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FE. La medicina como religión dominante

EL MILAGRO

Fe, la película de Maider Fernández[1], arranca con el plano fijo de una radiografía torácica. En off, la voz de Sofía Munné (grabada en Borges del Camp en 1998. Habla un castellano con fuerte acento del catalán del Baix Camp tarraconense, preñado de sus formas sintácticas). Lo que nos ha sido anunciado como “testimonio” concuerda con su tono: el de la testigo de un acontecimiento que la posee y la trasciende. Está obligada a dar testimonio porque lo que ha ocurrido en ella no le pertenece. Diríase que con él trata de saldar una deuda impagable. Estamos en el terreno del milagro, en el terreno de la fe.

          Mientras habla, el color grafito de los pulmones en la radiografía va aclarándose al gris hasta volverse totalmente blanco: el paso de la sombra a la luz. “Hacía un viento y un frío muy enorme, y rezaba el rosario con un dolor tremendo”, comienza Sofía su relato, al que se opone la indignación de su marido: “¿Qué haces, todavía rezas el rosario? Si es verdad que existe Dios, no tiene que permitir este sufrimiento”. El relato dramático se inicia con el dolor tremendo para acabar en la curación pública, exultante, pasando por la posesión sobrenatural en manos de la Virgen que la conduce con señales y voces a las piscinas milagrosas de Lourdes. Allí, rodeada de testigos, se produce el milagro.

Curiosamente, como antes el marido, son sus asistentas –la monja que la acompaña o las encargadas del baño– las más descreídas: “«¡Ande, ande, que aquí no pasa nada!» Y me llevaron de vuelta al hospital en el carro, pero ante el ascensor, ya no tuve más paciencia y salté del carro y me subí corriendo escaleras arriba. La hermana se cayó de rodillas al suelo: «Hija mía, ¡qué grande es la fe! Estás curada, aquí no hay nada». Y desapareció para ir a la gruta. «Yo creía en los milagros, pero no me había encontrado nunca un caso así de grande», me decía después…”. Antes, frente a la señal de la luz que emana milagrosamente de la imagen de la Virgen que la acompaña en su habitación, su marido es el primero que pasa de la desconfianza a la aceptación: “Y mi marido enfadado: «¡Sí, ha venido a verte a ti la Virgen, qué tonterías dices! Ahora va a ser la Virgen». Entonces pasó la mano así, por delante de la luz, a ver si su mano era capaz de poder cortar aquel rayo de luz, pero de ninguna forma. Y le dije: «¿Sabes? Que recemos las tres avesmarías», pero él de rezar no sabía. Y tal como yo iba rezando, las tres avesmarías él iba repitiéndolas”.

Aunque la imagen que vemos es una abstracción –la radiografía–, su relato resulta tan vívido que nos permite ver cada escena: la habitación, el baño, el hospital, la gruta… en una secuencia perfectamente coherente. Siguiendo la secuencia clásica del relato (presentación, nudo y desenlace), se nos presenta lo maravilloso como algo ordinario; como si el milagro no atentara contra la lógica que nos gobierna.

LOS DOGMAS DE LA MEDICINA

A esta secuencia de apenas tres minutos le sigue, tras los créditos, una conversación entre nueve médicos (siete mujeres, dos hombres) divididos, mitad y mitad, en dos franjas de edad claramente diferenciables.

          La forma de utilizar la cámara y el montaje que concentra la conversación en los veinte minutos restantes, convierten al espectador en testigo privilegiado –otra vez el testimonio– de la reflexión en voz alta que están compartiendo los médicos. Las primeras palabras del médico joven nos ponen sobre la pista del caso clínico del que van a tratar: “En mayo de 1995 Sofía[2] («36 años, 13 semanas de embarazo», se nos dirá más adelante) ingresa en urgencias con sintomatología de disnea severa. La radiografía de tórax saca a la luz múltiples nódulos pulmonares. En un escáner posterior, se comprueba que dichas lesiones pulmonares son tumores malignos. En un control radiológico y clínico de 1997 –dos años después del diagnóstico–, remisión de los nódulos pulmonares previos”. Se nos aclarará que Sofía rechazó el tratamiento habitual tras alguna sesión de radioterapia con lo que suponemos que priorizó su embarazo y el nacimiento de su criatura, aunque no se explica este dato a lo largo de la conversación.

Da la impresión de que están hablando de un caso clínico en sentido estricto –extraído quizá de una publicación médica–, pues no se dan más datos sobre las circunstancias vitales de Sofía; ni se confirma el porvenir de su embarazo y el resto de circunstancias posteriores. Estos hechos tan importantes quedan fuera del foco de los clínicos (y de los espectadores): “Pero Sofía se curó: ¿Cómo ha salido ella reforzada?”, pregunta el mismo médico que ha presentado el caso. E interviene una mujer, del grupo de más edad: “Creo que acabamos nosotros reforzando lo que creemos que debería ser (esa Sofía exultante y fortalecida). Pero la vida no es el único valor. Y quizá, según cómo ha quedado Sofía, quizá su vida es una vida de mierda. No la ha elegido, pero no le permiten interrumpirla; la medicina es voraz en su tratamiento: le damos radio, y si no quimio… o la metemos en un ensayo clínico… Lo hacemos casi de una manera automática…”.

La conversación entre los médicos bascula entre el análisis técnico del caso y estas consideraciones en torno a la relación terapéutica y el sistema médico. Como digo, la anterior intervención no es la única que sale del marco estrictamente clínico/técnico para plantearnos una problemática más amplia y compleja. Y me resulta notable –por eso he mencionado la edad de los participantes– que son las de más edad las que entran en esos terrenos.

Ha quedado claro que el caso de Sofía es completamente excepcional y que los conocimientos de la medicina no pueden explicarlo. La “remisión espontánea” se contempla, pero no se explica: “En este caso, hay mecanismos probablemente inmunológicos que han provocado esta remisión. No hay duda en cuanto al diagnóstico. Simplemente, ha ocurrido esa remisión espontanea. Tampoco espontánea del todo pues recibió algo de tratamiento; no el óptimo, pero ese tratamiento también habrá tenido un papel en la respuesta inmune de su organismo hasta erradicar el tumor”, comenta una de las jóvenes. Y, ante la pregunta “¿Crees que esta mujer hubiera tenido alguna posibilidad de curación sin ningún tratamiento (quimioterapia o radioterapia)?”, la misma responde: “De entrada, no. Pero, viendo el caso, quizá esta paciente hubiera tenido la misma remisión. Una paciente no tiene posibilidad de curarse sin tratamiento”. Una afirmación dogmática que el médico más mayor cuestiona: “En positivo y tratando de sacar lecciones importantes de aquí, esos no-tratamientos, los que ella ha denegado han sido quizá el tratamiento más eficaz que le ha permitido curarse, además de la única sesión de radioterapia para el tumor cerebral que era un carcinoma secundario; un tratamiento paliativo –que para esa paciente ha podido ser curativo– que le ha estimulado otras cosas que desconocemos absolutamente, y que a partir de él, la han curado”. “¿Es este caso un éxito de la medicina?”, le preguntan. “Más que de la medicina, es un éxito de la vida que nos obliga a reconocer que no sabemos todo; que estamos verdes en muchas cosas y, sobre todo, que cuando surgen cosas inesperadas, no sabemos darle una explicación por lo que deberíamos revisar nuestros presupuestos, de dónde se construye nuestro pensamiento”.

En la conversación a la que estamos asistiendo, ése es el momento en el que se lleva más al extremo el cuestionamiento del sistema médico. Pero la conversación no continúa por esos derroteros. ¿Pueden los médicos en ejercicio revisar sus presupuestos; plantearse ese “de dónde se construye nuestro pensamiento”? La impresión que recibo es que no. Como en el caso de la “remisión espontánea”, completamente excepcional, es igualmente excepcional que un médico se plantee esas preguntas (“Una paciente no tiene posibilidad de curarse sin tratamiento”, ha zanjado la joven doctora). Es algo que rezuma en toda la conversación y se reafirma sobre todo por las médicas más jóvenes. “Ante un caso como el de Sofía, ¿propondríamos un tratamiento similar?”, se pregunta. “En cuanto a la cirugía radical, podrían plantearse otras opciones, pero ante un caso así, pensaríamos en un tratamiento radical (quimio y radio…)” es la respuesta. Y, “[Lo que este caso aporta a la medicina es] que habrá muchos mecanismos fisiopatológicos que todavía no se conocen, y habrá que trabajar en ello para conocerlos y buscar nuevas dianas o posibles futuros tratamientos… nos da una esperanza”; justo contra quien insinuó que habría que cuestionar los presupuestos sobre los que se construye el sistema.

¿Cuál es el presupuesto fundamental y, por cierto, el que, más allá de su facticidad, hace incompatibles los dos tipos de discursos que la película –y no sólo en la forma– nos plantea: el de la mujer curada por la Virgen y el del conjunto de médicos? Son los propios médicos los que lo formulan: “Estamos todo el día estudiando los tumores y se nos olvida que el tumor sale en una persona. Lo calificamos desde fuera, pero está en esa persona, y es esa persona la que responde a ese tumor y a esos tratamientos… Somos ignorantes de la interrelación entre tumor y paciente en la que a veces es el tumor que no puede o, al revés, el paciente no puede… Muchos pacientes se comportan de forma totalmente diferente ante tumores análogos. En los casos de remisiones espontáneas, no son factores dependientes del tumor, sino del paciente”. Pero esta constatación fundamental no llega a cuestionar, desde la posición de los médicos, el sistema que comparten. Aunque se acepten las limitaciones del sistema (“hay muchas zonas oscuras, somos limitados, la medicina no es una ciencia exacta…”) e incluso sus errores (“En mi especialidad –la psiquiatría– hasta hace cuatro días se hacían curas de Sackler”[3]), los médicos no pueden cuestionar los fundamentos del sistema que practican; entrarían en una disociación semejante a la del clérigo que ejerce sin fe, dudando o renegando de la facticidad de sus procedimientos rituales.

fotograma de FE

LA MEDICINA CONTEMPORÁNEA COMO RELIGIÓN

          Fe tampoco renuncia a entrar en ese terreno, el del encuentro o desencuentro entre religión y ciencia/medicina. Lo presenta en la voz de una de las doctoras más maduras: “Respecto a los milagros y a la religión, creo que hacemos mal cuando pretendemos que la religión dé explicaciones. Puede dar sentido, no explicación. Es una distinción fundamental porque, en un plano existencial, puedes decirte «no sé por qué me está pasando esto» pero le puedes dar un sentido. Pero erramos si pretendemos buscar en la religión una explicación, poniéndola en el mismo plano de una disciplina científica”. Y se abre la polémica con el acceso a ese terreno tan problemático para ellos: “Si vale creer, podemos creer en cualquier cosa. Otra cosa es demostrar. Si seguimos a la medicina basada en la evidencia, aquí tenemos varios puntos oscuros y nosotros somos ignorantes ante ellos”. Y la protesta: “Me parece que la religión se ha apropiado de todo eso [lo que la ciencia no puede explicar]: el milagro; el tema de la fe religiosa, que implica una elección divina. El creyente no elige, es Dios quien le ha elegido. Me parece que puede ser problemático en cuanto a la parte del esfuerzo del paciente; de la persona que lucha o que no lucha y se entrega. Me parece muy problemático enfocarlo como una suerte de iluminación. Parece que por un lado te da esperanzas, pero por otro… Quizá es eso de que están en diferentes planos, que no entendemos; no están en lo razonable como aquello que podemos explicar. Me causa cierto conflicto cuando nos desplazamos a la esfera del milagro, de lo divino… ha trascendido un plano más humano, y esto puede llegar a culpabilizar: si hay esa elección, hay personas que merecen, y otras que no”. Elección, culpa, fe, iluminación… terrenos demasiado escabrosos para ir más allá de las lecturas psicológicas.

Con todo, en una intervención, se apunta finalmente al núcleo de la cuestión: “Casos como estos desafían al nuevo Dios, que es la Ciencia… El desafío que nos presenta esta mujer tiene que ver con esto: por mucho que sepáis de pruebas, no os preocupéis que vendré a sorprenderos y descolocaros del todo, llevándonos a un lugar donde lo que nos queda es el encuentro personal, que siempre está. Parece que lo que nos problematiza es el no saber, el no tener explicaciones”.

          Y, ya que la religión encara el misterio de la muerte, un médico expresa la impotencia de su ciencia frente a ella: “En 1954 la gente se moría, y ahora se muere, de esto o de lo otro, ahora con los apellidos que te da el conocimiento sobre inmunohistoquímica, la patología molecular… Le ponemos más apellidos a la muerte (sus causas o circunstancias). Pero no hay respuesta al por qué de esas circunstancias”.

          Los médicos, obviamente, aceptan sus limitaciones, pero la cuestión que deberíamos plantearnos es la siguiente: siendo “la Ciencia el nuevo Dios”, ¿pueden los médicos ir más allá de su propia teología? No me parece posible y por eso, los más lúcidos tienen que reconocer que “la medicina es voraz en su tratamiento: le damos radio, y si no quimio… o la metemos en un ensayo clínico… Lo hacemos casi de una manera automática. Yo desearía lo mejor para Sofía, pero no lo sé, y ése es el quid de la cuestión y, en este caso no está Sofía; sólo está la Medicina. Hay profesionales que creen que son neutros y hablan de «la medicina basada en la evidencia». Pero una cosa es basarnos en pruebas y otra que yo, cada vez que planteo un esquema terapéutico a un paciente, lo estoy planteando desde mí; con mis creencias y valores impregnando todo eso. Si ni siquiera somos conscientes de ello difícilmente diremos a los pacientes el embudo por el que van a pasar. Decimos que eligió él pero no es verdad. Las alternativas no se plantean”. Pero ¿existen alternativas?

          La respuesta afirmativa nos llevaría a todo tipo de acercamientos a la enfermedad que se salen de los modelos imperantes: desde el chamanismo a los acercamientos orientales (la medicina ayurvédica, los sistemas de sanación de origen chino, etc.) o, en Occidente, los planteamientos holísticos que intentan superar la separación entre paciente y enfermedad, o entre los planos físicos y los psíquicos. Pero también cabe preguntarse si se trata de alternativas reales. Pues hay un consenso casi total entre los practicantes del conjunto de sistemas de sanación en cuanto a la hegemonía del sistema tecno-bio-médico imperante y, fuera de ese sistema, nadie utiliza ya el adjetivo alternativa: con mayor realismo se califica de “integrativa”, “complementaria”, etc. El tema se resuelve dando por hecho que cualquier otro acercamiento es un residuo de los atavismos y las supersticiones anteriores a la Ciencia Médica actualmente vigente.

          Sin embargo, si aceptamos que el sistema médico funciona como una religión –para lo que habría que acotar el marco del ámbito religioso– nuestro análisis adquiriría otra dimensión. Iván Illich, el autor que con su Némesis Médica[4] y otros artículos posteriores con más rigor ha tratado esta cuestión, no tiene duda al respecto:

“El miedo a la muerte no medicada se sintió por vez primera entre las élites del siglo XVIII, quienes rehusaron la asistencia religiosa y rechazaron la creencia en otra vida. Una nueva oleada de este miedo ha anegado ahora a ricos y pobres, y se ha combinado con el pathos igualitario para crear una nueva categoría de bienes: aquellos que escasean «terminalmente» porque son expropiados por el médico en cámaras mortuorias de alto coste. Para distribuir estos bienes, ha surgido una nueva rama de literatura legal y ética que trata las cuestiones de cómo excluir a algunos, seleccionar a otros y justificar la elección de técnicas que prolongan la vida y de maneras de hacer a la muerte más cómoda y aceptable. Tomada en conjunto, esta literatura narra una historia notable acerca de la mente del jurista y el filósofo contemporáneos. La mayor parte de los autores ni siquiera preguntan si las técnicas que sustentan sus especulaciones han demostrado realmente prolongar la vida. Ingenuamente aceptan la ilusión de que, por ser costosos, los rituales practicados deben ser útiles. En tal forma la ley y la ética apuntalan la creencia en el valor de los reglamentos que regulan la igualdad médica, políticamente inocua, en el momento de la muerte”[5].

Y, más adelante:

“La medicina puede organizarse de modo que motive a la comunidad a tratar al frágil, al decrépito, al tierno, al lisiado, al deprimido y al maniaco de manera más o menos personal. Fomentando cierto tipo de carácter social, una medicina de la colectividad podría disminuir eficazmente el sufrimiento de los enfermos al asignar a todos los miembros de la comunidad un papel activo en la tolerancia compasiva y en la ayuda generosa a los débiles. La medicina podría regular las relaciones de amistad de la colectividad. Las culturas donde la compasión para los desafortunados, la hospitalización para los inválidos, la tolerancia con los perturbados y el respeto hacia los ancianos se han desarrollado poseen en gran medida la posibilidad de integrar a la mayoría de sus miembros a la vida diaria.

Los curanderos pueden ser sacerdotes de los dioses, dadores de las leyes, magos, médiums, barberos-farmacéuticos o consejeros científicos. Ningún nombre común que se aproximara siquiera a la gama semántica abarcada por nuestra palabra «médico» existía en Europa antes del siglo XIX”[6].

(Sin embargo, los técnicos del sistema médico actual hablan de su disciplina como la “Medicina Tradicional” –lo hace una de las médicas en Fe sin que nadie se inmute por ello).

          Aunque ésta no sea su única característica, solemos llamar religiones a los sistemas de creencias y de ritos capaces de otorgar un sentido al devenir humano para sus creyentes y practicantes. Las religiones se arrogan la capacidad de responder a lo que trasciende la razón, los misterios del sufrimiento y la muerte, y de todo aquello que antiguamente se asociaba al destino, prometiendo una salvación en esta u otra vida. En ese sentido, creo que podemos hablar del sistema médico contemporáneo como religión en cuanto que se propone resolver el misterio de la decadencia y la muerte –la enfermedad–, viviendo sus limitaciones como “fallos del sistema”; como dice uno de los médicos en Fe, un aliciente para seguir investigando: “Habrá muchos mecanismos fisiopatológicos que todavía no se conocen, y habrá que trabajar en ello para conocerlos y buscar nuevas dianas o posibles futuros tratamientos… nos da una esperanza”. Así, el médico tiende a vivir cada muerte como un fracaso y el sistema se empeña en alargar la vida hasta los extremos física y socialmente soportables. Interviene en fases cada vez más extensas de la vida, desde la concepción hasta la muerte cerebral, medicalizando cada uno de los actos humanos y señalando a los disidentes con el mismo celo con que los ministros de los antiguos dioses castigaban a los paganos de su religión. Hoy es mirado como un delincuente o un sociópata quien se niega a participar en los programas de diagnóstico precoz, vacunación o política sanitaria que va abarcando más y más ámbitos, dando por supuesto que todas esas políticas han sido “científicamente comprobadas” cuando la realidad dista mucho de ello. Si la población acepta y asume esos presupuestos, difícilmente podemos decir que “existen alternativas”. Todos somos creyentes y practicantes de dicha religión, y cualquier disensión es castigada social y, a veces, incluso penalmente.

          ¿Cuáles son los dogmas de dicha religión aceptados hoy masivamente? El primero ya ha sido comentado: la separación radical entre la enfermedad y la persona que la padece. ¿Quién vive hoy identificándose con su padecimiento? Incluso en el lenguaje que se va imponiendo ya nadie debe ser considerado cojo, esquizofrénico, autista, ciego o canceroso. Todos somos personas que tenemos o no determinadas dolencias –con las que de ninguna manera nos identificamos–. La enfermedad es considerada como un accidente aleatorio, un fallo del sistema que, si aún hoy no se ataja, llegará un día en que se hará, a través de la secuenciación del código genético y la intervención sobre el mismo desde antes de la concepción. Sin embargo, lo que con ellos se está modificando es la misma consideración de la naturaleza humana como abierta a lo impredecible y, por supuesto, al dolor y la muerte[7]. En este punto, cabe anotar que el planteamiento de la medicina actual no tiene por qué ser incompatible con el reconocimiento de un resto siempre irresoluble que concierne al misterio de la condición humana que implica la muerte, en la que se abrirá un espacio para los sentimientos religiosos –de hecho, la mayoría de los practicantes de la “religión médica” la hacen compatible con sus otras creencias religiosas. Aquí tratamos de indicar el núcleo duro del actual enfoque bio-médico, más allá de las creencias de sus practicantes.

          El segundo dogma que dirige la práctica médica y al que todos ofrecemos pleitesía es que el dolor en ningún caso es aceptable, y que cualquier gesto que cuestione esta afirmación es considerado como una perversión. Las implicaciones de esta idea son también incalculables[8].

          Todo sistema religioso dominante se empeña en negar la posibilidad de cualquier otro. Los dioses son extremadamente celosos y persiguen a los paganos condenándolos, como mínimo, al ostracismo social. Hoy, es tan dominante la religión médica que sus clérigos están dotados de alto rango y autoridad, y todos debemos someternos a sus dictados. Cualquiera que haya disentido en un punto con un médico sabe de qué hablo. Y así, la misma Iglesia Católica retrocede ante semejante dominio, lo mismo que en su día las prácticas politeístas fueron condenadas y perseguidas por ella como paganas. Incluso en el centro más conocido en Europa como “lugar de milagros”, Lourdes, los exvotos han sido retirados de la gruta y los “milagros reconocidos” se retrotraen a décadas pasadas[9].

          La cuestión tiene implicaciones de profundo alcance que no voy a seguir tratando[10]. Me remito a la consideración de Giorgio Agamben que, en el tiempo de la pandemia del Covid 19, criticó abiertamente la dejación de la Iglesia Católica:

“…Las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido la primacía, aparentemente sin combatir, a la medicina y la ciencia. La Iglesia ha renegado pura y simplemente de sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre ha tomado el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de misericordia era visitar a los enfermos, y que los sacramentos sólo pueden administrarse en presencia. El capitalismo por su parte, aunque con cierta protesta, ha aceptado pérdidas de productividad que nunca se había atrevido a contabilizar, probablemente esperando llegar más tarde a un acuerdo con la nueva religión, que parece dispuesta a transigir en este punto.

La religión médica ha tomado sin reservas del cristianismo la instancia escatológica que éste había dejado caer. Ya el capitalismo, secularizando el paradigma teológico de la salvación, había eliminado la idea de un fin de los tiempos, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni fin. Krisis es originalmente un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han tomado el término para indicar el Juicio Final que tiene lugar el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo último, de un eschaton en el que la decisión extrema está siempre en marcha y el fin al mismo tiempo se precipita y se aplaza, en un intento incesante de poder gobernarlo, pero sin resolverlo nunca de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente en el fin y que sin embargo es incapaz, como el médico hipocrático, de decidir si sobrevivirá o morirá.

Al igual que el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece perspectivas de salvación y redención. Por el contrario, la curación a la que aspira sólo puede ser provisional, ya que el Dios malvado, el virus, no puede ser eliminado de una vez por todas, al contrario, muta constantemente y asume nuevas formas, presumiblemente más riesgosas. La epidemia, como sugiere la etimología del término (demos es en griego el pueblo como cuerpo político y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil), es ante todo un concepto político, que está a punto de convertirse en el nuevo terreno de la política –o de la no-política– mundial. Es posible, en efecto, que la epidemia que estamos experimentando sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más cuidadosos, ha tomado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora permanentemente en guerra consigo mismos, porque el invisible y escurridizo enemigo con el que están luchando está dentro de nosotros”[11].

Los médicos, como clérigos de la nueva religión, difícilmente pueden “entretenerse” en analizar su sistema con estas implicaciones, pues entrarían no sólo en conflicto con toda su formación (han sido adiestrados, cada vez más, como meros técnicos que cumplen un rol dentro del engranaje cada vez más complejo y especializado del sistema médico contemporáneo), sino también contra los mismos consumidores de sus servicios, los fieles de la nueva religión que –mientras no se demuestre lo contrario– somos todos. Todos los que explícita o implícitamente rogamos a la Ciencia que nos ponga a salvo de la condición abismal del ser humano abocado al sufrimiento, la decadencia y la muerte.


[1] 2022, disponible en Filmin (https://www.filmin.es/corto/fe).

[2] Sofía es también el nombre de la que nos ha contado su curación milagrosa en Lourdes, aunque, por las fechas y otras circunstancias, no parece la misma del caso que tratan los médicos en esta segunda parte de Fe.

[3] La familia responsable de la crisis de opioides de EEUU, dueños de Purdue Pharma, la compañía que dijo que el dolor no tenía sentido y comercializó el OxyContin, un fármaco dos veces más potente que la morfina.

[4] Existe una versión disponible de su primera traducción al castellano (Barral ediciones, 1975): https://www.ivanillich.org.mx/Nemesis.pdf y otra posterior (Ivan Illich, Obras Reunidas I, FCE, 2006) https://desarmandolacultura.files.wordpress.com/2018/04/illich-ivan-obras-reunidas-vol-1.pdf (utilizo esta última versión en las citas posteriores).

[5] Némesis Médica, Obras Reunidas I, págs. 616-617. Actualmente este enfoque se impone como sentido común, y las campañas para un diagnóstico precoz son cada vez más insistentes, a pesar de los numerosos estudios que señalan sus efectos iatrogénicos y cuestionan su eficacia real. Illich lo advertía ya en 1970: “La práctica rutinaria de exámenes para el diagnóstico precoz en grandes poblaciones garantiza al científico médico una amplia base para seleccionar los casos que mejor encajen en los medios de tratamiento existentes o que sean más eficaces para lograr objetivos de investigación, ya sea que los tratamientos curen, rehabiliten, alivien o no lo hagan. En ese proceso se robustece la creencia de la gente de que son máquinas cuya duración depende de visitas al taller de mantenimiento; así no sólo se les obliga, sino que se les presiona a pagar la cuenta de las investigaciones de mercado y las actividades de venta de la institución médica. […] Al equiparar al hombre estadístico con hombres biológicamente únicos se crea una demanda insaciable de recursos finitos. El individuo se subordina a las «necesidades» mayores de la sociedad como todo, los procedimientos preventivos se hacen obligatorios y el derecho del paciente a negar consentimiento a su propio tratamiento se desvanece ante el argumento médico de que debe someterse a la diagnosis, ya que la sociedad no puede permitirse la carga de procedimientos curativos que serían incluso más costosos [como los policías que persiguen al prevención del crimen, los médicos reciben el beneficio de la duda cuando dañan al paciente]” (Ibídem, págs. 612-613).

[6] Íd. 624.

[7] Una autora que ha establecido una clara divisoria en esta línea es Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, de 1978. Aquejada de cáncer desde los 40 años, luchó denodadamente contra él hasta su muerte, 30 años después, pero también contra toda pretensión de identificar la enfermedad con quien la padece. Según cuenta su hijo en Un mar de muerte, el relato de sus últimos años con vida, Sontag se negó a considerar su enfermedad como algo que no fuera un accidente que, tarde o temprano, la ciencia médica sería capaz de atajar. Su cientifismo extremo no le evitó considerar, contra toda evidencia, que ella sería la excepción a los pronósticos que convertían su enfermedad en algo necesariamente mortal. Dicho pensamiento mágico dirigió su actitud ante la enfermedad, a un altísimo precio. Aunque llevada al extremo, me parece que ésa es la actitud dominante entre nosotros (Resulta muy revelador, en este sentido, el testimonio de su hijo en Un mar de muerte). He desarrollado este tema, en polémica con Sontag y otros autores en Levantar la mirada, Área 2. Salud, enfermedad, terapia, energía y, en particular, en el apartado XV. Tratar con el dolor y la enfermedad (págs. 277 y siguientes. Disponible en la red: http://www.taichichuaneskola.com/tema_xv.htm.

[8] Ver capítulo 71 de Levantar la mirada: http://www.taichichuaneskola.com/tema_xv.htm#c71

[9] En los 164 años de culto de Lourdes, la Iglesia Católica ha reconocido un total de 70 milagros y casi 7.200 curaciones inexplicables, todas en el siglo pasado y, la inmensa mayoría, en la época de mayores fervores marianos de hace cien años. Hoy los católicos que acuden allí son adoctrinados para que consideren el milagro como el hecho de la experiencia de fraternidad y devoción que implica. De ahí el “¡Ande, ande, que aquí no pasa nada!” del relato que abre Fe.

[10] Entre todas las reflexiones a que nos ha conducido la reciente pandemia del Covid, quizá la más importante en el terreno médico se refiere al salto cualitativo que se ha dado en su tratamiento con la nueva generación de vacunas o tratamientos génicos del ARN mensajero. Una línea de investigación todavía en ciernes que trata de atajar los callejones sin salida a los que hasta ahora están abocados los tratamientos del cáncer y otros, sobre todo los autoinmunes.

[11] Giorgio Agamben 2020, La medicina como religión https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1478.




PENSAR EN PANDEMIA 6. LA BRECHA. VOLVER A LA NORMALIDAD

(Artículo publicado en DISENSO de Santiago de Chile, el 30 de octubre de 2021)

En el lugar desde el que escribo –el País Vasco del lado español– el inicio del otoño está marcado por la “vuelta a la normalidad”. Con tasas de vacunación cercanas al 90% entre los mayores de 12 años, los gobiernos locales declaran el fin de la pandemia, reconociendo que el SARS-CoV-2 no ha sido erradicado, y que las nuevas variantes pueden seguir creando serios problemas. Hay una atmósfera general de alivio tras más de año y medio de caos hospitalario, restricciones masivas, muertes por covid y efectos de todo tipo –sanitarios, sociales, económicos–. Lo que comenzó con la declaración de una “guerra al virus en la peor crisis sanitaria en 100 años”, ha terminado con el reconocimiento de que “el virus ha venido para quedarse y deberemos adaptarnos a él”. Año y medio de alerta alimentada por datos diarios de contagiados, hospitalizados o fallecidos en confusas estadísticas que casi nunca consideraban los diversos contextos comparativos y que han logrado lo que buscaban: una regulación estricta de la vida social con el acatamiento de las normas establecidas para cada momento por parte de la inmensa mayoría de la población, ansiosa de que acabase la pesadilla.

Y la tensión apenas contenida que encontraba sus válvulas de escape en las reuniones de jóvenes duramente reprimidas o en las interminables discusiones entre los partidarios y detractores de cada una de las medidas: sobre los confinamientos y cierres perimetrales, sobre el uso indiscriminado de la mascarilla o de la vacunación prácticamente forzosa1. Desde las familias hasta las campañas de prensa y televisión, el tono no ha dejado de elevarse: ¡negacionistas!, ¡fascistas!, ¡conspiranoicos!, ¡criminales!, lo que conduce a la mayoría a desear que todo pase ya, y poder olvidar de una vez, dejando que continúen siendo “los expertos” los que sigan sacando sus conclusiones.

Pero siempre hay quien insiste en que, más allá de lo estrictamente sanitario, la situación merece ser analizada con detenimiento, pues ha sacado a la superficie unos síntomas sociales y políticos que urge considerar: la pandemia y su gestión, más que un mero accidente, muestran señales inequívocas de un tiempo que requiere un análisis detallado que impida volver a una “normalidad” que está en la raíz de lo sucedido. Que es momento de plantearse transformaciones de fondo si queremos evitar catástrofes mayores que asoman ya en el horizonte. Que los verdaderos negacionistas son justamente quienes ansían y proponen tal normalidad… aun cuando sea la gran mayoría de la población en nuestro entorno.

El debate imposible y la persecución de la disidencia

En más de año y medio de pandemia, han sido muchos los que, ante la confusión que provocaba la corriente de datos, recomendaciones y órdenes, muchas veces contradictorias, han reclamado y promovido debates entre expertos (epidemiólogos, virólogos, médicos, etc.) donde pudieran confrontarse distintas versiones. En el ámbito español, resulta paradigmático el encuentro que se produjo el pasado 18 de septiembre por iniciativa de “La clave cultural”: por primera vez, y muy avanzada ya la campaña de vacunación, se reunían cinco médicos; dos defensores de la versión oficial (una exministra de sanidad del gobierno socialista y el decano del colegio de médicos de Madrid) frente a tres disidentes de la asociación “Médicos por la verdad”.2

Desde que en el invierno de 2019 se declaró “la guerra al virus SARS-COVID-19”, son los principios de la guerra los que han regido también las campañas de “información y propaganda” aunque, al tratarse de una crisis sanitaria, estos principios han adquirido unas connotaciones particulares: los gobernantes se rodeaban de “comisiones de expertos” sobre los que sustentaban cada una de las medidas decretadas. Pero, como en toda guerra, el cuestionamiento o la disidencia han sido tratados en términos de traición y responsabilidad con la muerte del prójimo. Los muertos no los provoca solamente “el enemigo”, sino todo aquél que no cierra filas con el mando único para hacerle frente.

Entre los que, a pesar de la censura, la difamación y las amenazas, han realizado un trabajo de seguimiento y crítica de las medidas adoptadas ante la pandemia están los autores del libro Covid-19, la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo. En un artículo posterior, dos de ellos afirmaban:

Aunque la pandemia ha sido percibida como un fenómeno “natural” y las medidas adoptadas como una operación “científica” sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas, lo cierto es todo lo contrario. La pandemia es, al menos, un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas. La vacunación experimental ante la Covid-19 se apoya en el solucionismo tecnológico, un paradigma, o creencia, según el cual las relaciones sociales y los ciclos metabólicos naturales que la especie humana fractura pueden luego enmendarse con tecnología. Una de las premisas implícitas es: «pueden destruirse selvas y bosques, y acorralarse especias animales, porque cuando se produzcan saltos zoonóticos hallaremos soluciones experimentando con virus peligrosos en laboratorios, y si un virus se escapa ya lo solucionaremos también».

Por primera vez en la historia de la epidemiología, se han puesto en marcha estrategias militares de “ataque contra un virus”. A pesar de que pronto se vio que las previsiones realizadas mediante una modelización matemática eran erróneas, se siguió manteniendo un estado de alarma y unas medidas de acuerdo a aquella modelización3. Una vez lanzada la campaña, todo ha seguido su lógica férrea. Inútil considerar que las incidencias de esta pandemia hayan sido similares a las de las epidemias anteriores. Si el virus y la propia naturaleza deben someterse a nuestro control, todo lo que se piensa y se hace se verá bajo esa lógica, la propia de “expertos” que la asumen. Desde el primer momento se decidió que, tras las restricciones y los confinamientos, la vacunación universal sería la solución definitiva. Es inútil considerar los puntos débiles, discutibles o peligrosos de esta campaña. Hoy, ya se acepta que “en dos semanas, dos meses o dos años todos nos infectaremos de covid” y, por tanto, que la convivencia con este virus y sus mutaciones resulta inevitable. Después de las proclamas por la vacunación de toda la humanidad si cada uno de nosotros quería ponerse a salvo, lo que finalmente se persigue es la inmunización de las mayorías privilegiadas de la población del primer mundo –el índice de vacunación de África es del 2%–. Que el Covid-19 no haya sido la primera causa de mortalidad mundial en el año 2020 –como es habitual, mucha más gente ha fallecido por hambre, contaminación del aire, infartos o cánceres– no hace sino reafirmar el discurso oficial: “gracias a las medidas adoptadas, el sacrificio consecuente y la vacunación masiva hemos evitado millones y millones de muertos seguros”.

En cuanto a la conexión directa entre las medidas adoptadas y la política de información, Ángeles Maestro lo explicaba así:

Como corresponde al multimillonario negocio abierto con la compra por parte de los estados de cientos de millones de dosis de vacunas contra el Covid 19, las dos mayores empresas de Fondos de Inversión del mundo, Black Rock y Vanguard son las mayores accionistas de las tres grandes multinacionales farmacéuticas productoras de vacunas: Pfizer, Moderna y Astra Zeneka.

Estos dos gigantescos Fondos son inversores mayoritarios en las principales empresas del Ibex 35 (los principales consorcios empresariales españoles que cotizan en bolsa), incluidos los grandes bancos CaixaBank, Banco Santander y BBVA, quienes a su vez son accionistas de los principales medios de comunicación del Estado español. Entre los dos Fondos son además accionistas mayoritarios del New York Times y de cuatro de los seis grandes grupos que controlan los medios de comunicación en EE.UU. y en buena parte del mundo: Time Warner, Comcast, Disney y News Corp.

En el Estado español ambos fondos de inversión no sólo controlan la producción de información y la creación de opinión a través de estos gigantes de la comunicación, sino que, desde noviembre de 2020, Blackrock y otro gran fondo de inversión, CVC, se convirtieron en los mayores propietarios del Grupo Prisa, incluido El País y la Cadena SER, al comprar su deuda por un valor de más de 1.000 millones de euros.

Además, Blackrock es propietaria de parte importante del accionariado de los principales conglomerados mediáticos del Estado español. Controla directamente parte del accionariado del grupo Atresmedia, propietario de Antena 3 y la Sexta, y del grupo Mediaset, propietario de Cuatro y Telecinco.

Resumiendo,

Es esta fase del capitalismo, con el mayor grado de concentración de capital que ha conocido la historia, la que permite el mayor grado de control social y la que, precisamente no soporta niveles de libertad de expresión que, en su momento, fueron consustanciales a las revoluciones burguesas. Máxima capacidad de control y mínima elasticidad para soportar la contradicción, son indicadores de la falsa libertad que preconizan y de la decadencia del sistema4.

Aunque haya claras diferencias en la situación de los diversos países europeos y americanos, y la gente más preocupada y sensibilizada tenga acceso a informaciones contrastadas, es un hecho que las grandes mayorías se dejan arrastrar por la corriente de la imposición, esperando que la tormenta amaine y que, tras la inundación, las aguas vuelvan a su cauce habitual5.

En “la era de la comunicación” los media locales o globales, aprovechando el aturdimiento y la sumisión de los trabajadores que sustentan el sistema sanitario o la educación pública, se encargan de mantener el máximo grado de alerta, y se hacen diariamente eco de los ejemplos de obediencia.    

Entre las conclusiones que podemos sacar ya de los meses transcurridos está que resulta inútil y sumamente ingenuo seguir reivindicando “un debate público y honesto”.

La brecha

Las brechas raciales, de género, de clase y tantas otras son parte de la convivencia a la que estamos acostumbrados. También reconocemos las medidas que todas las instituciones ecuménicas –desde Iglesias hasta Estados– adoptan para disminuirlas, disfrazarlas u ocultarlas. En una carrera incesante por levantar murallas o cavar trincheras –y también por minimizarlas– la violencia estructural subyace a nuestra organización política, económica o social, y los diversos colectivos – raciales, de género, de clase…– tienden a crear departamentos estancos a salvo para los de su condición. La pregunta ahora es si el Covid-19 está generando una brecha de otra naturaleza, con unas cualidades y consecuencias diversas a las vigentes. 

Un artículo reciente de las antropólogas Stefania Consigliere y Cristina Zavaroni nos pone sobre esa pista6. El artículo arranca con un comentario sobre la novela La ciudad y la ciudad de China Miéville publicada en 2009. La novela se inicia con un crimen y las pesquisas para su esclarecimiento. Pero lo realmente significativo es que dicho crimen se ha producido en una ciudad-Estado llamado Besźel que comparte territorio con otra ciudad-Estado completamente distinto llamado Ul Qoma. De forma que una calle, un edificio o incluso un árbol pueden estar a la vez y simultáneamente en territorio de uno y otro estado. A su vez, ambas ciudades están separadas por una estricta frontera, y cada una tiene su lengua, su cultura y su economía totalmente diferentes. ¿Cómo se sostiene una situación semejante? A través de La Brecha.

Fotograma de la serie «La ciudad y la ciudad» basada en la novela de China Miéville

Una brecha es un delito que se comete en una u otra ciudad cuando alguno de sus habitantes, contrariando un principio y una habilidad en la que han sido educados desde la primera infancia, ven o interactúan con algo o alguien de la otra ciudad. Pero, al mismo tiempo, se llama La Brecha al cuerpo que actúa para castigar o sofocar esos delitos. Como decía, los niños y niñas deben aprender a desver y despercibir lo que ocurre en el otro lado. “Hay lugares donde incluso los árboles aislados están entramados, donde los niños ulqomanos y los niños beszelíes trepan cada uno a un lado del otro y obedecen las instrucciones susurradas de sus respectivos padres para que se desvean. Los niños son fuentes de contagio. El tipo de cosa que expande enfermedades. La epidemiología es una ciencia complicada tanto allí como en casa”7, afirma el narrador hacia la mitad de la novela. Esta desvisión está en la base de la existencia de cada uno de los habitantes de las dos ciudades y todos contribuyen activamente a ellas. Quien ve en lugar de desver, comete una brecha. Cualquiera puede tener un pequeño desliz que es inmediatamente corregido, pero si alguien se empeña en la infracción, se activa entonces La Brecha encargada de mantener el orden.

Aunque los dos Estados dependen de esa extraña formación, ésta no está formada por los cuerpos policiales o militares de ninguno de ellos, sino que vive fuera de la legislación y no consta de forma explícita en ningún lugar. La Brecha “no es nada. Es un lugar común, bastante simple. No tiene embajadas, ni ejército, nada que ver… Si cometes una, te envolverá. La Brecha es un vacío lleno de policías rabiosos”. Dicho de otro modo, “quien comete brecha queda en posesión de La Brecha… Podrán hacerlo desaparecer fácilmente. No se oyen más que rumores de lo que esto significa. Nadie ha escuchado jamás el relato de alguien que hubiese sido apresado por La Brecha y que «hubiera cumplido su condena». O se volvían extremadamente discretos o es que nunca liberaban a nadie”.

Esta ficción extraña (weird fiction) está construida con características tanto de novela fantástica como de novela negra, y permite muchos niveles de lectura. El autor ha afirmado que está en contra de las lecturas alegóricas (una lectura en la que puede quedar claro a qué se refiere realmente la novela), y que le gustan los significados abiertos o diversos. La novela queda, por tanto “sin resolver” y creo que eso le aporta un valor añadido. Pero volvamos a la idea de esa brecha.

Para ello, hay que tener en cuenta otro elemento del mito de origen de las dos ciudades-Estado coexistentes. ¿De dónde proviene su actual fractura? ¿Existió un momento en el que convivían? Nadie lo sabe ni intenta responder a esas preguntas. Sería muy arriesgado, aunque en uno y otro Estado hay pequeñas fracciones “unionistas”, muy marginales y sin ninguna fuerza operativa, duramente controladas y reprimidas por la policía de cada país. En la mitología de estos marginados se habla de un no-lugar llamado Orciny. Se trata de

una especie de protomito interpretado con mucho misterio y encubrimiento… Dijo que Orciny no sólo había estado en alguna parte entre los huecos que quedan entre Ul Qoma y Besźel desde sus fundaciones o su separación, dijo que seguía ahí como una colonia secreta, una ciudad entre ciudades con sus habitantes viviendo a la vista de todos; desvistos –caminando entre las calles sin ser vistos– pero viendo las dos ciudades, conspirando fuera del alcance de La Brecha… Había cuentos populares de renegados que cometen una brecha y eluden a La Brecha para vivir entre las ciudades, como exiliados interiores, escapando de la justicia y del castigo gracias a una consumada ignorancia generalizada acerca de este hecho.

Y para complicar aún más las cosas:

Una vez dijo que toda la historia de Besźel y Ul Qoma era la historia de la guerra ente Orciny y La Brecha… No estoy del todo segura de que La Brecha y Orciny sean enemigos. A lo mejor trabajan juntos. O a lo mejor, al invocarla le has estado cediendo un poder a Orciny durante siglos, mientras se quedan todos ahí sentados diciéndose que es un cuento. Yo creo que Orciny es el nombre con que La Brecha se llama a sí misma.

Al igual que para las antropólogas italianas, éstas son imágenes e ideas que me resultan sugerentes para describir la situación que nos atraviesa: una gran confusión, por un lado; unas fronteras cada vez más rigurosas por otro: La Brecha. Y al hilo de otro de los aspectos de la novela, una repetida queja entre los que cuestionamos la naturaleza y la gestión de esta pandemia: la constatación de que espacios antes divergentes de izquierda y de derecha, resultan unánimes en el discurso aceptado, con pequeñas variantes en cuanto a rigor de las medidas u otros aspectos de gestión. La novela señala lo fundamental que resulta para la supervivencia de cada Estado que cada uno de sus habitantes desvea y desperciba a los del Estado vecino. “Los del «Bloque Nacional» odian a La Brecha, pero eso es como odiar el aire porque si no hay Brecha no hay patria. Los nacionalistas están divididos entre los partidarios del equilibrio de poderes y los «triunfalistas» (éstos últimos creen que la Brecha está protegiendo a Ul Qoma, que es lo único que impide que Besźel tome el control)”.

La violencia implícita de la cultura

Tras comentar lo que concierne a la brecha, Consigliere y Zavaroni hablan de la función de la cultura:

La cultura no es un velo que cubre alguna naturaleza universal, un vestido que podemos ponernos o quitarnos a nuestro antojo, sino la forma misma en que somos moldeados como humanos. La cultura entra en los cuerpos, en las células, en el genoma; da cuerpo a la forma en que percibimos el mundo, estructura nuestros impulsos y nuestras respuestas emocionales, nos hace funcionar de acuerdo con un cierto régimen fisiológico y patológico […]

No es una cuestión de verdadero o falso, o más bien, no es sólo una cuestión de verdadero o falso: todo proceso creador-de-mundo actualiza sus verdades, las hace existir.

El concepto de disvisión es útil aquí para describir lo que sucede en los márgenes de cada mundo construido. Si la empresa cultural es el establecimiento de un mundo a partir de lo que los mitos llaman caos (es decir, un real excesivo, inhabitable porque está demasiado lejos de las limitadas fuerzas humanas), entonces todo mundo humano, para existir, debe tomar decisiones excluyentes: el monoteísmo tiende a hacer desaparecer del horizonte el politeísmo; la monogamia convierte en impracticable la poligamia; el tiempo lineal eclipsa al tiempo cíclico; etc… La calidad de la relación entre lo excluido y lo incluido es quizá el indicador más crucial para valorar la calidad del mundo que sostenemos, con la gran diferencia entre el desprecio y la represión.

Siguiendo el discurso de las antropólogas, los niños que van naciendo son adecuados al mundo de sus mayores. Como en la novela, deben ser educados para desver otros mundos, para rechazarlos considerándolos fantasías pre-individuales o irracionales frente al mundo real. Aun así, cada sociedad acepta espacios y tiempos donde se permite la relajación del desver: en los sueños y su interpretación, en el trance, en la meditación intensiva, en la utilización de las drogas… La función de ciertas terapias no sería otra que la de ensanchar nuestro ver cuando éste nos resulta demasiado angosto y doloroso8. La capacidad de utilizar esos espacios liminares habla del grado de flexibilidad de una sociedad y, en cuanto a las nuestras, se perciben, en las últimas décadas, claras señales de esclerotización: todo viaje es turismo; el arte se despolitiza y, aplicando criterios cada vez más restrictivos de objetividad, desvemos todo lo patológico y siniestro, de manera que, al mismo tiempo, la demanda espectacular de todo ello genera un mercado cada vez más abundante y morboso.

Son necesarias grandes dosis de violencia para mantenernos así. Como alguien ha recordado, si los habitantes del primer mundo nos hiciéramos cargo súbitamente de la cantidad de violencia que exige el mantenimiento de nuestro mundo, si sintiéramos en nuestras carnes el grado de explotación y crueldad infringida para ello, seríamos incapaces de asimilar el impacto. Nos volveríamos locos o moriríamos tras el shock.

Una situación de emergencia colectiva –una guerra, una pandemia…– tiende a romper el equilibrio de la normalidad instaurada hasta el momento. La que emerge con la crisis debería servir para hacernos más conscientes de los pilares en los que se sustenta dicho equilibrio. En este caso, la manera en que se apela a la Ciencia como garante de todas las decisiones y, bajo su paraguas, a unos “criterios sanitarios” únicos e inamovibles, arrojando al infierno de la irracionalidad a cualquiera que cuestione los principios imperantes. Un último extracto del artículo que comentamos:

Todo esto no es sorprendente, pero ciertamente asusta. Porque si hay periodos históricos en los que con mayor persistencia y con absoluta inflexibilidad más se ha practicado la desvisión, son los que coinciden con dictaduras y totalitarismos. Desver cuando por fin se podía ver significa haber introyectado por completo al policía fronterizo, optar por activar uno mismo el sistema para no mirar. Pero, sobre todo, esta maniobra responde a una lógica atroz, quizás incluso más inquietante que la de la explotación con fines de lucro. Se puede resumir con el verso de una canción de Rage Against The Machine: «No hay otra pastilla que tomar, así que trágate la que te enferma». Para muchos de nuestros contemporáneos, las únicas soluciones psíquicamente aceptables para salir de la crisis son aquellas que pertenecen a la misma lógica que provocó el desastre. ¿Estábamos deprimidos por malas relaciones significativas? Pues tendremos que estar completamente solos si queremos salvarnos. ¿Nuestros hijos tenían problemas con la adicción a las pantallas? Basta con permitirles pasar todo el tiempo frente a una pantalla y el problema no vuelve a surgir. ¿Nos preocupaba el gigantismo de los hospitales a expensas de la atención primaria? ¡El covid se trata sólo en el hospital! Y así sucesivamente.

Me temo que la nueva brecha que está creándose no sólo servirá para señalar, marginar y demonizar a un grupo de gente ofreciendo a la mayoría la excusa perfecta para exorcizar sus fantasmas y sus demonios. Una brecha que, poniéndonos a salvo y protegiéndonos de “negacionistas”, “conspiranoicos”, “anti-vacunas” y demás sociópatas, va a provocar que las demarcaciones sociales, políticas y culturales vigentes se vuelvan aún más rígidas, debilitando el precario equilibrio presente.

Cuando la casa se quema

En este rincón de Europa en el que vivo se vende el diario de papel que más ejemplares imprime por habitante de todo el continente9. Es el heredero de un diario de derechas franquista que se metamorfoseó cuando en España sonó la hora de la democracia hace más de cuarenta años. Como es habitual cada lunes, la portada y las principales páginas interiores están dedicadas a la victoria o derrota del equipo de futbol local, así como a la inauguración de la 69 edición del festival de Cine de la ciudad. A un lado, también destacada, la declaración del premier regional: “Hemos logrado el objetivo, es el momento del relanzamiento de Euskadi”. Sin embargo, en un apartado secundario de sus páginas de “sociedad” de ese mismo lunes se destaca un extraño titular: “El planeta se empeña en tirar la toalla contra el cambio climático” haciendo referencia al último de los informes de la ONU sobre el tema: “Este informe no da lugar a dudas. El tiempo se está agotando. Para que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2021 que se celebrará en Glasgow, denominada CP 26, sea un punto de inflexión, todos los países deben comprometerse a alcanzar las cero emisiones netas, a más tardar, en 2050, con el respaldo de estrategias concretas a largo plazo y mejores contribuciones determinadas a nivel nacional en virtud de las cuales se reduzcan, de manera colectiva y a más tardar en 2030, las emisiones mundiales en un 45 % respecto de los niveles de 2010. Necesitamos un avance decisivo que permita proteger a las personas y sus medios de subsistencia. No existe otra alternativa si deseamos crear un futuro más seguro, sostenible y próspero para todos”. Son las palabras de António Guterres, secretario general de la ONU, después de la enumeración de las consecuencias catastróficas e irreversibles del camino que venimos hollando.

El investigador y activista sueco Andreas Malm es uno de los muchos que han analizado los estrechos vínculos entre el covid-19 y la catástrofe climática. Hay que colocar la pandemia en el contexto de dicha catástrofe, pero lo cierto es que la percepción de una y otra son completamente diferentes –y, obviamente, las medidas que los gobernantes (no) toman frente a ellas–. En palabras de Malm:

Ningún jinete del Apocalipsis cabalga solo, las plagas no se presentan en singular. Parece que nos esperan úlceras, tormentas, pestes, ríos hediondos, peces y ranas muertas en nuestras artesas. Cuando escribo estas líneas, en la primavera de 2020, el numero de casos registrados en la pandemia del coronavirus está a punto de superar la cota del millón, ya hay casi cincuenta mil fallecidos y nadie sabe cómo acabará esta historia. […] Si cobramos algunos de los cheques extendidos a la imaginación, podemos visualizar un planeta febril habitado con gente con fiebre: al calentamiento global se sumarán las pandemias; en Bombay, por ejemplo, los suburbios quedarán sumergidos bajo el mar mientras la gente muere de neumonía. Desde el barrio chabolista de Dharavi acaban de informar de su primer caso de coronavirus. Allí viven hacinadas un millón de personas con mínimo acceso a instalaciones sanitarias, y las marejadas ciclónicas que inundan el barrio son cada año más altas. Habrá campos de refugiados donde los patógenos entren en los cuerpos apiñados como el cuchillo en la mantequilla. Hará demasiado calor y habrá demasiados contagios para poner un pie en la calle; los campos se resquebrajarán bajo el sol y nadie podrá ocuparse de ellos10.

Pero lo cierto es que Bombay queda demasiado lejos de nuestro campo de percepción, aunque, también cuando se escribían esas líneas, las autoridades proclamaban que la salida de la crisis sería la vacunación universal, para olvidarnos, pocos meses después, de aquellas certezas.

Tras una seria lectura de la situación, Malm explica que la única respuesta realista a la catástrofe sería el establecimiento de una “economía de guerra”. Más concretamente, un “comunismo de guerra”, inspirándose en las medidas que el gobierno bolchevique adoptó hace cien años. Hace mucho que los expertos parecen tener claras las medidas que urgentemente habría que adoptar –el informe del club de Roma sobre los límites del crecimiento data de 1972–; lo que no existe es la capacidad social y políticamente organizada para implementarlas. Un ejemplo más de ello es el reciente manifiesto de un numeroso grupo de académicos españoles publicado el pasado verano bajo el título “Plan de choque para una urgente reconstrucción de la resiliencia ecosocial en el Estado Español”. Se trata de un listado de medidas urgentes en economía, energía, fiscalidad, finanzas, hábitat, industria, trabajo, movilidad, agricultura, educación y cultura, democracia, ecología y resiliencia, y política internacional. Enunciadas de forma sumaria, pueden parecer aceptables para el sentido común. Pero basta pararse un poco en las veintiocho medidas que ahí se proponen para concluir que seis de ellas son atentados directos del derecho sagrado de propiedad privada; catorce, ataques contra los principios económicos liberales; otros tantos, contra los considerados dogmas políticos fundamentales de nuestra civilización… Es decir, que apenas esconden una propuesta bastante parecida al “comunismo de guerra” que propone Malm. Un partido político que se presentara hoy en Europa a unas elecciones con un programa semejante no lograría un solo diputado.

Lo que más bien parecemos ansiar es esa vuelta a una normalidad que quedó súbitamente en suspenso. Seguimos consumiendo el suero intravenoso de la mezcla de estimulantes y narcóticos que nos inoculan los medios de comunicación de masas, reservándonos el derecho a la queja por este o aquel abuso. Mucha gente ha sido golpeada por la última crisis: con la muerte y la enfermedad, pero también con la presión para vivir situaciones que nunca imaginó: las relacionadas con el confinamiento, con el empeoramiento de las condiciones de trabajo, con el deterioro de las relaciones… las heridas abiertas y sus cicatrices quedarán ahí, pero no somos pocos los que sentimos que la naturaleza de la crisis marca un cambio cualitativo que la “nueva normalidad” no pretende sino consolidar. Contra lo que los voceros del poder anuncian para este nuevo curso (“ya ha pasado, o casi ha pasado; lo que perdimos lo recuperaremos con creces”), lo que ha emergido con la pandemia no es una más de las diversas crisis que nos ha tocado vivir. Por el contrario, muchos tenemos la impresión de un incendio, de que la casa se quema. Y, junto a esa impresión, nos envuelve una dolorosa sensación de exilio interior.

La situación nos ha trastocado por muchos motivos, pero, más allá de las particularidades, podríamos destacar que, si aún para alguno no estaba claro, “salud” y “enfermedad”, se han convertido en cuestiones políticas de primer orden. Y no me refiero tanto a su gestión –la gestión de la pandemia, la gestión de la sanidad pública o privada–, sino a que la politización de las cuestiones más íntimas y vitales –la vida, la enfermedad, la muerte…– nos ha atrapado fuera de juego, sin unas mínimas herramientas de dilucidación. Y los cimientos de nuestro edificio-mundo tiemblan y, lo que para muchos parecía sólido, se resquebraja. De ese aturdimiento se alimenta también el ansia por la normalidad: “dejemos a un lado la política ante una emergencia sanitaria” se afirma con los dientes apretados. O, “ante una emergencia nacional, es el momento de dejar a un lado los partidismos”. 

Cuando la casa se quema es el título de uno de los numerosos artículos que Giorgio Agamben ha publicado durante la pandemia. Aunque discutido, el que era respetado por muchos por la hondura de sus trabajos filosóficos se ha convertido, a partir de su polémico La invención de una epidemia de febrero de 2020, en un apestado. Sin embargo, pocos como él han observado el panorama que se estaba desplegando y reflejado el ánimo y la disposición de muchos en el citado Cuando la casa se quema:

¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918, ocurrió algo en Europa que arrojó a las llamas y a la locura todo lo que parecía permanecer íntegro y vivo; luego otra vez, treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas visible bajo las cenizas. Pero quizá el incendio ya había comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué permanecía de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes. Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, qué perdimos, a qué escombros –o a qué impostura– nos aferramos. […]

Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento. […]

La ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios o un nuevo cielo –sólo prohibiciones, expertos y médicos–. Pánico y vileza.

¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociera ni orden ni ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino que se sostiene realmente en el principio –incluso antes de él?

Una cultura que se siente al final, sin vida ya, trata de gobernar como puede su ruina a través de un estado de excepción permanente. La movilización total en la que Jünger veía el carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta perspectiva. Los hombres deben ser movilizados, deben sentirse en todo momento en una condición de emergencia, regulada en el más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirla. Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos unos de otros. […]

Es como si el poder intentara a toda costa asir la nuda vida que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiales, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino escurrirse de él, porque es por definición inasible. Gobernar la nuda vida es la locura de nuestro tiempo. Hombres reducidos a su pura existencia biológica ya no son humanos, gobierno de los hombres y gobierno de las cosas coinciden.

Pensamientos oscuros, desesperanzados, sin duda, pero que no tienen por qué conducirnos a la desesperación. Para los nacidos en los rescoldos de las llamas de Europa, lo que ha terminado por estallar en los últimos meses es cierta burbuja narcótica creada en las últimas décadas. Ahora nos encontramos algo más cerca de la sensación de tantos seres humanos del resto de los continentes, y somos empujados a decidir, junto con ellos, cuál es el lugar que dignamente nos corresponde ocupar.

Refiriéndose a Italia, pero generalizable a muchos otros países, esta es la propuesta de Agamben en su último post del 17 de septiembre:

Italia, como laboratorio político de Occidente, en el que las estrategias de las potencias dominantes se elaboran de antemano en su forma extrema, es hoy un país humana y políticamente en mal estado, en el que una tiranía decidida y sin escrúpulos se ha aliado con una masa. Atrapada en las garras de un terror pseudorreligioso, se halla dispuesta a sacrificar no sólo lo que alguna vez se llamaron libertades constitucionales, sino incluso todo el calor de las relaciones humanas. De hecho, creer que el pase sanitario significa volver a la normalidad es realmente ingenuo. Así como ya se está imponiendo una tercera vacuna, se impondrán nuevas y se declararán nuevas situaciones de emergencia y nuevas zonas rojas siempre que el gobierno y los poderes que expresa lo consideren útil. Y aquellos que imprudentemente han obedecido serán los primeros en pagar su precio.

En estas condiciones, sin dejar de lado todos los instrumentos posibles de resistencia inmediata, los disidentes deben pensar en crear algo así como una sociedad en la sociedad, una comunidad de amigos y vecinos dentro de la sociedad de la enemistad y la distancia. Las formas de esta nueva clandestinidad, que deberá hacerse lo más autónoma posible de las instituciones, será experimentada, y ponderada de vez en cuando, pero sólo ellas podrán garantizar la supervivencia humana en un mundo que se ha consagrado a una autodestrucción más o menos consciente.

Los altavoces que antes gritaban en cárceles o campos no dejan de resultar atronadores hoy desde el silencio de las pantallas e irrumpen con la misma violencia en la intimidad de todos proclamando el estado de alerta primero, y ahora, la vuelta a la normalidad. Pero en pocos días o algunas semanas las noticias y las órdenes pueden contradecirse sin que parezca que nos importe o nos afecte. Lo que un mínimo realismo nos conduce a esperar es a que las crisis pandémicas, las crisis ecológicas, las crisis económicas y sociales no hagan sino intensificarse en adelante. Y las brechas que han ido apareciendo en nuestros mundos no hagan sino acrecentarse. No es momento para ensoñaciones ni para la desesperanza.




TAI CHI CHUAN EN ESTA PANDEMIA

El curso 2019-20 de Tai Chi Chuan Eskola acabó como sabemos: suspensión de clases en la escuela con el confinamiento de marzo, vuelta a la práctica sin contacto en el parque en mayo, y el encuentro de fin de curso en este solsticio de verano.

El encuentro resultó especial porque muchos nos veíamos por primera vez en tres meses, y cada un@ arrastraba la carga de lo vivido. Fue hermoso y sanador para tod@s. Quiero resumir aquí lo que intenté explicar el último día de ese encuentro, pensando también en los que no pudieron acudir y se preguntan cómo afrontaremos el próximo curso.

El proyecto de Tai Chi Chuan Eskola ha estado presente entre todas las reflexiones que me han atravesado durante los meses pasados. Cada un@ miramos y sentimos desde nuestra circunstancia más particular, y yo aproveché para volver a realizar un balance más global: si algo está cambiado irreversiblemente para tod@s, ¿cómo afectará a la práctica que ha ido evolucionando y materializándose en más de tres décadas? Aunque en la crisis global este asunto puede resultar nimio, no lo es para mí ni para algun@s de vosotr@s. La pregunta que hay que responder cae por su peso: ¿nos adaptaremos lo mejor posible a las normas impuestas o plantearemos alguna otra alternativa? Como ya he tratado de explicar en otros lugares, mi impresión es que no estamos ante una crisis pasajera más, sino que esta crisis marca un límite, incluso un cambio de época. La palabra “apocalipsis” no me parece inadecuada para este momento[1].

“Apocalipsis” es súbito final de los tiempos, pero significa también “revelación”: un momento en que lo que estuviera oculto o enmascarado se revela y muestra su verdadera naturaleza. En nuestro caso, ¿qué es lo que se revela en relación al proyecto de TCCeskola?

ÉXITO Y FRACASO DE UN FENÓMENO GENERACIONAL

Tras más de tres décadas de dedicación profesional, hay una evidencia significativa: mis alumn@s han ido envejeciendo conmigo. Entre los cientos que han ido pasando por las clases y los cursos, las personas han ido cambiando, pero la edad media ha sido siempre cercana a la mía –de cinco a diez años, por arriba o por abajo–; apenas gente claramente más joven, a diferencia de lo ocurrido en otras actividades paralelas como el yoga, la danza, diversas artes marciales, etc. Entre nosotr@s no se ha producido un verdadero “recambio generacional”. Esto me lleva a concluir que se trata de un “fenómeno generacional”.

Somos algun@s de l@s hij@s de la última generación que vivió las guerras y postguerras europeas y que, con trabajo y habilidad, se abrieron camino a lo largo de varias “décadas de progreso”. Algun@s veníamos de una transición combativa que nos condujo a una larga etapa de “apertura de oportunidades”: estudios y trabajos universitarios, abundantes plazas de funcionarios, servicios públicos aceptables, viajes… Entre aquella gente, algun@s nos abrimos a experiencias inconcebibles para nuestros mayores pero, ante todo, tuvimos la suficiente conciencia y sensibilidad para saber que debíamos cuidarnos; que la herencia recibida estaba marcada también por profundas heridas que debían ser sanadas si no queríamos continuar reproduciendo patrones generadores de mucho sufrimiento estéril. La nuestra, a diferencia de la de nuestros padres-madres, fue una “generación terapeutizada”; una generación que ponía condiciones a la vida: “no a cualquier precio” podría ser la consigna que guió nuestras decisiones en ámbitos tan cruciales como el trabajo, la familia, las relaciones…

Prosperidad y terapia pues y, con ello, el despliegue de un amplio mercado: un listado interminable de formas de autocuidado y ayuda. El taichi entró en esta oferta y demanda de servicios terapéuticos y experiencias que no ha dejado de crecer y evolucionar en las últimas décadas. Las prácticas orientales formaron parte de esta oleada que –no lo olvidemos– nos llegó casi siempre tras pasar el filtro “occidental”: el de las modas y corrientes que se desarrollaban en Norteamérica. Aunque quedáramos seducidos por historias de “maestros y discípulos en procesos de despertar”, lo que se impuso fue un modelo mercantil. Por utilizar un ejemplo simple: la leche a la que se accedía en contacto directo con algún ganadero cuando nuestros abuelos, con nuestros padres pasó a las tiendas en sus dos variables (“leche del día” y “leche de larga duración”). Progresivamente la leche fue ocupando una sección completa de cualquier supermercado: además de las varias descremadas, las enriquecidas con todo tipo de productos; las vegetales… hay que ser un experto en dietética y marketing para acertar con la que nos conviene.

Entre las decenas de propuestas de taichi, nuestra escuela se creó “en el momento oportuno” y tuvo un gran éxito: en su apogeo, fueron necesarias listas de espera y recurrimos a otros locales. Decenas de alumn@s entusiastas querían convertirse en profesor@s. Organicé cuatro promociones de formación en las que también había listas de espera y un intento de federación de diversas escuelas a nivel estatal. Un gran éxito; un verdadero fracaso.

Quizá una de las claves de este fracaso reside en que siempre recelé del éxito comercial, y puse mucho énfasis en la cuestión de la “traducción”. ¿Qué buscamos y qué encontramos en la práctica del taichi, el qi gong, etc.? ¿Cuáles son sus límites y potencialidades? ¿Qué tipos de dinámicas individuales y grupales deberían promoverse para que estas preguntas puedan plantearse y responderse en los procesos que cada un@ vive de manera particular?

Lo que para mí era irrenunciable se ha encontrado con una resistencia insuperable en la inmensa mayoría de mis compañer@s profesionales o que querían profesionalizarse; siempre ha sido recibido como una impertinencia que, finalmente, ha conducido a la ruptura. En la escuela, siempre colaboré con vari@s profesor@s que antes habían sido alumn@s; tras la formación, que tenía como objeto establecer unas bases (“Instructor de divulgación” era el título que otorgaba), la posibilidad de continuar trabajando en equipo entre los que se dedicaban profesionalmente a la enseñanza resultó imposible; cuando planteamos la colaboración con otras escuelas, los intentos de formular unas bases comunes fracasó: “¿Que hay que explicar lo que el taichi es? ¡Qué planteamiento tan absurdo!”

Siempre he opinado que si no se hacía un serio trabajo en este sentido, el taichi pasaría como una moda más y se desvanecería en manos de oportunistas y mercaderes. Por otro lado, los que se oponían a mis planteamientos se han sentido legitimados por el ejemplo de los “maestros chinos” que, en su mayoría, se han ido desplegando por Occidente más preocupados por sus negocios que por una posible transmisión[2].

Todo esto no ha impedido que el esquema para una práctica trasmitido por Tew en los finales 80 se haya ido desplegando y matizando de forma satisfactoria[3].

“CONSTRUIR UN LABORATORIO”

Con este título resumí mi proyecto en un texto de hace siete años[4]. Para entonces, el proyecto había madurado y podía ser formulado con suficiente claridad. Podemos resumirlo en cuatro principios:

  1. El Tai Chi Chuan debe ser entendido, en primer lugar, como “trabajo corporal”.
  2. La particularidad de este trabajo reside en el lenguaje que elige para su experimentación, un lenguaje marcial: la gestión de una expresión de la gestualidad agresiva, natural al cuerpo humano, sin que ésta revierta en dinámicas de poder destructivas.
  3. El contacto marcial, por tanto, se coloca en el centro de la práctica: no nos reducimos a una relación imaginaria o ritual, como ocurre en tantas disciplinas de origen marcial, entre las que el taichi ocupa un lugar paradigmático.
  4. Entre el conjunto de enfoques –salud, marcialidad…–, definimos el nuestro como un “enfoque meditativo”.

Aunque estos puntos fueron ya mejor o peor desarrollados para 2008 en Levantar la mirada, intentaré matizarlos sumariamente:

“Trabajar con el cuerpo” es considerar el descenso, la encarnación, como una tarea “higiénica” básica para compensar nuestra tendencia natural a la hipertrofia de lo que nos caracteriza como humanos: el sentimiento y, más aún la mente[5]. No oponemos lo uno a lo otro; no pretendemos que “nuestra verdadera naturaleza reside en el cuerpo” y que la mente ha de ser “neutralizada”, etc. Al contrario, pretendemos cultivar un equilibrio siempre problemático –si no imposible– para que nuestro ser más humano no resulte sistemáticamente saboteado por los “bajos impulsos”, tan habitualmente reprimidos o mal gestionados.

En cuanto al potencial “agresivo” (los puntos 2 y 3), es lo que diferencia esta práctica de cualquier otra centrada en el cuerpo que puede asumir el punto anterior.  Sabemos que agredire, etimológicamente, significa “entrar en contacto”. Así, el centro de nuestra práctica gravita en la exploración de la naturaleza agresiva de habitar un cuerpo con otr@s: una exploración del espacio vital y de su posible invasión, así como de las interacciones que esto genera en el contacto con diversas personas con las que exploramos esta dimensión. No nos interesa la práctica “gimnástica” sin contacto, por muy interesante y sofisticada que pueda resultar, que se realiza en la inmensa mayoría de los acercamientos al taichi, a partir de su conversión en “gimnasia de masas” en la China maoísta y su posterior exportación a Occidente. Sin esa dimensión de contacto físico, el taichi se diluye y pierde su raíz y su fundamento.

Por último, el enfoque meditativo es el que delimita y sitúa con mayor claridad todo el resto. Significa que una y otra vez volvemos al punto de partida: el cuerpo y su interacción con el resto de nuestras dimensiones humanas compartidas con el prójimo. También que ni el taichi ni ninguna otra disciplina son un bien en sí mismas; menos aún una panacea para atajar nuestra inadaptación constitutiva. Frente a la actitud exhibicionista de tantos expertos, pensamos que el virtuosismo resulta más bien un obstáculo; y que las promesas de “salud perfecta”, “eterna juventud” e inmortalidad son delirios que tenemos que descartar rotundamente. Separar los “beneficios para la salud” de los “aspectos marciales”, así como de las “prácticas energéticas o meditativas” expresa una confusión muchas veces interesada, propia de comerciantes. En el taichi, es justamente la gestión de lo agresivo y la marcialidad la que desarrolla los “aspectos terapéuticos” y su potencial de compresión meditativa.

DE LA POLARIDAD A LO CONTRARIO

Taiji-taichi es el nombre que recibe el principio universal de la polaridad expresado en el conocido símbolo (el yin y el yang en un círculo) , un principio presente y cultivado en todas las artes tradicionales chinas. Según este principio, todo es el yin de algún yang y viceversa: algo que resume también el principio de la analogía, lo que rige el funcionamiento de la mayoría de nuestras operaciones mentales comunes. Lo que percibimos lo “situamos” en base a metáforas y metonimias. Pero eso no significa que dicha operación sirva siempre y, menos aún, que pueda erigirse en criterio moral. Lo que es útil para la vida ordinaria no sirve para el análisis científico o filosófico que debe ser riguroso en la distinción de categorías; en la ordenación de posibles causas y efectos; en la deducción y la consideración de las leyes que rigen la naturaleza y el orden o el caos del universo.

En cuanto a la ética o la moralidad, adoptar este principio como rector de comportamiento, puede conducirnos al relativismo más interesado, de forma que todo y cualquier comportamiento quedan justificados. Descendiendo al terreno del taichi como “producto de consumo”, es habitual alabarlo porque “nos sirve”. Los problemas surgen cuando nos planteamos “para qué”.

Cuando me topo con los artículos o reportajes publicitarios que cada poco aparecen en algún medio de comunicación, suelo tender a pensar que, justamente, se trata de “lo contrario”[6]. Pero “lo contrario” tiene mala prensa en nuestra generación: nos recuerda demasiado a preceptos autoritarios, a imposición represiva, a “moralidad judeo-cristiana”… somos alérgicos a los límites; quisiéramos vivir –y de hecho lo conseguimos en alguna medida– una adolescencia perpetua. ¿Qué significa lo contrario? ¿El día y la noche?, ¿lo que tensa y lo que relaja?, ¿lo masculino y lo femenino?… La lista es interminable, como el yin y el yang. Lo contrario, sin embargo, es lo que ante una elección moral, nos hace descartar una de las dos opciones por incompatible con la que consideramos adecuada. Considerar el taichi como un “bien en sí” es incompatible con el enfoque meditativo que propongo, lo mismo que considerar que la meditación es un medio para cultivar la “calma mental” es incompatible con la meditación tal como ha sido concebida por las personas que la han cultivado seriamente, a pesar de los apologistas.

Un laboratorio es el lugar donde menos cabe el “todo vale”. Se caracteriza, justamente, porque aísla un determinado conjunto de variables para experimentar con ellas en un marco delimitado e intentar deducir alguna conclusión. No hace falta insistir en que, a día de hoy, la mayoría de las ofertas de taichichuan (y de qi gong, o de meditación) son lo contrario de los cuatro principios que he formulado sumariamente más arriba.

POLITIZAR LA PRÁCTICA EN LA SITUACIÓN PANDÉMICA

Llegados a este punto, la política –en boca de todos y tan bajo sospecha– me parece el término que hay que recuperar. Pero no me refiero al uso corriente de este término, ése del que usan y abusan sus profesionales; contables y administradores de cierto espacio de poder o de su “puesta en escena” de la que parecen disfrutar. Hablo del proceso de politización que implica vivir en sociedad. Cualquier propuesta dirigida a otros, sea comercial, terapéutica, educativa o de cualquier tipo, que pretenda ser “apolítica” está haciendo su propia declaración política: su alineamiento con el statu quo o el encubrimiento de la red de intereses en la que, inevitablemente, participamos.

Asumiendo que formamos parte de la minoría privilegiada, en el supuesto de que impugnemos el orden establecido como radicalmente injusto y alentador de sufrimiento y muerte gratuitas y en gran medida evitables, la primera condición que deberíamos ponernos sería la de rechazar la tentación del victimismo. Esta es la primera razón por la que descartamos las interpretaciones conspirativas de la pandemia, así como de otras desgracias que nos asolan. No se trata aquí de “objetividad”; de que haya intereses ocultos alentando “el virus del pánico” para salir fortalecidos de ésta o de otras guerras. Aunque tratemos de contrastar informaciones y opiniones, y debamos decidir nuestra dosis particular de obediencia o rebeldía, se trataría, en primer lugar, de abandonar ese lugar que nos convierte en seres impotentes o resentidos. El lugar que más radicalmente atenta contra la dignidad humana: su núcleo irreductible, aquél que algunos seres humanos han demostrado ser capaces de sostener incluso en la peor de las circunstancias.

Cuando hablo de “politización” me refiero al reconocimiento activo de un límite con el que ahora mismo estamos chocando[7]. No hablo de tomas de posición “ideológicas” sino existenciales: un@ no elige su familia, su clase social, el lugar o la lengua en la que nace… pero es empujado por la vida a tomar partido una y otra vez. A esta politización me refiero. Y si es cierto que actualmente vivimos una situación apocalíptica, dicha politización resulta ineludible. ¿Qué significa esto en el marco que estamos considerando?

He dicho que un@ choca con un límite. Nuestra propuesta trata de crear un ámbito protegido para experimentar con el propio espacio y su energía en relación con cuerpos y situaciones concretas de compañer@s que asumen participar en dicha experimentación, en un entorno físico determinado. Una de las cuestiones más inquietantes que la pandemia del covid 19 ha traído a un primer plano es precisamente la gestión de la distancia y el contacto físicos. Lo que era “normal” se vuelve problemático; los códigos asumidos se cuestionan de raíz… hasta el extremo que la persona que no considera justa o aceptable la norma impuesta es señalada como cómplice del Mal; responsable en la propagación de lo que causará la enfermedad o la muerte de otros. Dicha nueva norma(lidad) impone la distancia física hasta la mascarilla, y prohíbe cualquier contacto físico[8]. Resulta incompatible con el proyecto del que estoy hablando.

Pondré un ejemplo, extremo quizá: si una mujer decidiera hoy quitarse el burka en Afganistán o, en el entorno y la época de mi madre, que ella comprarse un bañador y fuera a darse con él un baño en el mar, realizaría un gesto político de alto riesgo. Ignorar la norma de “distancia social” requerirá entre nosotros, a partir de ahora, un riesgo que nadie debería tomar frívolamente, sin sopesar sus posibles consecuencias. Y será un gesto político.

He oído de gimnasios donde la gente vuelve a sus clases de judo o de jiu-jitsu; de kenpo, de wing tsun o de aikido… sin contacto. Es como nadar sin agua, hacer equitación sin caballo, hacer el amor con una pantalla de ordenador. ¿No es el triunfo de la era digital donde lo virtual sustituye a lo carnal superando de una vez todas sus servidumbres? El fin de los riesgos, el fin del ser humano mortal.

Mi objeción a esta norma es radical, y la asumiré con las consecuencias que puedan depararme.

 

[1] Me remito a un artículo de Luca Paltrinieri que tradujimos del italiano Ensayo general para un apocalipsis diferenciado y a su continuación: Distanciamiento social.

[2] Estoy resumiendo en pocas frases procesos complejos que se han ido clarificando a base de experiencia y reflexión compartidas. La última anécdota en este sentido clarificadora puede ser la conversación imposible con Yuan Limin en 2018.

[3] El libro de Tew Bunnag The art of T’ai Chi Ch’uan, Meditation in Movement, de 1988, que no ha dejado de reeditarse en castellano desde entonces, resumen este esquema.

[4] Construir un laboratorio.

[5] Abundo en esta cuestión en la introducción a los tutoriales que preparé para el confinamiento.

[6] Neurociencia para el bienestar (en casa) es el título del último con el que he dado en el confinamiento. He comentado alguno ya.

[7] El antes mencionado artículo de Paltrinieri Distanciamiento social abunda en esta cuestión.

[8] La mascarilla, nuestra nueva frontera.




Pensar en pandemia, 3. CONFINAMIENTO: EFECTOS COLATERALES

(Este artículo se publicó en El Salto del 7 de abril de 2020: https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/confinamiento-efectos-colaterales-juan-gorostidi)

Tras tres semanas de confinamiento –en Italia cinco, en Wuhan once– comienza a cristalizar en muchos la impresión de que esta experiencia compartida –pero no común; cada uno la vive en condiciones y desde bagajes bien diferentes– marcará época. Quiero decir que al haberla vivido en pandemia –“todos afectados”–, y haber sido la primera experiencia socialmente traumática para los que ahora tienen entre 20 y 40 años (una franja de edad demasiado amplia, comparada con lo que eran las generaciones en el siglo XX), en adelante se referirán a ella como un antes y un después; una prueba impuesta –no elegida, este es el dato determinante– que cambió las implícitas reglas de juego, que desbarató alianzas y “contratos sociales”, complicidades aparentemente sólidas; que deslindó territorios que quedarán como surcos indelebles; arrugas y muecas que costará interpretar a los que vengan después.

Cada generación ha vivido pasajes así: las verdaderas pruebas de realidad para ideales e ilusiones que se llevan por delante a muchos. Y los sobrevivientes no pueden evitar cierta sensación de “salvados de naufragio” con pérdidas irreparables. Para nuestros padres fue la guerra; para nosotros los años del fin del franquismo y la “transición”; para los que tenían cinco o seis años menos, la pandemia de la heroína… Después vino la caída del muro –¿qué fue aquello para los habitantes de Berlín Oriental, para los chechenos, para los habitantes de la antigua Yugoslavia…?–, la entrada en el nuevo siglo con el 11S y el 11M, etc. Algunos de los que ahora tienen alrededor de 40 pretenden que el 15M del 2011 fue su experiencia iniciática, pero esa insistencia me ha parecido a menudo sospechosa, forzada por quienes querían reivindicar su propio “mayo francés; checo; mexicano…”. No, me temo que éste es su verdadero mayo… y no tiene nada de glorioso –tampoco aquellos lo fueron tanto como muchos han pretendido a posteriori.

En el confinamiento se produce un parón: “la economía entra en hibernación” dicen los titulares. Pero, en realidad, es el espacio el que realmente se achica, como para los que tienen la experiencia del presidio, quienes vivieron impuestos confinamientos cuarteleros: experiencias que marcan un antes y un después, y que permiten cierto reconocimiento para los que las compartieron. Nadie las eligió –insisto en que esta característica es fundamental–. Dicen que el tiempo se detiene pero, en realidad, es el espacio el que se restringe y, por su efecto, el tiempo se dilata. He ahí la clave: esa vivencia del tiempo extenso que nos saca de la corriente de la vida cotidiana. Es una experiencia fundamental para los monjes, o para los que realizan retiros intensivos de meditación, por ejemplo: las actividades –los estímulos– se reducen ahí de forma drástica (no se habla, se renuncia a las conexiones audiovisuales o digitales, se sigue una rígida disciplina en horarios y “aburrimiento” de interminables sentadas sin hacer nada más que cultivar una atención que choca contra el muro de una mente-cuerpo indignados, sublevados ante semejante atropello…). Claro que uno puede adaptarse a ese ritmo hasta convertirlo en la nueva rutina –la rutina de la cárcel, la rutina del convento, más alienante aún que la de la calle– neutralizando así los potenciales de distorsión o de transformación de dichas disciplinas… pero ése es otro asunto.

Si no nos es posible vivir el confinamiento como “el tigre que cabalgamos”, puede resultar una experiencia muy amarga. Comentamos ya entre nosotros de los ataque de ansiedad, de las depresiones explícitas o latentes, de la caída de algunas máscaras en una convivencia demasiado intensa… asuntos que dejarán heridas indelebles. Las consultas psiquiátricas se colapsarán; los psicólogos no darán abasto, el consumo de drogas legales e ilegales se disparará… Aunque dicen que la violencia machista ha disminuido en datos de agresiones –hay una presión para la contención a cualquier precio–, todos contenemos la respiración ante la subida de la presión y el peligro de explosión. Y esto en los países ricos. ¿Qué rastro dejará en lugares donde los cadáveres se abandonan en las calles, donde la policía o el ejército intervendrán para tratar de evitar saqueos de una población acosada por el hambre, donde la guerra social será explícita con declaraciones de “estado de sitio” –“¡disparad contra los que no acaten las órdenes!, brama Durerte”?

En el mejor de los casos, una sensación de irrealidad se irá apoderando de la gente y, cuando las autoridades permitan aflojar el confinamiento, una impresión de tierra quemada nos atravesará. Saldremos a la calle como zombis, obligados quizá a usar guantes y mascarillas, mirándonos como de vuelta de experiencias inconfesables –quizá porque no hubo ninguna experiencia, sólo un aturdimiento tan vacío como amargo.

Una de las noticias para mí más significativas e inquietantes de estas semanas se produjo cuando los medios de comunicación de Euskadi hicieron públicos los datos de su encuesta focus, realizada en medio de la primera semana de confinamiento. En ella, como es habitual, se preguntaba a la gente sobre cómo vivían su presente y como preveían el futuro; sobre sus temores y expectativas. Y he ahí el dato: la franja de edad que más temía el contagio por el virus era la de los jóvenes: hasta un 93% estaba muy asustada, más que la de cualquier otro grupo de edad, aunque ellos fueran los menos vulnerables. No estaban tan asustados por el futuro, por la economía, etc. sino por la posible infección vírica –por supuesto, esta encuesta no se hizo a franjas sociales invisibles: emigrantes sin papeles o en situación muy precaria, etc.–. La gente que, por primera vez en su vida, se sentía abocada a un encierro no deseado frente a un “enemigo invisible” comenzaba a entrar en pánico –y era en la primera semana del confinamiento–. La pregunta me resultó inevitable: “¿Estaría esta población –no solamente los jóvenes– dispuesta a renunciar a diversos grados de libertad  si ése fuera el precio a pagar para conjurar la amenaza vírica –control estatal de variables vitales; de movimientos, de contactos, etc.–, siguiendo los modelos asiáticos como en parte el chino o el coreano del sur?” La respuesta no me deja lugar a dudas, y por eso las autoridades ya hacen ajustes legales –aquí, a diferencia de los países asiáticos, hay leyes de privacidad de datos– para que cada vez más medidas de control social se impongan en nombre de la seguridad. “Los datos son el nuevo capital”, escuchábamos, y los gigantes de la recopilación y control de datos –Google, Facebook, Microsoft…– hace mucho que cotizaban al alta. La paradoja macabra es que hoy se reivindica a Bill Gates como al profeta que ya hace cinco años predijo la pandemia y denunció la falta de previsión de los gobiernos para prepararse a lo que se avecinaba; y creó la mayor fundación privada para la investigación sobre la vacuna. Huelga decir que las principales farmacéuticas se han apresurado a hacer donaciones a las “fundaciones altruistas” de Gates. Los siguientes capítulos de esta historia no son difíciles de predecir.

Estamos aturdidos por este golpe de realidad pandémica. A pesar de las declaraciones piadosas de intelectuales, clérigos o políticos bajo sospecha, nada nos hace pensar que saldremos de ésta fortalecidos y solidarios. Más bien será el aturdimiento el que se imponga, y los impulsos más oscuros del “sálvese quien pueda”. Por supuesto que habrá excepciones. Las pequeñas redes comunitarias se reforzarán como una necesidad vital; la amistad se habrá puesto a prueba y, para algunos, saldrá fortalecida. Caerán antiguos frentes y surgirán nuevas vinculaciones. El pasaje a la madurez de muchos jóvenes resultará ya insoslayable.

(Las fotografías son de Francesca Woodman)




Pensar en pandemia, 2. POR QUÉ HARARI NO TIENE RAZÓN (AUNQUE ESTUVIERA CARGADO DE ELLA)

Este artículo fue publicado en la revista Rebelión el 25/03/2020:

Por qué Harari no tiene razón (aunque estuviera cargado de ella)

Yo también leí Sapiens y quedé sorprendido… de la forma en que el formato best seller puede ser aplicado a la divulgación académica: una narración sin escollos y fácil de seguir; una simplificación de los personajes y las situaciones de forma en que el bien y el mal puedan ser fácil y consoladoramente diferenciables y, por último, un optimismo a toda prueba: “No debemos cegarnos” nos dice constantemente, “la humanidad en su conjunto se encuentra mejor que nunca, y todo indica que con unos pocos ajustes técnicos, podrá realizar al fin su sueño de construir un Cielo sobre la Tierra”. 15 millones de ejemplares vendidos en traducciones a 45 idiomas atestiguan el éxito de la fórmula.

¡Cuánto nos gustaría estar de acuerdo con él! Pero la realidad –o, más bien lo Real[1]– es recalcitrante, y dibuja un panorama distinto.

No voy a entrar aquí en una discusión con las tesis de Harari en sus famosos libros –o más bien con las trampas que se hace para que sus datos y pronósticos cuadren–, sólo apuntaré hacia un par de asuntos relevantes a partir de una entrevista reciente. Denuncia, cargado de razón que “en los últimos años, políticos irresponsables han socavado deliberadamente la confianza en la ciencia y en la cooperación internacional. Ahora estamos pagando el precio. No hay ningún adulto en la habitación”. Esta última frase no deja de ser significativa: el deslizamiento hacia la psicología que todos realizamos (“los políticos o los militares son unos críos que juegan con armas capaces de destruir el planeta”; son “monos con pistolas”, etc.). ¿Y si esos dirigentes no fueran “irresponsables” –o “inmaduros”– sino perfectamente conscientes de sus opciones y decisiones en base a los intereses que representan y defienden, dispuestos a morir matando si alguien se opone resueltamente a sus políticas?

A continuación, Harari nos propone su plan en cinco puntos aplicado a la pandemia del coronavirus: (1) “compartir información fiable”, (2) “coordinar la producción mundial y la distribución equitativa de equipo médico esencial”, (3) que “los países menos afectados envíen médicos, enfermeras y expertos a los países más afectados”, (4) “crear una red de seguridad económica mundial para salvar a países y sectores más afectados” y (5) “formular un acuerdo mundial sobre la preselección de viajeros, que permita que un pequeño número de personas esenciales sigan cruzando las fronteras”. Sin entrar en matizar en cada uno de los puntos de su programa, la pregunta salta a la vista: ¿En qué mundo cree vivir Harari? Mi impresión es que se encuentra en la posición de aquellos astronautas que divisaron por primera vez desde el espacio la maravilla del “planeta azul” y, bañados en lágrimas, proclamaron la hermandad universal.

Pero Harari insiste en su optimismo evolutivo y nos pone el ejemplo de la erradicación de enfermedades como la viruela gracias a la vacunación universal. Es el buldócer del pensamiento unánime de la inmunización masiva como remedio incuestionable frente a las pandemias –excepto para esos psicópatas antisociales que hay que reducir llamados “anti-vacunas”–. Pero el hecho histórico es que el descenso de la curva de la viruela en Europa no tuvo que ver con la generalización de la vacuna (y que en casos como la ciudad inglesa de Leicester, donde el 95% de los bebés estaban vacunados cuando se produjo la epidemia de 1871-1872, las autoridades la descartaron a continuación por su demostrada ineficacia, optando por medidas higiénicas[2]. El segundo hecho es que la vacunación universal no se produjo –cualquiera que haya participado en una campaña de vacunación en África, y yo lo he hecho, sabe que es inviable, y que los datos sobre su realización son falsos, y tienen como principal objetivo la justificación de los planes neocoloniales de los antiguas metrópolis–. Según esta lógica, la existencia de enfermedades endémicas como la malaria no han sido erradicadas por ausencia de vacunas, cuando de Europa desapareció sin ellas –por el cambio en las condiciones higiénicas, entre otras–. Como de costumbre entre los que comparten su posición, las soluciones universales dependen de cuestiones técnicas que, en este caso, se traducen en “vacunar a todas las personas de todos los países. Si un solo país no vacunaba a su población podría haber puesto en peligro a la humanidad, porque mientras el virus de la viruela existiera y evolucionara en algún lugar, podía volver a propagarse”. Ocurre que esta afirmación es simplemente falsa y que, incluso si aceptamos que la vacunación funciona, los problemas siempre son más complejos –por no hablar de las implicaciones de todo tipo en la carrera por la creación de la vacuna contra el covid 19, ya en marcha–. Harari explica a continuación que la lucha contra el cambio climático pasa por una sencilla decisión técnica parecida. Habla de la catástrofe ecológica como algo que está en el futuro y que se puede atajar, no como algo presente, consustancial e irreversible en muchos aspectos. Por supuesto, aprovecha para arremeter contra los cenizos que cuestionan el crecimiento económico: “Algunas personas creen que para detener el cambio climático tendremos que detener el crecimiento económico y volver a vivir en cuevas y comer raíces. Eso es una tontería”. ¿Cuál es la tontería, el cuestionamiento del dogma del progreso o la alternativa entre crecimiento y “comer raíces”? La arrogancia implícita en estos planteamientos no deja de ser pasmosa.

«Pablo Casado está repasando en inglés 21 lessons for the 21st century (“21 lecciones para el siglo XXI”), un libro escrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari, que le firmó con esta dedicatoria: “El futuro está en tus manos, úsalo sabiamente”. (El País, 7 de abril de 2020)

Apuntaré a una cuestión más: Hariri hace gala en sus declaraciones de combinar su activismo con sus retiros espirituales. Cada poco, se retira a meditar y nos invita a los demás seguir su ejemplo. Yo también medito, así que puedo contestarle. El segundo libro de su exitosa trilogía está dedicado a su maestro Goenka, y los retiros que organizan por todo el mundo sus seguidores representan la red más extensa de este tipo de eventos. He participado en ellos. Entre otras muchas cosas, la doctrina enlatada que se difunde en estos retiros –las únicas palabras pronunciables son grabaciones del maestro traducidas al resto de los idiomas del mundo– es una versión extremadamente simplista y, desde luego revisionista, del budismo primitivo. Como ocurre con la inmensa mayoría de los budistas occidentales, niegan mientras proclaman la primera “noble verdad” del discurso búdico sarvam dukkha (defectuosamente traducido como “todo es sufrimiento”), en cuanto se cuestionan la naturaleza ontológica –consustancial a la condición humana– de dicha afirmación. También aquí se trataría de una “cuestión técnica”: “pongamos a todos los humanos a meditar –después de haber recibido su correspondiente vacuna– y dukkha será parte de la noche de la prehistoria”.

Hariri es un ciudadano israelí que no parece estar interesado en entrar en pequeños problemas locales como el apartheid palestino o la guerra en la que su país está inmerso, y que irradia desde el Medio Oriente a cada vez más países y millones de seres humanos, determinando la geopolítica mundial. Supongo que –más allá de su opinión al respecto– habrá hecho un cálculo que salta a la vista: un desliz en este terreno le haría desaparecer de la mesa de los mandatarios (“Consultado por líderes de todo tipo, desde Emmanuel Macron a Bill Gates o Ángela Merkel” dice el reportaje al que hago referencia) y, quién sabe, le crearía serios problemas en su propio país, y él tiene mucho que decir –y que vender.

NOTA: Un extenso repaso crítico del conjunto de la obra de Harari (antes y después de Sapiens) a cargo de Ernesto Castro:

____________________________

[1] Este concepto sobre el que teorizó Lacan en su tríada borromea Real/ Simbólico/ Imaginario adquiere especial relevancia en situaciones críticas como la presente. Lo Real es justamente lo que configura el resto de los aspectos en cuanto que es aquello (monstruoso, intratable, traumático por naturaleza) que condiciona y determina los aspectos “visibles” (imaginarios o simbólicos) en el sentido en que éstos se construyen como parapeto ante la irrupción de lo Real (“Cultura es aquello que hacemos con la muerte”, definió alguien). Cuando ocurre su emergencia –una guerra, una catástrofe, un atentado, la muerte, sin más–, todo se conjura para minimizar sus efectos pero, sobre todo, para que vuelva a la oscuridad de lo intratable. En medio de la crisis –la guerra, o esa otra guerra llamada pandemia –todos convergen en esa sospechosa denominación militar– cualquiera que vaya más allá de la unanimidad que se construye en relación al enemigo declarado y a la lucha sin cuartel contra él es visto con recelo, cuando no tratado como el peor de los enemigos, un quintacolumnista que hay que desenmascarar y destruir. En el plano personal –y también colectivamente– el duelo es el proceso saludable para volver a la vida más allá del zarpazo de la muerte, la pérdida, el trauma. El profeta es tradicionalmente excomulgado –“excluido de la comunión-comunidad”– cuando no empujado al exilio o a la muerte, porque se convierte en el pájaro de mal agüero que señala lo Real (y no sólo la corrupción, la hipocresía, etc.). Cuando Santiago Alba Rico habla de La Realidad, creo que se refiere a esto.

[2] Alfred Russel Wallace, The Wonderful Century. Cambridge University Press,1898




PENSAR EN PANDEMIA 1. ¿HABLAMOS DE SALUD?

¿HABLAMOS DE SALUD?

Con la irrupción de la pandemia del coronavirus, podría parecer que el único tema relevante que satura hoy la realidad es el de nuestra salud (“la salud, por fin, es lo primero”), pero me temo que no van por ahí los tiros –aunque pudieran ir.

Por eso, no me referiré aquí a las noticias que llenan nuestras tertulias –virtuales–: la pandemia, el confinamiento y el resto de medidas adoptadas en el estado de excepción –nada virtuales–; con ser todo ello sumamente interesante y necesario, sino que apuntaré al debate siempre pendiente sobre la enfermedad y los cuidados, sobre la salud y su gestión individual y colectiva.

Mi primera referencia obligada es un texto que Iván Illich publicó en 1975 titulado Némesis Médica[1]. Como director del CIDOC en Cuernavaca, México desde 1966[2], reunió y elaboró una gran cantidad de información en torno a los pilares estructurales de la sociedad industrial (la escuela, el sistema sanitario, el transporte, etc.). Su libro Némesis, comenzaba con estas palabras: “La medicina institucionalizada ha llegado a convertirse en una grave amenaza para la salud”[3]. Unas palabras que hoy serían consideradas como señal obvia de desvarío, y quien las pronunciara sería expulsado de cualquier foro de discusión pública. Sin embargo, aquel libro obtuvo un eco muy notable en la época y fue traducido a muchos idiomas.

Doce años más tarde, Illich escribió una suerte de autocrítica aún más sorprendente e inquietante: “En los países desarrollados, la obsesión por la salud perfecta se ha convertido en el factor patógeno predominante”[4]. No la intervención médica, como había afirmado anteriormente, sino “la obsesión por la salud perfecta”. ¿Es que está mal preocuparse por la salud?, ¿no es la salud lo primero?… Obviamente, la clave de esta afirmación está en la palabra “perfecta”.

Intentando hacer un camino de vuelta a aquellas afirmaciones escandalosas –una invitación a escucharlas, cuanto menos–, comencemos por la industrialización. La implantación de la sociedad industrial ha ido convirtiendo en inviable cualquier otra forma de vida. Los pocos que renuncian más o menos coherentemente a ella son vistos como los monjes que en la antigüedad se retiraban al desierto: pájaros de mal agüero que claman por nuestra conversión ante la inminencia del Apocalipsis. Todo es ya “industria”: la agricultura y los viajes, la sexualidad y el arte. Y con industria decimos aquí actividad mercantil capitalista: nada vale si no es mercancía (“valor de cambio”), incluidas las formas de cuidado individual y comunitario de la salud, las contingencias ante la vejez, la enfermedad y la muerte. El nombre de esa gran industria de la que todos dependemos es “Sistema Sanitario”, y la medicalización de la salud es quizá la transformación más profunda de este proceso, porque nos toca en lo más íntimo, lo más vulnerable, el núcleo mismo de la condición humana –mortal.

La milenaria búsqueda de inmortalidad física ha pasado así, de ser el sueño de unos pocos alquimistas chiflados, a convertirse en la fantasía más generalizada; incluso a una reivindicación “razonable”. Como en su día ocurrió con el “derecho a la felicidad” inscrita en la Constitución de la Nueva Arcadia o Estados Unidos de América, si la lógica dominante actual continuara imponiéndose, el “derecho a la inmortalidad” entraría a formar parte de los derechos irrenunciables, dejando definitivamente atrás las fantasías de inmortalidad en un Más Allá ultraterreno.

Illich hablaba en los 70 de tres niveles de iatrogénesis o efecto patógeno de la intervención médica: la “iatrogénesis clínica”, o los efectos directos de la intervención de los clínicos; la “iatrogénesis social” que fomenta una sociedad enferma, multiplicando exponencialmente la demanda del papel de paciente; y la “iatrogénesis estructural”, que destruye el potencial humano para afrontar su singularidad vulnerable y las artes de vivir con dicha fragilidad, incluyendo la enfermedad y la muerte.

¿Qué quiso decir doce años más adelante con aquella frase desconcertante de que “el principal agente patógeno de nuestros días es la búsqueda de un cuerpo sano”? Me parece que en los tiempos presentes estamos en mejores condiciones de comprender su alcance. En las décadas que siguieron a aquellas primeras afirmaciones de Illich (“el más profundo y coherente de los críticos de la modernidad” según Giorgio Agamben), muchos volvieron a crear campos enfrentados, esta vez en el terreno de la salud y del resto de las instituciones diseccionadas por el equipo de Cuernavaca. Todavía se hablaba de “Medicinas Alternativas” frente a “Medicinas Institucionalizadas”, pero el buldócer de la industrialización desbarató esos frentes imaginarios. E, incluso los que nos resistíamos a la medicalización, terminamos aceptándola como inevitable y asumiendo sus logros: tratamientos exitosos de enfermedades mortales, aumento de la esperanza de vida, etc. Los “sistemas médicos alternativos” se volvieron en seguida “complementarios”: espacios para el tratamiento de algunos de los efectos secundarios de la “verdadera medicina científica” para los que podían permitirse el lujo de pagárselos –los pobres siguen haciendo cola en los ambulatorios– o, cuanto menos, para reducir el nivel de estrés.

¿No están entre los más hipocondríacos muchos de los obsesionados por la salud perfecta que cuestionan la “Medicina oficial” y pasan de una a otra forma de “terapia complementaria”? Pienso que Illich se refería también a eso cuando, a finales de los 80, hablaba de ese “nuevo agente patógeno”: unos y otros tratando desesperadamente de negar la fragilidad, la condición humana mortal e incluso nuestra naturaleza corporal. Por eso, es quizá tan revelador que, tras todas las alarmas encendidas por la crisis ecológica, la de los refugiados o la inminente Gran Recesión económica, sea una pandemia protagonizada por un virus la que genere el escenario justo de la nueva Realidad para Occidente[5]. Un Occidente que comienza en China, el único imperio que desarrolla hoy una biopolítica eficaz y contundente[6].

Lanzar al aire estas preguntas, y retomar y actualizar las propuestas de Iván Illich es quizá lo más ingenuo e inverosímil que podamos plantearnos en el estado de pánico general que se avecina, pero no creo que haya cuestión más urgente: entablar de verdad una discusión sin limitaciones sobre la salud y la enfermedad en tiempos de excepción apocalíptica.

David Cayley, autor de los dos libros de entrevistas con Iván Illich (Conversaciones con Iván Illich y Los ríos al norte del futuro) publicó en abril de 2020 Preguntas sobre la pandemia actual desde el punto de vista de Ivan Illich.


[1] Némesis Médica, la expropiación de la salud se publicó en castellano por Seix Barral en 1975. En 2006 se volvió a editar dentro del primer volumen de sus Obras Reunidas publicadas por Fondo de Cultura Económica de México.

[2] El Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) fue un centro de investigación creado en 1966 para impartir cursos de lengua y cultura hispanoamericana a los misioneros norteamericanos que acudían al sur para contrarrestar la ofensiva evangélica. Paradójicamente, se convirtió durante diez años en un lugar de convergencia de grandes pensadores como Paul Goodman, Erich Fromm, Peter Berger, Paulo Freire o Sergio Méndez Arceo, que pusieron el foco en los pilares de la sociedad industrial. Iván Illich fue el principal impulsor de este lugar. Había sido cura en el barrio puertorriqueño de Nueva York y director de la Universidad Católica de Puerto Rico, con cargo de obispo. A finales de los 60 pidió la dispensa para el ejercicio profesional sacerdotal por sus desavenencias con la jerarquía católica, pero él se consideró siempre sacerdote. Falleció en 2002.

[3] Y continúa: “El impacto del control profesional sobre la medicina, que inhabilita a la gente, ha alcanzado las proporciones de una epidemia. Iatrogénesis, el nombre de esta nueva plaga, viene de iatros, el término griego para médico y genesis, que significa origen.

[4] Y continúa: “El sistema médico, en un mundo impregnado de ideal instrumental de la ciencia, crea sin cesar nuevas necesidades de atención médica. Pero cuando mayor es la oferta de salud, más son las personas que tienen problemas, necesidades, enfermedades. Todos exigen que el progreso ponga fin al sufrimiento de sus cuerpos, que mantenga el mayor tiempo posible la frescura de la juventud y prolongue la vida hasta el infinito. Ni vejez, ni dolor, ni muerte. Olvidando así que esta rebelión es la negación de la propia condición humana”. (Escribir la historia del cuerpo. Doce años después de Némesis Médica y La obsesión por la salud perfecta, un factor patógeno predominante).

[5] En el sentido que ha dado a esta cuestión Santiago Alba Rico en sus dos recientes artículos Apología del contagio y ¿Esto nos está pasando realmente?

[6] Un análisis revelador sobre esta cuestión es el que hace Luca Paltrinieri en su Prueba general para un Apocalipsis diversificado (“Prove generali di apocalisse differenziata”): “China está construyendo el futuro post-apocalíptico del mundo: un futuro basado en la planificación del crecimiento económico y la domesticación del espíritu animal del mercado, un modelo de gobierno absolutamente no democrático orientado hacia el dominio del mundo; una biopolítica que responde a estos criterios, fundada sobre el control total, la población disciplinada pero también, al mismo tiempo, en la extensión de la protección social y sanitaria de sectores cada vez más amplios de la población. Lo realmente inédito en China es la idea misma de tomar bajo responsabilidad del Estado la salud de la población, cuestión que genera una nueva demanda, creciente y explosiva de asistencia sanitaria, que antes corría a cargo de la familia, la aldea o, simplemente, no existía.

En un contexto en el que el coronavirus representa una amenaza de desbordamiento para las estructuras sanitarias y hospitalarias aún frágiles pero en vías de construcción, el enclaustramiento permite contener la epidemia bajo ciertos límites, apoyándose en la estructura de un estado “autoritario” –si es que esta palabra tiene algún sentido en China– sin construir ningún “estado de excepción”. Los mismos chinos parecen conscientes que esto no es más que una nueva etapa en la construcción del porvenir de China como única potencia mundial”.




TAICHI EN EL PARQUE TEMÁTICO (tras una conversación imposible con Yuan Limin)

Entre las películas de Jia Zhangke que he ido conociendo en los últimos años, Shijie (“El Mundo”, 2004) es la que me ha dado más que pensar. Shijie es el nombre de uno de los muchos parques temáticos que han ido instalándose con gran éxito en Pekín y en el resto de ciudades chinas en las últimas décadas. Allí, uno puede visitar reproducciones a un tamaño aceptable (si la torre Eiffel es de 300 metros, la de Shijie tiene 100) muchos de los monumentos icónicos del mundo: el Manhattan de las torres gemelas –“aunque hayan sido destruidas, aquí se mantienen”–, las pirámides de Egipto o el Taj Mahal, por ejemplo, sin salir de un perímetro asequible. Todo ello, punteado con espectáculos de danzas exóticas, restaurantes, etc. Uno puede sacarse la típica foto sosteniendo la torre de Pisa o pasearse en camello por el desierto egipcio sin las incomodidades y los costes que los viajes reales acarrean. No es difícil entender que esta forma de excursionismo tenga tanto éxito allí: en realidad, esta manera aún tosca de virtualidad es la que se irá perfeccionando de manera que podamos vivir todas las experiencias imaginables sin movernos de nuestra casa. ¿Se cerrará así el círculo y podremos comprender cabalmente el sentido profundo del Laozi: “Sin ir más allá de nuestra puerta podemos conocer el mundo. Sin asomarnos a nuestra ventana podemos conocer los Caminos del Cielo”?

Pero en la película y en nuestra vida, el parque temático es sólo un escenario; lo real transcurre debajo: los dramas vitales de los que trabajan sosteniendo y animando el tinglado: jóvenes emigrados de zonas rurales a buscarse la vida que actúan de bailarinas o guardas de seguridad, y la comparten en los sótanos y los suburbios junto con otros paisanos trabajadores de la construcción o la limpieza. Allí ocurren los encuentros y los desencuentros, los desarraigos y las tragedias.

Las montañas de Wudang y el templo de Shaolín son actualmente dos de los lugares de peregrinaje chinos con más solera. Representan los lugares de origen de dos de las tradiciones de sabiduría más importantes de allí: “la cuna del taoísmo” (los templos de las montañas de Wudang) y “el epicentro del budismo chino” (Shaolín). Sus monjes son depositarios de poderes sobrehumanos y de una sabiduría insondable en las leyendas a los que son tan aficionados por aquellos pagos, y en las últimas décadas también estos lugares se han convertido en parques temáticos a los que acuden millones de turistas nativos y extranjeros para degustar las esencias “desde sus propias fuentes”. Los templos y sus franquicias se han convertido en lugares para turistas donde se ofician los cultos y se realizan exhibiciones y visitas guiadas. Cuando concluye la jornada, visitantes y “monjes” cierran las instalaciones y vuelven a hoteles y domicilios hasta el día siguiente. Así que la “vida monástica” ha desaparecido y se han multiplicado las “escuelas” donde se imparten cursos acelerados de distintas disciplinas asequibles a quien quiera pagarlos. Además, “monjes” y “abades” recorren el mundo ofreciendo sus exhibiciones y montando también sus franquicias. “La sabiduría del taichí no corresponde a los chinos, es un bien actualmente universal”, se explicó Yuan Limin en el encuentro público en Tabakalera el pasado julio. Las torres gemelas han sido destruidas, pero uno puede verlas y visitarlas intactas en Shijie.

Es este encuentro que mantuvimos el que me ha recordado la película cuando he tratado de contestar a la pregunta que me hicieron algunos amigos sobre nuestra “conversación”. Yo tenía que contestarles, para empezar, que tal conversación no existió. Que cada uno de nosotros desarrolló su propio discurso, y que no hubo el más mínimo cruce, la más mínima confrontación. “Claro –pensaría alguna–, como maestros de taichí, cada uno aportaba su propia experiencia, y vuestros acercamientos serían complementarios”. “No –tenía que aclarar–. Nuestros planteamientos son incompatibles y yo realicé un cuestionamiento radical de su discurso en el que se vendía el taichí como panacea salvadora: “el taichí es la expresión de la sabiduría de la filosofía china para curar las enfermedades del cuerpo y desterrar la ignorancia y el egoísmo; para hacernos sabios y felices” fue el resumen del mensaje de Yuan Limin. Muy al contrario, yo insistí en que vender hoy este discurso está lejos de ser inocente –mencioné el ejemplo del “falso Shaolín” de Bilbao que utilizaba frases semejantes–. Recordé que “al movilizado mundo occidental no se le puede ayudar con simples importaciones de Asia, como pretende el Americotaoísmo que, ante la crisis de Occidente, reacciona con la importación holística de fast food chino” (palabras que comparto de Peter Sloterdijk en su Eurotaoísmo de 1989). Afirmé que Zhang Sanfeng (el nombre del mítico personaje creador del taichí, de cuyo templo en Wudang Yuan Limin es abad) es pura leyenda, y hablé de las renuncias que un maestro debe realizar para que pueda ser respetable: “un maestro no se exhibe ni física ni verbalmente pero, ante todo, un maestro se abstiene de prometer beneficios y, más aún, de prometer la salvación; un maestro ha debido morir más de una vez para evitar alimentar delirios de inmortalidad o invulnerabilidad que se prestan a ser fantaseados en nuestras prácticas. En caso contrario, utilizará las fantasías de sus alumnos para alimentar los propios delirios…”. Yuan Limin no aludió a ninguna de estos emplazamientos ni a otros comentarios sobre la reciente historia China en relación con las prácticas que comentamos. Afirmó que allí “ha quedado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” sin ninguna consideración a los miles o millones de detenidos, torturados, asesinados o recluidos en campos de concentración, acusados de “tratar de destruir al Estado” practicando simples ejercicios de qi gong, como es el caso de Falun Dafa.

No deja de resultarme sorprendente que el presentado como “maestro” eludiera todos estos emplazamientos y que no fuera invitado a comentarlos siquiera. La moderadora no le invitó a pronunciarse sobre estos asuntos –que quizá no captaba en su justa medida por problemas de traducción– y, como para otros asistentes significativos, mis afirmaciones parecían ser recibidos como comentarios agresivos y fuera de lugar.

Podríamos conjeturar diversas explicaciones para este desencuentro general, pero a mí me hace pensar en el parque temático que mediatiza cada vez más nuestras escenificaciones de contacto con realidades por las que sentimos curiosidad o interés. Como una ciudad que recibe cada día su oleada de turistas que, siendo distintos cada día, son siempre los mismos –las pernoctaciones en Donostia no pasan casi nunca de una sola noche–. Visitantes siempre iguales en su imposibilidad de establecer algún contacto real con la vida de esa ciudad que miran; una ciudad que se presenta a su vez como un escaparate con sus espectáculos, sus festivales, su gastronomía… que se van parquetematizando a su vez al organizar su vida alrededor de esa “riqueza turística”.  Sin duda, resta vida transcurriendo por debajo de estas fachadas, pero cada vez resulta más difícil que pueda ser reconocida, nombrada. Y cada vez será más difícil que ocurra algo ahí fuera, desde ahí abajo, pues una capa más y más densa de irrealidad se encarga de distorsionar lo posible. Cuando el hechizo se rompa y lo oculto emerja, nos parecerá irreal, una distorsión impertinente que habrá de ser aplastada cuanto antes.

Lo que me distancia de Yuan Limin no tiene que ver con asuntos técnicos ni culturales, como pudiera parecer. Él forma parte entusiasta del parque temático; yo trato de romper su señuelo.

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(Un vídeo turístico-promocional típico dedicado a Wudang y su taichí:)