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Un elogio insultante de Mario Vargas Llosa

El pasado 24 de agosto, El País publicaba en La cuarta página y firmado por Mario Vargas Llosa, el artículo Elogio del qi gong[1]. En sus párrafos iniciales, el autor nos hablaba del retiro veraniego a que se somete desde hace 27 años en una clínica de Marbella para “desagraviar a mi pobre cuerpo de las duras servidumbres a que lo someto el resto del año”. Y concluye: “Si yo tengo que elegir una sola de esas actividades [físicas], me quedo con el qi gong”.

El primer asombro que provoca el artículo proviene de su arranque. En él, su autor nos presenta la materia de su elogio tras afirmar que “no tiene mucho interés en estudiarla”. ¿Sería posible que un periódico serio publicase artículo semejante si su autor se refiriese a cualquier otra actividad respetable, sea las enfermedades tropicales o los juegos paraolímpicos, la literatura medieval o la moda del barroco? Me temo que no, lo que define el estatus y la respetabilidad que ha logrado el qi gong, así como otras disciplinas orientales divulgadas entre nosotros en las últimas décadas (ya lo insinúa Don Mario: “me encontraré con una de esas mucilaginosas retóricas bobaliconas y seudorreligiosas con que suelen autodignificarse las artes marciales”). Soy practicante de qi gong desde hace 35 años y dirijo la Tai Chi Chuan Eskola de San Sebastián desde 1991. En ella imparto clases y cursos de estas disciplinas, tras un largo y contrastado aprendizaje con diversos maestros orientales y occidentales. Así que, a diferencia del premio nobel, sí que “he estudiado su tradición y filosofía”, como se supone que debería hacer cualquiera que osase impartir una enseñanza en cualquier ámbito de actividad humana.

Para alguien al que “no le interesa averiguar”, las afirmaciones que siguen son tan atrevidas como grotescas. Desde el primer párrafo afirma que “es una práctica china milenaria, que en algún momento remoto se independizó del tronco común del tai chi y que, además de ser exactamente lo contrario de un “arte marcial”, de algún modo difícil de explicar, pero evidente para quien lo ejercita cada día, tiene íntimamente que ver con el sosiego individual y, como proyección máxima, con la civilización y la paz”.

Lo mismo que todo lo que nos viene de Norteamérica debe ser “el último grito” para ser tomado con mediático interés, lo que proviene de China debe ser “una práctica milenaria”. El autor se soporta en este principio, por lo visto inexcusable –ya recurre al mismo modelo en sus primeras líneas con “Algo bueno debe tener el ayuno cuando su práctica forma parte de la historia de todas las religiones occidentales y orientales”– para adelantar sus afirmaciones. Sin embargo, el término qi gong no se creó y utilizó hasta mediados del siglo XX, cuando el gobierno maoísta de China decidió, contra su anterior prohibición, imponer una política de salud pública sin otro coste que las medidas disciplinarias. Asimismo, el taichi no era sino uno entre diversos sistemas marciales semisecretos que tuvieron su último florecimiento en la grave crisis política de los últimos años del siglo XIX. Su divulgación en Occidente como “El Arte Marcial Interno” con milagrosos poderes tanto curativos como marciales proviene de campañas propagandísticas del siglo XX, impulsadas sobre todo a partir del efecto que produjo el recibimiento del primer presidente norteamericano que visitó la China de Mao, Richard Nixon, en 1972. El gobierno chino de entonces preparó concienzudamente un escenario que ratificase la “superioridad cultural de la milenaria tradición china” con exhibiciones masivas de taichi, operaciones sin anestesia con acupuntura, y otros espectáculos admirables. El consumidor occidental corrió presuroso a hacerse con tales tesoros, por fin al alcance de algunos bolsillos. La recepción de dichas disciplinas en los más de 40 años siguientes pueden resumirse, desgraciadamente, en una suerte de tópicos que van desde las explicaciones subrayadas por Vargas Llosa hasta algunas otras que las complementan, y de las que también su artículo se hace eco.

Por una triste coincidencia, algunas páginas más adelante, El País del mismo día, publicaba uno de los capítulos de la serie “Mentes asesinas”, dedicado esta vez a Juan Agilar: El infierno del monje shaolín. El “maestro” mantenía orgías de dominación y sangre en su gimnasio de Bilbao, rezaban los titulares. Vargas Llosa continúa con los tópicos: “Digan lo que digan, las artes marciales no son inocentes: quieren aprovechar lo que hay de primitivo y bestial en el ser humano para convertirlo en una máquina de matar, perfeccionar su innata violencia en bruto en una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario, así como, de un solo golpe, el brazo musculoso del maestro puede partir en dos una pila de ladrillos. El qi gong, en cambio, quiere liberarlo de esa agresividad congénita y hacerlo descubrir que la vida podría ser mejor si, a la vez que descargamos la ferocidad que nos habita, cada una de nuestras acciones es realizada con la delicadeza y la calma con que ejecutamos los movimientos que conforman su práctica”. ¿Quiere hacernos creer Don Mario que esa alquimia siniestra se realiza mayormente en los gimnasios de Bilbao o Bogotá, de Shanghái o Johannesburgo, donde un puñado de psicópatas orientales u occidentales enseña los trucos para “partir en dos una pila de ladrillos”? Ya que casi cualquier gesto humano es potencialmente agresivo, y más aún sus máquinas, ¿deberíamos prevenirnos, por tanto, de usar ningún vehículo de transporte, de arriesgarnos a un abrazo o de conversar con desconocidos? Hace siglos que el asesinato masivo y las formas de canalizar “una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario” se desarrollan, se alientan y se ejercitan sistemáticamente en otros centros marciales que no hacen ningún asco a las tecnologías más avanzadas. La aviación tripulada como arma de guerra ya se ejercitó en los albores del siglo XX en el Rif o en la guerra civil española para confirmarse, junto a las armas atómicas, en la Segunda Guerra Mundial. Hoy se practica con drones, como si los muertos ocasionados fueran víctimas virtuales. Sin embargo, el potencial agresivo del gesto humano puede ser trabajado para ser reconocido y controlado, y ésa es la noble función de las disciplinas de lucha ejercitadas en ámbitos protegidos.

Como decía, el término qi gong (literalmente “trabajo con la energía”; habría que dilucidar lo que sugiere a los chinos esta última palabra) abarca cualquier actividad física: desde una postura inmóvil hasta un ejercicio aeróbico, desde un movimiento con claro fin terapéutico hasta el faquirismo que exhiben en nuestros teatros y circos los “verdaderos” monjes del templo de Shaolín. Que Vargas Llosa lo ejercite mirándose al espejo bajo la “grácil y flexible Jeannete… siempre a punto de levitar o desaparecer, acompañada por una música china discreta, lánguida y repetitiva… persuadiendo a los neófitos a que se abandonen al absorbente ritual en pos de salud, belleza y serenidad”, es cosa suya, pero sólo perfila una caricatura infantil.

Que, finalmente, pretenda que su arrobo pueda aplicarse –“bastará con media hora diaria”– a los conflictos humanos que cada día destruyen tantas vidas y lastran a las generaciones con cargas de dolor indigerible, no sólo es una estupidez. Es, sobre todo, un insulto a todos los que se empeñan, cerca de tantas víctimas, en sostener alguna forma de convivencia dignamente viable.

 

Juan Gorostidi Berrondo

Director de Tai Chi Chuan Eskola de San Sebastián

[1] El País se ha negado a publicar la presente respuesta como ‘derecho a réplica’.