; las vegetales… hay que ser un experto en dietética y marketing para acertar con la que nos conviene.

Entre las decenas de propuestas de taichi, nuestra escuela se creó “en el momento oportuno” y tuvo un gran éxito: en su apogeo, fueron necesarias listas de espera y recurrimos a otros locales. Decenas de alumn@s entusiastas querían convertirse en profesor@s. Organicé cuatro promociones de formación en las que también había listas de espera y un intento de federación de diversas escuelas a nivel estatal. Un gran éxito; un verdadero fracaso.

Quizá una de las claves de este fracaso reside en que siempre recelé del éxito comercial, y puse mucho énfasis en la cuestión de la “traducción”. ¿Qué buscamos y qué encontramos en la práctica del taichi, el qi gong, etc.? ¿Cuáles son sus límites y potencialidades? ¿Qué tipos de dinámicas individuales y grupales deberían promoverse para que estas preguntas puedan plantearse y responderse en los procesos que cada un@ vive de manera particular?

Lo que para mí era irrenunciable se ha encontrado con una resistencia insuperable en la inmensa mayoría de mis compañer@s profesionales o que querían profesionalizarse; siempre ha sido recibido como una impertinencia que, finalmente, ha conducido a la ruptura. En la escuela, siempre colaboré con vari@s profesor@s que antes habían sido alumn@s; tras la formación, que tenía como objeto establecer unas bases (“Instructor de divulgación” era el título que otorgaba), la posibilidad de continuar trabajando en equipo entre los que se dedicaban profesionalmente a la enseñanza resultó imposible; cuando planteamos la colaboración con otras escuelas, los intentos de formular unas bases comunes fracasó: “¿Que hay que explicar lo que el taichi es? ¡Qué planteamiento tan absurdo!”

Siempre he opinado que si no se hacía un serio trabajo en este sentido, el taichi pasaría como una moda más y se desvanecería en manos de oportunistas y mercaderes. Por otro lado, los que se oponían a mis planteamientos se han sentido legitimados por el ejemplo de los “maestros chinos” que, en su mayoría, se han ido desplegando por Occidente más preocupados por sus negocios que por una posible transmisión[2].

Todo esto no ha impedido que el esquema para una práctica trasmitido por Tew en los finales 80 se haya ido desplegando y matizando de forma satisfactoria[3].

“CONSTRUIR UN LABORATORIO”

Con este título resumí mi proyecto en un texto de hace siete años[4]. Para entonces, el proyecto había madurado y podía ser formulado con suficiente claridad. Podemos resumirlo en cuatro principios:

  1. El Tai Chi Chuan debe ser entendido, en primer lugar, como “trabajo corporal”.
  2. La particularidad de este trabajo reside en el lenguaje que elige para su experimentación, un lenguaje marcial: la gestión de una expresión de la gestualidad agresiva, natural al cuerpo humano, sin que ésta revierta en dinámicas de poder destructivas.
  3. El contacto marcial, por tanto, se coloca en el centro de la práctica: no nos reducimos a una relación imaginaria o ritual, como ocurre en tantas disciplinas de origen marcial, entre las que el taichi ocupa un lugar paradigmático.
  4. Entre el conjunto de enfoques –salud, marcialidad…–, definimos el nuestro como un “enfoque meditativo”.

Aunque estos puntos fueron ya mejor o peor desarrollados para 2008 en Levantar la mirada, intentaré matizarlos sumariamente:

“Trabajar con el cuerpo” es considerar el descenso, la encarnación, como una tarea “higiénica” básica para compensar nuestra tendencia natural a la hipertrofia de lo que nos caracteriza como humanos: el sentimiento y, más aún la mente[5]. No oponemos lo uno a lo otro; no pretendemos que “nuestra verdadera naturaleza reside en el cuerpo” y que la mente ha de ser “neutralizada”, etc. Al contrario, pretendemos cultivar un equilibrio siempre problemático –si no imposible– para que nuestro ser más humano no resulte sistemáticamente saboteado por los “bajos impulsos”, tan habitualmente reprimidos o mal gestionados.

En cuanto al potencial “agresivo” (los puntos 2 y 3), es lo que diferencia esta práctica de cualquier otra centrada en el cuerpo que puede asumir el punto anterior.  Sabemos que agredire, etimológicamente, significa “entrar en contacto”. Así, el centro de nuestra práctica gravita en la exploración de la naturaleza agresiva de habitar un cuerpo con otr@s: una exploración del espacio vital y de su posible invasión, así como de las interacciones que esto genera en el contacto con diversas personas con las que exploramos esta dimensión. No nos interesa la práctica “gimnástica” sin contacto, por muy interesante y sofisticada que pueda resultar, que se realiza en la inmensa mayoría de los acercamientos al taichi, a partir de su conversión en “gimnasia de masas” en la China maoísta y su posterior exportación a Occidente. Sin esa dimensión de contacto físico, el taichi se diluye y pierde su raíz y su fundamento.

Por último, el enfoque meditativo es el que delimita y sitúa con mayor claridad todo el resto. Significa que una y otra vez volvemos al punto de partida: el cuerpo y su interacción con el resto de nuestras dimensiones humanas compartidas con el prójimo. También que ni el taichi ni ninguna otra disciplina son un bien en sí mismas; menos aún una panacea para atajar nuestra inadaptación constitutiva. Frente a la actitud exhibicionista de tantos expertos, pensamos que el virtuosismo resulta más bien un obstáculo; y que las promesas de “salud perfecta”, “eterna juventud” e inmortalidad son delirios que tenemos que descartar rotundamente. Separar los “beneficios para la salud” de los “aspectos marciales”, así como de las “prácticas energéticas o meditativas” expresa una confusión muchas veces interesada, propia de comerciantes. En el taichi, es justamente la gestión de lo agresivo y la marcialidad la que desarrolla los “aspectos terapéuticos” y su potencial de compresión meditativa.

DE LA POLARIDAD A LO CONTRARIO

Taiji-taichi es el nombre que recibe el principio universal de la polaridad expresado en el conocido símbolo (el yin y el yang en un círculo) , un principio presente y cultivado en todas las artes tradicionales chinas. Según este principio, todo es el yin de algún yang y viceversa: algo que resume también el principio de la analogía, lo que rige el funcionamiento de la mayoría de nuestras operaciones mentales comunes. Lo que percibimos lo “situamos” en base a metáforas y metonimias. Pero eso no significa que dicha operación sirva siempre y, menos aún, que pueda erigirse en criterio moral. Lo que es útil para la vida ordinaria no sirve para el análisis científico o filosófico que debe ser riguroso en la distinción de categorías; en la ordenación de posibles causas y efectos; en la deducción y la consideración de las leyes que rigen la naturaleza y el orden o el caos del universo.

En cuanto a la ética o la moralidad, adoptar este principio como rector de comportamiento, puede conducirnos al relativismo más interesado, de forma que todo y cualquier comportamiento quedan justificados. Descendiendo al terreno del taichi como “producto de consumo”, es habitual alabarlo porque “nos sirve”. Los problemas surgen cuando nos planteamos “para qué”.

Cuando me topo con los artículos o reportajes publicitarios que cada poco aparecen en algún medio de comunicación, suelo tender a pensar que, justamente, se trata de “lo contrario”[6]. Pero “lo contrario” tiene mala prensa en nuestra generación: nos recuerda demasiado a preceptos autoritarios, a imposición represiva, a “moralidad judeo-cristiana”… somos alérgicos a los límites; quisiéramos vivir –y de hecho lo conseguimos en alguna medida– una adolescencia perpetua. ¿Qué significa lo contrario? ¿El día y la noche?, ¿lo que tensa y lo que relaja?, ¿lo masculino y lo femenino?… La lista es interminable, como el yin y el yang. Lo contrario, sin embargo, es lo que ante una elección moral, nos hace descartar una de las dos opciones por incompatible con la que consideramos adecuada. Considerar el taichi como un “bien en sí” es incompatible con el enfoque meditativo que propongo, lo mismo que considerar que la meditación es un medio para cultivar la “calma mental” es incompatible con la meditación tal como ha sido concebida por las personas que la han cultivado seriamente, a pesar de los apologistas.

Un laboratorio es el lugar donde menos cabe el “todo vale”. Se caracteriza, justamente, porque aísla un determinado conjunto de variables para experimentar con ellas en un marco delimitado e intentar deducir alguna conclusión. No hace falta insistir en que, a día de hoy, la mayoría de las ofertas de taichichuan (y de qi gong, o de meditación) son lo contrario de los cuatro principios que he formulado sumariamente más arriba.

POLITIZAR LA PRÁCTICA EN LA SITUACIÓN PANDÉMICA

Llegados a este punto, la política –en boca de todos y tan bajo sospecha– me parece el término que hay que recuperar. Pero no me refiero al uso corriente de este término, ése del que usan y abusan sus profesionales; contables y administradores de cierto espacio de poder o de su “puesta en escena” de la que parecen disfrutar. Hablo del proceso de politización que implica vivir en sociedad. Cualquier propuesta dirigida a otros, sea comercial, terapéutica, educativa o de cualquier tipo, que pretenda ser “apolítica” está haciendo su propia declaración política: su alineamiento con el statu quo o el encubrimiento de la red de intereses en la que, inevitablemente, participamos.

Asumiendo que formamos parte de la minoría privilegiada, en el supuesto de que impugnemos el orden establecido como radicalmente injusto y alentador de sufrimiento y muerte gratuitas y en gran medida evitables, la primera condición que deberíamos ponernos sería la de rechazar la tentación del victimismo. Esta es la primera razón por la que descartamos las interpretaciones conspirativas de la pandemia, así como de otras desgracias que nos asolan. No se trata aquí de “objetividad”; de que haya intereses ocultos alentando “el virus del pánico” para salir fortalecidos de ésta o de otras guerras. Aunque tratemos de contrastar informaciones y opiniones, y debamos decidir nuestra dosis particular de obediencia o rebeldía, se trataría, en primer lugar, de abandonar ese lugar que nos convierte en seres impotentes o resentidos. El lugar que más radicalmente atenta contra la dignidad humana: su núcleo irreductible, aquél que algunos seres humanos han demostrado ser capaces de sostener incluso en la peor de las circunstancias.

Cuando hablo de “politización” me refiero al reconocimiento activo de un límite con el que ahora mismo estamos chocando[7]. No hablo de tomas de posición “ideológicas” sino existenciales: un@ no elige su familia, su clase social, el lugar o la lengua en la que nace… pero es empujado por la vida a tomar partido una y otra vez. A esta politización me refiero. Y si es cierto que actualmente vivimos una situación apocalíptica, dicha politización resulta ineludible. ¿Qué significa esto en el marco que estamos considerando?

He dicho que un@ choca con un límite. Nuestra propuesta trata de crear un ámbito protegido para experimentar con el propio espacio y su energía en relación con cuerpos y situaciones concretas de compañer@s que asumen participar en dicha experimentación, en un entorno físico determinado. Una de las cuestiones más inquietantes que la pandemia del covid 19 ha traído a un primer plano es precisamente la gestión de la distancia y el contacto físicos. Lo que era “normal” se vuelve problemático; los códigos asumidos se cuestionan de raíz… hasta el extremo que la persona que no considera justa o aceptable la norma impuesta es señalada como cómplice del Mal; responsable en la propagación de lo que causará la enfermedad o la muerte de otros. Dicha nueva norma(lidad) impone la distancia física hasta la mascarilla, y prohíbe cualquier contacto físico[8]. Resulta incompatible con el proyecto del que estoy hablando.

Pondré un ejemplo, extremo quizá: si una mujer decidiera hoy quitarse el burka en Afganistán o, en el entorno y la época de mi madre, que ella comprarse un bañador y fuera a darse con él un baño en el mar, realizaría un gesto político de alto riesgo. Ignorar la norma de “distancia social” requerirá entre nosotros, a partir de ahora, un riesgo que nadie debería tomar frívolamente, sin sopesar sus posibles consecuencias. Y será un gesto político.

He oído de gimnasios donde la gente vuelve a sus clases de judo o de jiu-jitsu; de kenpo, de wing tsun o de aikido… sin contacto. Es como nadar sin agua, hacer equitación sin caballo, hacer el amor con una pantalla de ordenador. ¿No es el triunfo de la era digital donde lo virtual sustituye a lo carnal superando de una vez todas sus servidumbres? El fin de los riesgos, el fin del ser humano mortal.

Mi objeción a esta norma es radical, y la asumiré con las consecuencias que puedan depararme.

 

[1] Me remito a un artículo de Luca Paltrinieri que tradujimos del italiano Ensayo general para un apocalipsis diferenciado y a su continuación: Distanciamiento social.

[2] Estoy resumiendo en pocas frases procesos complejos que se han ido clarificando a base de experiencia y reflexión compartidas. La última anécdota en este sentido clarificadora puede ser la conversación imposible con Yuan Limin en 2018.

[3] El libro de Tew Bunnag The art of T’ai Chi Ch’uan, Meditation in Movement, de 1988, que no ha dejado de reeditarse en castellano desde entonces, resumen este esquema.

[4] Construir un laboratorio.

[5] Abundo en esta cuestión en la introducción a los tutoriales que preparé para el confinamiento.

[6] Neurociencia para el bienestar (en casa) es el título del último con el que he dado en el confinamiento. He comentado alguno ya.

[7] El antes mencionado artículo de Paltrinieri Distanciamiento social abunda en esta cuestión.

[8] La mascarilla, nuestra nueva frontera.




“UN MAESTRO NO TIENE BIOGRAFÍA”

Me alegré de que la primera cuestión que se nos planteó en la conversación del pasado mes de julio en Tabakalera tuviera que ver con la biografía: “¿Cómo fue tu encuentro con el taichí; qué es lo que esto representó en tu vida?”. Miro a mi alrededor –en el espacio y en el tiempo–, y pienso que cualquier pequeña variación hubiera desencadenado una historia personal muy diversa a la mía: haber nacido unos pocos años antes o después; en la familia de mis primos o mis vecinos; mujer en lugar de hombre; etc. Y lo mismo para las circunstancias sociales: otro paisaje, otra historia reciente, otro país, otra cultura… Contra lo que cada vez se nos insinúa o se nos grita con más violencia –“construye tu vida, tú eres el protagonista y el único responsable de tu destino…”–, pienso que nuestro quehacer en el mundo pasa por convertir aquellas circunstancias dadas en destino, y asumirlo como tal: ése es nuestro margen de libertad y realización.

Por eso me resulta fantasmal y muy sospechoso alguien que pretende carecer de biografía, de historia, de particularidad. Cuando un ser humano se me presenta así, en nombre de una Verdad Absoluta y prometiéndome la salvación, sé que estoy ante un clérigo; ante un mercader que trafica con el lado más difícilmente tratable de la vida –la vulnerabilidad, la enfermedad, la mortandad…– justamente con lo que nos hace específicamente humanos. Alguien que para ofrecernos la “realización”, pretende saltar por encima de todo ello está deshumanizándonos para “ponernos a salvo”. Todas las religiones tienden a ello, pero el cristianismo, en cuanto que estableció un hito histórico –la encarnación divina, la muerte y resurrección de Dios, etc.– es menos propensa a este tipo engaño de principio, comparado a las “sabidurías orientales”.

Un detalle curioso no me pasó desapercibido en relación a Yuan Limin: ni sus alumnos más cercanos conocen su año de nacimiento. En las leyendas y los antiguos cuentos chinos hay una referencia muy común a “los inmortales”, a los “inmortales taoístas” en particular. Yuan Limin se nos presenta como representante de la 15º Generación de Maestros de Wudang Xuanwu, como abad del monasterio Zhang Sanfeng”, (mítico taoísta creador del taichichuan en las montañas de Wudang), y su discurso es estrictamente religioso: “El taichí es la expresión de la milenaria sabiduría taoísta, una sabiduría de la filosofía china. La práctica del taichí nos permite conocer que somos individuos únicos e irreplicables entre el Cielo y la Tierra. Nos permite suturar la brecha entre el cuerpo y la mente y así curar las enfermedades del cuerpo, hacer desaparecer la ignorancia y el egoísmo y volvernos sabios y felices”. Lo llamo religioso pues nos ofrece una Salvación en términos absolutos, a través de la práctica de ciertos ritos o liturgias –en este caso, el taichí– y sustentado en determinadas creencias cosmogónicas –“la milenaria sabiduría china que el taoísmo recoge”–. No es casual que un representante de tal religión se sitúe fuera del tiempo y, lo único que nos cuente de su vida particular sea que tuvo la ventura de ser conducido desde niño a los pies de su maestro, que éste se prestó a transmitirle su arcana sabiduría, la que ahora debe celebrar y transmitir por el mundo. En el rótulo incluido en el vídeo de nuestra “conversación”, Yuan Limin es presentado obviamente como “Maestro” y un maestro así debe carecer de biografía.

Mi posición es justamente opuesta. No opuesta/complementaria como el yin y el yang, sino enfrentada a lo que considero una impostura que hay que denunciar. No sólo comencé mi exposición hablando de mi biografía, de las circunstancias particulares que me empujaron a explorar cierto Oriente –que incluía el taichí– ligadas a un momento histórico y generacional muy particular, sino que traté de dar algunas pinceladas sobre las circunstancias históricas que han conducido al taichí a convertirse en una más de las ofertas deportivas y de wellness de la actual sociedad “deportivamente movilizada”[1]. En su China de origen, la historia del taichí ha estado ligada muy en particular al convulso siglo XX: desde la rebelión de los boxers (1900) al triunfo del maoísmo y su implantación como gimnasia de masas, o a la represión de movimientos como Falun Dafa en la última década hasta hoy. Que la única referencia de Yuan Limin a su país fuera para decir que “se han dejado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” cuando miles de chinos son detenidos, torturados y asesinados; confinados a campos de concentración por “atentar contra el Estado” como miembros de un grupo también religioso que practica parecidos ejercicios a los que él propone y que emanan de la misma “sabiduría milenaria”, mientras que los templos de Wudang de los que él proviene se hayan convertido en parques temáticos[2], no parece resultarle significativo.

Tampoco provocó ninguna respuesta por su parte el que yo denunciase como nada inocentes los “discursos vacíos” en los que se anima a “hacerse flexible como el agua” –nuestro reciente caso del “falso Shaolín” de Bilbao resuena demasiado en tales discursos–. Tampoco la observación de que un maestro renuncia a exhibirse y a realizar promesas de invulnerabilidad o de salud perfecta pues, de esta manera, no hace sino fomentar las fantasías de sus alumnos y alimentar su propio delirio…

Aposté por asumir el lugar del maestro –lógicamente, el rótulo sobre mi nombre en el vídeo dice “profesor de taichichuan”– y hablé de las condiciones que considero propias de tal condición: asumir la responsabilidad de tomar la demanda implícita del alumno renunciando a prometer beneficios y a establecer distancias insalvables que alimenten los delirios antes mencionados. Para ello, comenté, es necesario tener una biografía, haber muerto más de una vez para reconocer las demandas implícitas en cualquier relación de aprendizaje. Pero, como decía, “un Maestro no tiene biografía”; él habita ya las mieles de la inmortalidad, más allá de este espacio y este tiempo ordinarios.

Acaso haya que preguntarse cómo es que un discurso así –una oferta así–, religiosa y exótica hasta la caricatura, quepa en un “Centro Internacional de Cultura Contemporánea” como Tabakalera. La hipótesis que he explicado en otro lugar[3] es que tales instituciones, cada vez mejor instaladas entre nosotros son una expresión más de la parquetematización de nuestra vida urbana en la que la cultura es valorada más y más como “riqueza turística” en la que “turistas” no son sólo los que vienen de paso sino todos nosotros. En el parque temático, todo saber está a nuestro alcance y no se pide nada a cambio de tal conocimiento. Los escenarios del espectáculo se alteran frenéticamente –la agenda cultural de una ciudad como Donostia es inflacionaria hasta el vértigo–, pero todos tienen el mismo sabor a nada: todo debe ocurrir rápida y frívolamente para que nada ocurra. Recordaba en la “conversación” que, en tales circunstancias, las posibilidades de que una práctica como la del taichí pueda provocar transformaciones de cierto alcance son escasas. Marcados como estamos por relaciones autoritarias de poder y extremadamente susceptibles a cualquier relación jerárquica, es la misma posibilidad de un marco de aprendizaje el que se desactiva. Por eso, el Maestro que ignora deliberadamente esta contingencia y nos promete Sabiduría y Felicidad a bajo precio debe comenzar negando su propia biografía.

[1] En este sentido, mis observaciones son una continuidad de lo que expliqué unos meses atrás en el mismo programa Ariketak de Tabakalera: Eros, Thimos y movilización deportiva. Tres preguntas y dos adendas desde una mirada Extremo-Oriental.

[2] Referencia al artículo Taichí en el parque temático.

[3] El artículo antes citado.




EROS, THIMOS y MOBILIZACION DEPORTIVA Tres preguntas y dos adendas desde una mirada Extremo-Oriental

(Transcripción de la ponencia presentada para la “Gran Conversación” que Tabakalera de San Sebastián organizó el 10 de febrero de 2018 dentro de las jornadas “Ariketak: La segunda respiración”).

UNA. ¿Qué pensarían mis padres, nacidos hace cien años en un mundo rural, transformados obreros industriales más tarde, si contemplaran la actual movilización deportiva?[1]

Para hacernos una idea de la dimensión de la actual movilización deportiva, he consultado los datos del Patronato Municipal de Deportes de San Sebastián, sabiendo que indican una tendencia general. Un tercio aproximado de los 180.000 habitantes de la ciudad está afiliada a dicho patronato: son los 55.000 usuarios de los 20 polideportivos municipales. Estos datos no incluyen a las federaciones deportivas ni al deporte escolar. Según los expertos del Patronato, además, el 60% de la práctica deportiva se practica en la calle, al margen de las instalaciones. Según comentaba aquí mismo Luis de la Cruz, en las últimas décadas se está produciendo un descenso del deporte practicado en grupo a favor del que se practica en soledad, en competición con uno mismo.

Si nos fijamos en el running, paradigma del último caso, en nuestro municipio se organizan 36 carreras al año en las que participan 70.000 personas (y otras 20 carreras más en la comarca). En la más conocida (la media maratón Behobia-San Sebastián) participan unos 30.000 corredores al año, 8.000 de ellos guipuzcoanos (de una población de unos 714.000 habitantes). Más de la mitad de los donostiarras practica algún ejercicio físico dos veces por semana y, al menos una vez, más de los tres cuartos.

No he tomado en cuenta las decenas de instalaciones privadas o las actividades “físicas” que promueve el mismo ayuntamiento –incluidos el yoga o el mindfulness–, desde su Patronato de Cultura. San Sebastián ocupa un puesto comparable al de las ciudades deportivamente más movilizadas de Europa y se encuentra entre los dos municipios de mayor actividad del País Vasco.

No es necesario recordar que todas estas actividades eran completamente extrañas para mis padres y su mundo, lo mismo que para el de mi infancia. Los chicos de entonces jugábamos al fútbol o a la pelota, lo mismo que nos perdíamos por las colinas cercanas para organizar peleas de bandas y otras aventuras bastante extrañas al “espíritu deportivo” actual.

Me he preguntado por las movilizaciones colectivas que se organizaban en la década de 1950, que pudieran tener connotaciones parecidas a ésta –permanentes, por un lado, y necesitadas de fuertes impulsos masivos y regulares por otro–. Y me parece que lo más parecido de aquella época eran las “Misiones Católicas”. Se organizaban todos los años en cada población, incluidas las ciudades, promovidas con un parecido entusiasmo por las autoridades civiles, militares y religiosas de la época. Eran dirigidas por unos atletas de la retórica llamados misioneros, verdaderos coach movilizadores intensivamente preparados para su tarea[2]. Mencionaré dos de estas celebraciones de las que he encontrado un rastro: la organizada en Vitoria en 1951 y la de la comarca de Bilbao –desde Galdakano hasta Portugalete– en 1953.

Vitoria tenía entonces 52.000 habitantes y la misión consiguió cumplir plenamente con sus objetivos, tras dos semanas de agitación: la confesión masiva de la población. En la famosa “Misión del Nervión” que incluía a los cerca de 500.000 habitantes de la comarca, las crónicas de la época hablan de una participación directa de unos 300.000 a lo largo de los cien puntos de misión instalados por los 300 misioneros que dirigieron las tres semanas de su duración. Podemos imaginar la ciudad sembrada de altavoces y los partes permanentes transmitidos por la radio y la prensa de la época, además de las procesiones diarias y otras liturgias[3]. Evidentemente, hay que considerar otras connotaciones de estas celebraciones y, en particular, el impulso del “Nacional Catolicismo” de la postguerra, pero esto no invalida el paralelismo que trato de indicar.

DOS. ¿Que representaba el cuerpo para los campesinos y los obreros industriales, y qué para la mayoría de nosotros?

En el mundo de mis padres y sus antepasados, el cuerpo era una pesada carga. Medio de dura subsistencia y fuente constante de sufrimiento y de peligro. Para liberarse del destino de haber nacido, se creía entonces en un más allá tras la muerte. Para poder sobrevivir convertirse en esclavos de los poderosos, debíamos ser ante todo esclavos en el propio cuerpo, domado para reprimir sus impulsos.

Da la impresión de que en unas pocas décadas nos hemos desplazado al extremo opuesto: una parte considerable de mi generación se levantó contra aquellas concepciones impuestas por el cristianismo en un proceso “secularizador” que, entre otros intentos, trataba de liberarse de la represión ejercida sobre los propios cuerpos. Pero seríamos muy ingenuos si pensáramos que lo ocurrido puede reducirse a términos tan simples. Al nuevo modelo de capitalismo mundializado tampoco le servía la vieja relación con el cuerpo. Resumiendo, podemos asegurar que hoy el cuerpo se ha convertido en un campo de batalla para la consecución de una “salud perfecta”; un espacio entrenado, saludable, transparente y siempre dispuesto para las readaptaciones exigidas por las circunstancias productivas y sociales. Se habla cada vez más de los “cuidados” pero para comprender el alcance de estos cambios creo que es preciso pensar en “antropotécnicas” ya que, entonces y ahora, el cuerpo es siempre reflejo e instrumento del yo requerido por cada época y situación[4].

En este punto nos enfrentamos a una de las paradojas del fenómeno religioso. Por un lado, las técnicas desarrolladas en el ámbito religioso han sido fundamentales para la construcción del yo moderno. Los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio de Loyola como ejercitación autógena serían el ejemplo paradigmático entre nosotros. En este sentido, podemos considerar la religión como un gran malentendido. En palabras de Sloterdijk “la ‘religión’ no es en principio, la mayoría de las veces, otra cosa que un sistema de prácticas mentales malinterpretado y además, con frecuencia, psicodinámicamente descarrilado, tomando como base una ascética a mitad de precio, donde los errores de principiante y las características de la subjetividad patológica se han visto elevados a la categoría de esencia de la Causa”. Como digo, aquel cuerpo reprimido ha dejado de ser funcional en la actual sociedad erotizada imprescindible al desarrollo del último capitalismo mundializado. A diferencia de a nuestros mayores, ahora se nos martillea para hacernos creer que cualquier vacío existencial puede ser llenado si nos rendimos cada instante al impulso de un deseo hostigado por la llamada del consumo. Para el trabajador cognitivo, self-made y autoexplotado, precarizado y sin futuro previsible, es necesario un cuerpo y un espíritu bien entrenados, para los que la pura represión ha dejado de ser útil.

TRES. ¿Qué pensaría un chino de la antigüedad (pongamos que de finales del siglo XIX) si contemplara nuestras actividades físicas y la movilización deportiva de este tiempo?

Lógicamente, tengo que responder a una pregunta previa antes de contestar a ésa: ¿quién soy yo para hablar por la boca de ese chino? Nací en una familia estrictamente católica y fui educado hasta los 17 años por una de las sectas que han ido surgiendo en la Iglesia dedicadas a la formación de los cuerpos y las almas de cada época. Me refiero aquí a los salesianos, surgidos a finales del siglo XIX y principios del XX para la formación de obreros industriales de la segunda industrialización. El mismo nombre del colegio construido por la Caja de Ahorros Provincial para la formación de los jóvenes obreros de la comarca de Pasaia-Rentería lo dice todo: Ciudad Laboral Don Bosco, y fue inaugurada por Franco y varios de sus ministros en 1960. Alentados por el espíritu del 68, yo también me levanté contra todo aquello, en un impulso revolucionario tanto social como corporal. Cuando choqué contra los límites de aquella explosión dirigí como no pocos mi mirada a Oriente y he continuado investigando y transmitiendo algunos de los sistemas y ejercicios aprendidos de China durante cerca de cuarenta años. ¿Cómo puedo explicar hoy la intensidad y la duración de este desplazamiento? Obviamente, han sido los años los que me han hecho consciente de los impulsos que en un principio apenas lo eran, y encuentro dos motivos fundamentales.

Uno: aquellos entrenamientos no negaban el cuerpo. Al contrario, lo trabajaban deliberadamente como base de ejercitación. Pero, al mismo tiempo, dicho cuerpo no era el “cuerpo erótico” del que antes hablaba, sino otro al que podemos denominar “cuerpo thimótico”.

He dicho que el sistema económico, social y cultural de nuestra época está completamente erotizado y, para ello, necesita negar o reprimir las “fuerzas thimóticas”, esas que colocan a cada sujeto ante las preguntas fundamentales sobre sí mismo: lo que es, lo que posee, lo que puede y lo que desea ser. El término griego thimos se refiere a esa otra corriente que convive con eros para cuestionarse por el orgullo, la exigencia de justicia, el sentimiento de dignidad, y ocuparse de la indignación o de los impulsos guerreros o vengadores. Las corrientes psicológicas hoy dominantes –y una particular forma de interpretar el psicoanálisis ha contribuido a ello– tienden a considerar estos impulsos como resultado de la insatisfacción erótica y su “sublimación”[5]. Sin embargo, muchos de los ejercicios que he conocido toman lo agresivo como su materia prima fundamental y procuran, sin negarla, fortalecer una conexión adecuada entre cuerpo y espíritu más allá de la dicotomía característica de la civilización europea. La investigación y el juego con la fuerza y el espacio propio y ajeno son permanentes en dichas prácticas. Si me siguieron interesando, como digo, es porque allí no encontraba la negación y la represión ejercida sobre el cuerpo de la que trataba de librarme, y tampoco la búsqueda de una simple catarsis de las sobrecargas de rabia o impotencia que la neurosis tiende a sublimar. En esas condiciones se hace posible una investigación superadora de las tendencias puramente intelectuales o “terapéuticas” que se me ofrecían por estos pagos.

Dos: no encontré allí la fobia al vacío que también nos caracteriza. Por el contrario, la condición previa a cualquier construcción intelectual era una capacidad probada para el silencio corporal y mental. Los ejercicios que he tenido ocasión de conocer y practicar se convierten así en puertas de acceso a dimensiones desconocidas en cualquier ámbito de lo humano. Ni la ejercitación se convierte en doma represiva de la carne, ni la capacitación técnica es considerada como un fin en sí misma.

Volviendo pues a la pregunta sobre la actual movilización deportiva, la respuesta de ese hipotético chino –la mía– no dejaría lugar a dudas: la actividad física a la que somos empujados hoy masivamente es realmente tosca y torpe, peligrosa y a menudo perjudicial no solo para el cuerpo sino, muy especialmente para el espíritu humano. En nombre de un “cuidado corporal” somos instigados a su explotación intensiva alimentando nuestras tendencias más patológicas: una hiper-competición con nosotros mismos que no puede tener sino efectos destructivos. El trato que damos a nuestros cuerpos no es distinto del que damos al mundo en general.

PRIMERA ADENDA: Oriente y nosotros.

¿Quiere todo esto decir que “la respuesta está en Oriente” como muchos mercaderes del orientalismo pretenden? No. En primer lugar porque las categorías Oriente y Occidente han dejado de ser operativas. Sin negar las diferencias en culturas y situaciones particulares, las tendencias fundamentales son hoy convergentes, y estamos abocados a un modelo de vida único tanto en China como en Europa. Allí de forma incluso más violenta. Por otro lado, sería iluso considerar que el uso de unas u otras técnicas de ejercitación producen efectos tan dispares. Aunque los criterios que subyacen a su diseño –el tipo de ser humano sobre el que están concebidas– sean determinantes. Como digo, dichas concepciones son determinantes en el diseño de las mismas pero no tanto como para que la práctica de unas técnicas traiga necesariamente consigo la comprensión de dichas concepciones y menos aún las transformaciones que ellas implicaran. Cualquier técnica será utilizada, más allá de su concepción original, al servicio de las necesidades implícitas en quien se esfuerza en su práctica. Todos hacemos un uso instrumental de las mismas desde el “lugar” en que nos encontramos y que, en lo profundo, deseamos reforzar.

Por otro lado, el impulso por huir del cuerpo es universal. Los antiguos pretendían una huida absoluta a “otro mundo” tras la muerte o en “otra reencarnación” en la que pudiera superarse la ilusión o la atadura implícita a lo físico. Hoy seguimos empeñados en dicha huida, tras la forma particular de un  supuesto y obsesivo cuidado del cuerpo[6]. Además, el capitalismo más despiadado y previsor ha comprendido ya que algunas de las técnicas orientales convenientemente recicladas pueden ser muy útiles para controlar el nivel de estrés a que se somete al emprendedor autoexplotado, y mejorar así su productividad. En la última cumbre de Davos había una sala de meditación a disposición de los participantes, y las multinacionales punteras de la economía digital han incorporado ya prácticas como el yoga y el mindfulness para lubricar su maquinaria productiva. La clave de lo que trato de explicar estaría pues en una experimentación no instrumental de algunos de los sistemas de los que hablo, pero lo mismo podría decirse del caminar o el correr. Debemos contar con que pronto seremos empujados a la práctica del yoga, el taichí o la meditación para tratar de controlar los estragos del estrés, la ansiedad y la depresión cada vez más endémicos, lo mismo que hoy nos vemos empujados a la práctica deportiva.

La búsqueda de la inmortalidad y el delirio por la eterna juventud han estado presentes en todas las latitudes, más aún quizá en Oriente. Encarnarse es idéntico a abismarse en el vacío para cualquier ser humano. Occidente ha creado un mundo trascendente. Oriente, con el yoga y tantas corrientes alquimistas, ha desarrollado además sofisticados sistemas para escapar de las servidumbres inevitables de habitar este cuerpo mortal.

SEGUNDA ADENDA: algunas características técnicas.

“Así no, pero ¿cómo?” se escucha. Y es una cuestión que no se puede soslayar al hablar, como aquí, de “ejercicios”. Trataré de responder con algunos criterios básicos y los malentendidos que suelen generar muy a menudo.

La relajación física y mental sería la primera condición que permite el acceso a las técnicas que conozco y propongo en mi trabajo. Otra manera de explicarlo sería que la pasividad tiene una importancia cualitativamente superior a la actividad. Y esto genera uno de los principales malentendidos en relación a las “técnicas orientales”, un malentendido que los investigadores universitarios se encargan de alimentar una y otra vez: “Algunas técnicas orientales son excelentes para la relajación, para controlar el nivel de estrés e incluso, para conseguir la felicidad”. Lo cierto es que tal relajación no es el objetivo de ninguna de ellas, y que el primer principio del budismo antiguo habla de la nobleza de Dhukka[7], no de la felicidad. Por eso se confunden estos sistemas con prácticas superficiales de entrenamiento autógeno.

El segundo criterio que quiero destacar se refiere a la relación; una relación dirigida tanto a uno mismo como a su entorno. Y aquí se alza el segundo malentendido, alimentado por tantos “expertos” al insistir en la movilización de sutiles “energías”. ¿A qué se refieren cuando dicen energía? A fluidos misteriosos, a fuerzas sutiles, a poderes extraordinarios. En mi opinión, la idea de relación es, sin embargo, la clave. Una relación que deberemos trabajar para encarar la fragmentación implícita a nuestra naturaleza, y que es la que suele conducirnos a explorar dichas prácticas: son nuestros valores morales en lucha con los deseos, los sentimientos con el cuerpo, etc. Cuando hablamos de energía, debemos referirnos a las e-mociones en primer lugar[8]. Y podremos entender, tras cierto tiempo, que las categorías divisorias tensión/relajación o dentro/fuera son asuntos superficiales propios de principiantes; que siempre habremos de movernos en el cultivo de una fuerza relajada y de una mirada que implique lo interno tanto como lo externo.

A menudo, posturas inmóviles y lentos movimientos ritualizados que pueden parecer ridículos observados desde fuera recogen la esencia de lo que trato de explicar: no llevar nada al extremo, introducirse en círculos continuamente repetidos son parte de la instrucción. Pero éstas no son más que indicaciones orientadoras, resquicios para introducirse en una ejercitación que, para muchos, sólo es fuente de unos sentimientos de frustración e impotencia insuperables. Principios elementales, ineludibles asimismo al referirnos al ejercicio que implica el ámbito creativo que nos es propio. “Mientras no seamos capaces de pensar o hacer tanto con las tripas y el corazón como con la mente, apenas podremos despejar la confusión”.

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Referencias fundamentales:

  • Billeter, Jean François 2002. Cuatro lecturas sobre Zhuangzi, Siruela 2003.
  • Gorostidi Berrondo, Juan 2008. Levantar la mirada. Tai Chi Chuan, fundamentos para una práctica contemporánea (Liebre de marzo).
  • Sloterdijk, Peter 2006. Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Siruela 2010;). 2009. Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica. Pre-Textos 2012.

[1] No hablaré del deporte profesional, del deporte-espectáculo (ése que ocupa tanto espacio en los medios) ni de la economía del deporte (33.000 empresas, 200.000 empleados, 4.5000 millones de euros de facturación en España, según un artículo de esta misma semana).

[2] El movimiento de las misiones proviene de la Contrarreforma católica iniciada en el siglo XVI. y que alcanzó su culminación en los siglos XVIII y XIX. Su desarrollo en el País Vasco está bien documentado por Belén Altuna en El buen vasco. Génesis de la tradición “Euskaldun fededun” (Hiria 2012).

[3] Las grandes misiones de Vitoria (1951) y del Nervión (1953).

[4] Hablo de antropotécnicas en el uso que hace Peter Sloterdijk de este término en Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Pre-Textos 2012): “La respuesta se ha de dar haciendo referencia a la emergencia de la antropotécnica en el “tiempo axial” de la ejercitación. Tan pronto como uno sepa que está poseído por programas que marchan por sí mismos –afectos, costumbres, representaciones– habrá llegado el momento de tomar medidas que rompan ese estado de posesión. El principio de éstas consistiría, como ya se ha señalado, en pasar al otro lado de los sucesos repetitivos. Desde que se ha descubierto en la propia repetición el punto de arranque para adueñarse de ella, tal transición aparece como realizable según reglas precisas. En este descubrimiento la diferencia antropotécnica celebra ya su estreno” (Antropotécnica: volver el poder de la repetición contra la repetición, pág. 256). Una reseña a este libro está disponible en http://juangorostidi.info/has-de-cambiar-tu-vida-de-peter-sloterdijk-de-la-produccion-al-ejercicio/.

[5] Tomo también de Sloterdijk los conceptos de Eros y Thimos, explicados en Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Siruela 2010.

[6] Esta cuestión está presente en Ser o no ser (un cuerpo) de Santiago Alba Rico, que he reseñado en Una invitación a la caída.

[7] Me refiero a las conocidas “nobles verdades” de budismo primitivo. El término Dhukka suele ser traducido habitualmente como “sufrimiento” en las lenguas occidentales, una traducción muy torpe, a mi modo de ver. La “verdad de dhukka” nos habla de la nobleza de la insatisfacción que caracteriza la conciencia humana.

[8] Se debe al psicoanálisis el descubrimiento de la autonomía y la cualidad mediadora del ámbito emocional, algo conocido intuitiva y prácticamente en muchos sistemas orientales. Trato ampliamente este asunto en la segunda parte de Levantar la mirada (Área 2. Salud, enfermedad, energía, terapia). Un capítulo dedicado al deporte del Área 1 puede leerse aquí.




HAS DE CAMBIAR TU VIDA de Peter Sloterdijk De la producción al ejercicio

“Moderna es la época que ha llevado a cabo la más alta movilización de las fuerzas humanas bajo el signo del trabajo y la producción, mientras se llaman antiguas a todas las formas de vida donde la suprema movilización se hacía en nombre del ejercicio y la perfección”. P. S.

Es muy frecuente que los filósofos parezcan dirigirse exclusivamente a sus propios colegas, sin apenas traspasar el muro que protege a su corporación. Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) ha intentado desde el principio superar esa barrera[1] pero, cuando el tema tratado es “la religión” (“la crítica del cuento del retorno de las religiones” en palabras del editor), dos nuevos muros se alzan ante cualquiera: el de los creyentes y el de los incrédulos. Sobre el primer muro aparece escrito: “la fe es un don, nada tiene que ver con la voluntad o la razón”. Sobre el segundo se afirma que el tema hace tiempo que está agotado, y que volver a él no es más que pérdida de tiempo o concesión al adversario. Es por eso que la lectura de este libro puede semejar una larga carrera de obstáculos. Cada uno de ellos es una empinada cuesta que, de ser superada, nos abre a paisajes insospechados.

Como si “religión” no fuera ya suficiente obstáculo, el autor nos provoca con un imperativo capaz de espantar a cualquiera desde el mismo título. Y es que cualquier orden recibida chirria en las puertas de nuestro particular castillo construido con muros de dignidad, cimentada en la mala conciencia del siervo. Sin embargo, tras dicho revulsivo nos topamos con pretensiones mucho más ambiciosas: “Si se quisiera trasladar a un taller común, donde quedaran recapituladas, en una última redacción, todas las doctrinas de las religiones, todas las reglas de las distintas Órdenes y los programas de las sectas, todas las guías para la meditación y las doctrinas para el desarrollo escalonado, todas las instrucciones para el entrenamiento y todas las dietologías, esta concentración extrema no diría otra cosa que lo que deja emanar el poeta en un momento de traslucidez del torso arcaico de Apolo: ‘…pues no hay ahí sitio alguno / que no te mire a ti. Has de cambiar tu vida’[2]. Estamos pues ante un imperativo absoluto, la orden revolucionaria dirigida a cada uno de nosotros, según la cual, la que vivimos no es una vida verdadera. Con todo, que nadie espere encontrarse con un panfleto piadoso.

Si la principal tarea que el hombre moderno se impuso a sí mismo fue la de desvelar lo que hasta entonces permanecía latente, “hemos de arremeter contra una de las más crasas pseudoevidencias de la reciente historia del espíritu: contra la creencia, que ha prevalecido desde hace dos o tres siglos en Europa, en la existencia de ‘religiones’; más aún, contra la creencia, no probada, en la existencia de la fe” (pg. 18). Las consideradas religiones no serían sino efectos colaterales de una serie de sistemas antropotécnicos. El autor teje su discurso en torno a esta tesis central. Nos interesará por ello saber en qué consisten esas técnicas de construcción del ser humano y, en consecuencia, cuales son los efectos colaterales que han sido asumidos como religiones.

LA RELIGIÓN TRAS LA MUERTE DE DIOS: LA SECULARIZACIÓN DE LA ASCESIS

Para delimitar el segundo de estos aspectos, el autor nos presenta “cinco módulos del modo de operar de la interioridad religiosa”. El primero se sostiene en la cualidad humana de colocarnos, como sujeto, en el lugar del objeto. Es esta cualidad la que hace posible el segundo módulo: el imperativo absoluto que acabamos de mencionar (“has de cambiar tu vida”). El tercero “abarca una serie de operaciones internas por las que se presenta lo imposible como realizable”, más aún, “el hecho de que algo sea imposible demuestra su posibilidad”: el creyente es aquel capaz de dejar a un lado su experiencia empírica e introducirse en el ámbito realmente existente de lo imposible. “Quien ensaye intensivamente esta figura conseguirá la movilidad característica del artista en el trato con lo imposible” (pg. 96). El cuarto módulo concierne en particular a los artistas y deviene de la idea de perfección: “llegarás un día al objetivo ideal”. Uno llega a aceptar que trata con algo intratable, una realidad trascendente, en la pretensión de sobreponerse al seguro derrumbe vital. “El quinto módulo consiste en hacer presente a lo avasallador en las operaciones internas con las que se medita el carácter aniquilable de la propia existencia y su hundimiento en una realidad superior” (nota pg. 109).

Para hablar de estos cinco módulos Sloterdijk se vale de Rilke, Kafka y Cioran, en particular de la actitud de este último –el “budista parisino” – para descubrirnos su propia actitud en la obra: sin poder creer en la perfección ni asumir la distancia que defiende al escéptico, valerse de lo que resta… Resulta estimulante su capítulo de transición titulado “No hay religiones: de Pierre de Courbertin [fundador del olimpismo moderno] a L. Ron Hubbard [fundador de la Iglesia de la Cienciología]” (pg. 115 ss.). Y es que, en su opinión, el neo-atletismo y el deporte moderno representan la manifestación más explícita del proceso de secularización del ascetismo a partir de 1900. Por otro lado, que un autor de ciencia ficción creara una de las religiones de éxito contemporáneas habla del triunfo de la “mística informal” en el mundo contemporáneo.

Entre los filósofos que le precedieron, el autor se vale de la obra de Nietzsche, Wittgenstein y, en particular, del Foucault de su última etapa, encarando el mandato del primero de extender la labor artística más allá de todo límite: “has de crear en ti al creador”. Es ahí donde hay que situar la oportunidad de la ascesis y la centralidad del cuerpo en toda actividad creadora. Con todo, Sloterdijk nos explica que Nietzsche cayó “en la más grande de las ilusiones ópticas” al no percibir “la transferencia del ascetismo atlético y filosófico al modus vivendi monástico y eclesial”, llevado como fue por su “santo furor por desmontar el cristianismo tradicional” (pg. 171). La vergüenza crónica de Europa llegó de la mano de la corrupción crónica de la nobleza que sustentó sus valores en la fuerza de la explotación. El renacimiento de la jerarquía basada en el mérito impulsada por los movimientos burgueses de los siglos XV al XIX acabó con ese fantasma y posibilitó la definición europea de la política, capaz de superar la dinámica explotador/explotado.

Tras doscientos años de intentos igualitarios y neo-elitistas, ha llegado el momento de sacar conclusiones globales y operativas sobre los mismos. Para ello habrá que dejar atrás una sociedad basada en la dominación de clase, construida sobre la explotación, la opresión y la discriminación de los privilegios, y sustituirla por otra sustentada en la disciplina (ascesis, virtuosismo y eficacia). Pero no pensemos que nos encontramos ante proclamas ingenuas: “La razón de las naciones se sigue agotando en el empeño de mantener puestos de trabajo en esta especie de Titanic” (pg. 569). Tomando en cuenta la opinión de Wittgenstein (“la cultura es el reglamento de una Orden”) son la ascesis/ejercicio y la secesión (esa imperiosidad por hacerse otro) lo que deberemos de tomar en serio. De acuerdo con Foucault, afirma que la secesión (“ruptura” es un término demasiado manido) está en el origen de toda cultura: “quisimos ser completamente diferentes en un mundo completamente transformado”. Pero cuidado: “Los empeñados en mejorar el mundo de una forma militante se apartaban de los desastres provocados por ellos mismos y atribuían todo lo que les superaba a la mera fatalidad. La interpretación más convincente de este patrón de comportamiento proviene de la pluma de un filósofo escéptico: tras llevar a cabo una serie de empresas con resultados fatales, los actores fracasados practican ‘el arte de no haber sido ellos’ sus autores” (pg. 567).

LAS AGUAS DE HERÁCLITO. EJERCICIO Y PERFORMANCE

“…lo que Foucault comprendió hace tiempo: quien habla de subversión y delira con el futuro es de la clase de los principiantes […] o que subversión, ingenuidad y unfitness no son sino tres palabras para nombrar una misma cosa”. P.S.

 La tercera pendiente que se cierne sobre quien se adentra en los temas de este libro puede provenir de una interpretación poco usual de la frase más mencionada de Heráclito. Cuando éste nos recuerda que no nos bañamos dos veces en el mismo río, no se refiere tanto al flujo continuo del agua sino a otro inquietante fenómeno: cuando uno se ha apartado de la corriente no podrá volver a nadar como antaño. Al hacernos cargo de nuestro comportamiento nos vemos inmersos en una batalla interna: no podemos menos que tomar cierta distancia de las costumbres para poderlas comprender pero, una vez tomada esa distancia, nos vemos abocados a mantenerlas a raya o a ser aplastados por las mismas. Si sumamos a ello el prestigio que nuestra cultura otorga a toda novedad y la permanente devaluación de lo viejo, daremos quizá con una barrera intratable. Pero merece la pena asumir también este desafío y proseguir.

“¿Cómo sostener una verticalidad que no devenga trágica?” Somos paganos de una pedagogía europea con dos mil años de antigüedad, incapaz de superar su ambigüedad en relación a las pasiones y a las costumbres: “La emancipación del ejercicio respecto a las estructuras coactivas de la ascesis de la Europa Antigua posiblemente signifique el acontecimiento más importante en la historia del espíritu y del cuerpo del siglo XX” (pg. 220). Como es habitual en él, Sloterdijk compara las antropotécnicas orientales y occidentales a través de la idea de vigilia. Aquellos habrían desarrollado un “velar sin pensamiento”, mientras que los occidentales “un pensar sin velar”. Es alrededor de esta cuestión donde señala los esfuerzos de Heidegger, Spengler y Krishnamurti para subrayar, también aquí, la prudencia de Foucault y la aportación de Bordieu, el “pensador del último campamento” (págs. 233-245).

Si el quehacer de la psicología y la antropología es la “secularización de la psique”, se hará necesario aclarar las relaciones y malentendidos entre filosofía y atletismo, así como entre la ascesis y la acrobacia. Si el “renacimiento del atletismo” y la “desespiritualización de la ascesis” se iniciaron en las últimas décadas del siglo XIX, esto ocurrió en el seno de una sacralización de la producción. Sloterdijk opina que con el declive de esta sacralización la producción será sustituida por el ascenso de la performance. Y que el “terapeutismo” de todo un siglo no hace sino encubrir una tendencia generalizada hacia el ejercicio. Y aquí volvemos a la idea de secesión. “El ‘hombre’ provendría de esa pequeña minoría de ascetas extremistas que se distancian de la multitud afirmando que, propiamente, ellos son todos” (pg. 287). Lo que consideramos sujeto es algo surgido de dicho proceso y, como tal, el portador de ciertos ejercicios. Este apartarse ha conocido dos formas contradictorias a lo largo de los milenios: aquella que busca “la sobrecompensación de una espiritualidad heroica” en la unidad entre el individuo y la divinidad –como en Heráclito y los Upanishad– y la de quienes no pueden sobrellevar su salirse de la corriente sino con un profundo sentimiento de culpa, como en el caso de judíos y cristianos.

EL FIN DE LA “EDAD DE HIERRO” Y LA VIGENCIA DEL IMPERATIVO ABSOLUTO: HACIA UN COINMUNISMO

La “heterotopía” (concepto acuñado por Foucault) pertenece a los espacios propios de los que eligen la ejercitación para evitar la inanidad de la mayoría, por lo que allí rigen unas normas que no se aplican a la generalidad. En los métodos surgidos en los procesos de secesión nos encontramos con la “estructura triádica del espacio mental”: el Yo, su Mentor –ese Otro creado por la autoconciencia– y la Testigo que mediará entre ambos. Del fracaso de dicha estructura surge la habitual confusión con que la religión ha tratado al yo, considerándolo un fantasma que hay que destruir. “El egoísmo no es más que el infame pseudónimo de las mejores posibilidades humanas” (pg. 310). “El fanatismo provocaría la implosión del campo triádico, donde el yo patológico excluye a la testigo apropiándose directamente de la posición de su gran otro, para actuar en su nombre” y “La historia del fanatismo revela que tales regresiones están en el orden del día de las religiones” (pg. 305).

Si la cultura consiste en la transmisión de ciertos contenidos cognitivos y morales, resultará imprescindible reparar en la actividad de los portadores de tales contenidos. Sloterdijk clasifica a los maestros en diez modalidades: el gurú, el maestro budista, el apóstol, el abad, el filósofo, el entrenador atlético, el maestro artesano, el profesor académico, el maestro de enseñanza básica y el escritor ilustrado. Las diferencias entre tales modalidades de transmisores de cultura nos sirve aquí para entender la posición del autor que, a continuación, cuestiona el concepto de conversión: “toda educación es conversión” y “cualquier conversión, subversión” (pg. 384). Imposible embarcarse en este viaje sin un análisis de los ensayos ascéticos occidentales y, en particular la regla benedictina[3], así como de su comparación con las propuestas orientales, en especial las surgidas del crisol hindú que dio origen al budismo.

Para encarar los desafíos de este tiempo, será necesario aclarar finalmente un malentendido que el propio Foucault propició: en la era moderna no han sido tanto las instituciones represivas las que han fraguado la educación de los jóvenes en el humanismo cristiano, sino las escuelas y universidades. A los ensayos ascéticos anteriores se añadieron otros de carácter técnico y artístico y, finalmente, político. Su lema sería “un régimen de antropotécnicas para todos” en el que ser humano es igual a estar implicado en una auto-construcción.

Se trataría pues de poner fin a la “edad de hierro” en la que el reconocimiento del deseo se imponga a la anterior espiral desesperada, haciendo frente con medios no heroicos a la conciencia de escasez anterior. “El hombre avanza cuando prosigue por la dirección imposible” y “si un principio ético universal ha de estar vigente en el mundo actual éste será ‘¡imposible seguir como hasta ahora!’”. La “vuelta de las religiones” no sería sino síntoma de un malestar que nos señala que una ética solvente no se sustenta sino en una experiencia de lo sublime, una resistencia occidental a cargar con los pesos que implica tal transformación. “No obstante, los contemporáneos se convencerán, más pronto o más tarde, de que el hombre no tiene ningún derecho a no ser sobrecargado, como tampoco a toparse únicamente con problemas cuya solución se lleva a cabo con los medios de a bordo” (pg. 568).

Por fin, y considerando que “la historia no es sino lucha por hacerse con los sistemas de inmunidad disponibles”, y la injusticia la expresión de los desequilibrios a la hora de la distribución de los beneficios que deparaban tales sistemas, donde las religiones se empeñaban en “equilibrar” tales desequilibrios, estaríamos en la actualidad ante una nueva “razón inmunitaria” que “adoptaría un formato planetario en el momento en que una tierra poblada de redes fuera concebida como lo propio y el exceso de explotación hasta ahora dominante como lo ajeno” (pg. 574). Si no acertamos a redactar de inmediato las reglas que se avengan a dicha razón, no gozaremos de otra oportunidad: “querer vivir obedeciéndolas significaría la resolución de adoptar en los ejercicios de lo cotidiano los buenos hábitos de la supervivencia común”. Son las palabras con que concluye el libro.

[1] De ahí proviene el éxito de su primera obra: Crítica de la razón cínica, Siruela 2003. La segunda fue una novela: El Árbol Mágico: El Nacimiento del Psicoanálisis en el Año 1785. Ensayo Épico sobre la Filosofía de la Psicología, Seix Barral; 1986.

[2] Las últimas palabras del poema de Rilke, de 1908, Torso arcaico de Apolo, de la Segunda parte de los nuevos poemas. El poema completo está transcrito en la página 37 del libro que comentamos.

[3] Ya había tocado este punto en Extrañamiento del Mundo 1993 (Pre-Textos 1998) con un análisis sugerente de la “revolución anacoreta” que vivió Europa en el siglo IV.




UNA INVITACIÓN A LA CAÍDA. “Ser o no ser (un cuerpo)” de Santiago Alba Rico

Recuerdo que en mi casa de padres católicos se decía “almas” cuando mayormente se quería decir “habitantes”. Madrid tenía un millón de almas; nuestro barrio, unos cientos. Era un término con el que la Iglesia intentaba imponer su visión de la vida al común de los mortales: “el cuerpo pasa, el alma permanece”.

Hoy vivimos una suerte de reverso a este fenómeno cuando decimos “cuerpos”, pero esta vez como palabra-contraseña de quien pretende confesar cierta conciencia: somos cuerpo, fragilidad, resto desechable… Pero, más aún que con aquella “alma” de mis padres, cabe el peligro de convertir “cuerpo” en fetiche vacío. “Pensar el cuerpo” sigue siendo tarea ardua.

Es lo que trata de hacer Santiago Alba Rico en su reciente Ser o no ser (un cuerpo). Seix Barral 2017: mirar de frente una cuestión que sabe escurridiza, inasible casi, pues hace tiempo que, contra las evidencias de nuestra fisicidad, dejamos de ser cuerpo. En seis apartados brillantes y una “bibliografía caprichosamente comentada” nos permite una inmersión de la que salimos obligados a considerar la urgencia y la dimensión del asunto. Y es que, en relación al cuerpo, nos encontramos en un umbral –se ha traspasado ya, seguramente– en el que los desarrollos tecnológicos pueden plantearse como programa que dejó de ser utópico: la humanidad está en condiciones de soltar finalmente ese lastre mortal y desplazarse a una máquina perfecta, inmortal. Alba Rico despliega las implicaciones de la facticidad de lo que hasta hace poco fue una simple fantasía utópica: la aceleración del Mercado como motor omnipotente convierte nuestros cuerpos en imagen infinitamente multiplicable y manipulable.

El asunto viene de muy lejos: desde el momento en que el ser humano se hizo tal dotándose de lenguaje y perdiendo para siempre su “memoria animal” como magistralmente nos cuenta el simio humanizado del Informe para una academia de Kafka. El autor recurre a otro relato para expresar la actual deriva humana –la del Mercado capitalista–. Se trata del cuento chino Wang y la tinaja mágica: lo que en un primer momento saca de la miseria a Wang, lo conduce a una pesadilla autodestructiva. Es la némesis con la que las mitologías nos advirtieron si olvidamos nuestros límites y pretendemos ser como dioses.

El libro es el relato de las formas en que desde siempre el ser humano ha huido del cuerpo y ha recaído en él, así como de las implicaciones de tales huidas y recaídas. De hecho, la identidad no sería sino la construcción, siempre problemática de “un lugar donde huir y recaer y en el que otros puedan reconocernos”. Sin olvidar que “todos los mecanismos de exclusión o negación del otro (antisemitismo, machismo, colonialismo…) racializan o etnifican exitosamente la identidad que niegan”, o que “La identidad es contrariedad, pesa, cansa pero “hay sólo una cosa peor que la identidad y es no tener ninguna” (T. Eagleton). Pero, como decía, también nos señala un límite, un umbral en el que se nos presentan dos opciones: la de alentar la huida del cuerpo a la imagen o, frente a dicha huida, reasumir nuestra corporeidad: “Liberación del cuerpo puede querer decir dos cosas: el proceso por el cual el capitalismo (y la libertad y la “inteligencia”) intenta liberarse de los cuerpos; y el proceso por el cual el cuerpo recupera un papel central como objeto insuperable de atenciones y cuidados. Liberarse del cuerpo es reclamar fantasiosamente nuestro derecho a ser mercancías; es decir, nuestro derecho, al mismo tiempo, a la inmortalidad propia y a la destrucción de los otros. Frente a esta paradoja fatal, liberar el cuerpo es, al contrario, afirmar el derecho a mirarse, a cuidarse, a vivir un relato, a envejecer sin vergüenza y a morir con dignidad. Este dilema entre liberar el cuerpo o liberarse de él es la más radical e insoslayable decisión política de nuestras vidas” (página 255).

Estamos, como nunca quizá, ante esta disyuntiva, más allá de inercias y programas que se nos presentan como una realidad insoslayable, imposible de contrariar. Quien se coloca fuera o quien ha caído allí por su lugar en la cadena social o el sitio en el que le tocó nacer está condenado a sentir el peso de la “asociación enfermedad-pecado-delito, propia de las sociedades antiguas que sigue vigente extramuros del Mercado”. El propio autor se confiesa atrapado: “la dislocación económica y tecnológica de los últimos siglos, en grandes saltos sucesivos, ha desplazado el cuerpo como eje de la experiencia, para bien y para mal, pero con la consecuencia singular de que ahora, cuando entro por la mañana en internet con la angustiosa sensación de haber perdido la noche, me dejo llevar por la ilusión contraria: la de que allí donde yo estoy, allí donde está mi cuerpo, no ocurre nada. O por la ilusión concomitante, más sofisticada y paradójica aún, de que sólo me pueden pasar cosas a mí a condición de no estar yo en el mismo lugar que mi cuerpo, residuo inerte y obstáculo sin vida de la experiencia real” (páginas 11 y 12). ¿No ocurre nada fuera de ese desplazamiento que ha sacado al cuerpo del “eje de lo real” y lo ha colocado en la máquina de la realidad virtual? Esta es la ineludible e inquietante paradoja que recorre las páginas de Ser o no ser (un cuerpo). Arrastrados por la corriente sabemos, con todo, que deberemos optar entre “imaginación y fantasía”, cuando la fantasía que nos tienta y trata de imponerse es “un desenganche definitivo del cuerpo en un espacio sin límites ni rugosidades… inmortal” (página 223). Añadiría yo que tal desenganche es imposible sin caer en la locura a la que parece arrastrarnos nuestra civilización; y que, por lo tanto, renunciar a ciertas gratificaciones de la mercantilización resulta una cuestión de supervivencia. Afirmar que somos cuerpo es hoy la más elemental de las opciones, una afirmación en la que se aúnan lo subjetivo y lo político. Sin dejar de ser conscientes de que el cuerpo es justamente “la fuga imposible que opone e imbrica dos elementos extraños entre sí: la carne y la palabra” (página 79) o que “nuestro cuerpo es el resultado de una lucha entre carne y lenguaje en la que, durante las etapas de crecimiento, muy a menudo el lenguaje parece desbordado y en retirada” (página 95).

Santiago Alba Rico parece identificarse con el Kafka que “siempre supo que no se puede escapar, aunque tampoco sea posible dejar de intentarlo: creemos que caminamos cuando en realidad caemos” (página 57). Dicha caída es en realidad nuestro destino.




JOXE ARREGI, DESDE EL PÚLPITO MÁS ELEVADO

Nota previa:

[El caso Juan Kruz Mendizabal no representa nada excepcional en la marea de casos de pederastia dentro de la Iglesia católica. Hay situaciones mucho más graves y, obviamente, no se refieren sólo a esta Iglesia. Pero conviene mirar la particularidad de cada caso para entender lo que representa en la pequeña comunidad en la que se produce. “Kakux” era el cura modelo, el más popular, el más próximo a los jóvenes, etc. Por eso, sus cercanos están muy afectados (no pocos siguen considerando que se trata de un montaje del obispo para desacreditar al cura y sacarlo de circulación). Pero, más allá del entorno católico, muy poderoso aún en nuestra sociedad, su caso señala al tabú del abuso de poder sobre el cuerpo de los niños, un tema que, como en el abuso sobre las mujeres, toca los pilares de la sociedad patriarcal. Cuando se abren fisuras en un edificio tan sólido, su maquinaria se pone en marcha para que las aguas con peligro de desbordamiento vuelvan a su cauce: las mujeres maltratadas y asesinadas a la página de sucesos; los curas pederastas al retiro espiritual. Las noticias caducan y pronto será una anécdota que quedará sólo en la memoria de los afectados.

Una de las particularidades del caso ha sido la toma de posición pública del portavoz más conocido de la iglesia progresista Joxe Arregi en defensa del cura pederasta. Además de tener una voz muy notable en el programa de ETB “Ur Handitan”, hizo valer su influencia para ser entrevistado ampliamente en la radio pública y expresó su indignación y su posición en un artículo publicado por el grupo Noticias el pasado 19 de febrero titulado “Iglesia de Gipuzkoa y abusos sexuales”. Este artículo fue ampliamente celebrado por las voces más progresistas fuera de la Iglesia católica y ha funcionado como “la última palabra” en el caso. Envié mi respuesta al mismo periódico el día siguiente, pero no ha sido publicada:]

Joxe Arregi está indignado por la “clara manipulación” de sus afirmaciones e insiste. En su último artículo, me denuncia por omitir un “también” determinante, y a los periodistas de Ur Handitan, el programa de la ETB, por descontextualizar sus palabras: “Unos comentarios míos en los que intentaba dejar claro que unos “tocamientos deshonestos”, objeto de la acusación, no entrañan la misma gravedad que una violación fueron sacadas de su contexto y cuidadosamente colocadas justo detrás del dramático relato de una mujer que de niña había sufrido reiterados abusos por parte de otro sacerdote. Mis palabras […] se convertían así en irresponsable y grosera banalización de los hechos denunciados. Otra barbaridad, pero ¡qué más da! La tele tiene que provocar sensaciones, emociones, no reflexión. Y hay que vender el programa al precio que sea”. Sin embargo, la mayor virtud de dicho programa consistió en contrastar los discursos de los participantes, incluido el silencio de la jerarquía católica guipuzcoana. A Arregi le duele justamente el efecto revelador de tal contraste que aclara la verdadera naturaleza de su posición que indignó a tantos. ¿Se imaginan cómo recibiríamos las palabras del valedor de cualquier otro delincuente de guante blanco que nos dijera lo mal que lo está pasando? (“la infanta no duerme y sus pobres niños están últimamente más irritables… vivimos en un país de seres vengativos”). Y no hablamos aquí de robos sino de delitos mucho más graves, como el testimonio de Ana Morales dejaba claro. Sólo a la Iglesia Católica se le consiente semejante desfachatez. Y no sólo eso: tras el ajustado programa, la ETB selecciona las declaraciones de Arregi para ofrecerlas en un vídeo completo –no las de Morales, por ejemplo– y ofrece al teólogo media hora de entrevista exclusiva en el prime time de la mañana de Euskadi Irratia, a los pocos días, para que se reitere en su argumentación; retirando, eso sí, su obsceno “a ver, ¿a quién no le han hecho tocamientos alguna vez?”, seguido de la pausa retórica que parecía acusar al entrevistador por su actitud inquisitorial y poco tolerante “que aflora en cuanto tenemos a mano algún chivo expiatorio –una víctima también él, si nos ponemos a pensar”.

Arregi me descalifica como tergiversador (“serio desliz para un profesor de taichí, maestro en atención”, ironiza), sin dignarse a entrar en los temas que planteo. Aunque tome la palabra como la voz más relevante del “clero progresista” vasco, él no es corporativista. Y para demostrarlo, carga contra Munilla. Sin embargo, la propia acusación que dirige contra el obispo, bien podría usarse en su contra: si admite que entre nosotros los casos de abusos del clero católico no deben de ser menores que en otros entornos, ¿dónde ha estado él mismo durante décadas para no enterarse de nada ni denunciarlos como la peor lacra pastoral?

Arregi subraya el mensaje misericordioso del Jesús evangélico, pero lo hace como si dicho mensaje se transmitiera ex nihilo, y la historia de la Iglesia católica y del cristianismo en general no tuviese nada que ver con estos delitos, reivindicando la superación de la culpa y el castigo “en los que no cree”. Misericordioso o no, la Iglesia se ha instituido como garante y único intérprete legitimado del mensaje revelado por Dios, y no ha dudado para ello en aliarse con las formas más crueles de poder. Obviarlo en las actuales circunstancias resulta cualquier cosa menos inocente.

Como digo, sólo un clérigo maestro de la retórica y la persuasión se atrevería, en tales circunstancias, a encaramarse al más elevado de los púlpitos para señalar la mezquindad de nuestros sentimientos y proclamar, con el papa, “la Revolución de la Misericordia”: “Erradicar de los corazones y de las estructuras, la lógica del castigo. Y decir a cada persona herida: “Levántate y camina. Cree en ti, vete en paz, vive en paz”. Todo lo demás sobra”. Desde su altura moral, él sufre con todos, y yo le creo, cómo no. Como creo al propio Kakux que parece negar ahora lo que antes confesó. Como no dudo de la sinceridad de un Michel Onfray, al narrar los abusos a los que fue sometido por los salesianos: “Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente…”. Él, como Ana Morales, se encuentra entre los supervivientes, pero muchos otros no pudieron sobreponerse (insisto en la pertinencia de “Los internados del miedo”, de TV3 https://www.youtube.com/watch?v=qU7ek5k47Og). Pero en estos casos, no se trata de “sinceridad” sino de “discurso”, desde la aportación aclaratoria e irrefutable de Michel Foucault:  “[…] en toda sociedad, la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”, de manera que el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse; en este caso, “el poder sobre las almas” por el que siempre y con tanto éxito la Iglesia ha peleado. En los abusos sexuales contra mujeres, niñas y niños, entramos en la manifestación más explícita del biopoder, bien definida por el propio Foucault. El papel que la Iglesia católica ha ejercido en este ámbito hasta la modernidad –una modernidad que se demoró entre nosotros hasta la década de los 70 del pasado siglo– ha sido determinante y muy poco analizada. Como en muchos otros ámbitos socio-políticos, las responsabilidades no han sido depuradas y el poder de la Iglesia se ha mantenido casi intacto, en espacios fundamentales como la educación. Joxe Arregi participa activamente en esas luchas biopolíticas, tratando de recuperar el tiempo perdido y ponerse a la cabeza de una “nueva espiritualidad” mejor ajustada a los nuevos tiempos.

Dice promover la reflexión y no “las sensaciones o las emociones, como la tele”. Y no juzga a nadie. Sin embargo, todo lo que se le ocurre repetir sobre la descripción del penúltimo de los denunciantes de Kakux es que es “escabrosa” o del testimonio de Ana Morales que es “dramático”. Colgó los hábitos, pero no para bajarse del púlpito, sino para elegir otro mucho más elevado, sutil y eficaz. Utiliza toda su habilidad retórica para encubrir lo que de verdad está en juego. Con una psicología de taberna, insiste en todo lo bueno que Kakux hizo como para que nos fijemos en su mal encauzada pulsión sexual –las dudas de los monitores son mucho más sutiles y profundas ahí–. Pero lo que de verdad revela su actitud es una inconfesada añoranza de los buenos tiempos de su juventud en los que la única voz autorizada era la del clero; y los fieles, devotos o resignados, acudían en masa a los confesionarios en los que los curas “nos abrazaban a todos”.

POSTDATA: LA CARA OBSCENA Y DENEGADA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Coincidiendo con estos debates se ha estrenado un documental argentino sobre el tema que aporta algunas luces:

Entre las personas que aparecen en el mismo, es especialmente reveladora la actitud de un anciano cura que había sido “trasladado” a Argentina desde el «Instituto Provolo» de Verona para niños sordomudos, donde 130 curas fueron acusados en los 80 por abusos entre 1955 y 1984. “Pasati, pasati” dice el viejo postrado con el rosario de collar cuando el periodista le pregunta sobre los casos que no tiene reparo en reconocer: “Tocas, tocas, se pone duro… ya sabes cómo es”. Todos lo hacían, reconoce, y esto conducía a violaciones, etc. Cuando eran descubiertos los casos más graves, los trasladaban a centros de la misma orden a Argentina y asunto concluido.

Esta Iglesia entona ahora un mea culpa retórico, pero sus archivos, con miles de casos, siguen siendo secretos. Como explica una de las participantes en el documental, su actuación tiene los visos del “plan sistemático” del genocidio de la última dictadura argentina con el objetivo de garantizar la impunidad. Son especialmente reveladoras las instrucciones explícitas de “secreto pontificio” para los conocedores de tales delitos: “En 1974, una instrucción del Vaticano, ordenada por Pablo VI y redactada por su secretario Jean Villot, determinaba que “en asuntos de mayor importancia se requiere un particular secreto, que viene a ser llamado secreto pontificio y que ha de ser guardado con obligación grave. Entre los asuntos enumerados por esa instrucción estaba la de pedofilia eclesiástica. Estaban obligados a guardar el secreto pontificio cardenales, obispos, prelados superiores, oficiales mayores y menores, consultores, expertos y personal de rango inferior. En 2001, Juan Pablo II y el responsable de la Congregación para Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, publicaron un nuevo documento que “obliga a todo el clero y sus auxiliares a no hacer llegar a tribunales ni instituciones civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia. Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe […] Las causas de esta clase quedan sujetas a secreto pontificio” (“Motu proprio sacramentorum sanctitatis tutela”). ¿Es concebible que los mismos que asumían este modus operandi –el clero católico del siglo XXI– asuma de pronto su “equivocación”?

Resulta pertinente pensar más bien con Slavoj Zizek en una suerte de “inconsciente institucional”; en el núcleo obsceno que define a una institución como la Iglesia católica; un núcleo del que no están a salvo otras instituciones como el ejército o la propia familia, pero que en el caso de esta Iglesia reviste características específicamente perfiladas. Que una estructura clerical milenaria con un poder e influencia inmensos deba erigirse a sí misma como mediadora exclusiva en la culpa, el perdón; la condenación y la redención eternas al tiempo que se presentan como hombres asexuados administradores de una “misericordia institucionalizada” en rígidos rituales y jerarquías… Demasiado “amor” con olor a sopa rancia y a sacristía: “¿Recuerdan los numerosos casos de pedofilia que sacudieron a la Iglesia católica? Cuando sus representantes insistieron en que esos casos, tan deplorables como fueron, eran un problema interno de la Iglesia y mostraron una gran renuencia a la hora de colaborar con la policía en sus investigaciones, tenían razón en cierto sentido. La pedofilia de los curas católicos no es algo que ataña sólo a las personas que, a causa de razones accidentales de su historia privada sin relación alguna con la Iglesia como institución, eligieron el sacerdocio como profesión. Es un fenómeno que concierne a la Iglesia católica como tal, que está inscrito en su propio funcionamiento como institución socio-simbólica. No concierne al inconsciente ‘privado’ de los individuos, sino al ‘inconsciente’ de la propia institución: no es algo que ocurra porque la institución deba adaptarse a las realidades patológicas de la libido para sobrevivir, sino que se trata de algo que la institución necesita para poder reproducirse. Uno puede imaginar un sacerdote ‘heterosexual’ (no pedófilo) que, tras años de servicio, se ve implicado en la pedofilia porque la misma lógica de la institución le induce a ello. Tal ‘inconsciente institucional’ designa la cara obscena y denegada que, precisamente por ser negada, sostiene a esta institución pública. En el ejército, este reverso consiste en rituales obscenos de humillación sexual contra el compañero que sustenta la solidaridad de grupo. En otras palabras, no es sólo que, por razones conformistas, la Iglesia intente encubrir los escándalos de pedofilia, sino que al defenderse, la Iglesia defiende su secreto obsceno más íntimo. Ello implica que identificarse con este lado secreto es un elemento clave de la auténtica identidad de un sacerdote católico: si un sacerdote denuncia (no sólo retóricamente) estos escándalos, se excluye a sí mismo de la comunidad eclesiástica. Ya no es ‘uno de los nuestros’, al igual que un sudista de los Estados Unidos que delataba a alguien del Ku Klux Klan se excluía a sí mismo de su comunidad, al haber traicionado su solidaridad fundamental. Por consiguiente, la respuesta a la renuencia de la Iglesia no debe ser sólo que nos enfrentamos a casos criminales y que, si la Iglesia no participa con rigor en su investigación, es cómplice de los mismos. La propia Iglesia como institución debe ser investigada en cuanto al modo en que crea de forma sistemática las condiciones para que se cometan tales delitos” (“Sobre la violencia” S. Zizek, 2008).

Cuando Munilla acusó de “traición” a Juan Kruz Mendizabal apuntaba al corazón del asunto: Kakux no “traiciona” la buena labor evangelizadora, como el obispo pretende, sino que es un “traidor” en cuanto que pone en evidencia la cara obscena y denegada de la institución representada por su obispo.

 




COMULGANDO CON RUEDAS DE MOLINO

(Este artículo ha sido publicado por los diarios Naiz http://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/comulgando-con-piedras-de-molino y Diario de Noticias de Gipuzkoa http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2017/01/25/opinion/tribuna-abierta/comulgando-con-piedras-de-molino)

Los compañeros de clero del pederasta Juan Kruz Mendizabal se han manifestado muy afectados por el caso, quejándose de su “sobreexposición mediática”. Resultan elocuentes las palabras del teólogo Joxe Arregi: “Me siento muy cerca de Kakux. Profundamente cerca… Y además está lo que ha significado y significa para la Iglesia guipuzcoana. Y todo lo que ha hecho por ella. Me conmueve, me da infinita pena, imaginarlo en lo más oscuro del abismo. Él y su madre y sus amigos más cercanos. Me pongo en su lugar. Yo no soy mejor que él. Eso leo en el Evangelio de Jesús”.

Pero conviene situar los hechos en el contexto de la historia reciente de la Iglesia Católica. Puede ayudar en ello la revisión de películas recientes de amplia difusión o el documental de TV3 catalana Els internats de la por (“Los internados del miedo”). He vuelto estos días a la irlandesa Los niños de San Judas (2003), la chilena El Club y la norteamericana Spotlight, ambas de 2015. La irlandesa se basa en la historia real de los reformatorios católicos vigentes hasta 1985; la chilena recrea una “casa de retiro” para curas acusados de delitos graves (asesinatos, bebés robados, pederastia…), y la norteamericana reconstruye la famosa investigación del Boston Globe publicada en 2002 que desencadenó una cascada mundial de acusaciones y el replanteamiento de la política católica ante la envergadura de las denuncias. En todas se muestra a víctimas y perpetradores, y no resulta nada difícil identificar sus actitudes y declaraciones con las escuchadas entre nosotros la pasada semana: un niño forzado lo es en cualquier latitud, y el perfil de los clérigos se identifica claramente en nuestro “mundo católico”.

La iglesia guipuzcoana ha hablado tras años de silencio en el momento en que algunas víctimas han expuesto sus casos públicamente. Esto obedece justamente al cambio de la política eclesial tras la “pésima gestión” del caso Spotlight. Han comprendido que conviene saturar los medios con sus declaraciones para minimizar en lo posible el efecto de las declaraciones de las víctimas. El primer comunicado del obispado guipuzcoano antepone siempre la palabra “reverendo” al nombre del cura que ya ha sido condenado por ellos mismos, y utiliza el lenguaje alambicado e intimidante de los juristas eclesiales: “…siguiendo ritualmente el protocolo canónico establecido para tratar estos casos, creó todas las condiciones jurídicas materiales y procesales para que”. O “declaración de culpabilidad del reo y la imposición a este de diversas penas expiatorias ex cann. 1336-1338 CIC y de otras medidas administrativas y disciplinares”. En resumen, manifiesta su pena y solidaridad con las víctimas y pide perdón –ego me absolvo…–, pero también su solidaridad con el desdichado reverendo. El final del texto lleva la marca inconfundible del lenguaje eclesial: “Esta Iglesia particular, en comunión con el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco y unida fraternalmente con su Obispo José Ignacio, eleva desde la fragilidad una oración confiada al Señor, implorando con confianza los dones de la justicia, el perdón misericordioso y la paz”.

El obispo Munilla tuvo que tomar la iniciativa ante la publicación de un nuevo testimonio (“los hechos se han precipitado”) y compareció dos días después ante los medios para leer un nuevo comunicado. En él nos explica lo buena que es la verdad para todos y que “estamos ante un problema del que no está exento nadie” para subrayar, a continuación que la Iglesia dispone de su propio sistema judicial “para establecer penas que priven a los fieles de cualquier bien espiritual o temporal (can. 1312 §2 CIC)”, y que dicho sistema se encuentra “entre  los  más  severas en comparación con otras regulaciones penales”. En este caso, el reo condenado por “abuso en grado de tocamientos deshonestos”, ha sido condenado a pasar una temporada en un monasterio y a seguir una terapia “psicológica y espiritual”. La Iglesia, incluso cuando pide disculpas, no puede evitar hablarnos desde su Autoridad, una autoridad que emana directamente de Dios y de una Comunidad Universal y Eterna. Pero, ¿qué dice nuestro “reverendo presbítero” tras casi un año de condena y tratamiento al ser preguntado por los casos de pederastia? “Quiero decir que la Iglesia no ha abordado de manera adecuada estos casos. No lo sé en Euskal Herria, nosotros no conocemos ningún caso de este tipo, pero en Estados Unidos intentaron solucionar el problema con dinero. La consecuencia ha sido que no se ha arreglado nada y además la Iglesia se ha quedado sin dinero. Hay que proteger a las familias y acercarse a ellas sin problemas. Hoy en día, la Iglesia y la Justicia están unidas, pero no hay resquicio para la cooperación”.

Obviamente, el cura que habla así tras su juicio y condena lo hace desde el sentimiento de impunidad que le concede la tradicional omertá eclesial pero, ¿por qué no considerar sinceras sus palabras? El cura pederasta que se enfrenta a las preguntas del jesuita que ha sido enviado por sus superiores a su retiro en la película El Club parece hablar sinceramente: “He experimentado la luz divina en el sexo más abyecto y profundo” o “usted y yo estamos condenados a ser cuerpos deshonestos”. El psicólogo experto consultado en Spotlight afirma que el perfil del clero católico es perfectamente reconocible desde la psiquiatría; que se calcula que la mitad mantiene relaciones sexuales y que un 6% son pedófilos. En cuanto a las víctimas elegidas, también es reconocible su perfil: pobres, desprotegidos, de familias debilitadas…

Los escándalos de Irlanda y Boston son los que mayor repercusión mediática han tenido en las últimas décadas. Los del país más católico del norte europeo resultaban tan abundantes y escandalosos que el gobierno se vio obligado a crear una comisión de investigación que necesitó diez años para redactar su informe. Éste fue publicado en 2008, aceptando las condiciones de la Iglesia católica irlandesa. Entre otras, la de no publicar los nombres de los implicados. El informe habla de 25.000 víctimas; de 400 religiosos y 100 seglares implicados. Tras estas publicaciones, el Vaticano se vio desbordado por las denuncias que siguieron: más de 6.000 en una década, más de 1.000 curas expulsados.

Resulta muy significativo que no se hayan producido investigaciones de esta índole en los países más católicos del sur de Europa y América: una verdadera muestra de nuestra “catolicidad”. Sin embargo, cualquiera de cierta edad que haya pasado su infancia y primera juventud en internados o instituciones católicas ha sido testigo de abusos físicos de todo tipo. Y son muchos entre los nacidos a mediados del pasado siglo, sobrevivientes a un sistema de terror en el que intentamos proteger nuestro núcleo más íntimo. Nuestra marca es también fácilmente reconocible: se nos notan las consecuencias de tal esfuerzo, obligados en un medio extremadamente hostil y perverso, a elegir entre los golpes y las agresiones sexuales en las condiciones de vulnerabilidad y soledad propias de nuestras infancias. Cuando lo peor de aquello pasó, veíamos cómo los agresores permanecían impunes.

El País Vasco destaca por su mayor proporción de colegios católicos en relación a otros territorios vecinos. El sistema concertado con el Estado hace que los sueldos de los profesores de dichos colegios sean pagados por el gobierno, entre otras ayudas. No hablaré aquí de los privilegios fiscales o las inmatriculaciones, pues hablamos de otra dimensión, aunque los dos ámbitos estén relacionados. A pesar de ello, para Urkullu el reciente escándalo concierne estrictamente al ámbito eclesiástico –estaba casualmente de visita en el Vaticano cuando fue preguntado.

Es indudable la influencia y el poder de la Iglesia católica, y el alboroto de los días pasados debería permitirnos fijarnos por un momento en sus raíces e implicaciones: una institución que ha monopolizado secularmente el ministerio del perdón ha creado, en primer lugar, un sistema inmune a cualquier responsabilidad; su grado de impunidad ha sido y es casi absoluto. Es por eso que se muestran tan afectados estos días denunciando el “linchamiento mediático” a que se ven sometidos. Como decía, sus jefes han aprendido de la mala gestión anterior, y utilizan su enorme influencia para imponer su discurso sobre el testimonio de las víctimas. No es casual que el obispo Munilla sea presidente de la “Comisión de Comunicaciones Sociales” de los obispos europeos. Sus palabras en la homilía del pasado domingo resumen bien su posición: “¡Es profundamente injusto que la entrega de toda una vida a la causa del Evangelio y al servicio de los más necesitados, se vea puesta en cuestión por la sospecha que genera la traición de un compañero!”. Llevan décadas de cruzada contra lo que consideran perversiones sexuales, denunciando “la degradación de la sociedad” que permite el divorcio, la homosexualidad, los anticonceptivos o el aborto, en nombre de la defensa del evangelio de Jesús de Nazaret. Pero lo cierto es que en esos textos no se especifica una doctrina sobre dichos temas. Sí se habla, sin embargo, de la pederastia: “Es inevitable que haya escándalos. Pero, ¡ay de quien escandalizara a un niño! Más valiera que le atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar” (Luc. 17, 1-2). No he escuchado de su boca esta cita tan aclaratoria ni una sola vez en estos días, acostumbrados como están a darnos de comulgar con piedras de molino.

https://www.youtube.com/watch?v=wtZ4u8EmJzA




MUHAMMAD ALI Y EL BOXEO (por qué el ring te hace enloquecer)

Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos. Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores. […] Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, sólo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas […] Cuando se alzan con el título de campeón de los pesos pesados, empiezan a tener vidas interiores comparables a la de Hemingway, Dostoievski, Tolstói, Faulkner, Joyce, Melville, Conrad, Lawrence o Proust”

Norman Mailer, En la cima del mundo. 451 Editores, 2009.

“Estamos en 1967; la guerra en Vietnam acababa de estallar, y Ali era candidato al famoso draft. El resto, bueno, el resto lo recuerdan los lectores: el periodista preguntando qué opinaba Ali de la guerra, y Ali pensando un rato y respondiendo al cabo de un instante de esos que cambian vidas: «A mí el Vietcong ése no me ha hecho nada». En el original: «I ain’t got no quarrel with them Vietcong». Una frase inculta, una frase espontánea, una frase carente de la premeditación que Ali, ese ilustre insolente, daba a cada cosa que le salía de la boca. Esas ocho palabras están por todas partes en el combate con Frazier, lo moldean, lo deciden. Porque Ali, tras negarse a ir a la guerra, fue sancionado y, aunque logró evitar la cárcel, no evitó la prohibición de pelear”. Andrés Barba en el prólogo al libro de Mailer.

25 de mayo de 1965 el campeón Muhammad Ali, en ese momento conocido como Cassius Clay, se para frente al derrotado Sonny Liston

Tras la muerte de Muhammad Ali me pregunto por la unanimidad en la santificación de su figura: George W. Bush y Hassan II ya le condecoraron y ahora corren ríos de tinta de loas incondicionales: Ali: el rey del mundo; El más grande de todos los tiempos, dentro y fuera del cuadrilátero; Muhammad Ali, el elegido; 20 frases de Muhammad Ali que son lecciones de vida (entre ellas: “El boxeo es un montón de hombres blancos viendo cómo un hombre negro vence a otro hombre negro”. “Odié cada minuto de entrenamiento, pero no paraba de repetirme: ‘No renuncies, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón’ ”. “Soy el más grande. Me lo dije incluso a mí mismo cuando no sabía que lo era”, etc.). Sin duda, el personaje de Ali es fascinante, y no menos su capacidad para construirlo y sostenerlo. Dicen mucho de él, pero más aún de todos nosotros.

En uno de los excursos que cerraban el área dedicada a Marcialidad y Contacto de Levantar la mirada, escribí el artículo Por qué el ring te hace enloquecer, que reproduzco a continuación con el vínculo al documental Cuando éramos reyes.

POR QUÉ EL RING TE HACE ENLOQUECER

 Los puños se han arrojado duramente contra la oscuridad. / Los puños se han desatado desnudos contra la noche. […] No puedes regresar a la casa que un día abandonaste. / No hay camino de vuelta para quien rompió con la ley. Urtain[1](fragmento), Iñaki Irazu

Mi interés por el boxeo proviene de algunos de mis primeros recuerdos: ya he comentado que mi madre me llevaba de muy niño a las veladas que organizaban en las fiestas del pueblo al aire libre o en una plaza de toros montada para la ocasión. Eran combates aficionados y guardo un recuerdo de impresiones, sin imágenes concretas, sin palabras ni comentarios. Me imagino -¿me acuerdo?- en silencio, en medio del bullicio, observando con los ojos bien abiertos, con mi madre a mi lado. Recibiendo la emoción que ella sin duda sentía, tragándomela.

Ella era la mayor de una familia de campesinos cuyas tierras lindaban con un puerto industrial. En el reparto de papeles que se iba asignando a los hijos según nacían, le había tocado quedarse en casa para trabajar durante todos los días del año, y cuidar de sus padres cuando fueran mayores. Tenía 18 años cuando estalló la guerra civil española, y un matrimonio tardío para su tiempo la liberó de aquél destino. El contacto directo con el mundo que se abría a través de aquel puerto donde atracaban barcos de países lejanos, y de los emigrantes que comenzaron a llegar del sur, se realizaba directamente en el puesto del mercado donde vendía las frutas y verduras de su casa. Todo era demasiado distante de lo suyo: distintas lenguas, distintos códigos religiosos y morales… Las señales de aquellos mundos a los que nunca accedería, tan peligrosos como fascinantes, quedaban por completo fuera del alcance de su mano. Y me da por pensar que los combates de boxeo de los primeros 60 del pasado siglo a los que me llevaba de su mano –ni mi padre ni mis hermanas mayores nos acompañaban- formaban para ella parte de aquellos signos.

Nunca me pasó por la cabeza que de mayor quisiera yo hacer lo mismo que aquellos luchadores, y algo de la mirada aturdida y silenciosa del niño ante el espectáculo se conserva todavía cada vez que veo, ya sólo en el cine o por la tele, algún combate, alguna pelea. (Y las historias de algunos de los héroes del cuadrilátero que han pasado por delante con su éxito fulgurante y su caída estrepitosa –casi siempre hundidos en vidas maltrechas por la adicción y la soledad-).

Ya de pequeño escuchaba de los mayores que los boxeadores se volvían locos por la cantidad de golpes que recibían en la cabeza, y eso resultaba suficiente para colocarlos al otro lado de una línea que nunca habría de traspasar, pero hasta hoy mismo se ha mantenido viva en mí la pregunta por aquellos golpes y por aquella locura.

LA ESTÉTICA DEL HOMBRE QUE CAÍA

El boxeo ocupó un lugar particular entre las búsquedas desesperadas de los más pobres en sus intentos por rescatarse de la miseria de su propio mundo. Había que tener una pasta particular para comprar ese billete de lotería y jugársela a que te rompieran la cara, en manos de traficantes sin escrúpulos.

Por otro lado, parecía posible –los elegidos lo conseguían- convertirse en el héroe más admirado. Las masas se desataban ante los desesperados valientes que ocupaban ese lugar en el circo, y no hay comarca o país que no tenga sus propios iconos maltrechos en los duros años de la revolución industrial.

Olvidando por un momento todo esto, el boxeo ha sido quizá el último espectáculo en el que dos hombres enfrentaban explícitamente la derrota –y la victoria- expresada en la “muerte” que representa el K.O. Nos colocamos cerca del enfrentamiento en el que, sin más recursos que sus brazos, un hombre debe imponerse a otro no sólo por su fortaleza física, en el marco de unas reglas. Como decía Julio Cortazar, “yo no lo veo violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble… Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de vencer siendo, a veces, más débil. Te diré que casi siempre estuve del lado del más débil en el boxeo, y muchas veces los vi vencer y es una maravilla… estéticamente es muy hermoso ver enfrentarse a dos grandes boxeadores”[2].

No es de extrañar que la literatura y el cine[3] hayan aprovechado la estética de estos enfrentamientos en una atmósfera electrizante dentro de historias y personajes que, por exponerse a destruir y ser destruidos física y públicamente, quedaban socialmente marcados. Colocados, como aprendí de niño, al otro lado de una frontera que los apartaba del resto: la agresión convertida en espectáculo, que catapulta hacia la gloria, implica siempre una trasgresión. Y dicha trasgresión termina por arrastrar casi siempre hacia el abismo a sus protagonistas.

Entre las aparentes excepciones más espectaculares a esta descripción se encuentra la figura de Muhammad Ali (Classius Clay), quizá el más grande, considerado por los suyos como un profeta negro musulmán que se siente suficientemente poderoso como para no medir las consecuencias de sus palabras y sus actos públicos en detrimento a su carrera deportiva (multa, cárcel y pérdida de su título mundial por no ir a luchar a Vietnam…). En boca de uno de sus admiradores: “esto es obra de Dios, nosotros sólo somos actores. ¿Cómo vas a ganar a Dios?”[4].

El reportaje realizado por Leon Gast en 1996[5] sobre su figura y las circunstancias que rodearon al combate mundial por el título de los pesos pesados en el Congo (entonces Zaire) bajo el gobierno de Mobutu en 1974 es algo que merece ser considerado. Guionista y actor del personaje que representa (“Soy científico, soy artista, preparo mi propia estrategia; él es un toro, yo el matador”), no sólo consigue imponerse en el ring con una fortaleza e inteligencia admirables, sino que continúa arrollando fuera del mismo como una figura mesiánica al servicio de su comunidad (“La Nación del Islam”, que reivindica en los 70 la construcción de una nación independiente para los negros norteamericanos en el propio territorio de los EE.UU.). Los elementos que convergen en esta figura y su actitud, con un discurso tan infantil como directo y eficaz, son de una ingenuidad que nos impresiona, mirada tras el paso de los años. Se ajustan perfectamente al nivel en el que se establecen esas relaciones de habilidad que a un esteta pueden llegar a fascinar -siempre desde este otro lado de la frontera-: “Alí había visitado al hechicero de Mobutu, y éste le había anunciado que una mujer de manos temblorosas podría anular a George Foreman (su contrincante)” [… ] “El título de los pesos pesados produce una excitación en los espectadores que hace que no se parezca nada a ningún otro espectáculo. Es casi físicamente insoportable la espera hasta que suena la campana del primer asalto” […]  “Mobutu había hecho arrestar a los 1000 delincuentes más peligrosos de la capital y asesinar a 100 aleatoriamente. De esa manera consiguió que Kinshasa fuera la capital más segura del continente mientras los periodistas extranjeros estaban en ella” […] “El estadio era un auténtico foso para gladiadores. El suelo, que no se veía, había estado cubierto de sangre y, aunque hubiera desaparecido, era parte del ambiente”. Etc.

 

Lógicamente todos estos elementos pueden confluir en un mismo espectáculo hasta que un hombre cae vencido por su contrincante. En palabras del comentarista: “Alí, que tenía el brazo preparado, no quiso usarlo para no estropear con un golpe de más la estética del hombre que caía”.

LO QUE HACE ENLOQUECER

Comprendo que esta cantidad de realidades y muchas más, pueden coexistir simultáneamente. Pero la pregunta del principio está aún sin responder: ¿qué es lo que los hace enloquecer? Sin ir más lejos, ¿cómo es que entre el conjunto de los protagonistas del reportaje que comentamos, participantes directos del inmenso espectáculo que supuso aquel combate de 1974, ninguno muestre ninguna aprensión, ningún reparo moral por alguna de las cosas que comenta? Me atreveré a aventurar una respuesta: la situación primaria que se genera en un ring –golpear a otro hasta tumbarlo en la lona- lo es sólo aparentemente.

Paulino Uzcudun, derrotado en su combate con Joe Louis, en 1935, en Nueva YorkPaulino Uzkudun derrotado por Joe Louis en 1935

Si los contrincantes respondieran a la situación con los mecanismos con los que estamos dotados para la amenaza o la agresión –las conocidas respuestas de lucha o huida-, estaríamos ante una situación genuinamente primaria. Pero la perversión se instala desde el momento en que una de las dos opciones ya se ha descartado: huir significaría la desaparición de la situación misma, por lo que los contrincantes la tienen que negar, atrapados como están por todas las condiciones de la situación[6].

Suponiendo que la reacción espontánea de los contrincantes en ese momento fuera el de la lucha, en todo enfrentamiento se emiten una serie de señales para minimizar los daños. Cuando alguien se pone en guardia y lanza un puñetazo su mensaje es claro: “soy peligroso, no te acerques, desiste de tu voluntad de agresión”. En el combate simplemente ese gesto no puede ser leído asociado al mensaje que transmite: la conexión entre el gesto y su significado primario ha sido desactivada de antemano. La traducción es imposible.

Por el contrario, los animales machos que se enfrentan en las épocas de celo tienen sus propios recursos para establecer quién vencerá sin que eso implique un grave daño físico para el perdedor. Lo mismo ocurre entre dos luchadores sensatos que por cualquier razón van a medir sus fuerzas: si lo son realmente, el más débil evitará el enfrentamiento reconociendo la superioridad del contrincante.

Todo esto, como digo, queda destruido por las condiciones de un combate –lo que se dice del boxeo vale para el resto de las competiciones de lucha-: los mensajes realmente primarios -desde la expresión del rostro al olor corporal, desde la actitud a los movimientos involuntarios-, y las propias técnicas que definen el encuentro –sólo puñetazos en el torso y la cara en el caso del boxeo inglés- han sido negados o se contrarían, mientras que la situación evoca ese nivel tan primario de encuentro que es la agresión con su amenaza para la vida. Es así como todo púgil debe funcionar, disociándose de su percepción más cercana al instinto de supervivencia.

Sin duda los golpes reiterados en la cabeza tendrán efectos muy nocivos, pero lo que sin duda vuelve loco a un hombre es esta inmersión en mensajes que se niegan a sí mismos y pervierten la acción consiguiente[7]. A partir de ahí, la atmósfera de locura envolverá a todos los que participan en esa creación tan humana como es el espectáculo de la lucha.

[1] José Manuel Ibar, Urtain (1943-1992), un boxeador vasco que pasó directamente de su granja y las apuestas rurales cortando troncos y levantando piedras, a los cuadriláteros europeos hasta conseguir el campeonato de los pesos pesados en 1970 en una carrera que apenas duró 10 años. Nunca pudo volver a su casa, y terminó arrojándose al vacío de un 10º piso en Madrid.

[2] Julio Cortazar en una entrevista concedida en 1983 en Madrid a Antonio Trilla.

[3] Raging Bull (Toro Salvaje), la obra maestra de Martin Scorsese (1980) que recrea la vida del púgil del Bronx neoyorquino Jake La Motta marca un techo estético. Aunque las películas sobre estas figuras han seguido rodándose (recientemente, están The Boxer, de Jim Sheridan (1997) que hemos comentado en otro lugar, o Millon Dollar Baby, de Clint Eastwood (2004), en la que el mismo rol de desolación emocional, esfuerzo autodestructivo y derrota final ha debido ser representado por una mujer), nos queda la impresión de que aquella época –lo mismo que la de las guerrillas románticas o las heroicas luchas obreras- ha quedado atrás en Occidente. Seguramente esto no será así en lugares como Tailandia donde aún el Muhai Thai reúne todas las condiciones para pasar de arte guerrero feudal a “deporte nacional”, en una contexto de miseria y desestructuración social. Los espectáculos del Vale Tudo o Ultimate Fighting no dejan de aparecer como los cantos de sirena de aquellos tiempos que apenas resisten lo que el interés de alguna cadena televisiva.

[4] “Tras retirarse en 1981, empezó poco a poco a desarrollársele la enfermedad de Parkinson, que iría deteriorando su salud. Es en esta fragilidad cada vez mayor cuando ha demostrado ser más fuerte, no dejando que la enfermedad minara su ánimo, luchando contra ella. Es un ejemplo para muchas personas víctimas de enfermedades degenerativas. Para mucha gente la imagen de un Muhammad Alí tembloroso, portando la antorcha olímpica en los Juegos Olímpicos de 1996 es la imagen de un coloso” (Wikipedia). “América es grande, pero Alá lo es más”, etc.

[5] When we were kings (Cuando éramos reyes).

[6] Es muy significativo que, con frecuencia, cuando un boxeador ha decidido abandonar, se deja golpear muy por encima de su condición o capacidad con respecto al otro púgil, y que las razones que en ese día le llevan a esa actitud no pueden ser controladas, como si algo automáticamente se hubiera “desconectado”. Por otro lado, los contrincantes saben que no tienen nada contra el otro, incluso se sienten solidarios con el que está atrapado en su misma condición.

En cuanto a la presión exterior, es muy significativo que los gimnasios de boxeo sean sitios abiertos donde todo se hace a la vista de todos: un púgil debe ser entrenado en todo momento para destruir la opción de huida, que uno no puede sino dejar de considerar en la intimidad.

[7] Los pedagogos nos han advertido de lo pernicioso que resulta para un niño recibir un doble mensaje: por un lado los padres de los que depende le abandonan e, inmediatamente y de la forma más arbitraria, pueden llegar a plegarse a sus caprichos con el fin de ocultar el sentimiento de culpa que genera su actitud. Estos dobles mensajes, minan un nivel primario de confianza que marcará las posibilidades de vinculación de quien las padece.




VOLVER LA MIRADA SOBRE EL DEPORTE

Dos noticias recientes me han hecho volver sobre la cuestión del deporte: la primera hablaba de las restricciones horarias –luego retiradas– que el ayuntamiento de San Sebastián había impuesto a los usuarios de la “tarjeta social” (parados, jubilados) en el uso de los polideportivos municipales por la saturación que se producía en sus instalaciones. El hecho es que uno de cada tres donostiarras (cerca de 58.000 personas), está abonado a la tarjeta deportiva: todo un record. La segunda noticia era un reportaje sobre las últimas tendencias en la práctica deportiva publicado por El País. Su título: “Los efectos negativos de correr enormes distancias”. http://elpais.com/elpais/2016/01/27/buenavida/1453898028_523925.html  Se está extendiendo la práctica de correr distancias por encima de los 42 kilómetros del maratón (carreras de varios días como la que se hace desde Italia a Noruega, con 4.500 kilómetros a recorrer en dos meses). Lo que me llamó la atención aquí fue el tratamiento de la noticia, pues lo que hace pocos años se hubiera cuestionado, era tratado ahora con respetabilidad.

Largas distancias

Apoyándose en investigaciones serias, se explica en dicho artículo que, en estas carreras, la masa encefálica se reduce un 6’1%; los tobillos y las rodillas se deterioran; que se producen alucinaciones y que, a partir de un punto, existe peligro de rabdomiolisis, una grave insuficiencia renal. Pero, tras hablar de estos efectos, se añade inmediatamente que la reducción de masa encefálica es reversible, lo mismo que la pérdida de cartílago, o que el exceso de oxidación puede ser compensado por el propio organismo o la correcta alimentación. Se nos explican los peligros de semejantes excesos pero, tratándose de deporte, se evitan alarmas o cuestionamientos de base. Y es que el deporte se ha convertido en uno de los asuntos sociales más nobles y respetables, y lo que en un primer momento se consideró una locura puede convertirse pronto en “última tendencia”, y nadie se mete con las “últimas tendencias”. Por poner un ejemplo: el mismo periódico publicaba en 2006 un reportaje de Stephanie Cooperman, traducido del New York Times, titulado Getting Fit, Even if It Kills You (“Ponerse en forma aunque te mate”) http://www.nytimes.com/2005/12/22/fashion/thursdaystyles/getting-fit-even-if-it-kills-you.html?_r=0. En el mismo se comentaba el auge de una nueva tendencia llamada Crossfit en los EEUU, y recogía las palabras de su fundador: “Si encuentras la idea de caerte de las anillas y romperte el cuello tan ajena, no te queremos en nuestra filas”, o, “para mí, forzar el cuerpo hasta el punto en que los músculos se destruyen es un enorme beneficio del Crossfit”. Diez años después, hay centros de entrenamiento de dicha disciplina en cualquier rincón, y es tratada por los medios como algo perfectamente razonable. Tengo la impresión de que con el deporte se repite lo que hace años ocurría con la religión, y de que éste se está convirtiendo en una verdadera “religión laica”. ¿Cómo señalar así su naturaleza perversa?

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escena de la llegada del maratón de montaña Zegama-Aizkorri

¿Estoy hablando, acaso, de esos que, antes de ir a trabajar, salen a correr unos kilómetros, o de los que se animan a una caminata por el monte un día de fiesta? ¿De los que se apuntan con un grupo de amigos para jugar al futbol o a la pelota? Si surgen estas preguntas es por el éxito de una imposición que nos ha llevado a pensar que ejercicio físico, cualquier actividad corporal lúdica y deporte son una y la misma cosa. Sin embargo el deporte, tal como hoy lo conocemos es un fenómeno surgido en el siglo XX. El olimpismo moderno no tiene nada que ver con las olimpiadas de la Grecia clásica y los actuales “deportes de masas” no serían posibles sin la televisión. El deporte contemporáneo, sustentado en el espectáculo y fomentado como válvula de escape para la población urbana, se impone con la industrialización y, con su implantación, se apoya un modelo de individuo disciplinado y productivo acorde con el capitalismo neoliberal. Se nos insiste cada día con que el deporte es salud y que, gracias a él, fomentamos valores para el bienestar físico, psicológico y social. Pero para que estas afirmaciones resulten aceptables se ha logrado antes colonizar cualquier actividad corporal, cualquier juego, y concluir que es “deporte”; lo que significa que todo ha de quedar supeditado a los principios que lo rigen: competición, alto rendimiento, espectacularidad… Y en esta confusión interesada es el propio cuerpo el que queda condenado a someterse al modelo productivo y de rentabilidad de las máquinas. ¿Desanquilosar el cuerpo y gozar de él es “hacer deporte”? Cualquier deportista profesional lo puede desmentir. ¿Con el deporte fomentamos la solidaridad y el respeto? Los deportes, cuanto más “reales”, más se rigen por modelos militares de formación y disciplina: nadie llegará a nada en él sin aceptarlo, por lo que la primera renuncia del deportista es la del disfrute de habitar un cuerpo o de atender a sus mensajes más evidentes o profundos. En palabras de Ignacio Castro, “si, según se ha repetido con frecuencia, el desarrollo industrial está ligado a una contracción anímica y vital, se explica entonces la dificultad del ejercicio exterior (al igual que toda relación directa, también con el afecto o la risa) y la necesidad de estimularlo con la competición… Nuestra frenética actividad física tiene el fin espiritual de blindar el cuerpo, hacerlo impermeable a cualquier contaminación anímica, asegurando que a través de la sensibilidad no entre un desconocido exterior. Igual que en otros campos, lo que se busca en esta modernidad tardía es, no reprimir, sino controlar los sentidos en su misma fuente” (La Explotación de los Cuerpos. Debate, 2002).

futbolAsianiños de Cachemira

        Ante un fenómeno tan devastador en su absoluta normalización, suelo ironizar a veces con que, el lugar de ese tercio que las páginas de la mayoría de los diarios o los informativos dedican al deporte no deberían estar llenos con las crónicas del último partido o las entrevistas a doble página con los deportistas y entrenadores locales o internacionales. Las páginas deportivas deberían ser tratadas en las de Política, Economía o Cultura para informar y opinar desde allí de sus verdaderas implicaciones. El record en afiliados a la “tarjeta deportiva” de mi ciudad se merecería algo así. Pero esto no es más que una broma.

POSTDATA

  1. Este artículo fue enviado a varios diarios de izquierda (Gara, Público) que no han considerado su publicación. Creo que esto dice algo del tabú unánime sobre el tema.
  2. Dediqué al deporte un artículo extenso en Levantar la mirada de 2008. Aquí está disponible: http://www.taichichuaneskola.com/pdf/deporte_levantar_la_mirada_juan_gorostidi.pdf
  3. El deporte ha adquirido tal relevancia que mereció un análisis más que interesante de Peter Sloterdijk en su imprescindible Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Pre-textos 2012). Tras dedicar su primer apartado al “Planeta de los seres ejercitantes”, establece una transición con “No hay religiones: De Pierre de Courbertin a L. Ron Hubbard”, donde hace un paralelismo entre estos dos fundadores contemporáneos: el primero del olimpismo moderno y el segundo de la Iglesia de la Cienciología que comienza así: “Ya es hora de sacar las consecuencias de las indicaciones que hemos venido dando para una nueva descripción antropotécnica de los fenómenos religiosos, éticos y ascético-artísticos”. El artículo completo en http://www.taichichuaneskola.com/pdf/no_hay_religiones_de_courbertin_a_hubbard_sloterdijk.pdf
  4. Publico este post coincidiendo con la muerte del gran Muhammad Alí. El tratamiento que los medios están otorgando estos días a su figura merece ser considerado. Lo haré en la siguiente entrada.