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PENSAR EN PANDEMIA 6. LA BRECHA. VOLVER A LA NORMALIDAD

(Artículo publicado en DISENSO de Santiago de Chile, el 30 de octubre de 2021)

En el lugar desde el que escribo –el País Vasco del lado español– el inicio del otoño está marcado por la “vuelta a la normalidad”. Con tasas de vacunación cercanas al 90% entre los mayores de 12 años, los gobiernos locales declaran el fin de la pandemia, reconociendo que el SARS-CoV-2 no ha sido erradicado, y que las nuevas variantes pueden seguir creando serios problemas. Hay una atmósfera general de alivio tras más de año y medio de caos hospitalario, restricciones masivas, muertes por covid y efectos de todo tipo –sanitarios, sociales, económicos–. Lo que comenzó con la declaración de una “guerra al virus en la peor crisis sanitaria en 100 años”, ha terminado con el reconocimiento de que “el virus ha venido para quedarse y deberemos adaptarnos a él”. Año y medio de alerta alimentada por datos diarios de contagiados, hospitalizados o fallecidos en confusas estadísticas que casi nunca consideraban los diversos contextos comparativos y que han logrado lo que buscaban: una regulación estricta de la vida social con el acatamiento de las normas establecidas para cada momento por parte de la inmensa mayoría de la población, ansiosa de que acabase la pesadilla.

Y la tensión apenas contenida que encontraba sus válvulas de escape en las reuniones de jóvenes duramente reprimidas o en las interminables discusiones entre los partidarios y detractores de cada una de las medidas: sobre los confinamientos y cierres perimetrales, sobre el uso indiscriminado de la mascarilla o de la vacunación prácticamente forzosa1. Desde las familias hasta las campañas de prensa y televisión, el tono no ha dejado de elevarse: ¡negacionistas!, ¡fascistas!, ¡conspiranoicos!, ¡criminales!, lo que conduce a la mayoría a desear que todo pase ya, y poder olvidar de una vez, dejando que continúen siendo “los expertos” los que sigan sacando sus conclusiones.

Pero siempre hay quien insiste en que, más allá de lo estrictamente sanitario, la situación merece ser analizada con detenimiento, pues ha sacado a la superficie unos síntomas sociales y políticos que urge considerar: la pandemia y su gestión, más que un mero accidente, muestran señales inequívocas de un tiempo que requiere un análisis detallado que impida volver a una “normalidad” que está en la raíz de lo sucedido. Que es momento de plantearse transformaciones de fondo si queremos evitar catástrofes mayores que asoman ya en el horizonte. Que los verdaderos negacionistas son justamente quienes ansían y proponen tal normalidad… aun cuando sea la gran mayoría de la población en nuestro entorno.

El debate imposible y la persecución de la disidencia

En más de año y medio de pandemia, han sido muchos los que, ante la confusión que provocaba la corriente de datos, recomendaciones y órdenes, muchas veces contradictorias, han reclamado y promovido debates entre expertos (epidemiólogos, virólogos, médicos, etc.) donde pudieran confrontarse distintas versiones. En el ámbito español, resulta paradigmático el encuentro que se produjo el pasado 18 de septiembre por iniciativa de “La clave cultural”: por primera vez, y muy avanzada ya la campaña de vacunación, se reunían cinco médicos; dos defensores de la versión oficial (una exministra de sanidad del gobierno socialista y el decano del colegio de médicos de Madrid) frente a tres disidentes de la asociación “Médicos por la verdad”.2

Desde que en el invierno de 2019 se declaró “la guerra al virus SARS-COVID-19”, son los principios de la guerra los que han regido también las campañas de “información y propaganda” aunque, al tratarse de una crisis sanitaria, estos principios han adquirido unas connotaciones particulares: los gobernantes se rodeaban de “comisiones de expertos” sobre los que sustentaban cada una de las medidas decretadas. Pero, como en toda guerra, el cuestionamiento o la disidencia han sido tratados en términos de traición y responsabilidad con la muerte del prójimo. Los muertos no los provoca solamente “el enemigo”, sino todo aquél que no cierra filas con el mando único para hacerle frente.

Entre los que, a pesar de la censura, la difamación y las amenazas, han realizado un trabajo de seguimiento y crítica de las medidas adoptadas ante la pandemia están los autores del libro Covid-19, la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo. En un artículo posterior, dos de ellos afirmaban:

Aunque la pandemia ha sido percibida como un fenómeno “natural” y las medidas adoptadas como una operación “científica” sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas, lo cierto es todo lo contrario. La pandemia es, al menos, un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas. La vacunación experimental ante la Covid-19 se apoya en el solucionismo tecnológico, un paradigma, o creencia, según el cual las relaciones sociales y los ciclos metabólicos naturales que la especie humana fractura pueden luego enmendarse con tecnología. Una de las premisas implícitas es: «pueden destruirse selvas y bosques, y acorralarse especias animales, porque cuando se produzcan saltos zoonóticos hallaremos soluciones experimentando con virus peligrosos en laboratorios, y si un virus se escapa ya lo solucionaremos también».

Por primera vez en la historia de la epidemiología, se han puesto en marcha estrategias militares de “ataque contra un virus”. A pesar de que pronto se vio que las previsiones realizadas mediante una modelización matemática eran erróneas, se siguió manteniendo un estado de alarma y unas medidas de acuerdo a aquella modelización3. Una vez lanzada la campaña, todo ha seguido su lógica férrea. Inútil considerar que las incidencias de esta pandemia hayan sido similares a las de las epidemias anteriores. Si el virus y la propia naturaleza deben someterse a nuestro control, todo lo que se piensa y se hace se verá bajo esa lógica, la propia de “expertos” que la asumen. Desde el primer momento se decidió que, tras las restricciones y los confinamientos, la vacunación universal sería la solución definitiva. Es inútil considerar los puntos débiles, discutibles o peligrosos de esta campaña. Hoy, ya se acepta que “en dos semanas, dos meses o dos años todos nos infectaremos de covid” y, por tanto, que la convivencia con este virus y sus mutaciones resulta inevitable. Después de las proclamas por la vacunación de toda la humanidad si cada uno de nosotros quería ponerse a salvo, lo que finalmente se persigue es la inmunización de las mayorías privilegiadas de la población del primer mundo –el índice de vacunación de África es del 2%–. Que el Covid-19 no haya sido la primera causa de mortalidad mundial en el año 2020 –como es habitual, mucha más gente ha fallecido por hambre, contaminación del aire, infartos o cánceres– no hace sino reafirmar el discurso oficial: “gracias a las medidas adoptadas, el sacrificio consecuente y la vacunación masiva hemos evitado millones y millones de muertos seguros”.

En cuanto a la conexión directa entre las medidas adoptadas y la política de información, Ángeles Maestro lo explicaba así:

Como corresponde al multimillonario negocio abierto con la compra por parte de los estados de cientos de millones de dosis de vacunas contra el Covid 19, las dos mayores empresas de Fondos de Inversión del mundo, Black Rock y Vanguard son las mayores accionistas de las tres grandes multinacionales farmacéuticas productoras de vacunas: Pfizer, Moderna y Astra Zeneka.

Estos dos gigantescos Fondos son inversores mayoritarios en las principales empresas del Ibex 35 (los principales consorcios empresariales españoles que cotizan en bolsa), incluidos los grandes bancos CaixaBank, Banco Santander y BBVA, quienes a su vez son accionistas de los principales medios de comunicación del Estado español. Entre los dos Fondos son además accionistas mayoritarios del New York Times y de cuatro de los seis grandes grupos que controlan los medios de comunicación en EE.UU. y en buena parte del mundo: Time Warner, Comcast, Disney y News Corp.

En el Estado español ambos fondos de inversión no sólo controlan la producción de información y la creación de opinión a través de estos gigantes de la comunicación, sino que, desde noviembre de 2020, Blackrock y otro gran fondo de inversión, CVC, se convirtieron en los mayores propietarios del Grupo Prisa, incluido El País y la Cadena SER, al comprar su deuda por un valor de más de 1.000 millones de euros.

Además, Blackrock es propietaria de parte importante del accionariado de los principales conglomerados mediáticos del Estado español. Controla directamente parte del accionariado del grupo Atresmedia, propietario de Antena 3 y la Sexta, y del grupo Mediaset, propietario de Cuatro y Telecinco.

Resumiendo,

Es esta fase del capitalismo, con el mayor grado de concentración de capital que ha conocido la historia, la que permite el mayor grado de control social y la que, precisamente no soporta niveles de libertad de expresión que, en su momento, fueron consustanciales a las revoluciones burguesas. Máxima capacidad de control y mínima elasticidad para soportar la contradicción, son indicadores de la falsa libertad que preconizan y de la decadencia del sistema4.

Aunque haya claras diferencias en la situación de los diversos países europeos y americanos, y la gente más preocupada y sensibilizada tenga acceso a informaciones contrastadas, es un hecho que las grandes mayorías se dejan arrastrar por la corriente de la imposición, esperando que la tormenta amaine y que, tras la inundación, las aguas vuelvan a su cauce habitual5.

En “la era de la comunicación” los media locales o globales, aprovechando el aturdimiento y la sumisión de los trabajadores que sustentan el sistema sanitario o la educación pública, se encargan de mantener el máximo grado de alerta, y se hacen diariamente eco de los ejemplos de obediencia.    

Entre las conclusiones que podemos sacar ya de los meses transcurridos está que resulta inútil y sumamente ingenuo seguir reivindicando “un debate público y honesto”.

La brecha

Las brechas raciales, de género, de clase y tantas otras son parte de la convivencia a la que estamos acostumbrados. También reconocemos las medidas que todas las instituciones ecuménicas –desde Iglesias hasta Estados– adoptan para disminuirlas, disfrazarlas u ocultarlas. En una carrera incesante por levantar murallas o cavar trincheras –y también por minimizarlas– la violencia estructural subyace a nuestra organización política, económica o social, y los diversos colectivos – raciales, de género, de clase…– tienden a crear departamentos estancos a salvo para los de su condición. La pregunta ahora es si el Covid-19 está generando una brecha de otra naturaleza, con unas cualidades y consecuencias diversas a las vigentes. 

Un artículo reciente de las antropólogas Stefania Consigliere y Cristina Zavaroni nos pone sobre esa pista6. El artículo arranca con un comentario sobre la novela La ciudad y la ciudad de China Miéville publicada en 2009. La novela se inicia con un crimen y las pesquisas para su esclarecimiento. Pero lo realmente significativo es que dicho crimen se ha producido en una ciudad-Estado llamado Besźel que comparte territorio con otra ciudad-Estado completamente distinto llamado Ul Qoma. De forma que una calle, un edificio o incluso un árbol pueden estar a la vez y simultáneamente en territorio de uno y otro estado. A su vez, ambas ciudades están separadas por una estricta frontera, y cada una tiene su lengua, su cultura y su economía totalmente diferentes. ¿Cómo se sostiene una situación semejante? A través de La Brecha.

Fotograma de la serie «La ciudad y la ciudad» basada en la novela de China Miéville

Una brecha es un delito que se comete en una u otra ciudad cuando alguno de sus habitantes, contrariando un principio y una habilidad en la que han sido educados desde la primera infancia, ven o interactúan con algo o alguien de la otra ciudad. Pero, al mismo tiempo, se llama La Brecha al cuerpo que actúa para castigar o sofocar esos delitos. Como decía, los niños y niñas deben aprender a desver y despercibir lo que ocurre en el otro lado. “Hay lugares donde incluso los árboles aislados están entramados, donde los niños ulqomanos y los niños beszelíes trepan cada uno a un lado del otro y obedecen las instrucciones susurradas de sus respectivos padres para que se desvean. Los niños son fuentes de contagio. El tipo de cosa que expande enfermedades. La epidemiología es una ciencia complicada tanto allí como en casa”7, afirma el narrador hacia la mitad de la novela. Esta desvisión está en la base de la existencia de cada uno de los habitantes de las dos ciudades y todos contribuyen activamente a ellas. Quien ve en lugar de desver, comete una brecha. Cualquiera puede tener un pequeño desliz que es inmediatamente corregido, pero si alguien se empeña en la infracción, se activa entonces La Brecha encargada de mantener el orden.

Aunque los dos Estados dependen de esa extraña formación, ésta no está formada por los cuerpos policiales o militares de ninguno de ellos, sino que vive fuera de la legislación y no consta de forma explícita en ningún lugar. La Brecha “no es nada. Es un lugar común, bastante simple. No tiene embajadas, ni ejército, nada que ver… Si cometes una, te envolverá. La Brecha es un vacío lleno de policías rabiosos”. Dicho de otro modo, “quien comete brecha queda en posesión de La Brecha… Podrán hacerlo desaparecer fácilmente. No se oyen más que rumores de lo que esto significa. Nadie ha escuchado jamás el relato de alguien que hubiese sido apresado por La Brecha y que «hubiera cumplido su condena». O se volvían extremadamente discretos o es que nunca liberaban a nadie”.

Esta ficción extraña (weird fiction) está construida con características tanto de novela fantástica como de novela negra, y permite muchos niveles de lectura. El autor ha afirmado que está en contra de las lecturas alegóricas (una lectura en la que puede quedar claro a qué se refiere realmente la novela), y que le gustan los significados abiertos o diversos. La novela queda, por tanto “sin resolver” y creo que eso le aporta un valor añadido. Pero volvamos a la idea de esa brecha.

Para ello, hay que tener en cuenta otro elemento del mito de origen de las dos ciudades-Estado coexistentes. ¿De dónde proviene su actual fractura? ¿Existió un momento en el que convivían? Nadie lo sabe ni intenta responder a esas preguntas. Sería muy arriesgado, aunque en uno y otro Estado hay pequeñas fracciones “unionistas”, muy marginales y sin ninguna fuerza operativa, duramente controladas y reprimidas por la policía de cada país. En la mitología de estos marginados se habla de un no-lugar llamado Orciny. Se trata de

una especie de protomito interpretado con mucho misterio y encubrimiento… Dijo que Orciny no sólo había estado en alguna parte entre los huecos que quedan entre Ul Qoma y Besźel desde sus fundaciones o su separación, dijo que seguía ahí como una colonia secreta, una ciudad entre ciudades con sus habitantes viviendo a la vista de todos; desvistos –caminando entre las calles sin ser vistos– pero viendo las dos ciudades, conspirando fuera del alcance de La Brecha… Había cuentos populares de renegados que cometen una brecha y eluden a La Brecha para vivir entre las ciudades, como exiliados interiores, escapando de la justicia y del castigo gracias a una consumada ignorancia generalizada acerca de este hecho.

Y para complicar aún más las cosas:

Una vez dijo que toda la historia de Besźel y Ul Qoma era la historia de la guerra ente Orciny y La Brecha… No estoy del todo segura de que La Brecha y Orciny sean enemigos. A lo mejor trabajan juntos. O a lo mejor, al invocarla le has estado cediendo un poder a Orciny durante siglos, mientras se quedan todos ahí sentados diciéndose que es un cuento. Yo creo que Orciny es el nombre con que La Brecha se llama a sí misma.

Al igual que para las antropólogas italianas, éstas son imágenes e ideas que me resultan sugerentes para describir la situación que nos atraviesa: una gran confusión, por un lado; unas fronteras cada vez más rigurosas por otro: La Brecha. Y al hilo de otro de los aspectos de la novela, una repetida queja entre los que cuestionamos la naturaleza y la gestión de esta pandemia: la constatación de que espacios antes divergentes de izquierda y de derecha, resultan unánimes en el discurso aceptado, con pequeñas variantes en cuanto a rigor de las medidas u otros aspectos de gestión. La novela señala lo fundamental que resulta para la supervivencia de cada Estado que cada uno de sus habitantes desvea y desperciba a los del Estado vecino. “Los del «Bloque Nacional» odian a La Brecha, pero eso es como odiar el aire porque si no hay Brecha no hay patria. Los nacionalistas están divididos entre los partidarios del equilibrio de poderes y los «triunfalistas» (éstos últimos creen que la Brecha está protegiendo a Ul Qoma, que es lo único que impide que Besźel tome el control)”.

La violencia implícita de la cultura

Tras comentar lo que concierne a la brecha, Consigliere y Zavaroni hablan de la función de la cultura:

La cultura no es un velo que cubre alguna naturaleza universal, un vestido que podemos ponernos o quitarnos a nuestro antojo, sino la forma misma en que somos moldeados como humanos. La cultura entra en los cuerpos, en las células, en el genoma; da cuerpo a la forma en que percibimos el mundo, estructura nuestros impulsos y nuestras respuestas emocionales, nos hace funcionar de acuerdo con un cierto régimen fisiológico y patológico […]

No es una cuestión de verdadero o falso, o más bien, no es sólo una cuestión de verdadero o falso: todo proceso creador-de-mundo actualiza sus verdades, las hace existir.

El concepto de disvisión es útil aquí para describir lo que sucede en los márgenes de cada mundo construido. Si la empresa cultural es el establecimiento de un mundo a partir de lo que los mitos llaman caos (es decir, un real excesivo, inhabitable porque está demasiado lejos de las limitadas fuerzas humanas), entonces todo mundo humano, para existir, debe tomar decisiones excluyentes: el monoteísmo tiende a hacer desaparecer del horizonte el politeísmo; la monogamia convierte en impracticable la poligamia; el tiempo lineal eclipsa al tiempo cíclico; etc… La calidad de la relación entre lo excluido y lo incluido es quizá el indicador más crucial para valorar la calidad del mundo que sostenemos, con la gran diferencia entre el desprecio y la represión.

Siguiendo el discurso de las antropólogas, los niños que van naciendo son adecuados al mundo de sus mayores. Como en la novela, deben ser educados para desver otros mundos, para rechazarlos considerándolos fantasías pre-individuales o irracionales frente al mundo real. Aun así, cada sociedad acepta espacios y tiempos donde se permite la relajación del desver: en los sueños y su interpretación, en el trance, en la meditación intensiva, en la utilización de las drogas… La función de ciertas terapias no sería otra que la de ensanchar nuestro ver cuando éste nos resulta demasiado angosto y doloroso8. La capacidad de utilizar esos espacios liminares habla del grado de flexibilidad de una sociedad y, en cuanto a las nuestras, se perciben, en las últimas décadas, claras señales de esclerotización: todo viaje es turismo; el arte se despolitiza y, aplicando criterios cada vez más restrictivos de objetividad, desvemos todo lo patológico y siniestro, de manera que, al mismo tiempo, la demanda espectacular de todo ello genera un mercado cada vez más abundante y morboso.

Son necesarias grandes dosis de violencia para mantenernos así. Como alguien ha recordado, si los habitantes del primer mundo nos hiciéramos cargo súbitamente de la cantidad de violencia que exige el mantenimiento de nuestro mundo, si sintiéramos en nuestras carnes el grado de explotación y crueldad infringida para ello, seríamos incapaces de asimilar el impacto. Nos volveríamos locos o moriríamos tras el shock.

Una situación de emergencia colectiva –una guerra, una pandemia…– tiende a romper el equilibrio de la normalidad instaurada hasta el momento. La que emerge con la crisis debería servir para hacernos más conscientes de los pilares en los que se sustenta dicho equilibrio. En este caso, la manera en que se apela a la Ciencia como garante de todas las decisiones y, bajo su paraguas, a unos “criterios sanitarios” únicos e inamovibles, arrojando al infierno de la irracionalidad a cualquiera que cuestione los principios imperantes. Un último extracto del artículo que comentamos:

Todo esto no es sorprendente, pero ciertamente asusta. Porque si hay periodos históricos en los que con mayor persistencia y con absoluta inflexibilidad más se ha practicado la desvisión, son los que coinciden con dictaduras y totalitarismos. Desver cuando por fin se podía ver significa haber introyectado por completo al policía fronterizo, optar por activar uno mismo el sistema para no mirar. Pero, sobre todo, esta maniobra responde a una lógica atroz, quizás incluso más inquietante que la de la explotación con fines de lucro. Se puede resumir con el verso de una canción de Rage Against The Machine: «No hay otra pastilla que tomar, así que trágate la que te enferma». Para muchos de nuestros contemporáneos, las únicas soluciones psíquicamente aceptables para salir de la crisis son aquellas que pertenecen a la misma lógica que provocó el desastre. ¿Estábamos deprimidos por malas relaciones significativas? Pues tendremos que estar completamente solos si queremos salvarnos. ¿Nuestros hijos tenían problemas con la adicción a las pantallas? Basta con permitirles pasar todo el tiempo frente a una pantalla y el problema no vuelve a surgir. ¿Nos preocupaba el gigantismo de los hospitales a expensas de la atención primaria? ¡El covid se trata sólo en el hospital! Y así sucesivamente.

Me temo que la nueva brecha que está creándose no sólo servirá para señalar, marginar y demonizar a un grupo de gente ofreciendo a la mayoría la excusa perfecta para exorcizar sus fantasmas y sus demonios. Una brecha que, poniéndonos a salvo y protegiéndonos de “negacionistas”, “conspiranoicos”, “anti-vacunas” y demás sociópatas, va a provocar que las demarcaciones sociales, políticas y culturales vigentes se vuelvan aún más rígidas, debilitando el precario equilibrio presente.

Cuando la casa se quema

En este rincón de Europa en el que vivo se vende el diario de papel que más ejemplares imprime por habitante de todo el continente9. Es el heredero de un diario de derechas franquista que se metamorfoseó cuando en España sonó la hora de la democracia hace más de cuarenta años. Como es habitual cada lunes, la portada y las principales páginas interiores están dedicadas a la victoria o derrota del equipo de futbol local, así como a la inauguración de la 69 edición del festival de Cine de la ciudad. A un lado, también destacada, la declaración del premier regional: “Hemos logrado el objetivo, es el momento del relanzamiento de Euskadi”. Sin embargo, en un apartado secundario de sus páginas de “sociedad” de ese mismo lunes se destaca un extraño titular: “El planeta se empeña en tirar la toalla contra el cambio climático” haciendo referencia al último de los informes de la ONU sobre el tema: “Este informe no da lugar a dudas. El tiempo se está agotando. Para que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2021 que se celebrará en Glasgow, denominada CP 26, sea un punto de inflexión, todos los países deben comprometerse a alcanzar las cero emisiones netas, a más tardar, en 2050, con el respaldo de estrategias concretas a largo plazo y mejores contribuciones determinadas a nivel nacional en virtud de las cuales se reduzcan, de manera colectiva y a más tardar en 2030, las emisiones mundiales en un 45 % respecto de los niveles de 2010. Necesitamos un avance decisivo que permita proteger a las personas y sus medios de subsistencia. No existe otra alternativa si deseamos crear un futuro más seguro, sostenible y próspero para todos”. Son las palabras de António Guterres, secretario general de la ONU, después de la enumeración de las consecuencias catastróficas e irreversibles del camino que venimos hollando.

El investigador y activista sueco Andreas Malm es uno de los muchos que han analizado los estrechos vínculos entre el covid-19 y la catástrofe climática. Hay que colocar la pandemia en el contexto de dicha catástrofe, pero lo cierto es que la percepción de una y otra son completamente diferentes –y, obviamente, las medidas que los gobernantes (no) toman frente a ellas–. En palabras de Malm:

Ningún jinete del Apocalipsis cabalga solo, las plagas no se presentan en singular. Parece que nos esperan úlceras, tormentas, pestes, ríos hediondos, peces y ranas muertas en nuestras artesas. Cuando escribo estas líneas, en la primavera de 2020, el numero de casos registrados en la pandemia del coronavirus está a punto de superar la cota del millón, ya hay casi cincuenta mil fallecidos y nadie sabe cómo acabará esta historia. […] Si cobramos algunos de los cheques extendidos a la imaginación, podemos visualizar un planeta febril habitado con gente con fiebre: al calentamiento global se sumarán las pandemias; en Bombay, por ejemplo, los suburbios quedarán sumergidos bajo el mar mientras la gente muere de neumonía. Desde el barrio chabolista de Dharavi acaban de informar de su primer caso de coronavirus. Allí viven hacinadas un millón de personas con mínimo acceso a instalaciones sanitarias, y las marejadas ciclónicas que inundan el barrio son cada año más altas. Habrá campos de refugiados donde los patógenos entren en los cuerpos apiñados como el cuchillo en la mantequilla. Hará demasiado calor y habrá demasiados contagios para poner un pie en la calle; los campos se resquebrajarán bajo el sol y nadie podrá ocuparse de ellos10.

Pero lo cierto es que Bombay queda demasiado lejos de nuestro campo de percepción, aunque, también cuando se escribían esas líneas, las autoridades proclamaban que la salida de la crisis sería la vacunación universal, para olvidarnos, pocos meses después, de aquellas certezas.

Tras una seria lectura de la situación, Malm explica que la única respuesta realista a la catástrofe sería el establecimiento de una “economía de guerra”. Más concretamente, un “comunismo de guerra”, inspirándose en las medidas que el gobierno bolchevique adoptó hace cien años. Hace mucho que los expertos parecen tener claras las medidas que urgentemente habría que adoptar –el informe del club de Roma sobre los límites del crecimiento data de 1972–; lo que no existe es la capacidad social y políticamente organizada para implementarlas. Un ejemplo más de ello es el reciente manifiesto de un numeroso grupo de académicos españoles publicado el pasado verano bajo el título “Plan de choque para una urgente reconstrucción de la resiliencia ecosocial en el Estado Español”. Se trata de un listado de medidas urgentes en economía, energía, fiscalidad, finanzas, hábitat, industria, trabajo, movilidad, agricultura, educación y cultura, democracia, ecología y resiliencia, y política internacional. Enunciadas de forma sumaria, pueden parecer aceptables para el sentido común. Pero basta pararse un poco en las veintiocho medidas que ahí se proponen para concluir que seis de ellas son atentados directos del derecho sagrado de propiedad privada; catorce, ataques contra los principios económicos liberales; otros tantos, contra los considerados dogmas políticos fundamentales de nuestra civilización… Es decir, que apenas esconden una propuesta bastante parecida al “comunismo de guerra” que propone Malm. Un partido político que se presentara hoy en Europa a unas elecciones con un programa semejante no lograría un solo diputado.

Lo que más bien parecemos ansiar es esa vuelta a una normalidad que quedó súbitamente en suspenso. Seguimos consumiendo el suero intravenoso de la mezcla de estimulantes y narcóticos que nos inoculan los medios de comunicación de masas, reservándonos el derecho a la queja por este o aquel abuso. Mucha gente ha sido golpeada por la última crisis: con la muerte y la enfermedad, pero también con la presión para vivir situaciones que nunca imaginó: las relacionadas con el confinamiento, con el empeoramiento de las condiciones de trabajo, con el deterioro de las relaciones… las heridas abiertas y sus cicatrices quedarán ahí, pero no somos pocos los que sentimos que la naturaleza de la crisis marca un cambio cualitativo que la “nueva normalidad” no pretende sino consolidar. Contra lo que los voceros del poder anuncian para este nuevo curso (“ya ha pasado, o casi ha pasado; lo que perdimos lo recuperaremos con creces”), lo que ha emergido con la pandemia no es una más de las diversas crisis que nos ha tocado vivir. Por el contrario, muchos tenemos la impresión de un incendio, de que la casa se quema. Y, junto a esa impresión, nos envuelve una dolorosa sensación de exilio interior.

La situación nos ha trastocado por muchos motivos, pero, más allá de las particularidades, podríamos destacar que, si aún para alguno no estaba claro, “salud” y “enfermedad”, se han convertido en cuestiones políticas de primer orden. Y no me refiero tanto a su gestión –la gestión de la pandemia, la gestión de la sanidad pública o privada–, sino a que la politización de las cuestiones más íntimas y vitales –la vida, la enfermedad, la muerte…– nos ha atrapado fuera de juego, sin unas mínimas herramientas de dilucidación. Y los cimientos de nuestro edificio-mundo tiemblan y, lo que para muchos parecía sólido, se resquebraja. De ese aturdimiento se alimenta también el ansia por la normalidad: “dejemos a un lado la política ante una emergencia sanitaria” se afirma con los dientes apretados. O, “ante una emergencia nacional, es el momento de dejar a un lado los partidismos”. 

Cuando la casa se quema es el título de uno de los numerosos artículos que Giorgio Agamben ha publicado durante la pandemia. Aunque discutido, el que era respetado por muchos por la hondura de sus trabajos filosóficos se ha convertido, a partir de su polémico La invención de una epidemia de febrero de 2020, en un apestado. Sin embargo, pocos como él han observado el panorama que se estaba desplegando y reflejado el ánimo y la disposición de muchos en el citado Cuando la casa se quema:

¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918, ocurrió algo en Europa que arrojó a las llamas y a la locura todo lo que parecía permanecer íntegro y vivo; luego otra vez, treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas visible bajo las cenizas. Pero quizá el incendio ya había comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué permanecía de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes. Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, qué perdimos, a qué escombros –o a qué impostura– nos aferramos. […]

Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento. […]

La ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios o un nuevo cielo –sólo prohibiciones, expertos y médicos–. Pánico y vileza.

¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociera ni orden ni ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino que se sostiene realmente en el principio –incluso antes de él?

Una cultura que se siente al final, sin vida ya, trata de gobernar como puede su ruina a través de un estado de excepción permanente. La movilización total en la que Jünger veía el carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta perspectiva. Los hombres deben ser movilizados, deben sentirse en todo momento en una condición de emergencia, regulada en el más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirla. Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos unos de otros. […]

Es como si el poder intentara a toda costa asir la nuda vida que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiales, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino escurrirse de él, porque es por definición inasible. Gobernar la nuda vida es la locura de nuestro tiempo. Hombres reducidos a su pura existencia biológica ya no son humanos, gobierno de los hombres y gobierno de las cosas coinciden.

Pensamientos oscuros, desesperanzados, sin duda, pero que no tienen por qué conducirnos a la desesperación. Para los nacidos en los rescoldos de las llamas de Europa, lo que ha terminado por estallar en los últimos meses es cierta burbuja narcótica creada en las últimas décadas. Ahora nos encontramos algo más cerca de la sensación de tantos seres humanos del resto de los continentes, y somos empujados a decidir, junto con ellos, cuál es el lugar que dignamente nos corresponde ocupar.

Refiriéndose a Italia, pero generalizable a muchos otros países, esta es la propuesta de Agamben en su último post del 17 de septiembre:

Italia, como laboratorio político de Occidente, en el que las estrategias de las potencias dominantes se elaboran de antemano en su forma extrema, es hoy un país humana y políticamente en mal estado, en el que una tiranía decidida y sin escrúpulos se ha aliado con una masa. Atrapada en las garras de un terror pseudorreligioso, se halla dispuesta a sacrificar no sólo lo que alguna vez se llamaron libertades constitucionales, sino incluso todo el calor de las relaciones humanas. De hecho, creer que el pase sanitario significa volver a la normalidad es realmente ingenuo. Así como ya se está imponiendo una tercera vacuna, se impondrán nuevas y se declararán nuevas situaciones de emergencia y nuevas zonas rojas siempre que el gobierno y los poderes que expresa lo consideren útil. Y aquellos que imprudentemente han obedecido serán los primeros en pagar su precio.

En estas condiciones, sin dejar de lado todos los instrumentos posibles de resistencia inmediata, los disidentes deben pensar en crear algo así como una sociedad en la sociedad, una comunidad de amigos y vecinos dentro de la sociedad de la enemistad y la distancia. Las formas de esta nueva clandestinidad, que deberá hacerse lo más autónoma posible de las instituciones, será experimentada, y ponderada de vez en cuando, pero sólo ellas podrán garantizar la supervivencia humana en un mundo que se ha consagrado a una autodestrucción más o menos consciente.

Los altavoces que antes gritaban en cárceles o campos no dejan de resultar atronadores hoy desde el silencio de las pantallas e irrumpen con la misma violencia en la intimidad de todos proclamando el estado de alerta primero, y ahora, la vuelta a la normalidad. Pero en pocos días o algunas semanas las noticias y las órdenes pueden contradecirse sin que parezca que nos importe o nos afecte. Lo que un mínimo realismo nos conduce a esperar es a que las crisis pandémicas, las crisis ecológicas, las crisis económicas y sociales no hagan sino intensificarse en adelante. Y las brechas que han ido apareciendo en nuestros mundos no hagan sino acrecentarse. No es momento para ensoñaciones ni para la desesperanza.




PENSAR EN PANDEMIA 5. EL IRRESISTIBLE ENCANTO DE LA MASCARILLA

(Artículo publicado por Rebelión el 24/02/2021)

¿Quién nos iba a decir, hace tan solo un año, que una especie de tanga para la mitad inferior de la cara –labios, nariz, barbilla– que, a veces, como el niqab saudí, apenas deja más que un resquicio para los ojos, se iba a convertir en la prenda insustituible e incuestionada para toda persona de bien en Occidente?

Aún quedan resistencias, lo sé; gentes que dicen que “no está científicamente demostrada” su eficacia para evitar la transmisión de los virus o que provoca serios inconvenientes en otros ámbitos de la salud; incluso se han hecho algunos estudios serios capaces de encender algunas alarmas1. Algunos –todos sabemos qué clase de gente, no usaré aquí la palabrita– arguyen los titubeos de la OMS y otros motivos, pero es evidente que todo esto es y seguirá siendo descartado, simplemente porque quien pretenda “contrastar científicamente” la obligatoriedad del niqab o del burka no comprende que no se trata de eso; que se trata de otra cosa.

OBSCENIDAD

Lo que me dio la clave para entender el alcance de este asunto fueron las palabras del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han en marzo de 2020, cuando se comprobaba que en Europa ni siquiera disponíamos aún de medios para fabricar y distribuir en masa las mascarillas. En su artículo traducido a los idiomas europeos dominantes y publicado en los periódicos de mayor tirada se explicaba así: “En los países europeos casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos. Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran”2. Para Han, pues, se trata de una “diferencia cultural”: nuestro individualismo lleva aparejada la cara descubierta. Mientras que, para él, un oriental no enfermo de individualismo, “la faz descubierta de sus conciudadanos europeos le resulta casi obscena”.

Unos pocos meses de insistente campaña y consiguientes medidas punitivas –denuncias, multas, despidos, encarcelamientos…– han sido suficientes para que el abismo cultural que separa a los individualistas occidentales de los colectivistas orientales se difumine: ahora también para nosotros resulta obscena una cara descubierta.

Obscenas eran las mujeres que enseñaban las rodillas o se atrevían a comprarse un bañador y practicar el “desnudismo” en las playas ibéricas hace cinco o seis décadas. Obsceno resulta hoy, incluso bajo un sol abrasador, enseñar los pies desnudos en China –no lo era vendar los pies de las niñas, hasta que lo prohibió Mao; una práctica que aún pervive marginalmente–. Obsceno nos resulta a todos mostrar nuestros genitales en público; copular o defecar ante la mirada de los demás, costumbre que adoptaron aquellos filósofos locos en la Grecia antigua y que les valió el nombre de kínicos, “perros”. Lo primero que hacían los misioneros europeos cuando se encontraban con una tribu amazónica que no utilizaba ropa, era cubrir sus desnudos cuerpos pues se trataba de una prueba evidente de que aquellos salvajes estaban poseídos por Satanás. Lo obsceno activa un sentimiento de vergüenza insoportable –he soñado, a veces, que voy desnudo por la calle porque había olvidado vestirme por la urgencia de alguna demanda, y la sensación es muy desagradable.

No es obscena para sí mismo la verga hinchada del violador, que se vestirá adecuadamente cuando termine su hazaña, y besará castamente a su mujer y sus hijas, como no lo son las armas fálicas –puñales, pistolas o cañones– cuando se utilizan para destruir al enemigo. Nuestro cuerpo y sus extensiones técnicas no se sienten obscenas cuando se utilizan como arma de poder. Pero esa línea de demarcación es difusa, y utilizamos profusamente la palabra “obsceno” cuando nos referimos a los niños que mueren de hambre, a las niñas violadas, a las madres encinta destripadas… Para el banquero suizo Henry Dunant resultó insoportablemente obscena la contemplación de los cuarenta mil hombres malheridos y abandonados a su suerte tras el enfrentamiento de los ejércitos austriaco, francés y piamontés en Solferino el 24 de junio de 1859, y de su reacción surgió la Cruz Roja. Entonces, aún las guerras se hacían cuerpo a cuerpo, pero eso se acabó en cien años, y no corre tanta sangre en los campos de batalla: una sola bomba lanzada desde un avión bastó para aniquilar más de 100.000 personas al instante y dejar malheridas a muchas más. Hoy, desde un bunker del desierto de Las Vegas un soldado americano dirige drones que bombardearán bodas y bautizos en Afganistán como quien juega en una play station. No creo que a ese soldado le resulte obsceno su trabajo: la distancia y la invisibilidad de vísceras y de sangre desactiva ese sentimiento. Lo mismo que nos resultan obscenas las escenas del matadero de animales, y no el filete que nos comemos ya guisado –las carnicerías de nuestros mercados tienen una estética cada vez más parecida a la de las farmacias.

Volviendo a nuestro cuerpo, son susceptibles de resultar obscenos, en primer lugar, las partes de su superficie con una cualidad semejante a las vísceras: un pene, una vagina, unos labios, unos pezones hinchados… A nadie se le oculta lo problemático de la relación con nuestros propios cuerpos y los de los demás, cuestión que requiere de la “adecuada distancia”; mucho más con las llamadas “zonas eróticas”, aquellas que en su propia percepción o exhibición nos ponen en contacto con profundidades tan inquietantes como difíciles de controlar: parte o residuo de nuestra naturaleza animal. Por eso, el control sobre esas partes –su ocultación y utilización restringida a códigos sociales muy estrictos– ha sido una obsesión para las instituciones encargadas de la disciplina de las costumbres. Aunque de las rigurosas sociedades disciplinarias de los siglos pasados hemos transitado a otras donde las antiguas instituciones se vuelven instigadoras del consumo sin límite y, en él, a la hipererotización de los cuerpos exhibidos como mercancía, sólo una mirada superficial percibe ambos movimientos como contradictorios, pues funcionan, más bien, como capas que se activan de forma alternativa y complementaria.

RESPIRACIÓN

El pulmón sería nuestro órgano vital más “obsceno” ya que es el único que tiene una comunicación directa con el exterior. Los otros cuatro –corazón, hígado, riñones y bazo-páncreas, según la descripción tradicional china, pero equiparable para el caso a nuestra moderna anatomo-fisiología–, no tienen contacto directo con el aire o la piel que, por cierto, en aquella tradición, y no sin fundamento, pertenece al mismo sistema orgánico de los pulmones. La respiración es una de las funciones vitales que no puede ser suspendida sin provocar la muerte inmediata, y que es, a la vez, autónoma y voluntaria. Nuestra respiración es también la función orgánica más plástica y “emocional”: se modifica según nuestro ánimo, así como en función de nuestras prioridades metabólicas. El sistema nervioso autónomo, además de regular dichas prioridades –la desintoxicación que nos recupera en el sueño, por ejemplo– es tan sutil que va alternando la prioridad de la fosa nasal izquierda y derecha cada pocos minutos, sin que nosotros lo percibamos, para priorizar a cada uno de los hemisferios cerebrales. El miedo inhibe o acelera nuestra respiración; y lo mismo ocurre con el resto de las emociones. Por eso, cualquier alteración de la respiración es muestra y condiciona, al mismo tiempo, el estado general del ser humano, y no sólo orgánica o emocionalmente, también e incluso más, a todas nuestras funciones cognitivas o mentales.

Nadie que haya observado su propia respiración o la ajena desconoce que nuestra capacidad respiratoria se haya crónicamente alterada en función de nuestro estado general: no respiramos de la misma manera en un aire o un ambiente emocional enrarecido o tóxico que en un bosque y con una presión social más liviana. El diafragma, que separa y une el tórax y el abdomen es el músculo respiratorio por excelencia –y, como la respiración, es regulado por el sistema nervioso autónomo, siendo a la vez dirigible a voluntad–, se encuentra crónicamente bloqueado en una gran cantidad de personas, quizá en la mayoría, al menos en las horas de vigilia. Dicho bloqueo hace mucho más trabajosa la respiración –el tórax debe moverse, y eso exige un mayor esfuerzo–, que se va viendo progresivamente reducida a una pequeña oscilación de la parte más alta y superficial del tórax. Su efecto: una especie de apatía, congestión y confusión vital, emocional y mental que llamamos “gris”, ligada a una crispación en aumento, a la pérdida de la flexibilidad asociada a la vitalidad: nuestros rostros son cada vez más grises, macilentos.

Como decía, esto resulta obvio para cualquier observador y ha sido amplia y “científicamente” demostrado, pero no van por ahí los tiros. ¿Cómo renunciar a cualquier posibilidad de evitar, aun mínimamente, un contagio que puede resultar mortal para otro si para eso debemos taparnos la boca y la nariz, como lo hace el cirujano durante una operación? ¿No estamos, los que nos resistimos a esa medida indiscriminada, incluso al aire libre, en el lugar de aquellos que se resistían a que las matronas se lavaran las manos antes de atender a los partos y así evitar tantas infecciones mortales? Sí, si se tratara de una medida adoptada con el rigor y la coherencia que exigiría un balance entre pros y contras… Pero los estudios que podrían establecer criterios racionales no llegarán, y la grotesca batalla entre “ciudadanos responsables” y “sociópatas negacionistas” continuará su curso, pues tocamos puntos extremadamente sensibles –obscenos–; pero el asunto no se reduce a esto. Esta nueva prenda ha sido implantada como el fetiche irresistible que es, y los nuevos clérigos de la religión científica, apoyados por cualquier interesado en el control de la población no va a renunciar a semejante artefacto.

MASCARILLA PARA LARGO, QUIZÁ PARA SIEMPRE

La mascarilla –con ese diminutivo que la convierte en tierna y apta para todas las edades– ha llegado para quedarse. Es un signo demasiado poderoso para que ningún sistema de poder pueda renunciar a él fácilmente: la amenaza, más o menos fantasmal o real, recordada por esa cara embozada; la alerta y su consiguiente excepcionalidad que justifica la imposición de una obediencia ciega, no debe ceder.

Además, y aquí radica quizá su valor más eficaz, cuando te pones la máscara entras automáticamente a formar parte del colectivo de ciudadanos responsables y solidarios: eres parte de los inocentes. Lo mismo que, si no la usas convenientemente –sabemos que casi nadie lo hace, siguiendo las normas estrictas de las máscaras sanitarias que han de ser desechadas, o usando filtros más caros y eficaces– te expones ante todos como un ser extremadamente egoísta, irresponsable, asocial. El mensaje de sus apologistas –ninguno que no lo sea tendrá voz en ningún medio no obsceno– viene siempre ligado a la decencia, al mínimo de responsabilidad civil: “Salir de esta situación depende de la responsabilidad individual de todos y cada uno de nosotros”, se nos repite cada día.

De pronto, el que echa leña al fuego de la locomotora que nos conduce aceleradamente al abismo, y el que ha sido expulsado de sus tierras y sus medios de supervivencia por aquél y se ve obligado a vivir en una chabola sin agua corriente en un basurero, quedan automáticamente igualados. Bueno, no exactamente. El que vive expuesto a la contaminación mortal, a las infecciones y al hambre crónicas, será mucho más responsable de la catástrofe, pues es un apestado que está poniendo en peligro nuestra burbuja inmunizada “libre de virus”. Ha cometido el imperdonable delito de no estar muerto todavía.

Simplemente por esto, por la enorme funcionalidad política del principal fetiche actual no se harán estudios rigurosos para valorar pros y contras del uso de la mascarilla en todas y cada una de las circunstancias. Lo mismo que no se hacen estudios para determinar lo que es decoroso u obsceno en cada momento histórico y cada civilización; su funcionalidad cae por su peso en el “sentido común”. Esta máscara es un arma demasiado sabrosa y eficaz, irrenunciable por tanto para los que, más que nunca, deben imponer “medidas sanitarias” para afrontar un colapso que ellos mismos han provocado y continúan alentando.

¡Cuánto me gustaría errar en mi percepción y no resultar tan agorero!

Este artículo se publicó originalmente en euskera en ARGIA y ha sido traducido por el autor al castellano

1 Como el reciente Corona children studies «Co-Ki»: First results of a Germany-wide registry on mouth and nose covering (mask) in children.

2 La emergencia viral y el mundo de mañana. Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano que piensa desde Berlín, titulaba El País del 22 de marzo de 2020.




A VUELTAS CON VIEJAS HISTORIAS. Apuntes sobre el balance de la lucha armada y la pugna por el relato, al hilo de la última aportación de Emilio López Adán, Beltza, con un posfacio sobre la lección magistral de Mikel Antza: en qué consiste la ideología.

“Si la lógica de la falsa conciencia no puede conocerse a sí misma verídicamente, la búsqueda de la verdad crítica sobre el espectáculo debe ser también una crítica verdadera. Tiene que luchar prácticamente entre los enemigos irreconciliables del espectáculo y aceptar estar ausente allí donde ellos están ausentes. Son las leyes del pensamiento dominante, el punto de vista exclusivo de la actualidad, que reconoce la voluntad abstracta de la eficacia inmediata cuando se arroja hacia los compromisos del reformismo o de la acción común con los residuos seudorevolucionarios. Con ello el delirio se ha reconstituido en la misma posición que pretende combatirlo. Por el contrario, la crítica que va más allá del espectáculo debe saber esperar[1].

(Guy Debord, 1967. “La ideología materializada” en La sociedad del espectáculo, 220).

Acaba de ser publicada en la editorial Maiatz la extensa obra de Beltza Borroka armatuaren historia Euskadin. 1967-2011 (“La historia de la lucha armada en Euskadi. 1967-2011”); tres tomos con casi tres mil páginas en total. Aunque han transcurrido diez años desde el cese de la actividad armada de ETA, el rastro dejado por su historia continúa siendo profundo y, como ocurre en estos casos, aun cuando las armas (de uno de los lados) se hallan callado, la pugna en las interpretaciones sobre lo ocurrido permanece, y continuará hasta que desaparezca el rastro del último testigo. Para entonces, lo verdadero y lo falso habrá sido firmemente establecidos –en un ámbito más bien mitológico– y se mirará esa historia como se observan asuntos muy antiguos. ¿No está ocurriendo ya algo así, con el proceso actual de aceleración creciente de la historia?

          Esa es la primera impresión que recibo al hojear los tomos de Beltza, antiguos ya desde su nacimiento pues creo que las historias ocurridas en los 60, los 70 y las siguientes décadas del siglo pasado apenas interesan para los habitantes del nuevo siglo; a no ser para algún que otro fabulador, aunque incluso para los novelistas, estas historias envejecen cada vez más rápido. López Adán es uno de los últimos sobrevivientes de entre los que han tomado la palabra entre los que formaron la primera generación de militantes de ETA, por lo que la suya tiene cierta solemnidad, la que se otorga a las “últimas palabras”, y quizá por ello merecen cierta atención por parte de los nacidos diez, veinte o treinta años más tarde. Aunque observando las transformaciones del mundo en los últimos años, me pregunto sobre la posibilidad de ninguna reflexión seria que no parta precisamente de la conciencia del cariz de dichas transformaciones. Es algo así lo que Beltza reprocha a ETA a partir de cierto momento de su historia:

“¿Por qué no se dieron cuenta los líderes de la época? [Se refiere a la oportunidad perdida en las negociaciones de Argel de 1989]. Yo creo que por la representación que los grupos armados hacen de sí mismos. Quiero decir que se trata de una visión autocentrada. El grupo se ve a sí mismo poderoso, también es capaz de provocar pánico y, aunque de vez en cuando les lleguen demandas de negociación, tienen un gran control de su ámbito social… Se trata de la influencia del marxismo y del leninismo” [2].

  1. LA “REPRESENTACIÓN AUTOCENTRADA” Y LA IDEOLOGÍA DE LA OBJETIVIDAD SUSTENTADA EN LA CASUÍSTICA

Es precisamente la representación autocentrada que Beltza despliega en su obra la primera limitación que percibo: no se trata de un libro de historia sino de un catálogo de cada una de las acciones de las diversas ramas de ETA y de los Comandos Autónomos Anticapitalistas (CAA), así como de los comunicados y diversas reacciones que provocaron en diversos ámbitos. El autor responde con ese despliegue de “objetividad” a los relatos interesadamente construidos por las fuerzas estatales y, tomando las versiones de los otros agentes, equilibrar la balanza en la “guerra por el relato”: “Es necesario decir lo que ocurrió al margen de las interpretaciones ideológicas y políticas; un relato basado en los mismos hechos”[3].

          Pero, ¿es posible apartarse de una interpretación ideológica y política cuando estamos contado unos hechos de motivación política? ¿No es dicha pretensión en sí misma la expresión de una clara posición ideológica que reivindica la “objetividad de los hechos”? Es la posición que toma Beltza convertido en archivero, como si la casuística no fuera una interpretación en sí misma, aun reconociéndolo de alguna manera[4].

  1. SOBRE GUERRA Y POLÍTICA. VIOLENCIA Y SED DE VENGANZA

Nos aclara desde el principio qué es aquello a lo que quiere hacer frente:

“En cuanto a los objetivos, creo que hay dos asuntos que combatir. El primero es la condena sistemática de la violencia y el segundo, la sed de venganza. Yo quiero luchar contra ambos. El Estado, a día de hoy, quiere determinar lo ocurrido bajo el principio de que no está permitida la violencia para cambiar el actual sistema. La conclusión del Estado es que, si la voluntad de la revolución se relaciona con la lucha armada, eso es siempre y por principio malo. La violencia es ilegitima, genera siempre un sufrimiento innecesario, y al final, si se gana, será siempre para peor. Todo esto, sin embargo, es una posición ideológica, discutible y para mí falsa, para defender los intereses de las clases dominantes y del Estado. ¿Qué piden a la investigación los académicos que parten de estos principios? ¿La verdad sobre lo ocurrido? No. Necesitan nombres para condenar a la gente y cobrar venganza”[5].

Estamos refiriéndonos aquí a la relación entre guerra y política, un tema bien teorizado por Clausewitz hace ya doscientos años: “La guerra no es más que la política realizada por otros medios”[6]. Por lo que, incluso cuando el enemigo entrega las armas, la guerra/el conflicto/la política continúa por otros medios. En cuanto al balance –el relato–, su función es siempre la de fortalecer su hegemonía; la legitimidad del Estado vencedor y, en los casos de insurgencia como la nuestra, justificar y blanquear los crímenes cometidos mientras duró la contienda –la tortura, los asesinatos, la represión generalizada…– reforzando la opresión violenta para la que se reserva el monopolio. Este refuerzo incluye por supuesto la venganza, gestionada siempre en base a sus objetivos políticos, lo mismo que sus posibles muestras de clemencia, si esos gestos sirven para reforzar sus posiciones[7]. Beltza se queda muy corto al afirmar que “el Estado se propone condenar a la gente movido por su afán de venganza”. Siempre está ese lado, pero, cuando más clara sea su victoria, más extremadamente parcial será su relato, hasta el punto de negar la propia existencia del conflicto: “los que se levantaron eran meros psicópatas terroristas sangrientos”.

          Como la de tantos otros, hay que situar la tarea de Beltza, entre los intentos de hilvanar un relato desde el lado de los vencidos. Cada uno de los muchos que hemos intentado plasmar por escrito –con ensayos o novelas, con películas o canciones– nuestro balance de la época, lo hacemos desde nuestro propio posicionamiento y los condicionamientos derivados de las propias decisiones y sus consecuencias. Son notables las diferencias entre los que decidieron tomar las armas y los que renunciamos a ellas; y lo mismo en relación a los que sufrieron torturas, cárcel o exilio, o aquellos que no padecimos esas penalidades. Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta los recursos de información y propaganda con los que se hacía cada grupo en liza, y no sólo cuando los grupos armados estaban activos, con sus propias estructuras organizativas y sus jerarquías –editoriales, periódicos, fundaciones, etc.–. Quien se embarca en una guerra “debe poner todos los medios al servicio de la misma” (Clausewitz), algo que han tenido siempre muy claro tanto los estados como los grupos insurgentes, con las “tropas civiles” organizadas a su servicio.

          Beltza se propone hacer frente al relato extremo de los vencedores poniendo especial énfasis en “la defensa de la dignidad ética y revolucionaria de los militantes”. Para concluir de forma harto ingenua:

“Si nos encontráramos en una situación más normal, yo vería como primera medida una especie de amnistía. Sólo se puede hacer una amnistía por la paz social diciendo algo así: «Aquí hace tiempo que no hay violencia armada, sabemos que en la representación subjetiva de los que se sublevaron se apostaba por la justicia, nunca aceptaremos algo así –puede afirmar el Estado–, pero viendo que en Euskal Herria todavía mucha gente siente que eso ha sido un capítulo de su lucha por la libertad, damos la amnistía sin mediar un juicio político. Ha finalizado». Si esto ocurriera, yo estoy convencido de que algunos de entre nosotros harían otro nivel de autocrítica o darían informaciones vitales que faltan para aclarar muchos hechos. Hay que luchar por la amnistía y recordar las razones político-morales de la revuelta”[8].

2. DE QUÉ HABLAR. LOS TRES ESTADOS

De alguna manera, Beltza da aquí la razón a Mikel Albisu, Antza, aunque éste es más lúcido y apunta más lejos: “No existe algo como «la verdad». La verdad no puede ser contada sino como ficción”. Esta afirmación, que bien puede ser aceptada en otro contexto, tiene una clara connotación en su caso:

“Lo que cuento es sólo lo que es posible contar, un asunto personal, y hay elipsis terribles en relación a otras vivencias y acontecimientos… Si algún día tuviéramos permiso/facultad para contar lo que realmente ha sido la lucha de Euskal Herria sería increíble. Ahora no se puede contar”[9].

Quien así habla no ha renunciado en el fondo a la posición de mando que ejerció en ETA durante el período 1993-2004 y se dirige a nosotros desde ese lugar, como representante de otro Estado. Pues, más allá de todas las etapas, cambios generacionales y de estrategia, ésa es una realidad fundamental (una de las ficciones a las que se refiere Antza) que se omite; esto es, que hemos vivido bajo tres Estados en pugna: Los Estados establecidos (España y Francia), un Estado subordinado (que nadie como el PNV ha sabido gestionar desde su realpolitik tan astuta como exitosa) y, un tercero, ETA y su entorno, formado por los que combatían a los anteriores pero constituyéndose a su imagen y semejanza[10].

          ¿Quién decide lo puede o no ser contado?: quien detenta algún poder. Contra lo que predica el discurso liberal en su retórica democrática, el poder jamás puede contarlo todo; y lo que cuenta, eso que llamamos realidad, está siendo constantemente construido a través de cribajes e interpretaciones. Todos tratamos de dirigir nuestros relatos en base a nuestros propios intereses, he ahí la verdad de la ficción. Pero ¿quiénes son Antza, Beltza o yo mismo para decir a nadie lo que puede o debe ser contado y lo que no? Como de costumbre, es en eso que no contamos donde se encierran las claves de nuestra verdad, y la función de lo que revelamos sólo puede ser entendida desde esa perspectiva –qué contar y qué no, y en qué tono hacerlo.

          Los Estados construyen sus relatos para reforzar sus posiciones y cuanto más extrema haya sido su victoria –o la ceguera de los derrotados– más se reafirma su natural legitimidad en sus relatos. Cada parte en conflicto trata al enemigo como terrorista y a su propia violencia como inevitable y ejercida en legítima defensa. Si ésta ha sido una ley de siempre, no ha hecho sino exacerbarse a partir de la guerra declarada en 2001 por los EEUU contra “el Terrorismo internacional”, en su retórica defensa de sus valores “democráticos y liberales”. Si osamos alzarnos contra un Estado fuerte amparado por un poder imperial todopoderoso, es inútil proclamar que nuestra lucha obedece a “un ansia de verdadera democracia, de verdadera libertad”. Aunque Beltza no cae tan bajo en sus análisis de diversas coyunturas, no deja de apuntar en esa dirección:

“A medida que avanzamos en la década de los 80, se produce una inflexión en la opinión pública respecto a los atentados de ETA: más del 50% de la población está en contra primero; más adelante, más del 70%, etc., y en ello son claves el tipo de atentados que se realizan a partir de 1985, y no tanto la fe en la Constitución o el Estatuto”[11].

De acuerdo, pero hay algo más básico, fundamental: cierto tipo de acciones armadas en los 70 se interpretaban como algo natural al contexto: la violencia represiva del Estado era evidente, indiscriminada; era suficiente con una huelga reivindicativa (Vitoria…) o salir a la calle para exigir los servicios mínimos de un barrio obrero (Otxarkoaga, Rentería…) para recibir a cambio una represión general y muy violenta. Aquellos que caían bajo las balas de la policía y los que sufrían las torturas en las comisarías eran luchadores o gente sencilla; de ninguna manera “peligrosos terroristas”. La operación llamada Transición democrática tuvo, entre otros objetivos, acabar con esta situación insostenible para la propia viabilidad del Estado; aquellos comportamientos estatales que habían dejado de ser funcionales (Beltza: “Aquella democracia fue resultado de un auto-golpe, asociada a la corrupción, garantía de la supervivencia del capitalismo y del franquismo… Yo no valoraba esa democracia y su Estatuto de Autonomía tanto como para renunciar a todo lo anterior”). Ciertamente, las estructuras fácticas del Estado no se tocaron; no les resulto necesario llegar a tanto para homologar la democracia española con el resto de las europeas. Ante esa situación, no es suficiente sentirse cargado de razón o que ETA estuviera en su momento de mayor fortaleza (“un verdadero ejército…”, según Beltza) si, al mismo tiempo, no se produce un levantamiento masivo. Además de la lucha por mejorar las condiciones de vida y de oponerse a la represión, es necesaria una conciencia que cuestione el sistema en su conjunto; y una decisión y un grado de organización que hagan posible las transformaciones de mayor alcance. Recuerdo que se me quedó grabada una frase de Pannekoek leída en los 70: “La clase obrera no es débil porque no está organizada; no está organizada porque es débil”.

          No es necesario entrar en politiquerías –la oportunidad o no de tal decisión táctica– y, con las armas en la mano, aquellos militantes entraron de lleno en dichos juegos cuando prepararon su “alternativa KAS” o la “mesa de Alsasua”.  La situación era evidente para quienes participábamos en las luchas obreras y populares: la gente no estaba dispuesta al salto cualitativo que cualquier “revolución” demanda. Y cuando digo “la gente” me refiero a una masa crítica. A los obreros de Vitoria les concedieron, punto por punto, todas sus reivindicaciones al día siguiente de la masacre del 3 de marzo de 1976. Ahí acabó todo. Después, año tras año, ha habido una lucha por la dignidad y una memoria de lo acontecido, de ninguna manera una lucha anticapitalista. Más aún, los que en aquellos años comenzaron a votar HB no estaban dispuestos a formar parte de la masa crítica a la que me he referido (he explicado en otro lugar lo que ocurrió cuando la lucha contra la central nuclear de Lemoiz exigía un salto cualitativo, de desobediencia civil, dejando de pagar las facturas a Iberduero). Había un sentimiento, una simpatía acumulada por los años de lucha de ETA… que, poco a poco, en su círculo más próximo, fue derivando en un atrincheramiento cada vez más sectario, en una resistencia frente a los desmanes de la tortura, en cierta solidaridad con los presos…; pero también en una terrible ceguera provocada acaso por cierta fascinación con la resistencia armada, el fetichismo de las armas que cada vez dejaba menos espacio para un frío análisis. Cuando los manifestantes, cada vez menos numerosos, gritaban “ETA jarraitu borroka armatua!” [ETA, ¡continúa con la lucha armada!], ese grito no tenía sino un sentido militarista. El sector más duro de los jóvenes insumisos que tantas alabanzas ha recibido después gritaba también, a veces, “¡La mili con los milis!”, sin apenas reparar que el servicio militar obligatorio había dejado de ser funcional para la transformación neoliberal del Estado en marcha: mandar a todos los jóvenes a los cuarteles para que recibieran instrucción militar era mucho menos rentable que formar soldados profesionales, mercenarios dispuestos a la represión interna o al servicio de las aventuras militares del Imperio.

          Resumiendo: cuando necesitas de argumentaciones sofisticadas –o muy simples, como en nuestro caso: “No nos dejan decidir nuestro futuro”, etc.– para justificar tus acciones extremas, es que ya has perdido, que ha llegado la hora de la retirada. Has dejado de ser “el guerrillero que se mueve como pez en el agua entre su gente” para pasar a ser una marioneta secuestrada por los Estados incluso antes de ser apresado por la policía.

4. LAS VERSIONES DE LOS VENCIDOS. LAS VÍCTIMAS

¿Cómo tiende a comportarse quien ha sido derrotado? Intenta explicar que su derrota es provisional y, contra toda evidencia, intenta convencer a su entorno de que su victoria es inminente. “Aceptar la derrota sería la verdadera derrota…”. Al mismo tiempo y sacando a la superficie el Estado que vivía en la organización militar que declaró la guerra, continúa funcionando como reflejo del Estado victorioso. Es este efecto especular el que alimenta el victimismo, el énfasis en los derechos humanos y los eslóganes en torno a “la verdad, la justicia, la reparación”. “Nosotros también hemos sufrido mucho” repiten las víctimas de uno y otro lado queriendo significar: “nuestro sufrimiento nos dignifica en la medida de su iniquidad” (y, como siempre se ha producido en nombre de una noble causa, el enemigo es el único responsable de dicha injusticia). Cuanto más si se trata de una víctima inocente… como subraya Beltza: “Tiene aún sentido luchar por la libertad?”. Su respuesta:

“El tema es complicado, sin duda. De cara a las acciones de los grupos armados, el criterio principal es que la víctima esté o no implicada en la represión. Si el fallecido es implicado y ha muerto en combate, eso tiene un sentido. Sobre las personas no implicadas en la represión…, hay quien las llamaría «víctimas inocentes». ¿Entonces, las otras víctimas son culpables? Siempre nos hablarán de la cantidad de gente pobre que se metió guardia civil porque no tuvo más remedio, pero una vez que se implican en la represión, están implicados. Otros investigan la «selectividad de los atentados». A mí, desde el punto de vista de la ética revolucionaria y la estrategia, me ha parecido que las acciones contra los implicados en la represión tienen un significado especial en la lógica y estrategia de la lucha liberadora; y, por el contrario, cuando las acciones contra los no implicados o las víctimas colaterales se producen de forma continua y aceptada, éstos tienen otro significado”[12].

¿Cuál es ese “otro significado”? Beltza habla como miembro de una mesa técnica de negociación imaginaria, o se dirige a quienes desde siempre se han ofrecido para esas tareas, como miembros de algunos de los “tres Estados”.

Portada de 1989

5. LA LEGITIMIDAD DE LA LUCHA Y LOS LÍMITES ROTOS

El discurso de Beltza se sustenta sobre dos pilares. El primero se formula afirmativamente:

“Merece la pena luchar por la libertad, «por la Independencia y la Revolución Social», como hicieron todos los que se comprometieron en nuestras luchas armadas. La violencia es estructural, por lo que hay que hacer frente al discurso que afirma que «cualquier violencia es sólo perjudicial», sobre todo cuando proviene de los ideólogos de los responsables y cómplices de la opresión estructural. Eso es como negar la Historia humana”[13].

En el segundo, analiza la historia de ETA para señalar sus errores:

“Cuando empezó con los coches bomba, ETA dejó claro que había dos objetivos, militares y civiles. En los militares no había ninguna comunicación previa, ya que el objetivo era perjudicar al máximo al enemigo. Por el contrario, si el objetivo se situaba en un lugar civil, como Hipercor, se avisaba, y al hacerlo, se realizaba la transferencia de responsabilidad al enemigo, «bastaba con vaciar el supermercado», «el Estado no lo vació para perjudicarnos» … y cosas por el estilo. Creo que, durante toda la historia, la gente entró en ETA con la mentalidad inicial, y mantuvo esa visión hasta el final, pero se rompieron ciertos límites y, como respuesta, se creó un discurso autocentrado e ideológico. Se avisa de los explosivos, cierto, pero si se repite una y otra vez, el hecho de la muerte de los inocentes significa, finalmente, que aceptas su muerte y eso es terrorismo porque matas inocentes sistemáticamente. El enemigo, además, puede aprovecharlo para debilitarle”[14].

He aquí uno de los juegos de espejo ante el enemigo: la utilización del término “terrorismo” para asignar acciones realizadas con “buena voluntad”. Cuando ETA atraviesa la última frontera que le conducirá a su autodestrucción imponiendo la ponencia Oldartzen, Beltza explica lo que ya se pensaba en el conjunto de la izquierda abertzale:

“En este contexto [el fracaso de las conversaciones de Argelia y la detención de toda la dirección de 1992] apareció la postura de Oldartzen, que recogía la idea de que con la intensificación de 1985 no habíamos logrado acumular fuerza suficiente como para asustar a nuestro enemigo, ampliaríamos aún más nuestro ámbito de actuación a partir de ese momento, atentando también contra políticos, periodistas, intelectuales, concejales… Y con esa estrategia, la lucha armada pierde aún más. Si circunscribes el enemigo a un colectivo concreto, como el de la policía torturadora, es claro, y la gente lo ve enseguida. Pero si defines al enemigo de una manera ideológica compleja, como se hizo entonces, la lucha armada pierde sentido”[15].

6. MILITARISMO

Pero, en el fondo, si se impone la ponencia Oldartzen y sus críticos son acosados y obligados a retirarse (“traidores, txakurras, liquidacionistas…) es por la misma lógica de siempre: la imposición de la cúpula militar en la que los que no se achantan imponen la razón de sus “cojones” –las armas–. Dicha lógica militarista y mafiosa es una lógica que ha estado presente en ETA desde el momento en que las acciones armadas en sí mismas pasaron a constituir su principal razón de ser. Beltza hace frente a esta constatación con explicaciones como “es la influencia del marxismo y del leninismo”. Sin embargo, no hay marxismo ni leninismo en dicha lógica. Nadie que sepa algo de marxismo o de leninismo puede afirmar que ETA ha sido marxista y, menos aún, leninista (el campo ideológico a que sus dirigentes se adscriben en cierta época es otro asunto). En el seno de ETA los que derivaban a posiciones marxistas-leninistas dejaban la organización casi siempre. Mientras que Beltza tiene responsabilidades históricas en dicha deriva militarista que después criticará.

          No me parece exagerado pedir un poco más de dignidad y rigor a los últimos testigos que toman la palabra para hablar de las coyunturas que determinaron esta historia. En el caso de Beltza, la clave está en las últimas palabras de un pasaje de la entrevista que comentamos, cuando dice: “Si dejamos a un lado a ETA VI…” [“ETA VI.a atzean utzita…”].

          Estamos en el consejo de guerra de Burgos de 1970, y la oleada de movilizaciones de solidaridad con los acusados y de rechazo del franquismo se extienden mucho más allá del País Vasco. Acababa de celebrarse la VI asamblea de ETA y, entre los procesados, la mayoría asume sus postulados con un comunicado público que lo confirma. Pero, como de costumbre, un pequeño grupo que no acepta esas directrices ejecuta un golpe maestro: el secuestro del cónsul alemán Bëihl en San Sebastián y la posterior negociación del estado alemán con Franco por mediación del Vaticano que conduciría a la cancelación de las penas de muerte dictadas por el consejo de guerra. El proceso sitúa a ETA y a la resistencia vasca en su cota más elevada de prestigio, un prestigio que la organización capitaliza convirtiéndose en su símbolo. Pero dicha organización no representa a la mayoría de su militancia, sino a una minoría que se impone a base de astucia y eficacia militar[16]. Pero aquel triunfo necesitaba de un aval político y lo consiguió con la coalición de varios exdirigentes como Madariaga, Txilardegi y el propio Beltza que ya estaban fuera del organigrama de la organización. Redactaron un comunicado que tachaba de liquidacionista a la mayoría y otorgaba la legitimidad a los militaristas[17].

          Acontecimientos de esta índole han sido una constante en la historia de ETA, desde la IV asamblea de 1966 hasta las negociaciones de Noruega en las que Thierry desplazó a Urrutikoetxea para dinamitar después el proceso con la bomba de la T4 del aeropuerto de Barajas. Se podría escribir una historia de la organización al hilo de estas maniobras, que incluiría a miles de militantes que han participado en diversas formas de lucha y resistencia[18]. Pero Beltza prefiere “dejar a un lado” hechos tan insignificantes.

7. LOS AUTÓNOMOS

La trayectoria de los Comandos Autónomos Anticapitalistas puede considerarse anecdótica en el desarrollo de la insurgencia armada vasca. Fue uno de los grupos que se sumaron a otros cuatro operativos (los milis y los poli-milis de ETA, Iparretarrak e Iraultza, que actuó desde 1981). Su primera acción reivindicada fue la bomba en la sede de Adegi de Donostia, en 1978. Seis años después, dan muerte al senador socialista Enrique Casas, lo que precipita la emboscada de Pasaia con la que puede decirse que fueron militarmente derrotados. En palabras de Beltza,

“Los autónomos se disolvieron tanto por la represión como por la hostilidad de la izquierda abertzale. Pero en Europa hubo una crisis similar entre la lucha armada y los movimientos sociales, y yo estaba en esa crisis: necesitaba nuevos caminos”[19].

Aunque no se trataba de un fenómeno nuevo, a finales de los 70 fueron haciéndose relevantes las ideas y los métodos de la autonomía obrera en muchos lugares de Europa y, muy particularmente, en Italia. Allí se vivió una “guerra civil de baja intensidad” en toda la década de los 70 que se quebró con la muerte de Aldo Moro (1978) y la represión que le siguió: en una sola noche, la policía detuvo en toda Italia a cuatro mil militantes, de todas las tendencias y compromisos, implicándolos en las Brigadas Rojas o el resto de grupos armados insurgentes. En el libro que Nanni Balestrini y Primo Moroni escribieron en 1988, L’orda d’oro (“La horda de oro”), comentan:

“El 77 no fue como el 68. El 68 fue contestatario, el 77 totalmente alternativo. Por ello, la versión «oficial» ha dado por bueno al 68, y por malo al 77, ya que el 68 fue recuperado y el 77 destruido. Así, a diferencia del 68, el 77 nunca podrá ser objeto de fácil celebración”.

Para comprender aquella década, puede ser útil lo que acaba de explicar el militante de la época Oreste Scalzone en una entrevista reciente:

“En su brillante libro Autonomía!, Marcello Tari califica aquel movimiento de comunismo sucio «que reunía a Marx y la antipsiquiatría, la Comuna de París y la contracultura americana, el dadaísmo y la insurrección, el obrerismo y el feminismo». La autonomía fue un movimiento juvenil masivo. Rechazaba al Estado y al capitalismo, a los sindicatos y a la izquierda parlamentaria. Se oponía al trabajo [en la fábrica fordista] y a la representación política y sindical, así como a la distribución de las subjetividades. Fue una guerra civil de baja intensidad y una década de experimentación política, afectiva y revolucionaria”[20].

Entre nosotros, aquellos movimientos tuvieron un eco notable, mucho mayor del que recogen las historiografías oficiales –de izquierdas o de derechas– los ignoren o los reduzcan a una marginalidad absoluta. La luchas obreras y populares más notables de la década se rigieron por los principios de la autonomía: la conocida huelga de Vitoria en 1976 o las luchas antirrepresivas y populares de Rentería; la huelga del metal que paralizó Gipuzkoa en 1978 o las principales huelgas obreras de Bizkaia… De aquella ola se armaron los Comandos Autónomos, pero la sombra de ETA era demasiado larga para entonces y, algo mucho más importante: para cuando comenzaron a actuar, los movimientos obreros habían entrado ya en una fase de repliegue y asimilación. Cualquiera de los que vivimos desde dentro estos procesos fuimos testigos conscientes de ello.

          No así Beltza, que se desplazó de ETA a las ideas libertarias y otros exiliados que observaban asombrados las luchas que se desarrollaban a este lado de la frontera: “Algunos pensaban –los de los Comandos Autónomos, por ejemplo– que la insurrección era inminente, y que debíamos estar preparados para participar en ella y apoyarla cuando se produjera”[21]. Ahí radica la clave principal: confundir la muerte de Franco y la crisis de su régimen que provocó la “Transición democrática” con la posibilidad de una insurrección revolucionaria; pensar que el camino hacia la Independencia y el Socialismo estaba poco menos que despejado. Lo cierto es que lo que iba ocurriendo en fábricas y barrios obreros apuntaba claramente en otra dirección: la gente aceptaba más bien sumisamente lo que la “normalización democrática” ofrecía. Incluso en la grave crisis económica que implicó el cierre de la industria pesada, la mayoría terminó aceptando las indemnizaciones y el paro. Obviamente, los aparatos sindicales y los partidos políticos recién legalizados hicieron todo lo que estaba en su mano para que las cosas tomasen ese rumbo (Los pactos de la Moncloa, la Constitución Española, etc.) y los aparatos represivos fueron ajustando su comportamiento y adaptándose poco a poco a la nueva situación sin ningún tipo de depuración. “Fuimos los espárrines del Estado” resumió Joseba Sarrionandia en la entrevista concedida a la revista hAUSnART en 2011. Pero, más allá y antes que eso, el entorno de ETA articuló lo que después se conoció como “izquierda abertzale política”. Más allá de las simpatías y el “capital simbólico” acumulado, y a diferencia de los disidentes que se habían desgajado en distintas escisiones, el entorno de ETA apenas tenía presencia militante en los medios obreros; y los partidos revolucionarios con mayor presencia, lo mismo que el movimiento autónomo, nos vimos desbordados en la nueva situación, y diluido el caudal en el que habíamos puesto nuestros mejores activos[22].

          En cuanto a los autónomos, los que se echaron al monte, eran unos pocos jóvenes, y fueron aniquilados en seguida. Pero me parece más importante considerar que, fascinados por realidades como la de Italia, quisieron emularla a base de voluntarismo, sin comprender que los procesos llevados allí y aquí apenas tenían nada que ver. Entre los que no les dio por ahí, hubo de todo, pero fue general la incapacidad para el análisis y la asunción de la derrota.

          Entre los más comprometidos en el movimiento, muchos se alinearon en la línea que estableció la izquierda abertzale, arrastrados por un radicalismo estéril: “ellos son los únicos que no se han rendido y continúan en la lucha”; “la lucha armada es la única capaz de sacar a la superficie las contradicciones del sistema…”. Fueron varios los factores que se mezclaban en aquella incapacidad: la idealización del sacrificio –finalmente, la mayoría habían sido formados en los viveros del catolicismo militante–, una visión ingenua de la función y el uso de la violencia, así como el vértigo ante la posibilidad de sentirse marginados de grupos muy cohesionados.

En recuerdo de la emboscada de Pasaia de 1984

8. LA USURPACIÓN POLÍTICA

Beltza, así como la mayoría de los que han escrito sobre la época, da sin embargo, otra versión. Pregunta: “En cuanto a su potencia, como estaba ETA en la época de la Transición, ¿entre 1975 y 1982?”. Beltza:

“En aquellos años ETA era un verdadero ejército con una fuerza enorme, bien preparado, bien armado, bien sostenido y con muchos apoyos. Eran temibles para la Guardia Civil. Eso sí, ya para la época de Argala, no había fuerza como para hacer la revolución y se proponía conducir al enemigo a una negociación que interesara a ETA. Junto con los milis, éramos muchos los que pensábamos que éramos capaces de lograr algo en el País Vasco. Se veía ya claramente que no sería la revolución, pero una negociación era creíble porque ETA era muy poderosa. En ese momento yo estaba cerca de los autónomos”[23]

Utilicé las palabras apropiación y usurpación en Zazpigarren heriotza para calificar la operación llevada a cabo por los aparatos políticos y sindicales de la época. La izquierda abertzale fue el agente principal de dicha usurpación; no “con mala voluntad” sino por sus criterios militaristas, por el declive de las movilizaciones y por su propia visión conservadora de la política. La “mesa de Alsasua” (1977) se constituyó pensando en las elecciones al parlamento español que se iban a celebrar el año siguiente, y su objetivo no era otro que el de asegurarse un espacio en el nuevo escenario político-electoral que se estaba estableciendo. En la situación que se fijó en la década de los 80 todas sus fuerzas se encaminaron hacia dos objetivos: fortalecer y apoyar a ETA y asegurarse un espacio en las nuevas redes institucionales. Y en eso se han agotado todas sus fuerzas, desde entonces hasta el fin de ETA.

          Un análisis político de dicho proceso convierte en anecdóticos los detalles particulares con los que se iba produciendo el agotamiento y la derrota definitiva, si no fuera por los efectos devastadores de dichas derivas y por la tragedia de tantas vidas truncadas y el secuestro de generaciones de jóvenes impulsos rebeldes conducidos a un sacrificio inútil. Si entramos en la casuística que nos presenta Beltza, podrían hacerse infinitas matizaciones, con el peligro de quedarnos siempre en la superficie al entrar en los detalles de cada uno de los epifenómenos: los intentos de negociación más o menos frustrados, la política de las cárceles o la línea política de Sortu, por mencionar asuntos en los que él abunda:

“Sortu niega la posibilidad de hablar sobre el valor de la lucha armada y la dignidad de los militantes activos. Es claro que no quiere hacerlo. Ha tomado el camino de la socialdemocracia, está bajo el control de una ideología securitaria y no quiere nada de eso. Con respecto a los que continúan en las cárceles, por ejemplo, debería caerse menos en la victimología y hablar más del sentido de lo hecho”[24].

Aun estando de acuerdo en lo esencial, ¿la clave está en “el valor de la lucha armada y la dignidad de los militantes activos”? No creo que los de Sortu nieguen esa parte, y ellos le responderían que la única opción realista es la que ellos han adoptado para reconducir dicho valor y la situación de los presos…[25]. El problema radica en que ya para 1978 la izquierda abertzale optó por la socialdemocracia; una “socialdemocracia armada”, eso sí, asunto francamente extraño para aquel momento histórico. Y que su empecinamiento haya traído consigo las conocidas consecuencias. ETA ha estado secuestrada en una concepción miope de la política; secuestrada también por el Estado, con la política que éste ha tomado por ejemplo con sus presos, y secuestrada por fin por sus preclaros dirigentes que no dejaban de ser políticos de mentalidad burguesa. No es casual el papel más que notable que los abogados han tenido en su historia.

9. OBJETIVO INDEPENDENCIA

No es mi intención dar aquí la razón a los “perdedores” que hayamos ido quedando en el camino, sino subrayar una constatación que me parece fundamental: en la historia de ETA siempre han salido victoriosos los militaristas y, al mismo tiempo, su razón absoluta estaba ligada a su proclamado patriotismo. El independentismo como consigna ha servido para encubrirlo todo: ningún objetivo era más noble que el de entregar la vida, sacrificarla por la independencia de la patria, incluso desde la sinrazón y la impotencia evidentes. Eso sí, mejor que esas vidas sacrificadas fueran ajenas, pues siempre hay jóvenes arrojados dispuestos a entregarse[26]. Beltza no se conforma con la independencia, él aspira a la Revolución Social, para defender la “dignidad ética y revolucionaria” de todos los que han dado el salto a la lucha armada. El caso es que la primera tarea de un revolucionario sería llenar de contenido esas palabras. ¿Qué significaba independencia a mediados del siglo XX, en los 80 o a comienzos del siglo XXI? ¿Qué significa actualmente? Para muchos de entre nosotros una sola y única cosa en todo momento: construir un Estado; “sin Estado, nada; con Estado, cualquier cosa”. El que muchos de los antiguos militantes se hayan reconvertido en hombres de Estado cobra todo su sentido desde esa perspectiva. “No será el Estado que soñé en mi juventud, pero mejor algo que nada”, y ese algo puede ser tranquilamente aquello que entonces identificaba con el Estado opresor, fuente de todos los males; o ese otro Estado subalterno llamado comunidad autónoma o cualquier otro estatus político conseguido con tanta sangre y tanto sacrificio. Las posturas militaristas y las estatalistas suelen estar siempre ligadas y aquellos considerados traidores en determinada coyuntura lo son en un sentido banderizo y oportunista.

10. DISOCIACIÓN Y SÍNDROME DE ESTOCOLMO

Siempre me he preguntado por los motivos por los que, entre los militantes de ETA, no se haya producido algo como la “disociación” de los presos italianos de 1982. Entre todas las contingencias judiciales y penales, fue necesaria mucha claridad y determinación para decir basta; para que un grupo de prisioneros, sin ninguna perspectiva de negociación con el Estado, lo formulase así: “Cuando se ha producido la destrucción de los movimientos de masa, tanto la actitud de los arrepentidos que se prestan a colaborar con el terrorismo de Estado como la del militarismo ciego que insiste en continuar con sus acciones, no hace sino alejar y frustrar cualquier posibilidad de cambio revolucionario. Por tanto, tanto los que venden con sus denuncias a sus compañeros como los que se empeñan en continuar con el activismo armado, ambos son nuestros enemigos”. Los que desde las cárceles se posicionaban así ponían en riesgo sus propias vidas ya que las propias Brigadas Rojas los condenaron en su campaña contra los arrepentidos.

          Para contestar a esa pregunta –por qué aquí no, cuando la mayoría, dentro y fuera de la cárcel ha llegado a tener claro que continuar con el activismo armado era ciego y suicida– habría que considerar diversos factores: por un lado, el propio origen de clase de ETA (hijos de la burguesía urbana en un principio, y obreros y campesinos con profundas raíces católicas, después); por otro, un momento de entusiasmo que se despertó al calor de las luchas anticolonialistas en el contexto de la Guerra Fría[27] y la corriente de nuevos grupos armados que atravesaba Europa. Además, las heridas producidas por la derrota en la guerra civil española permanecían sangrantes y entre los jóvenes era muy natural la propagación del mandato de levantarse contra la ignominia que se había perpetuado con aquella derrota. La pregunta era, como siempre, qué hacer y, más aún, cómo.

          En la historia de ETA hay un período apenas considerado que va desde la creación del grupo Ekin en 1952, que pronto cambiaria de nombre por ETA, hasta 1968, cuando se produce la muerte de Txabi Etxebarrieta tras la V asamblea[28]. En las discusiones de aquellos jóvenes había una crítica al activismo –también armado– de los que militaban en las juventudes del PNV, y nadie se atrevió a dar el paso a la acción hasta que se impusieron las tesis “marxistas” y anticolonialistas. A partir de ese momento, en pocos años se precipitaron los acontecimientos: muerte de Etxabarrieta y Pardines y del policía torturador Melitón Manzanas en 1968, lo que desata una ola de represión que conduce al consejo de guerra de Burgos (1970). Después, los atentados en Madrid contra Carrero Blanco (1973), y el de la calle Correo (1973); los fusilamientos de 1975… Los muertos, torturados y encarcelados se acumulan y tras la muerte de Franco, a pesar de la amnistía y la transición, la dinámica ya en marcha resulta imparable.

          No insistiré en el hecho crucial producido en aquellos años: la ruptura entre la actividad armada y los movimientos de contestación. Beltza habla de “meteduras de pata” dirigiendo su atención a cuestiones personales en momentos cruciales:

“No conocía a la gente de la nueva dirección de ETA [tras la caída de Artapalo y Txelis en 1992], pero sí a la gente de KAS, y era buena gente, muchos de ellos amigos míos. Esta gente ayudó a ETA a reintroducir en la práctica de la calle el contenido social que faltaba. Querían que la revolución social volviera al centro, pero en una búsqueda de radicalismo se convirtieron en sostén de la peor estrategia político-militar”[29].

“Estrategia político-militar” es un eufemismo cuando la actividad militar y todo lo que implica su apoyo condiciona y determina todo el resto, generando una dinámica que termina aplastando todo impulso rebelde bajo la apisonadora del activismo militar y la política antiterrorista.

           Entre las víctimas más escandalosas de esa dinámica sostenida por los militaristas, está la gran cantidad de militantes que no se integraron en el sistema autonómico-constitucional y que, cuando no se retiraron quemados, sufrieron una suerte de síndrome de Estocolmo que perdura hasta hoy. Bajo la amenaza y el acoso constante de los comisarios políticos de ETA, tuvieron que aceptar, aun de forma crítica y a regañadientes, la dinámica impuesta porque, cualquier otra opción supondría “dar bazas al enemigo”.

           En los cuatro decenios que han transcurrido ETA ha sido una verdadera trituradora de buenas intenciones militantes y la principal responsable de la neutralización de cualquier impulso rebelde. “Era buena gente”, concluye Beltza, y los que tuvieron una responsabilidad directa en dichas dinámicas insisten en que no estamos en condiciones de hablar de lo ocurrido, si no es para glorificar la resistencia heroica y la entrega de los que sacrificaron su vida para conseguir la completa liberación de su pueblo[30]. ¿De qué hablar, entonces? Beltza elige la casuística, aun admitiendo que “al escribir este libro, como quien levanta una pared con ladrillos, me iba dando cuenta que, entre ladrillo y ladrillo, quedaban unos huecos terribles en esa pared. Hay más huecos que ladrillos en mi libro, pero tenía que trabajar con el material que tenía a disposición”[31]. Otros se dedicarán a escribir himnos de exaltación a los gudaris, hasta el Gran Día de la Liberación, y a construir “puentes de plata”, pero no para permitir la retirada a las tropas enemigas vencidas sino para ponerse a salvo a sí mismos, en la “guerra del relato”, como la escrita con agua de arroz para construir un puente entre el consejo de guerra de Burgos y la disolución de ETA, dejando el período intermedio sumido en la más espesa niebla[32]

          El efecto de la mezcla de una ideología sacrificial y un independentismo periclitado que el militarismo ha suscitado ha resultado desastroso. A diferencia de Italia, el activismo armado no surgió aquí como un epifenómeno de los movimientos insurreccionales de masas que activos en las grandes empresas fordistas y en los barrios obreros. Tratando de imitar el modelo de las luchas anticolonialistas primero, y una “guerra de resistencia” después, todo terminó reduciéndose a una sangrienta partida de ajedrez entre “hombres de Estado”. Los que tuvieron las más altas responsabilidades en la imposición de esta dinámica no han mostrado la más mínima capacidad para detectar las consecuencias políticamente catastróficas de la misma. No faltan los testimonios críticos, pero se impone casi siempre la tendencia a salvar la propia trayectoria del que toma la palabra: “Éramos todo idealismo y generosidad, fue después cuando se torcieron las cosas”; y ese después cada uno lo data en el momento en que el espejismo se desvaneció para cada uno. La caída de caballo de cada cual se convierte así en la bisagra del relato. Nadie parece tomarse el trabajo hablar de lo que no funcionaba antes de que cayera la venda que cubría sus ojos –esas dinámicas que posibilitaron el desastre de después– cuando ahí residen las claves de los errores. Para caer, habitualmente, en el moralismo de un arrepentimiento o un victimismo oportunista: “todos hemos sufrido mucho; hagamos lo que está de nuestra parte para superar las consecuencias del conflicto”; “los derechos humanos no se respetaban adecuadamente en ninguna de las dos partes”; “hagamos entre todos para que la Verdad, la Justica y la Reparación puedan producirse”, etc.

          Con lo dicho hasta ahora, puede que alguien concluya con que tomo lo ocurrido en Italia como modelo. No es el caso. Para empezar, porque poco tenían que ver las situaciones y dinámicas de Italia y el País Vasco en la segunda mitad del siglo XX. También allí, la deriva militarista tuvo un efecto desastroso para los movimientos rebeldes. Las consecuencias del secuestro y la muerte de Aldo Moro dejaron claro que la “estrategia de la tensión” sustentada por el propio Estado italiano con las acciones atribuidas a la extrema derecha, etc. fue la que finalmente resultó victoriosa, arrasando el movimiento. Lo que dicho amplio movimiento pretendía tras la ruptura con la ortodoxia del partido comunista y los sindicatos –el rechazo al trabajo en cadena y a toda forma de trabajo alienado, el impulso a unas nuevas formas de vida comunitaria a través de la ocupación y la reutilización de los espacios comunes, el cuestionamiento de los roles de género, la apropiación directa de las mercancías, la centralidad del trabajo cognitivo y afectivo…– fue conducida a una espiral militarista y arrasada por ella. Muchas feministas decidieron apartarse de esas dinámicas de guerra y los militantes de la autonomía cayeron también bajo la misma, destruidos y dispersados como consecuencia de la represión. De lo que hay que concluir que, incluso cuando los movimientos transformadores de base son muy poderosos, la utilización de la violencia puede devenir una trampa tan tentadora como peligrosa. El Estado siempre la utilizará porque le da la coartada perfecta para destruir todo lo que debilite su monopolio incuestionable de la misma. Los corazones más ardorosos no coinciden a menudo con las mentes más lúcidas y la compulsión por el pase a la acción se impone, sin reparar de antemano que las armas tienden a cerrar el paso a cualquier vuelta atrás. Mucho menos conociendo la evolución de las estrategias de guerra y de represión de los poderes vigentes en las últimas décadas.

11. EN DEUDA

Solemos estar necesitados de hacernos con un pasado cuando llegamos a los 20-30 años. Dicho pasado lo heredamos con frecuencia de nuestros padres a través de un mandato oculto: “tienes que realizar lo que nosotros no pudimos”. Una herencia envenenada pues puede estar alimentada por ciegos rencores, impotencia, envidia o cobardía. En cualquier caso, tiene poco de generosidad pues exige a otros, desde el lugar de poder de los padres, que paguen las deudas que aquellos acumularon. Deudas demasiado grandes capaces, a veces, de asfixiar una vida –cada vez somos más conscientes de la perversión de una “política de la deuda” en la economía o en la ecología.

          Con 50-60 años, y de ahí en adelante, suele pasarnos por la cabeza la idea de la herencia que dejaremos a los que nos sigan, y a menudo nos amargamos pensando que ellos no se merecen el esfuerzo que les hemos dedicado; que lo infravaloran o desprecian: ¡serán capaces de derrocharlo en cuatro días! Cuánta amargura de la tercera edad en las sociedades construidas sobre lo patrimonial. Miramos nuestra tierra, nuestro paisaje, nuestra lengua… como patrimonio, a sabiendas que la gente es capaz de matar por lo que considera sus derechos patrimoniales, incluso en el interior de la propia familia.

          Para los fundadores e impulsadores de ETA tenían mucho peso la resignación rabiosa y los fracasos heredados. Abrazando la secularización, trataron de liberarse del peso añadido que otorgaba el catolicismo de aquellas décadas a semejante herencia, pero no así la pasión por el sacrificio que asumieron sin reparo. Una extraña versión del milenarismo de los primeros tiempos cristianos impregnó el siglo XX: debíamos acabar de una vez por todas con la injusticia y la iniquidad del mundo. Y ese de una vez por todas fue convertido en destino por muchos jóvenes que se levantaron en armas en infinidad de minúsculos ejércitos por toda Europa en las décadas 60-80. Los vascos no fuimos una excepción en esa amplia y profunda corriente; nuestras particularidades, por el contrario, la hicieron más urgente, más persistente. Nuestros padres habían vivido una guerra atroz y se propusieron a sí mismos hacer lo que estuviese en sus manos para que nosotros no pasáramos por aquello. El suyo fue un sometimiento casi incondicional, pero también surgía de cierta sabiduría ligada a la supervivencia: conocían por experiencia cómo acababan los rebeldes alzados contra la injusticia. Y no sólo en los asuntos públicos; también ocurría cuando los abusos ocurrían en el interior de las familias y nuestros mayores intentaban construir muros protectores, aun cuando comprendieran que habían padeciendo abusos inaceptables. Pero tampoco eran pocos los suficientemente concienciados o ideologizados que no estaban dispuestos a aceptar aquel estado de las cosas[33]. “El mismo filo que cortó los pechos de la madre / parte en dos el corazón del hijo / corazón roto del que remontan vuelo / aves cenicientas repudiando sus cunas / cunas rehusadas, refugio de afiladores” escribía un Bernardo Atxaga que no había llegado aún a los 30, empeñado también él en dar forma a su propio pasado[34].

          Mi impresión es que, en los que sienten la imperiosa necesidad de defender “la dignidad ética y revolucionaria de todos aquellos militantes” como es el caso de Beltza, no tienen mucha cabida consideraciones de este estilo. Menos aún cuando, frente al discurso “antiterrorista”, hay que defender la posición de los derrotados. No parecen reparar en que, en esa pendiente van desapareciendo las posibilidades de análisis políticos y éticos de cierta profundidad porque siempre es más imperiosa la defensa frente a enemigos implacables. Al pensar la violencia y su posible utilización, de poco sirve repetirse que la violencia imperante y dominante es la violencia estructural. Aunque la pueda explicar, eso no legitima cualquier acción violenta en su contra. Al contrario, quien detenta el monopolio de la violencia –el Estado–, siempre se aprovecha de cualquier brote rebelde para fortalecer su posición, su legitimidad y sus intereses, administrando provocaciones y represión según a su conveniencia. No hablo desde una posición pacifista, contaminada también ella por tanta carga ideológica. Pero quien toma la decisión de emprender acciones violentas deberá hilar muy fino si pretende que sus intentos no se vuelvan contra sí mismos. Me parece obvio que no ha sido el caso de ETA y el resto de nuestros grupos armados. Picaron el anzuelo y, vistas las consecuencias, algunos se arrepintieron, pero, la mayoría trata de explicar, a sí mismos y a los demás, que aquella era la única opción legítima. Es comprensible, pero, pasada esa página, deberíamos cuidar de entrar en juegos perversos y dejar estas herencias envenenadas a los que nos sigan.

          Han ido desapareciendo ya los más viejos, pero algunos de los que se sumaron más tarde son conscientes de alguna manera de sus deudas y sus legados. Así hablaba Mikel Albisu, Antza, en una entrevista reciente:

“…Creo que tenemos una deuda. Cuando hablo en plural no hablo de los miembros de esa organización en la que he participado, sino de las distintas generaciones que hemos participado en este conflicto, hasta 2011. Cuando ETA abandona la lucha armada podemos decir que se abre una nueva era, que no significa que no haya conflicto armado; la Guardia Civil sigue armada. Pero cuando una parte decide parar, creo que en la medida en que no se han superado las consecuencias de ese conflicto –y no se han superado, porque ahí están los presos y el dolor de las víctimas, que necesitan reparación mientras haya heridas–, ahí hay una deuda que estamos dejando en herencia, que hay que saldar. A las nuevas generaciones, a los jóvenes que hoy tienen 20 años, por ejemplo, estamos dejando esa deuda en herencia y creo que eso sí que debemos evitar… Quiero que cuando miren hacia atrás vean una literatura que ayude a superar un conflicto, que el conflicto haya sido superado. Hay muchas cosas que contar, pero no podemos hacerlo, ni siquiera entre líneas. Nuestros dolores, nuestros padecimientos están silenciados. Pero tampoco estamos en situación de curar los dolores a los demás. No podemos curar ese dolor que nosotros hemos causado, o tenemos grandes dificultades para hacerlo porque nosotros también estamos dolidos. ¿Cómo se hace para sentarnos en torno a una mesa y curar todos esos dolores? Los presos todavía están alejados; algunos de los perjudicados han recibido una reparación por parte del Estado, pero se ve que eso tampoco es suficiente. No sé si yo soy la persona más adecuada para hacerlo… Sé que mi actitud es muy paternalista. Lo hago un poco intencionadamente: diferenciar a las generaciones, y eso no es tanto una cuestión de edad. Lo hago para diferenciar entre quienes hemos participado en el conflicto y quienes no han participado directamente en él. Un amigo francés, estando en la cárcel, utilizaba una frase muy importante para mí: «Los niños no tienen culpa de lo que han hecho sus padres» … Yo lo traslado al ambiente político actual y creo que tenemos ese riesgo, es decir, que las nuevas generaciones serán paganas de lo que hemos hecho, si no lo solucionamos. No digo que lo solucionaremos, pero al menos debemos intentarlo. No debemos dejar en herencia esa deuda. Debemos intentar resolver las consecuencias de este conflicto inacabado. Es así como veo la situación actual, estamos haciendo propuestas muy ingeniosas de cara al futuro, pero estamos dejando en herencia una casa llena de goteras, y les decimos a las nuevas generaciones: «tranquilos, preparad y pintad las habitaciones como queráis». Yo no quisiera una casa llena de goteras, me iría a vivir a otro lugar”[35].

He señalado el lugar desde el que se realiza esa reflexión: el lugar de mando de quien establece qué puede ser dicho y qué no. Pero ahí se filtra otro elemento común en el discurso hegemónico aparentemente bienintencionado que repite que “debemos superar las consecuencias del conflicto”: conocer la verdad; hacer justicia y, proceder a la reparación. Olvidando que el conflicto no comenzó en 1968 –ni en 1936 o en 1512–. ¿Cómo “arreglar” las consecuencias de la conquista de 1512, o las consecuencias de la guerra del 36 o de cualquiera de los otros desastres de la historia? Ese fijar la historia en unas fechas no nos conduce a ningún sitio que no sea la justificación de ciertas posiciones ideológicas y políticas. La guerra social es interminable y deberemos aprender las lecciones de cada derrota y de cada victoria, pero no “solucionar” el conflicto. Lo que llamamos Historia es una construcción que realizan los triunfadores para fortalecer y apuntalar su legitimación, pero cuando los perdedores intentan dar su versión, de poco sirve actuar por oposición a los vencedores, afirmando lo contrario, como en un espejo. ¿Y la justicia, y la reparación? ¿Puede repararse una vida perdida con una bolsa de dinero? No. Hay que vivir y atravesar los duelos, tratar de aprender las lecciones para no caer en la idiocia –“es a los vencedores a los que les toca ahora convertirse en perdedores y, los que siempre hemos sido derrotados, nos merecemos vencer alguna vez”.

          Me parecieron muy ajustadas las palabras que Itxaro Borda publicó recientemente con su habitual agudeza e ironía: 

“El fallecimiento Julen Madariaga, uno de los fundadores de ETA, parece que haber reavivado el chisporroteo de las palabras: estamos pues en deuda porque sin él y sin sus amigos no estaríamos hoy en la situación en la que encontramos, pudiendo disfrutar en alemán de la serie «Tatort» y aprendiendo las enseñanzas de la Comunicación No Violenta. Al finalizar la guerra de 1914, la iglesia se dedicó a repetir hasta el hartazgo a nuestros antepasados que la deuda de sangre con Francia había sido saldada, y que los de la patria pequeña habían adquirido de facto su derecho a ser miembros de la gran patria. Porque estaban en deuda, lo aceptaron todo, «medio rezagados, medio dormidos, medio muertos», como cantaba Niko Etxart. Los sacerdotes preabertzales también les acusaban de perder el euskera, especialmente a las mujeres. La deuda es el emblema de una dependencia implícita sin salida, sea en casa, en el pueblo o en el mundo. Entre nosotros, la deuda es ideológica: reuniendo capital e intereses, se ha hecho gigantesca, y se han reclamado vidas para poder liquidarla, sacrificios, martirios, elegías …, la parafernalia de los deudores que hemos conocido hasta hace poco”[36].

En mi caso, atravesé mi veintena quemando naves y bombardeando puentes –lo mismo que había hecho, de modo inconsciente, desde más atrás–, y también experimentando con otras formas de vida, y me tuve que hacer cargo de una tierra quemada cuando me tocó asumir mi pasado. Ahora, con los 60 bien cumplidos, me parece que aquella actitud no fue del todo equivocada pues debía huir y tratar de ponerme a salvo de un pasado tóxico y asfixiante. Pero aquella no era más que una de las opciones posibles. No la trataré de imponer a nadie como el “único camino digno”.

12. EL RETRASO

¿Cómo superar las posiciones polares cuando dichas polaridades devienen superficiales y estériles? Por ejemplo, la polaridad “violencia vs. vía pacífica”; “derecha liberal vs. socialdemocracia”; “reformismo vendido vs. vía revolucionaria sin tacha” … Digo superficiales, pero podría decir también falsas, en la medida en las últimas décadas han mostrado sus limitaciones y los callejones sin salida a que nos conducían. “¿Qué propones entonces; cuál es tu alternativa?” nos pregunta ése que demanda formulas o breves programas –cada una de nosotras, a menudo–. Hay que comenzar por asumir que no hay alternativas; no al menos si consideramos como alternativos a los caminos estériles que se han vendido como tales en nuestra historia reciente. Si no estamos dispuestos a vivir con el vértigo que generan las preguntas sin respuesta, puede ser que estemos demasiado debilitados, y lo primero que debemos hacer es asumir ese estado, disfrazado tantas veces de cansancio, agotamiento o depresión –“problemas” para los que se nos ofrecen infinidad de remedios, en la medida en que los hemos colocado fuera de nosotras y los consideramos accidentales, mientras nos cocemos en el caldo emocionalmente envenenado de la rabia y la impotencia.

          Somos tercos y solemos preferir morir aferrados a nuestra verdad que ceder, rendirnos. Profesamos una fe en la que la “ideología” es el dogma irrenunciable, incapaces de traicionar una dignidad que hemos comprado pagando por ella un precio tan elevado… a no ser que tomemos el atajo de los conversos. Un atajo muy común entre nosotros, última opción, quizá, desesperada para que no caer en el abismo de la locura y la autodestrucción[37]. El arrepentimiento es aceptable, también un profundo sentimiento de culpa –un sentimiento que hemos rechazado con mucha ligereza porque estaba en las bases de todo un sistema represivo–, pero ante quienes han vivido esos procesos y se ponen a aleccionar al resto sobre el camino adecuado, la pregunta salta a la vista: “Si de verdad piensas que has malgastado lo mejor de tu vida conduciéndote por el mal camino, ¿de dónde surge tu osadía para ir dando lecciones a los demás?”. La humildad no suele ser la virtud más notable de los grandes conversos.

          Afortunadamente, el incremento de las luchas feministas y ecologistas o la conciencia de lo que representa el antropoceno; la sensibilización creciente y las movilizaciones en torno a las injusticias sustentadas en el colonialismo, el racismo y el clasismo no dejan de abrir fisuras en nuestro “mundo perfecto”. Que estas luchas sean constantemente absorbidas por el sistema y la lógica de sus dispositivos –y debemos incluir entre esos aparatos a los partidos políticos y los sindicatos tal como los conocemos hasta ahora– no impide un grado cada vez mayor de autonomía de la que hacen gala, y no sólo porque incluso en nuestro “mundo perfecto” cada vez una mayor parte de la población es considerada como un excedente prescindible. La resistencia a la usurpación del núcleo de sus combates se asienta en el seno de esos movimientos, y cada vez resultan más grotescos los llamamientos de los dirigentes mesiánicos que se postulan para liderar la causa común que agruparía todos los frentes de lucha.

          En cuanto a los vascos, debemos reconocer que nos movemos con un enorme retraso. Cuando la boutade de “los últimos indígenas resistentes de Europa” quedó desenmascarada, muchos se han percatado de su vergonzosa desnudez, pero eso ha conducido a un cierre de filas, de izquierda y de derecha, en torno a la misma causa común: la defensa de nuestros privilegios patrimoniales.

          Ya sufríamos un notable retraso en las pasadas décadas de los 60 y los 70 del siglo pasado en relación a los mismos movimientos de los que hemos hablado hasta aquí. Pero, conociendo la situación, teníamos circunstancias atenuantes. Y es que a nadie se le ocurría en Europa como a nosotros emular y tratar de repetir por aquí la revolución cubana o la argelina. Algunos trataron de inspirarse en Irlanda del Norte, sin verdadero fundamento, como los hechos se han encargado de demostrar. Todas las experiencias insurreccionales, incluida la del IRA, habían terminado antes de fin de siglo –la inmensa mayoría en la década de los 80–, excepto la nuestra. Con el colapso del “socialismo real” y la destrucción de las torres gemelas neoyorkinas que justificó la redoblada “Guerra contra el Terror” de los estadounidenses, nuestros escarceos guerrilleros sólo podían sostenerse en una inercia delirante. Hasta 2011.

          En los 60-70 muchos de los dogmas a los que nos adheríamos, sustentados en cierto marxismo ortodoxo, se estaban poniendo ya seriamente en entredicho. La revista Socialisme ou Barbarie surgió en París en 1949 y se mantuvo hasta 1967; la Internacional Situacionista data de 1957 y el clásico de Guy Debord La Sociedad del espectáculo se publicó en 1967. En esos años florecieron los pensadores más destacados de la Escuela de París (Foucault, Deleuze, Lacan, Lévi-Strauss, Derrida, etc.) que continúan siendo referencia indiscutible en muchos campos: los marxistas y los críticos más radicales del marxismo, los psicoanalistas y aquellos que dejaban al aire las vergüenzas de los psicoanálisis, los arqueólogos del poder y todos aquellos que no fueron capaces de ofrecer “programas alternativos” … Me refiero a un retraso en la reflexión y el debate, no a la pasión por sustituir unos dogmas por otros en el ansia por entregarse a una Verdad verdadera.

          Son también de aquella época los críticos radicales de la sociedad industrializada que sin reducirse al economicismo imperante realizaron una crítica radical a las instituciones que no han hecho más que consolidarse hasta hoy: la escuela, el sistema sanitario, el transporte, los modelos energéticos, los procesos de urbanización, la industria agroalimentaria… No eran críticas meramente académicos, sino que tuvieron una imbricación muy fructífera con muchos experimentos sociales y políticos de la época. Pero nosotros permanecíamos impermeabilizados ante tales “ocurrencias”. Las capillas que profesaban la doxa marxista –lo mismo que hoy, pero con mucha mayor influencia– miraban con desprecio o indiferencia todos estos procesos tachándolos de burgueses, pero su fundamento y vigencia han quedado claras en las crisis que atraviesan el siglo XXI. Cuando la política agonizaba devorada por la “razón económica”, nosotros nos empeñábamos en reivindicar la primacía de lo político, y así continúan nuestras mentes más preclaras.

          El “fetichismo de la mercancía” fue un concepto marxiano, pero era puro esoterismo para la mayoría, y todas las discusiones en torno a los conflictos de identidades continuaron empantanadas en los modelos de pensamiento y acción del siglo XIX.

13. CUENTOS DE VIEJOS EN EL DESIERTO DE LA NORMALIDAD

Han pasado cuatro años desde que, a la raíz del final de ETA escribí lo siguiente: “¿Quién se acuerda de los sueños y las vivencias de los jóvenes de mediados del pasado siglo? ¿Para qué sirven hoy sus razones y sus esfuerzos? Y, sin embargo, no podemos entender a ETA sin valorar las simpatías y los impulsos surgidos desde el Tercer Mundo de entonces en el marco de la Guerra Fría. ¿Se plantean los jóvenes rebeldes de hoy sobre qué derrotas se levanta la realidad actual de Cuba, de Vietnam, de Argelia o del Congo? Más aún, ¿conocen el alcance de las transformaciones ocurridas en Occidente a lo largo de las últimas décadas de aplastante triunfo neoliberal que condena a la mayoría de los pobladores del mundo a una violencia extrema?

¿Cómo ha sido posible un retraso de más de tres décadas para el final de ETA? Hay una razón central entre las muchas adicionales: el componente agónico de su lucha. La fuerza originaria del nacionalismo vasco se nutría de dicho componente agónico –el final de un mundo agrario idealizado– que la derrota en la Guerra Civil y la larga postguerra franquista no hicieron sino alimentar. Mezclado con la oleada de los movimientos de liberación, nuestra “resistencia armada” se dotó de la suficiente autonomía como para seguir siempre adelante, por encima de todos los indicadores de anacronismo provenientes de la realidad. Sólo una perspectiva suicida de derrota sin paliativos ha forzado su final. La necesidad intrínseca de subrayar su “diferencia” ocultaba al movimiento su evidente naturaleza “ordinaria”: como lo fue en sus orígenes, no era sino parte de una dinámica general largo tiempo caducada.

          De mantener un movimiento armado así y sin dejar de ser el lugar más militarizado de Occidente, estamos a punto de convertirnos hoy en uno de los lugares más pacíficos de Europa. Pero la violencia para mantener el orden de nuestro mundo no decae, y gracias a la habilidad gestora de nuestros dirigentes y a nuestra naturaleza sumisa y trabajadora, nos colocamos a la cabeza de los lugares con mejor futuro en Europa. ¿Qué haremos cuando las hordas desesperadas de los descendientes de aquellos de África, América y Asia que nuestros abuelos revolucionarios admiraron arriben a nuestros lindes? ¿Hemos decidido guardar nuestras esencias en cofres de titanio y las defenderemos a muerte ante la invasión de los bárbaros? ¿O bastará con evitar que nuestras manos se manchen de sangre pues habrá dónde elegir entre los desesperados a los que encargar el trabajo sucio?

          Los que hemos sido testigos de esta larga historia continuaremos moviéndonos entre dos extremos. Por un lado, apesadumbrados quizá por no haber sabido reaccionar antes, están los que ahora quisieran borrar la historia –“nunca debió ocurrir algo así entre nosotros”– o exigir a sus responsables más directos que renuncien a cualquier justificación –“reconoced que todo este dolor no ha servido para nada”–. En el otro extremo, los que continúan disfrutando obscenamente de su pasado: “Fuimos los últimos resistentes, y si la mediocridad imperante no se hubiera impuesto, seguiríamos estropeando el sueño a los que nos niegan la libertad hasta lograr nuestros objetivos”. Todo esto resultará cada vez más extraño a los que crecieron en el nuevo siglo y, unos y otros se quedarán de piedra ante las explosiones de violencia sin horizonte utópico que nos aguardan. Hasta hace bien poco, los agentes más violentos dejaban a la mayoría de nosotros sin espacio de juego, pues ésa es la ley de la guerra –más allá del daño causado, ahí radica su responsabilidad política–. Sus herederos reclaman ahora la “implicación de todos” para los nuevos tiempos. No comprenden que cada vez resultan más extraños los viejos vocablos, los gestos antiguos. En la larga travesía por el desierto de la normalidad que habremos de recorrer, tendremos que inventar otras palabras y otros gestos y lenguajes para cuando aquellos pierdan su valor”[38].

14. INMERSOS EN LA CATÁSTROFE ACTUAL

Esta sensación de distancia y retraso no ha hecho más que acrecentarse desde que ha sido establecida la emergencia pandémica en 2020: una enorme aceleración en la puesta al día de los dispositivos de control y explotación, y la desorientación entre los que nos oponemos a ellos. Si lo anterior era la “normalidad capitalista” que explotó en su enésima crisis en 2008 con la llamada crisis financiera, la situación actual ha revelado el ansia por volver a dicha normalidad en la mayoría. Cualquier cosa es lícita si se hace bajo la promesa de devolvernos allí, aprovechando el terror difundido a un mal tan ubicuo como inasible.

          Cuando los procesos de expolio y acumulación que hacen posible el capitalismo han llegado a sus límites materiales, somos testigos del mismo expolio, pero esta vez dirigido a lo más íntimo, asumido como algo natural. Mientras tanto, seguimos atrapados en los sueños ilustrados que imaginaron los románticos del siglo XIX: un paraíso social, industrial y moral con el que llenaron su imaginación. Pretendieron separar ética y política bajo la égida de la ciencia. Se creyó que la historia podría ser leída como un texto de futuro y trataron de explicarla con los códigos de la biología y la física. Crearon tecnologías para potenciar el yo y diferenciarlo. Se empeñaron en convertir cualquier principio trascendente en una experiencia profana. Su proyecto era fascinante, pero si reparamos en sus resultados prácticos, en el espejo vemos una imagen alejándose más y más. Nos sorprendemos ahora de su ingenuidad en relación a la condición humana.

          El siglo XX lo aceleró todo y todos abrazamos la creencia de que la Historia tenía un fin. Todas las ortodoxias se armaron y se atrincheraron para la Lucha Final que traería el Fin de la Historia: la Sociedad Comunista sin clases, o el paraíso prometido por un Mercado Libre. En las revueltas antiautoritarias encendidas tras el fin de las guerras de Europa podía percibirse quizá el intento de acabar con esta doble ilusión, de cuestionar el mito del progreso. Pero las fuerzas dominantes de los últimos siglos continúan al mando, y prefieren la catástrofe antes que poner freno a todas las inercias que nos conducen a la misma.

          Los fundamentos económicos y estatales que sustentan los sistemas de producción e hipermovilidad actuales tienen que recurrir cada vez más a las guerras como medio de “poner a salvo” a la gente que destruyen. Y cada vez en más lugares del planeta se hunde la legitimidad del Estado como centro de convivencia. Dicha pérdida de centralidad del Estado y del triunfo de una metafísica mercantil hace aflorar una combinación pavorosa de feudalización del poder y tecnofascismo.

          A pesar de que los feminismos, los ecologismos, los indigenismos y las luchas en defensa de diversas identidades surgieron en las últimas décadas como reacción a los diversos rostros de la explotación, no sería exacto decir que actualmente se reduzcan a ello. Hoy se cuestiona desde cada ángulo que representan el conjunto del orden material y simbólico establecido, aunque todo es incertidumbre en cuanto a un futuro cercano.

          El poema de 1978 que he mencionado antes continuaba de esta manera: “Fíjate bien, fíjate / aguas de quebranto anegando los campos / altares derruidos / generaciones uncidas por flores nocturnas / floreciendo en cadenas y clavos”.

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POSFACIO

En qué consiste la ideología: una lección magistral de Mikel Antza[39]

Se trata de una imagen muy utilizada: “el pez no sabe qué es el agua… hasta que es arrancado de ella en su agonía”. Absolutamente identificado con el medio que hace posible su vida, el pez carece de recursos o de necesidad para pensar siquiera en la posibilidad de otros medios. Su única experiencia ajena al agua es la muerte. Los humanos, sin embargo, nos caracterizamos por la posibilidad de preguntarnos sobre nuestro propio medio. Y tratando de dar alguna respuesta a esa pregunta, hemos llegado a descubrir que en un tiempo remoto de nuestra evolución también fuimos criaturas marinas; que algún ser de los océanos o de alguna charca adaptó su respiración a un medio aeróbico para convertirse en reptil, en ave… y también en algún mamífero, nuestro remoto predecesor. Pero este relato es algo muy moderno. Antes de Darwin –y también después de él– son otros los relatos dominantes para responder a la pregunta sobre nuestro origen y nuestro medio natural. Las respuestas míticas más rígidas –esas que los modernos han identificado en los dogmas religiosos más recientes– consideran aberrantes esas vinculaciones directas del ser humano con los animales. ¿Cómo dar una explicación convincente a nuestra conciencia del tiempo y de la muerte?, ¿cómo explicar todas las creaciones humanas; la construcción de las civilizaciones, las lenguas, el arte, así como una crueldad sin parangón, el sufrimiento gratuito que administramos sin medida… “¡No!” gritan unos y otros, “pensar que no somos mucho más que peces es la mayor de las supersticiones”, y cada uno interpreta esta afirmación a su manera. Apenas somos conscientes –tampoco los modernos– de que existan opciones más allá del medio al que estamos adaptados o, como los peces, identificamos a esos otros medios con la muerte.

          Aunque se trate de un salto enorme, podríamos afirmar que “ideología” es uno de los nombres con los que asignamos nuestro propio medio: nos sentimos vivos en su interior, y perdidos fuera de él, en peligro de muerte. Cada día y en todo momento alimentamos dicha conciencia pues percibimos como un peligro bien real –el peligro de la autodestrucción, el peligro de la locura– la posibilidad de caer fuera de ella. Y, puesto que sobrellevar esa tensión resulta demasiado exigente, la negamos, la olvidamos cuanto menos, hasta que el lado traumático de la vida –la muerte, los choques violentos…– nos golpean. Los duelos no son sino los procesos para sobrevivir a dichos golpes; desde la negación a la rabia, la depresión y, finalmente, la renegociación con la realidad en intentos de que la vida continúe siendo vivible. El duelo es el proceso de sanación para volver al río de la vida.

          Tengo la impresión de que los que declaran una guerra –me refiero a la cruda violencia, a la sangre, tanto en niveles íntimos como colectivos– apenas son conscientes del umbral que están atravesando, del abismo al que dan el salto. Es la propia guerra la que se lo revelará; les revelará que quitar la vida a alguien representa el final de cualquier posible inocencia, una pérdida sin retorno pues la sangre sólo se redime con la sangre. La antigua historia de Caín y Abel es profundamente reveladora, aunque represente una historia corriente: la de la guerra entre los pastores nómadas y los agricultores sedentarios, una guerra fratricida –“toda guerra es una guerra civil”–. Pero la clave reveladora se encuentra en la última pregunta-respuesta de Caín. Cuando una conciencia omnisciente le reprocha el parricidio, él responde: “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?”[40]. Es la pregunta que resume el intento delirante por librarse de las consecuencias naturales de lo perpetrado: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano está clamando desde la tierra. Pues bien, maldito seas, estás expulsado de esta tierra que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Tendrás que errar y vagabundear por la tierra el resto de tus días”[41]. Todos somos descendientes de Caín.

            Pero quisiéramos creer que las preguntas han callado. Que Ulises regresa a casa tras la masacre de Toya y la Odisea, y allí le espera la Penélope fiel con los brazos abiertos, después de acabar con todos los usurpadores que pretendían su lecho. “Tenemos la oportunidad de arreglar las cosas. ¿Qué precio debemos pagar para ese arreglo? Si alguien se prestara a hablar y plantear las cosas…”[42] concluye Antza en su entrevista, sin cejar en su actitud arrogante, pero, en el fondo, resignada. No cabe duda de que resulta cruel ver envejecer a su mujer en la cárcel, tener que criar a su hijo sin madre.

          La ideología es el dispositivo que convierte al pensamiento hegemónico alimentado a cada hora por el poder, con su dosis ajustada de palo y zanahoria, en sentido común. La ideología impregna todos los niveles de nuestra vida, desde lo más íntimo a lo público. La que nos toca es la versión más sofisticada de entre las que se han ido desplegando a lo largo de la historia, la que nos machaca a cada instante y de la forma más sutil con la idea de que no es posible otra forma de vida. “No hay alternativa”, pontificó la dama de hierro en la década de los 80, y el entonces jefe de los laboristas ingleses y defensor de su “tercera vía”, Toni Blair, respondió: Amén.

          No es posible sobrevivir fuera de la ideología, pues no se trata de un simple código de pensamiento –liberal, conservador, marxista, anarquista, patriarcal, feminista, nacionalista, cosmopolita…–. Dichos códigos son herramientas que se utilizan para apoyar o combatir la ideología dominante, para dar un sentido al mundo. Nos apoyamos en sus pilares para confirmarnos en nuestras convicciones sobre lo íntimo o lo social, lo mismo que para hacernos con las coartadas y justificaciones necesarias para sobrevivir más o menos dignamente ante el sinsentido o la banalidad de nuestro pensamiento o de la propia existencia –de la impotencia, la ignorancia, la mezquindad, la arrogancia, los complejos o las miserias–. Es más difícil detectar esos mecanismos que se alientan en cada uno que hacerlo en los demás –en particular en los enemigos declarados–. ¿Quién puede decirse libre de tantas patéticas esclerosis?; ¿quién es capaz de abandonar el rebaño y afrontar la intemperie sin tierra ni abrigo, bajo la tormenta o la noche estrellada?

          Cuanto más trabajada y elaborada tengamos una ideología, más nos resulta sensata, evidente, natural. Y Mikel Antza nos ha dado una muestra de ello. Como escritor, conoce las leyes de la ficción; sabe lo que funciona y lo que no para armar un relato. Qué es lo que conviene enfatizar y cuando es preferible la elipsis, cómo gestionar los sentimientos y las simpatías en el lector. Su discurso quiere alejarse de la rigidez y el simplismo de los catecismos; quiere mostrar un pensamiento profundo y ponderado; las sutilezas ideológicas no tienen límite. Pero en estos casos, suele bastar con afirmar lo que se niega y negar lo que se afirma para que la fina capa que cubre la ideología se desprenda. Es lo que pensé al leer el titular que el periodista eligió para encabezar su artículo: “Este libro no es munición para la batalla sobre el relato”[43] que con un poco de descaro podemos invertir así: “Este libro no es más que munición para la batalla sobre el relato”. Pero, ¿cómo que munición, en la boca de quien no hace sino desear y reivindicar la paz?

“En el proceso de redacción hay mucho suprimido, gracias al editor. Lo que escribí en un tono amargo, ácido, reivindicativo está rebajado, no desde el lado político, sino desde el personal. En un par de frases lo rebajaría aún un poco más. En las últimas pruebas antes de enviarlas a la imprenta, estuve quitando frases pensando que «esta frase no traerá nada bueno y alguien se sentirá ofendido». No quería provocar eso. Sin embargo, no he ocultado lo que quería decir, o sea que este es el libro que quería escribir, en la forma que quería hacerlo. Pero hay muchas cosas que no se pueden decir, y sí, con agua de arroz, entre líneas, hay algunos mensajes para lectores diversos”[44].

Como decía, Antza conoce el oficio y es más sutil de lo que suele ser habitual entre los suyos. Continuemos con el juego de inversión que he propuesto (que el lector lo realice a su gusto):

Pregunta: “Renato Curcio resumió así la aportación de su generación italiana: «Éramos quizá demasiado dogmáticos, pero tremendamente generosos». ¿Sirve su clase para el País Vasco?”

Antza: “Yo no he conocido organizaciones dogmáticas”[45].

Así se expresa uno de los responsables de la ponencia Oldartzen. El pez y su agua. Él declara que “es necesaria la reflexión interna, hay que hablar, pero no para hacerle frente al enemigo sino por nuestro propio interés”[46]. Nada, por lo tanto, de juegos especulares:

“Estamos saliendo de un conflicto armado –bueno, una parte lo ha dejado, aunque la otra lo mantenga–, y a medida que esto termine, parece que tenemos que meternos en la batalla del relato, parece que nos llevan a ello. Yo personalmente estoy totalmente en contra. Creo que es un error que podíamos cometer. En Euskal Herria, en la sociedad, no veo la necesidad de contraponer un relato con otro. Ahora ha salido Patria y nosotros vamos a hacer un Anti-Patria; ahora ha salido una serie y nosotros vamos a hacer un cómic… Veo la necesidad de escribir desde nosotros y para nosotros, es desde ahí desde donde yo he escrito. Tenemos que reflexionar internamente, sí, tenemos que hablar, pero no en base a lo que digan los demás. Al escribir, la actitud será muy diferente si tengo que construir una historia para cuestionar la mierda basada en la mentira y la manipulación y yo tengo que desvelar la “verdad”, no porque nos interese a nosotros, sino para combatir al otro. Esto nos engancha de nuevo a eso de lo que queremos liberarnos. Nos obliga a ponernos a escribir para los otros; por tanto, tendremos que hacerlo en castellano, etc. No hay batalla por el relato, o al menos yo no tengo ningún interés en ello[47].

Y nos pide un poco de fair play, mientras aguardamos el Gran Día de la Liberación, recordándonos que, al fin y al cabo, la autocrítica y la exaltación (“el elogio”) no dejan de ser sino las dos caras de la misma moneda:

“Cada uno tiene sus propias vivencias: Beltza tiene las suyas, Bikila otras, y lo mismo Gorrindo, pero si actuamos con un poco de fair play, todos tendríamos que ser conscientes de lo que dice Castells [«No hay libertad para hablar de ETA»]. Que hay una comunidad formada por personas que han luchado por la libertad de Euskal Herria y que tienen prohibida la palabra. Antes, una acción tenía consecuencias jurídicas y penales; hoy en día hay que tener mucho cuidado con la palabra. Eso me genera incomodidad. Es decir, tú puedes decir lo que quieras, pero yo no puedo decir «eso no es así» o «eso, yo lo veo así». ¿Por qué? Porque no estamos en libertad”. […]

“La autocrítica va acompañada de la necesidad de elogio. Insisto, si hubiera condiciones para hablar, si se aclarase cuál es el objetivo de esa autocrítica… sería otra cosa. ¿Tienes que autocriticarte porque me torturaste? Pero, más que eso, yo quiero saber por qué me torturaste. Seguro que eres un sádico, pero, además, ¿por qué me torturaste? Ese es el objetivo, lo que necesitamos saber. Yo sé por qué he peleado, por qué esa organización hizo lo que hizo, bien o mal… Por qué has peleado tú, eso es lo que deberías explicar. Por qué”[48].

Y concretando más en qué consiste ese fair play, insiste en que no debemos hablar de responsabilidades y de decisiones de cada uno (“ya que todas fueron decisiones y acciones colectivas”), sí en cambio de asuntos personales:

“Es un libro muy personal. Yo personalmente podría decir muchas más cosas sobre temas ocurridos o que suceden en nuestro país, pero ¿quién soy yo para decir eso? Yo no puedo hablar en nombre de un grupo, en nombre de un colectivo; desde mí sí, pero, incluso de mí, también hasta cierto punto, porque eso tiene consecuencias, no jurídicas o penales, sino personales en las relaciones con la gente, en sus dolores y en sus vivencias”[49].

El ideólogo Antza, el Antza historiador nos dice que quiere conocer la verdad, pero todo su discurso parte desde el lugar que toma el que se siente en una posesión completa de dicha verdad. Con todo, y como en el caso de Beltza, nos conduce a la casuística a la hora de dar explicaciones porque él no pretende un análisis político, él quiere comprender. Aunque, siempre desde lo personal…

“Después del proceso de Argel, cuando hablábamos con los militantes jóvenes que en aquel entonces tenían 10 años [nacidos en 1980 más o menos], y no conocían nada de aquello. Pero había una lucha y esa era la que explicaba las cosas. La transmisión es lo que me preocupa –no para seguir en política, sino para comprender– para saber dónde estamos, por qué estamos ahí, qué es lo que ha ocurrido, no para elogiarlo o aplaudirlo, sino para saber qué es lo que ha pasado. Aquí volvemos a lo anterior: como no se puede hablar al respecto, como no se puede transmitir claramente, mi preocupación es si no estaremos callándonos. «No debería haber ocurrido», afirman algunos, o «Yo no estoy de acuerdo». Ya… pero sucedió, por lo tanto, sepamos qué ha pasado y por qué. ¿Qué nos ha conducido a esta situación? Creo que ése es el ejercicio que tenemos que hacer. Hay que entenderlo, estemos o no de acuerdo, ésa es una cuestión secundaria. En el libro he tratado de llevarlo al ámbito personal, contando mi proceso personal. Cómo entré en esa organización, etc.”[50].

Por otro lado, quien insiste en decirnos qué es lo que puede ser contado y qué no tiene una visión muy curiosa en relación a los momentos decisivos de la historia y sobre el compromiso de los que los propiciaron, aunque pretende utilizar “sus reflexiones como algo filosófico o político”. El ideólogo y estratega que ha tomado parte del puesto de mando de un ejército nos cuenta que la pregunta que se hace es “¿por qué tortura el torturador?” o “tomándolo como hipótesis ¿dónde estaríamos como pueblo si la tortura no hubiera sido utilizada como arma?”

“Bertolt Brecht tiene un poema muy utilizado: «Hay personas que luchan un día y son buenas. Hay personas que luchan un año y son mejores. Y hay quienes luchan toda la vida: esas son las imprescindibles». Estoy totalmente en contra. Yo creo que todos aquellos que luchan un día son imprescindibles. Un día, uno; y otro día, otro… Si no, no se puede explicar cómo hemos llegado hasta aquí. Los que luchan a lo largo de toda la vida son muy pocos y con ellos no se puede hacer gran cosa… Creo que en el campo de la épica tenemos que ir más allá… todos somos importantes y no unos pocos”. [Siguiendo con el juego, podemos poner aquí donde dice no; y unos pocos donde dice muchos, y viceversa] […]

…Lo utilizo como reflexión filosófica o política. Todo es historia, pero la historia tiene encrucijadas que pueden cambiarla completamente. El caso del proceso de Burgos fue uno de esos momentos, con todos sus componentes. Pero hubiera tenido otro desarrollo si hubiera tenido éxito la «operación botella» para liberar a los encausados de la cárcel, en lugar de escuchar la voz de Mario Onaindia en un casete, hubiéramos visto a los 16 encausados en una rueda de prensa dando la cara en París. La historia hubiera sido completamente diferente si esa fuga hubiera salido adelante. Realizando un análisis político, ésta era la iniciativa más decisiva”[51].

UNA FANTASÍA LITERARIA

Como literato que es, Antza a querido dar un cariz novelesco a su aportación a la (que no es) guerra del relato. Y aprovechando que la autoficción está de moda, ha ilustrado o encubierto su labor de estratega y comisario político con pasajes de su propia vida. Su relato comienza y acaba con su familia:

Pregunta: “En el libro también cuenta la historia de Marixol Iparragirre, cómo asesinaron a su pareja, cómo torturaron a toda su familia…”

Antza: “Marixol Iparragirre es una de las personas que leyeron el manifiesto de la disolución de ETA. Comienzo el libro con mis padres y lo concluyo con Marixol. Como tengo una relación personal con ella, me pareció que ahí había algo que daba forma al libro”[52].

Por mi parte, quiero terminar con mi propia fantasía literaria, recordando la novela que Bernhard Schlink publicó en 2008 titulada El fin de semana[53]. Imaginemos a los hijos de Antza y de Txelis, ya adultos encontrándose en una ciudad de Europa o EEUU con el hijo de Yoyes. Están muy lejos del País Vasco y pugnan por deshacerse del peso de la herencia con la que sus padres les han cargado, a la vez que tratan de comprender su historia. Pasan toda una noche juntos, quizá todo un fin de semana. Quisieran reescribir la Odisea desde el punto de vista de Telémaco.


[1] « Si la logique de la fausse conscience ne peut se connaître elle-même véridiquement, la recherche de la vérité critique sur le spectacle doit aussi être une critique vraie. Il lui faut lutter pratiquement parmi les ennemis irréconciliables du spectacle, et admettre d’être absente là où ils sont absents. Ce sont les lois de la pensée dominante, le point de vue exclusif de l’actualité, que reconnaît la volonté abstraite de l’efficacité immédiate, quand elle se jette vers les compromissions du réformisme ou de l’action commune de débris pseudo-révolutionnaires. Par là le délire s’est reconstitué dans la position même qui prétend le combattre. Au contraire, la critique qui va au-delà du spectacle doit savoir attendre ».

[2] Utilizaré mi propia traducción de la entrevista realizada por Xabier Letona para el semanario Argia (LARRUN 261) en las citas que siguen, siempre que no indique lo contrario.

[3] “Beharrezkoa da interpretazio ideologiko eta politikoetatik atera eta ekintzatan oinarritutako ikerketa egitea…, zer den zer esanez”.

[4] Así explica el asunto: “No puedo negar que también yo tengo mis propios objetivos y que el resultado está condicionado a mi historia personal y a mis ideas. Lo mío no es una historia escrita desde una torre de marfil, sino una historia implicada. Pero dicho esto, he ofrecido al lector todo el material mencionado, las cosas como ocurrieron, con una perspectiva crítica, para que él pueda hacer su propia lectura”. [“Ezin dut ukatu, nik ere baditut nire helburuak, eta emaitza baldintzatuta dago nire historia pertsonalera eta nire ideietara. Nirea ez da Boliko Dorretik egiten den historia, historia inplikatua da. Baina, hori esanda, irakurleari eskaini diot aipatu material guztia, ikuspegi kritikoz jantzia, zer den zer esanez, hark bere irakurketa egiteko gaitasuna izan dezan”].

[5] “Helburuei begira, nire ustez badira bi kontu borrokatzeko. Lehena, biolentziaren kondena sistematikoa, eta bigarrena, mendeku gosea. Bien kontra borrokatu nahi dut. Estatuak gaur egun erabaki nahi du zer gertatu den, eta aipatzen du egungo sistema aldatzeko biolentzia ez dela haizu. Ondo hedatu du ideia: egoera politikoak aldatzeko biolentzia ez dela inoiz zuzena. Azkenean, estatuaren ondorioa zera da: iraultza egiteko borondatea lotzen bada borroka armatuarekin, hori beti txarra da, printzipioz. Biolentzia ilegitimoa da, beti behar gabeko sufrimendua dakar, eta azkenean, irabaztekotan, beti txarragoa izango da. Hori guztia, ordea, posizio ideologiko bat da, eztabaidagarria eta niretzat faltsua, klase dominanteen eta estatuaren interesak defenditzeko. Ikerketari zer eskatzen diote unibertsitario hauek? Egia gertatuari buruz? Ez. Izenak behar dituzte jendea kondenatzeko eta mendekatzeko”.

[6]Clausewitz consideraba la guerra como una empresa política del mayor nivel, a sabiendas de los sangrientos desmanes inherentes a la misma. Por eso creía que una nación debe poner a su servicio todos sus recursos, una vez que decide declararla. Y, por lo mismo, que una vez iniciada, la guerra no debía detenerse hasta conseguir acabar con el enemigo y desarmarlo: «La guerra es la acción violenta dirigida a obligar al enemigo a plegarse a nuestra voluntad».

[7] Resulta elocuente, entre otros muchos, el testimonio del mercenario Paulo de Figueiredo reclutado para los GAL y recogido magistralmente en la película de Salomé Lamas Terra de ninguém. Antes de ser reclutado por el gobierno del PSOE Figueiredo participó en los cuerpos especiales del ejército portugués para la guerra de Angola y, después en El Salvador, contratado esta vez por la CIA. Explica cómo recibían órdenes de disparar lo mismo contra los militares que contra los insurgentes, o de atentar contra civiles si eso era lo que convenía al patrón. “La guerra es la guerra” nos cuenta “y alguien tiene que hacer el trabajo sucio” (se puede leer el artículo de 2018 de Jónatham Moriche Las guerras secretas de Paulo de Figueiredo y ver la película en la plataforma filmin).

[8] “Izango bagina egoera normalago batean, nik amnistia antzeko zerbait ikusiko nuke lehen neurri gisa. Amnistia bat bakarrik egin daiteke bake sozialarengatik, gisa honetako zerbait esanez: «Hemen aspaldi ez da biolentzia armaturik, badakigu erreboltatu direnen errepresentazio subjektiboan justiziaren alde egiten zutela, ez dugu inoiz onartuko hori hala zenik –esan dezake estatuak–, baina ikusita Euskal Herrian oraindik jende askok sentitzen duela hori izan dela bere askatasunaren kapitulu bat, amnistia ematen dugu juizio politikorik eman gabe. Bukatu da». Hori gertatuko balitz, ni ziur nago gure artean batzuek egingo luketela beste autokritika maila bat edo gertaera asko argitzeko falta diren informazio bitalak emango lituzketela. Beraz, amnistiaren alde borrokatu behar da eta erreboltaren arrazoi politiko-moralak gogoratu behar dira”.

[9] “Kontatzen dudana konta litekeena da, kontu pertsonala, eta hor badira elipsi izugarriak beste bizipen eta gertakariei buruz… Egunen batean Euskal Herriko borroka benetan zer izan den baimena/ahalmena izango bagenu harrigarria izango litzateke. Orain ezin da kontatu”. Entrevista concedida a Xaloa telebista en 2019, publicada también en 7K.

[10] Si no se aborda adecuadamente este asunto, no se podrá entender la actitud de estas partes en cada momento, en medio de choques o intentos de negociación (en Xiberta, Argelia, Lizarra-Garazi o Noruega). Por eso es de una ingenuidad pasmosa la tan repetida ensoñación de “la unidad de todos los vascos (en recuerdo del acuerdo de Estella o los pretendidos intentos de un “relato común consensuado” tras ETA); lo mismo que establecer como condición para ejercer cualquier soberanía la construcción de un Estado Vasco que despejaría el camino para superar todas nuestras servidumbres. La soberanía de los Estados-Nación de los siglos XIX y XX, en la medida en que existió, ha sido abolida hace tiempo y sólo resulta operativa para la represión interna –y no me refiero a los argumentos que el PNV utiliza para justificar su europeísmo y su fidelidad a las políticas neoliberales–. “En última instancia, el Estado puede reconocer cualquier reivindicación de identidad (la historia de las relaciones entre Estado y terrorismo en nuestro tiempo es la elocuente confirmación de ello), incluso la de una identidad estatal en su propio seno; pero el que las singularidades formen una comunidad sin reivindicar por ello una identidad, en el que unas personas establezcan una relación de co-pertenencia sin una previa condición representable de pertenencia (el ser italianos, obreros, católicos, terroristas…), es lo que el Estado no puede en ningún caso tolerar” (Giorgio Agamben 2016, Glosas marginales a los “Comentarios sobre la sociedad del espectáculo”).

[11] “1980ko hamarkadan aurrera egin ahala, iritzi publikoaren inflexio bat dago ETAren atentatuekiko: herritarren %50etik gora aurka lehenik, gero %70etik gora aurka…, eta horretan klabe garbiak dira 1985etik aurrera egiten diren ekintzak, eta ez hainbeste Konstituzioan edo Estatutuan zegoen fedea”.

[12] “Dudarik gabe gaia korapilatsua da. Talde armatuen ekintzei begira, irizpide nagusia da biktima errepresioan inplikatuta egotea edo ez. Hildakoa inplikatua bada eta borrokan hil bada, horrek badu zentzu bat. Errepresioan inplikatu gabekoei buruz…, batzuek esango lukete «biktima inozenteak». Orduan, besteak biktima errudunak dira? Beti aipatuko digute zenbat jende pobre joan den guardia zibil beste erremediorik ez zuelako, baina behin errepresioan inplikatzen direnean, inplikatuta daude. Beste ikerle batzuek «atentatuaren selektibitatea» ikertzen dute. Niri iruditu zait, etika iraultzaileari eta estrategiari begira, errepresioan inplikatutakoen aurkako ekintzek badutela esanahi berezia borroka askatzailearen logikan eta estrategian; eta aldiz, inplikatu gabeen aurkako ekintzak edo albo-biktimak etengabe eta modu onartu batez gertatzen direnean, horiek bestelako esanahia dute”.

[13] “Merezi du askatasunaren alde, «Independentzia eta Iraultza Sozialaren alde» borrokatzea gure borroka armatuetan engaiatu ziren guztiek egin zuten moduan. Biolentzia egiturazkoa denez, aurre egin behar zaio «edozein biolentzia kalterako baino ez da» diskurtsoari, batez ere egiturazko zapalketaren arduradunen eta konplizeen ideologoetatik datorrenean. Hori giza Historia ukatzea bezalakoa da”.

[14] “Bonba-autoekin hasi zenean, ETAk garbi utzi zuen bazirela bi helburu, militarrak eta zibilak. Militarretan ez zegoen aldez aurreko jakinarazpenik, helburua etsaiari ahalik eta kalterik handiena egitea zelako. Aldiz, helburua gune zibil batean jartzen bazen –adibidez Hipercorren– abisatu egiten zen, eta hala egitean, erantzukizunaren transferentzia etsaiari egiten zitzaion, «aski zuen supermerkatua hustea», «estatuak ez zuen hustu guri kalte egiteko»… eta gisakoak esanez. Nire ustez, historia osoan, jendea hasierako mentalitatearekin sartzen da ETAn, eta bukaeraraino mantentzen du ikuspegi hori, baina muga batzuk hautsi egiten dira, eta horri erantzuteko diskurtso autozentratu eta ideologiko bat sortzen da. Beraz, lehergailuaz abisatu bai, baina behin eta berriz errepikatzen bada inozenteen heriotza, azkenean horrek esan nahi du onartu egiten duzula horien heriotza, eta orduan hori terrorismoa da, errugabeak sistematikoki hiltzen dituzulako. Etsaiak, gainera, hori balia dezake zu ahultzeko”.

[15] “Testuinguru horretan [Aljeriako elkarrizketen porrota eta 1992ko zuzendaritza osoaren atxiloketaren ondoren] agertu zen Oldartzen jarrera, honako ideia biltzen zuena: nola 1985eko hedadurarekin ez dugun nahiko indar bildu etsaia beldurtzeko, orain gehiago hedatuko dugu gure jarduera esparrua, eta politikarien, kazetarien, intelektualen, zinegotzien… aurka ere egingo dugu. Eta estrategia horretan borroka armatuak are eta gehiago galtzen du. Etsaia definitzen baduzu kolektibo zehatz batean, adibidez polizia torturatzailea, garbia da, jendeak berehala ikusten du hori. Baina etsaia modu ideologiko konplexu batez definitzen baduzu, orduan egin zen bezala, borroka armatuak zentzua galtzen du”.

Es infantil creer que en 1995 Herri Batasuna tenía autonomía en relación a ETA para llevar a cabo el debate en torno a la ponencia Oldartzen frente a Iratzar. Cuando se detectaron indicios de autonomía, enseguida se produjo la respuesta militar (el asesinato del concejal del PP en San Sebastián, Gregorio Ordoñez) para dejar claro cuál era la decisión correcta. Los derrotados, como de costumbre, tuvieron que retirarse, acusados de liquidacionistas.

[16] Es algo más que anecdótico el relato de los testigos de este secuestro cuando cuentan que tenían a Bëihl escondido en el sótano de una iglesia en Zuberoa y el secuestrado logró escapar para presentarse en el bar del pueblo pidiendo un teléfono. Debieron ser los parroquianos del bar los que arreglaron el fallo de los secuestradores devolviendo al cónsul a su “refugio”.

[17] Joxe Iriarte Bikila, entonces miembro de la dirección lo relata así: “…conseguimos unos dos millones de pesetas. En aquella época, las fuerzas represivas mataron a un trabajador en Granada, y nosotros decidimos dar una cantidad a su familia. Esto nos trajo el primer enfrentamiento con [Juan José] Etxabe, quien denunció nuestra posición diciendo que se iba a donar una cantidad de dinero de la resistencia vasca a los españoles. Se organizó un frente bastante curioso contra nosotros: el socialdemócrata Txillardegi, el anarquista Beltza y los militaristas de Etxabe. También estaba Madariaga entre ellos”. (Entrevista concedida a Xabier Letona en Argia, a raíz de su libro Eman Zesarri Zesarrena : biolentziaren inguruko «errelatoaz» zenbait burutazio [“Dad al César lo que es del César: algunas reflexiones en torno al relato sobre la violencia”].

[18] Resulta significativo que Pedro Ibarra, uno de los abogados que participó en la defensa de los acusados de Burgos en 1970 en un libro reciente (Memoria del antifranquismo en el País Vasco. Por qué lo hicimos (1966-1976) concluya con una lista de cerca de 4.000 personas, con nombres y oficios, para hacer énfasis en la cantidad de gente que participaba en la resistencia. Ver «Frankismoaren kontra ez ziren soilki lau katu borrokatu» [“No fueron cuatro gatos los que lucharon contra el franquismo”].

[19] “[Autonomoak] desegin ziren bai errepresioagatik, baita ezker abertzalearen etsaigoagatik ere. Baina Europan ere antzeko krisia eman zen borroka armatuaren eta mugimendu sozialen artean, eta ni krisi horretan nengoen: bide berriak behar nituen”.

[20]Italie : Comprendre le soulèvement des années 1970. Oreste Scalzone contre la montre (“Italia: comprender la sublevación de los años 70. Oreste Scalzone contra reloj”). En muchas de las obras de ficción de Erri De Luca se refleja bien la atmósfera de aquel tiempo desde una visión interior. La bibliografía sobre esa época publicada en Italia es abundantísima.

[21] “Batzuek pentsatzen zuten –adibidez Komando Autonomokoek– insurrekzioa laster etorriko zela, eta prest egon behar genuela hartan parte hartzeko eta laguntzeko”. El propio Beltza publicó en 1979 la novela Euskadi 1984 (Ed. Txertoa) en que fabulaba la situación insurreccional reprimida por un gobierno español liderado por “Enrique González”.

[22] Aunque habría que matizar mucho en este asunto porque las cosas variaban de una comarca a otra, cualquiera que estuviera en el movimiento aceptará esta afirmación. Algunos (especialmente los maoístas de los distintos partidos MCE, ORT, PTE, BR…) eran tan sectarios e incapaces de leer el proceso que quedaron inmediatamente fuera de juego (merece la pena ver el documental realizado por el entonces militante del PSUC-PCE Pere Portabella en 1975, Informe general y, en él, la reunión de tres altos dirigentes de MCE, ORT y PTE. Según ellos, la “Huelga General Revolucionaria” era cuestión de días o semanas. También resulta muy elocuente la imagen que se da de los vascos en el mismo documental). Los demás, que no eran tan sectarios y también algo más lúcidos (los trotskistas, los consejistas; LCR, OICE…), quedaron marginados y neutralizados. Lo mismo que los autónomos.

[23] “Orduan ETA benetako gudarostea zen, indar itzela zuen, ondo preparatua, ondo armatua, ondo sostengatua eta laguntza handiarekin. Guardia zibilek beldur handia zioten. Hori bai, jadanik Argalaren garaitik, ez zen iraultza egiteko indarra, etsaia ETAk nahi duen negoziaziora eramateko baino. Miliekin batera, 1982an jende askok uste zuen Euskal Herrian gauza ginela zerbait egiteko. Jadanik argi ikusten zen ez zela iraultza egingo, baina negoziazioa sinesgarria zen, ETAk sekulako indarra zuelako. Ni autonomoen hurbil nintzen orduan”.

[24] “Sortuk ukatzen du borroka armatuaren balioaz eta militante aktiboen duintasunaz mintzatzeko aukera. Ez du nahi, argi eta garbi. Sozialdemokraziaren bidea hartu du, ideologia seguritarioaren kontrolpean dago eta ez du halakorik egin nahi. Kartzelan direnei begira, adibidez, biktimologiaz gutxiago hitz egin eta egindakoaren zentzuaz gehiago hitz egin beharko litzateke”.

[25] Ahí está la opción pública de Antxon López Ruiz Kubati representante de la línea dura que ha ejercido de portavoz de los expresos alineados con Sortu. No deja de ser clarificador leer desde este momento el testimonio que Kubati escribió en 1991 titulado “El aspecto humano del militante” (en el 8º tomo de Euskadi eta askatasuna / Euskal herria y la libertad de la obra dirigida por Iñaki Egaña y Luis Núñez para Aise y Txalaparta que recoge, hasta ahora en diez tomos, una historia oficial de ETA desde sus inicios hasta 1997).

[26] Hay casos de padre-hijo militantes, pero han sido mucho más abundantes los casos –sobre todo entre los dirigentes políticos– que se han guardado bien de poner a salvo a sus hijos e hijas de las sucias y arriesgadas tareas de la tropa.

[27] Entre los pocos que leían, los libros de cabecera de los militantes en los 60 y los 70 eran Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon y el delirante Vasconia de Federico Krutwig.

[28] Polvo de ETA, de Joseba Zulaika (2006) analiza, entre otras cosas, esa primera etapa y su “Libro blanco”.

[29] “ETAko zuzendaritza berriko jendea [1992ko Artapalo eta Txelisen erorketaren ondorengoa] ez nuen ezagutzen, baina KASekoak bai, eta jende ona zen, haietako asko nire lagunak. Jende horrek lagundu zion ETAri falta zuen eduki soziala kaleko praktikan berriz sartzen. Iraultza soziala birzentratzea nahi zuten horiek, baina, erradikalismoaren bila, estrategia politiko-militar okerrenaren sostengua bilakatu ziren”.

[30] “Surgieron tres grupos de la VI asamblea [agosto de 1970]” explica Joxe Iriarte, Bikila, en una entrevista reciente: “Por un lado nosotros, la mayoría de los militantes dispuestos a continuar con la lucha armada; por otro Eskubi y los suyos y, por fin, los del grupo de Etxabe, un pequeño grupo, pero con gente buena”. ¿Qué significa ahí “gente buena”? ¿Gente arrojada y de buen corazón dispuestos a entregar la vida? Es fácil deslizarse hacia flojas valoraciones morales a través de dichas consideraciones. ¿Debemos hacer una valoración sobre los buenos y los malos cuando tomamos una decisión estratégica? Ahí se abre la puerta al síndrome de Estocolmo, cuando las valoraciones sentimentales y morales sustituyen la capacidad para un análisis político. [Bikila, tras leer mis comentarios me ha matizado: “Cuando me refería al grupo de Etxabe como «gente buena» no lo hacía en un sentido moral sino en su calidad de militantes, en el sentido en que era gente capaz, como lo demostró el secuestro del cónsul Bëihl. Su líder era Eustakio Mendizabal. En la entrevista publicada se perdieron muchos matices como éste”. Aun reconociendo este importante matiz, me resulta significativo que el periodista no considerara importante aclarar ese punto que, por el peso de la ideología dominante, tendemos a valorar en un sentido moral].

[31] “Liburu hau idaztean, zeregin horretan adreiluak jartzen ari ginela, konturatzen nintzen adreilu eta adreilu artean zulo ikaragarriak zirela pareta horietan. Pareta baino zuloa da gehiago liburuan, baina dagoenarekin egin dugu lan”.

[32] Me refiero al título y al planteamiento de la novela de Mikel Albisu, Antza, Arroz urez [“Con agua de arroz”], en el que me detendré en el posfacio a este texto.

[33] No quiero entrar aquí en ejercicios sociológicos o psicológicos simplistas. Sé que actitudes resignadas pueden generar rebeldías radicales y, en el caso de ETA, que algunos de sus militantes provenían de gentes sin conciencia política e, incluso, de familias franquistas.

[34]Etiopia, 1978.

[35] Entrevista concedida a Xaloa Telebista. “…Uste dut badaukagula zor bat. Pluralean hitz egiten dudanean ez dut hitz egiten nik parte hartu dudan erakunde horretako kideez, baizik eta gatazka honetan parte hartu dugun belaunaldi ezberdinez, 2011 arte. ETAk borroka armatua uzten duenean esan dezakegu aro berri bat irekitzen dela; horrek ez du esan nahi gatazka armaturik ez dagoenik, Guardia Zibilak armaturik jarraitzen du. Baina alde batek erabakitzen duenean gelditzea, uste dut gatazka horren ondorioak gainditu ez diren neurrian –eta ez dira gainditu, hor daudelako presoak eta biktimen minak, erreparazioa behar dutenak zauriak dauden bitartean–, hor badagoela zor bat, herentzian uzten ari garen zor bat, kitatu behar dena. Belaunaldi berriei, gaur egun 20 urte dituzten gazteei, adibidez, herentzian zor hori uzten ari gatzaizkie eta hori bai ez dugula egin behar, nire ustez… Atzera begiratzen dutenean gainditu den gatazka baten edo gainditzea laguntzen duen literatura bat izatea nahiko nuke. Gauza asko daude kontatzeko, baina ezin dugu; azpidatziekin ere ezin dugu. Gure minak, guk jasandakoak, isilaraziak daude. Baina besteei egindako minak ere ezin ditugu sendatu. Egoera horretan gaude. Ezin dugu guk eragin dugun min hori sendatu edo zailtasun handiak ditugu gu ere minberatuak gaudelako. Nola egiten da mahai baten inguruan jarri eta min horiek guztiak sendatzeko? Presoak oraindik urrunduak daude; kaltetuak izan direnek, batzuek, Estatuaren aldetik erreparazioa jaso dute, baina ikusten da hori ere ez dela aski. Ez dakit ni naizen pertsonarik egokiena hori egiteko…Badakit oso paternalista dela nire jarrera. Pixka bat nahita egiten dut: belaunaldiak desberdintzea, eta ez da hainbeste adin kontua. Gatazkaren gordinean parte hartu dugunok daukagun ardura eta gatazkan zuzenean parte hartu ez dutenen artean desberdintzeko egiten dut. Gure lagun frantses batek, kartzelan geundela, niretzat oso garrantzitsua den esaldi bat erabiltzen zuen: «Haurrek ez dute gurasoek egin dutenaren errurik»… Nik hori gaur egungo giro politikora aldatzen dut eta iruditzen zait arrisku hori daukagula, hau da, belaunaldi berriak izango direla guk egindakoaren pagaburu, konpontzen ez baldin badugu. Ez dut esaten konponduko dugunik, saiatu egin behar dugula bederen. Ez dugu utzi behar herentzian zor hori. Saiatu behar dugu amaitu gabeko gatazka honetako ondorioak konpontzen. Horrela ikusten dut gaur egun egoera, etorkizunera begirako proposamen oso burutsuak egiten ari garela eta herentzian itoginez betetako etxe bat uzten ari garela, eta belaunaldi berrikoei esaten diegula, «lasai, gelak nahi duzuen bezala atondu eta margotuko dituzue». Nik ez nuke itoginez betetako etxe bat nahi, beste norabait joango nintzateke bizitzera”.

[36] Zorretan, Argia, 25 de abril de 2021. “Julen Madariaga ETAren sortzaileetatik baten zentzeak hitzaren metxa berriz piztu duela dirudi: zorretan gabiltza beraz, bera eta bere lagunen ekinik gabe ez geundelako orain gauden egoeran, «Tatort» telesaila alemanez ikusten eta Komunikazio Ez Biolentoaren irakaspenak ikasten. Hamalauko gerla bukatzean, gure arbasoei elizak disgusturaino errepikatu zien Frantziarekiko odolaren zorra ordaindurik, aberri txikikoek bazutela de facto aberri handiko kide oso izateko eskubidea. Zordunak zirelako, dena onartu zuten, «erdi atzarrik, erdi lo, erdi hil» Niko Etxartek zioen bezala. Apez aurre-abertzaleek euskara galtzearen errua ere leporatzen zieten, bereziki emaztekier. Aterabiderik ez duen menpekotasun inplizitu baten ikurra da zorra, etxean, herrian eta munduan. Zorra gurean ideologikoa da: kapitala eta interesak batuz, animalekoa bilakatu eta bizitzak eskatu dira horren kitatzeko, sakrifizioak, martirioak, eresiak…, duela gutxi arte ezagutu dugun zordunon parafernalia”.

[37] En la historia de ETA, no son pocos los conversos arrepentidos. Txelis y Mikel Azurmendi son ejemplos notables de los últimos años –aunque lo que podemos decir del caso de Azurmendi es que él no ha dejado de saltar de conversión en conversión en toda su vida.

[38]Indarkeria eta denbora galdua: ongi etorri normaltasunaren basamortura! [“Violencia y tiempo perdido: bienvenidos al desierto de la normalidad”] Argia, 9 de agosto de 2017.

[39] Terminado este texto, se publicó en Argia una entrevista a Mikel Antza que puede tomarse como una lección magistral en torno a los temas aquí tratados.

[40] Génesis 4,9.

[41] Génesis 4, 10-12.

[42] “Aukera daukagu gauzak konpontzeko. Zer prezio ordaindu behar da konponketa horretarako? Norbaitek hitz egin nahiko balu, eta gauzak planteatu…”.

[43] Antza está presentando su libro Arroz urez (Txalaparta 2021): “Liburu hau ez da errelatoaren batailarako munizioa”.

[44] Ésta y el resto de las citas están recogidas de la entrevista mencionada. Las cursivas son mías. “Idazketa prozesuan asko dago kenduta, editoreari esker. Tonu mikatz, garratz, aldarrikatzaile batetik idatzi nuena rebajatua dago, ez politikotik baizik eta pertsonaletik. Esaldi pare batean oraindik ere gehixeago rebajatuko nuke. Inprentara bidali aurreko azken frogetan, «esaldi honek ez du ezer onik ekarriko eta norbait minduko da» gisakoak pentsatuz kentzen ibili nintzen. Ez nuen hori sortu nahi. Halere, ez dut gorde esan nahi nuenik, hau da idatzi nahi nuen liburua, nahi nuen forman. Baina badago gauza asko esan ezin direnak, eta bai, arroz urez, lerro artean, mezu batzuk ere badaude irakurle desberdinentzat”.

[45] –“Renato Curciok horrela laburbildu zuen Italiako bere belaunaldiaren ekarpena: «Beharbada dogmatikoegia, baina izugarri eskuzabala». Bere esaldiak Euskal Herrirako balio dizu? –Nik neuk ez dut ezagutu erakunde dogmatikorik”.

[46] “Barne hausnarketa egin behar dela, hitz egin behar dela, ez etsaiaren egiari aurre egiteko, gure interes propioz baizik”.

[47] “Gatazka armatu batetik ateratzen ari gara –beno, parte batek utzi du nahiz eta besteak jarraitzen duen–, eta hori bukatu ahala orain ematen du sartu behar garela errelatoaren batailan, badirudi horretara garamatzatela. Ni pertsonalki horren aurka nago erabat. Egin genezakeen akatsa dela uste dut. Euskal Herrian, gizartean ez dut ikusten errelato bati beste bat kontra-jartzeko beharra. Orain Patria atera da eta guk Anti-Patria egingo dugu; orain atera da telesail bat eta guk komikitxo bat egingo dugu… Guretik eta guretzat idazteko beharra ikusten dut, nik hortik egin dut. Barne hausnarketa egin behar dugu, bai, hitz egin behar dugu, baina ez besteek esaten dutenaren arabera. Idaztean, oso ezberdina izango da jarrera, gezurrean eta manipulazioan oinarritutako kaka zalantzan jartzeko istorio bat eraiki behar badut, eta nik “egia” atera behar badut, ez guri interesatzen zaigulako, baizik eta horri aurre egiteko. Horrek kateatu egiten gaitu berriro ere askatu nahi dugun horretatik. Haientzat idazten jarri behar gara, gaztelaniaz egin behar dugu beraz eta abar… ez dago errelatoaren batailarik, edo nik behintzat ez dut batere interesik horretan”.

[48] “Bakoitzak bere bizipenak ditu: Beltza-k bereak ditu, Bikila-k bereak, Gorrindok bereak, baina fair play pixka batekin arituz gero, guztiok jabetu beharko genuke Castellsek dioenaz [«Ez dago askatasunik ETAri buruz hitz egiteko»]. Badagoela komunitate bat, Euskal Herriaren askatasunaren alde borroka egin duen jendeak osatua, eta hitza debekatua dutela. Lehen ekintza bat egiteak ondorio juridiko eta penalak zituen; gaur egun hitzarekin ibili behar da kontu handiz. Horrek niri ezerosotasuna sortzen dit. Hau da, zuk esan dezakezu nahi duzuna, baina nik ezin dut esan «hori ez da horrela» edo «nik hau horrela ikusten dut». Zergatik? Ez gaudelako askatasunean”. […]

“Autokritikarena [gorazarre beharrarekin] batera doa. Berriro esango dut, baldintzak baldin baleude hitz egiteko, autokritika horren helburua zein den argituko balitz… beste kontu bat litzateke. Torturatu ninduzula autokritikatu behar zara? Hori baino, nik nahi dut jakin zergatik torturatu ninduzun. Ziur sadikoa zinela, baina horrez gain, zergatik torturatu ninduzun? Hori da helburua, jakin behar duguna. Nik badakit zergatik borrokatu dudan, zergatik egin zituen erakunde horrek egin zituenak, ongi, gaizki… Zuk zergatik borrokatu duzun, hori da azaldu beharko zenigukeena. Zergatik”.

[49] “Oso liburu pertsonala da. Nik pertsonalki askoz gauza gehiago esan nitzake gure herrian gertatu edo gertatzen diren gaiei buruz, baina ni nor naiz hori esateko? Nik ezin dut hitz egin talde baten izenean, kolektibo baten izenean; niretik bai, baina niretik ere, puntu bateraino, horrek eraginak dituelako, ez juridiko edo penalak, baizik eta pertsonalak jendearekiko harremanetan, minetan eta bizipenetan”.

[50] “Arjelgo prozesua pasa ostean, garai hartan 10 urte zituzten militante gazteekin hitz egiten genuen [1980an jaioak edo] eta ez zekiten zer zen. Borroka bat bazegoen ordea, azalpenak ematen zituena. Nire kezka hori da, transmisioa –ez politikan jarraitzeko, baizik eta ulertzeko– non gauden, zergatik gauden, zer gertatu den, ez balioesteko edo txalotzeko egina, baizik eta jakiteko zer den gertatu dena. Hemen berriro itzultzen gara lehenagoko kontura: ezin denez hitz egin, ezin denez horretaz argi transmititu, nire kezka da ea ez otegaren isiltzen ari. «Ez zen gertatu behar», diote batzuek, edo «Ni ez nago ados». Ya… baina gertatu zen, beraz, jakin dezagun zer gertatu den eta zergatik. Zerk eraman gaitu egoera honetara? Nire ustez, hori da egin beharreko ariketa. Ulertu egin behar da, ados egon edo ez; hori bigarren mailan dago. Ni liburuan saiatu naiz atal pertsonalera eramaten, nire prozesu pertsonala kontatzen. Nola sartu nintzen erakunde horretan eta abar”.

[51] “Bertolt Brechtek badu asko erabiltzen den poema bat: «Badira pertsonak borroka egiten dutenak egun batez, eta horiek onak dira. Badira pertsonak borroka egiten dutenak urtebetez, eta horiek oso onak dira. Eta badira pertsonak bizitza guztian zehar egiten dutenak borroka, eta horiek dira ezinbestekoak». Horren aurka nago guztiz. Nik uste dut ezinbestekoak egun batez borroka egiten duten horiek guztiak direla. Egun batez batek, bestean beste batek, eta hurrengoan beste batek… Bestela ezin da azaldu, nola heldu garen hona. Bizitza guztian zehar borroka egiten dutenak oso gutxi dira, eta horiekin ezin da asko egin… Epikaren eremuan uste dut gehiago jo behar dugula horra… inportantea gara denak, eta ez gutxi batzuk”. [jarri ezazu, hemen ere, bai, ez esaten den lekuan eta gutxi batzuk, denak esaten den lekuan, eta alderantziz] […]

…Hausnarketa filosofiko edo politiko gisa darabilt hori. Historia da dena, baina historiak baditu guztiz alda dezaketen bidegurutzeak. Burgosko Auzia horrelakoa izan zen bere osagai guztiekin. Baina bazituen historia guztiz aldatuko zuketen irteera batzuk. Oso desberdina izango zen kasete batean Mario Onaindiaren ahotsa entzun beharrean, espetxetik ihes egin [Botila operazioa] eta Parisen aurpegia emanez prentsaurreko batean ikustea 16 auziperatuak. Historia guztiz izango zen bestelakoa ihesaldi hori aurrera atera izan balitz. Azterketa politikoa eginez, hori zen ekimenetan erabakigarriena”.

[52] –“Liburuan Marixol Iparragirreren historia ere kontatzen duzu, nola hil zuten orduan bere bikotea zena, nola torturatu zuten bere familia osoa…

–Marixol Iparragirre ETAren desagertze agiria irakurri zuten pertsonetako bat da. Liburuari hasiera gurasoekin ematen diot eta amaiera, Marixolekin. Harreman pertsonal bat dudanez, iruditzen zitzaidan bazegoela hor liburuari forma ematen zion zerbait”.

[53] Publicada en castellano por Anagrama en 2011, fabula la salida de la cárcel del último preso de la RAF alemana y el encuentro que le han preparado sus amigos y familiares en una casa de campo.




PENSAR EN PANDEMIA 4. LA MASCARILLA, NUESTRA NUEVA FRONTERA

(Artículo publicado por EL SALTO diario el 24 mayo de 2020)

De un gran gobernante, lo único que conocen los de abajo es que existe […]Gobernar un gran Estado es como freír un pequeño pez […]Cuando reinan el desorden y la confusión, es cuando más se habla del amor a la patria.

Lao Zi, El libro del Tao

Si valoráramos la gestión de la actual crisis por parte de nuestros gobernantes a la luz de estos antiguos aforismos chinos, diríamos que se encuentran justamente en las antípodas: parecen poseídos por el furor maníaco de regular cada pequeño gesto de la vida pública y privada de cada uno de sus gobernados. Estos meses pasarán, también, a la historia por el record de decretos y reglamentos que cada día, casi cada hora, se ponen en circulación. Empeñados en irrumpir a cada hora, nos tratan constantemente como seres absolutamente incapaces de valernos por nosotros mismos y de tomar la más mínima decisión adecuada, recordándonos a cada instante que cada uno de nosotros no sólo representa una amenaza para su vecino, sino también para sí mismo. Creo que la imposición de la obligatoriedad en el uso de las mascarillas simboliza bien el salto cualitativo que se está produciendo en las últimas semanas. Parece ser que los gobiernos no podían imponérnosla hasta ahora por no poder asegurar su suministro, pero ahora ya sí. Además, está la colaboración de tantas personas que se han puesto a fabricarlas artesanalmente, como los monjes tailandeses de la ilustración, en una escenificación ejemplarizante muy de su estilo:

No me centraré aquí en la cuestionada utilidad profiláctica de esta medida que ya ha sido tratada por especialistas como José María Paricio (la propia OMS salió al paso con una nota significativa). Hasta ahora, la mascarilla era algo que se ponía el cirujano o, entre los obreros, aquellos que tenían que filtrar polvo u otras toxinas. Pero con la pandemia ha pasado a convertirse en la prenda emblemática que simboliza la defensa activa contra el virus.

El conocido filósofo coreano Byung-Chul Han, en un artículo ampliamente reproducido por la prensa europea, insistía ya en su interés y eficacia, y parece que nuestros mandatarios le han escuchado. En Italia, no se puede salir de casa sin guantes y mascarilla. Aquí es obligatoria en los sitios cerrados y siempre que estemos a una distancia menor de dos metros. Y, como los diseñadores de moda han detectado, esta nueva “prenda” parece haber venido para quedarse.

Toda prenda se crea para cubrir nuestra desnudez y convertir nuestro cuerpo en algo digno de ser expuesto. Las palabras de Han, que utilizaba casi un cuarto de su largo artículo para hablar del tema, resultan reveladoras: “En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena”. En apenas cinco líneas, tres términos bien fuertes: “individualismo europeo, criminales, obsceno”.

Ese párrafo, que hace apenas unos meses nos parecería una excentricidad, merece ser tomado en consideración en estos momentos en que se impone la norma. Han ha cimentado su éxito (“el filósofo contemporáneo que más vende en el mundo”, según El País) en diseccionar “el individualismo europeo” y en una difusa exaltación de los “valores orientales”. En el artículo que comento, dice que ellos son “confucionistas”. No hace falta ser un experto para saber que el actual “confucionismo” asiático no es sino una construcción interesada desde los diversos poderes imperiales chinos que poco tiene que ver con la obra de Confucio. Algo muy parecido a lo que ocurre con la relación entre la vida del profeta-agitador nazareno ajusticiado en Palestina hace unos dos mil años y los imperios autoproclamados cristianos en nombre de una religión que aquél no fundó. Para nuestro filósofo, el “confucionismo asiático” se traduce en que “las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado […] Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado”.

Que en China o Corea la gente “confía en el Estado” y que la epidemia ha sido mucho más eficazmente controlada que en Europa, es algo que Han da por hecho, a pesar de lo discutible que resulta. Para él parece irrelevante que la China post-maoísta se alzase sobre la masacre de Tiananmen de 1989, y que la represión de cualquier iniciativa que el aparato de Estado considere una amenaza continúe siendo implacable desde entonces. También es irrelevante que su país, Corea del Sur, haya vivido bajo cuatro dictaduras militares desde la guerra que dividió al país en los 50, hasta 1987. En ese año, el dictador convocó elecciones y resultó elegido, antes de organizar los Juegos Olímpicos del año siguiente (basta leer Actos Humanos de Han Kang, publicado en español por Rata en 2018 para ver cómo se las gasta el ejército coreano). Por lo visto, se trata de detalles irrelevantes que no explican nada, en comparación a su “natural colectivista-confuciano y su embriaguez de digitalización” (sin embargo, él mismo explica que, en China, puedes perder el trabajo si no puntúas convenientemente en el estricto control digital al que es sometida la población).

Más allá de la forma en que se construyen imágenes estereotipadas y muy interesadas sobre Oriente y sobre Occidente, volvamos al uso de la mascarilla. Taparse la cabeza o la cara no es algo comparable a cubrirse o no otras partes del cuerpo, exceptuando los genitales. Incluso éstos, o parte de ellos, no resultan vergonzosos para según qué pueblos “primitivos”. En China, resulta obsceno enseñar los pies, lo mismo que era señal de buena nota vendárselos cruelmente a las niñas para que su caminar se pareciese a los “juncos oscilantes” –“pies de loto”, los llamaban–, y pudieran convertirse en damas distinguidas; una práctica prohibida tras la llegada de Mao al poder en 1949, pero que aún no ha sido completamente erradicada. Aún recuerdo cómo mi madre nos llevaba a todos los hermanos para pasar un domingo completo en la playa en calurosos días de verano pues los médicos ya aconsejaban por entonces los baños de mar, mientras que ella permanecía, sudando, sin quitarse el vestido ni bañarse. O cómo nos duchaba una vez a la semana de muy niños, mojándose el vestido… Nunca pude ver el cuerpo desnudo de mi madre. En aquella época, aún las mujeres de los medios rurales debían cubrirse la cabeza a partir de cierta edad, y no podían quitarse el luto si enviudaban, lo mismo que los hombres no podían entrar en la iglesia sin descubrirse. Lo que se cubre y se descubre obedece siempre y en todo lugar a códigos complejos, y va cambiando en la medida que la relación con nuestros cuerpos y los de los demás se va modificando.

En las pasadas décadas, hemos asistido a un interminable debate sobre el derecho de las mujeres musulmanas a velarse la cara; las escenas de mujeres expulsadas de playas y piscinas por vestir burkini son del pasado verano: “¿qué representa el velo?, ¿en qué lugar coloca a la mujer?, ¿a qué orden o sistema social obedece?”. Preguntas obvias, recurrentes. Hoy, por orden gubernamental, nos disponemos a taparnos la mitad inferior de la cara para poder asistir a cualquier evento público y cada vez más personas no se atreven a salir a la calle sin máscara, “por razones sanitarias”. Pero no me parece que podamos reducir la interpretación de algo tan elocuente en la exposición o el velado de nuestro rostro a estas razones utilitarias. Tapar las vías respiratorias obligándonos a volver a inspirar lo que hemos espirado tiene también obvias repercusiones sanitarias, pero establece una frontera evidente entre la boca que habla y aquél o aquella que escucha.

En cuanto a lo primero: el castigo de reabsorber las toxinas que constantemente el cuerpo expulsa a través de la respiración tiene una enorme carga simbólica. Después de que nuestros sistemas económicos, y la explotación de la naturaleza hayan convertido a buena parte del mundo en un vertedero, hasta el punto de generar una situación catastrófica y en buena medida irreversible, es como si se nos pusiera un castigo individual a un pecado colectivo. Se parece a aquellos castigos muy propios de los cuarteles y otros centros militarizados donde se imponía una pena colectiva cuando no se daba con el responsable directo de una falta. En este caso, y también muchas veces en los cuarteles, no es que no se conozca a los responsables, sino que son los mismos responsables los únicos que detentan el poder de castigar. Como si, en lugar de detener los vertidos tóxicos, se nos obligase a tomar en cada uno de nuestros platos de comida una parte de nuestras propias heces.

En cuanto a la barrera simbólica de taparse buena parte de la cara, tiene que ver con lo que, eufemísticamente, se ha llamado “distancia social”. Se trata de otro asunto que recibe diversos tratamientos según las culturas y las situaciones. La intromisión de otro en el propio espacio vital (el “síndrome del ascensor”) es algo que todos percibimos y gestionamos mejor o peor. Pero estos días estamos dando un salto cualitativo. Lo que hasta ahora debía ser explícitamente solicitado y permitido (“no es no”) ha cambiado de dimensión: cualquier cercanía humana debe ser explícitamente permitida pues el otro, cualquier otro, se ha convertido en una amenaza; portador de un agente mortal llamado “virus”, sinónimo actual del mal infeccioso, hasta el punto de que el otro y el virus tienen a convertirse en términos intercambiables. La campaña de la artista Lucia Sun “No soy un virus” cobra pleno sentido:

Desde la antigüedad y hasta mediados del siglo XIX esa palabra era un sinónimo de “veneno”, y no se descubrió como la entidad de la que hoy hablamos hasta 1899. Los virus, por lo visto, son los pobladores más antiguos y abundantes del planeta. Abundan en todo ecosistema, incluido el ser humano: miles de ellos nos habitan. Sus dos características fundamentales son que sólo viven en el interior de otra célula y que mutan constantemente. Así que son “parásitos” e “indestructibles”, en cuanto que cualquier agente específico contra ellos resulta poco o nada eficaz contra su imprevisible mutación. Resumiendo y simplificando mucho, podríamos decir que por eso las infecciones virales son tan difíciles de tratar y no existe una vacuna contra el SIDA.

Lo que podría conducirnos a una concepción distinta de la enfermedad, entendiendo ésta como una pérdida del equilibrio inmunitario producida por infinidad de variables –entre ellas, la existencia de un medio más o menos infeccioso–, una concepción de sentido común en todas las medicinas y sistemas de sanación de todo el mundo, incluso entre los médicos que conocí en mi infancia. Pero la concepción impuesta en la sociedad actual lleva a la prevalencia del “agente externo agresor” que hay que combatir hasta su extinción. Esta idea se convierte en una verdadera pesadilla y conduce a innumerables callejones sin salida, pero es axiomática para la comunidad científica sanitaria actualmente dominante, hasta convertirse en dogma incuestionable. Cualquier médico que matice o cuestione este modelo será expulsado de las corporaciones médicas y condenada al ostracismo. Y es conocido que las corporaciones médicas y su entorno –el Big Pharma– reúnen un nivel de poder e influencia incomparable (pensemos que alrededor del 40% del presupuesto de cualquier país europeo se dedica a sanidad). Como muchos han explicado, habría que decir que la “Medicina Científica” es la más poderosa entre las religiones hoy vigentes, ya que gobierna lo más íntimo, en los principales temas generadores de todas las religiones: la vulnerabilidad humana, el dolor, la decadencia, la muerte. Los agentes de esta institución omnipresente representan la clerecía más poderosa en nuestras sociedades “avanzadas”: desde antes de la concepción hasta el estado post-mortem, todo en nuestra vida debe estar medicalizado, y cada vez menos personas se atreven a tomar ninguna decisión sobre su vida y su salud sin el permiso de tales clérigos.

“El virus ha venido para quedarse” nos predican cada día; “debemos irnos acostumbrando a la nueva normalidad, que no será la que conocimos hasta hace pocos meses”. No conozco ninguna campaña que pueda ser comparada en intensidad, agresividad y unanimidad a la que estamos sufriendo en esta pandemia por parte de todos los medios de masas. Su terminología es la de la guerra; su consecuencia, la obligatoriedad de la movilización total. La obediencia es incuestionada y cualquier conato de rebeldía se tacha de irresponsabilidad… Y la obligatoriedad de la mascarilla simboliza lo que me atrevería a calificar de mutación antropológica: nuestros gobernantes, con el apoyo de pensadores de la altura de Byung-Chul Han parecen estar decididos a que la cara no enmascarada comience a parecernos obscena…

Pero no es sólo eso. He dicho que se trata de algo de fuerte carga simbólica. Una carga que trata de normalizar la situación que se impone en las catástrofes y amenazas producidas directamente por seres humanos: las guerras, el peligro de violadores, secuestradores de niños o asesinos en serie, etc. Clínicamente se llama paranoia y, quien la haya conocido sabe que se trata de una de las enfermedades más infernales del alma humana: vivir al otro, a cualquier otro, como agente de un poder implacable y todopoderoso que te va a devorar. Peor aún, que te mantiene en el infierno sin posibilidad de defensa, gozando con tu propio tortura. Así se vive el paranoico. Y ése es el tipo de psicosis a la que, con mayor o menor grado, nos estamos conduciendo. No se trata del miedo a una amenaza real, una respuesta adaptativa imprescindible de cualquier ser vivo, sino de la magnificación de un miedo hacia un ser omnipresente e intratable (“el virus mutante y asesino”) convertido en el verdadero rector de nuestras vidas. Sabiéndonos criaturas que sólo pueden sobrevivir en el contacto de piel con piel, y que crecen en campos inmunitarios tanto físicos como simbólicos, sociales y políticos.

Intervención en Times Square de New York el pasado 20 de marzo

La conciencia de estas transformaciones no hace sino subrayar la centralidad de la biopolítica en cualquier reflexión sobre el tiempo presente. En uno de los artículos más interesantes publicados en esta crisis, Paul B. Preciado lo expresaba así: “Lo más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y por tanto mortal) es el objeto central de toda política. Il n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps (no hay política que no sea una política de los cuerpos). Pero el cuerpo no es para Foucault un organismo biológico dado sobre el que después actúa el poder. La tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo se ficcionaliza hasta ser capaz de decir «yo»”. Y, más adelante, “Las distintas epidemias materializan, en el ámbito del cuerpo individual, las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y de la muerte de las poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo con términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las técnicas biopolíticas que se aplican al territorio nacional hasta al nivel de la anatomía política, inscribiéndolas en el cuerpo individual… La gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad y las fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños de omnipotencia (y los fallos estrepitosos) de su soberanía política”.

Habrá mucho que pensar y hablar sobre la forma en que un “agente externo”, un virus en este caso, actúa a nuestra imagen y semejanza; despierta los fantasmas apenas controlados y reorganiza nuestra vida, nuestra convivencia y nuestra “coinmunidad”. Este último término es el que utilizó Peter Sloterdijk en una conferencia ante el senado francés en el 2009. Hace más de diez años, calificaba “la situación actual del mundo determinada claramente por el hecho de que no ofrece una coinmunidad eficiente a los miembros de la «sociedad mundial». Al nivel más alto no existe ningún sistema de solidaridad operativamente convincente, sino una guerra clásica de grupos de intereses”. Obviamente, nos introducimos aquí en el campo de la política global, en un momento en que parece haberse producido la “tormenta perfecta” para el desencadenamiento de una crisis sin precedentes que augura los peores presagios. Desgraciadamente, la hiperactividad de nuestros gobernantes sirve de pantalla a los verdaderos poderes fácticos, que callan e implementan sus estrategias. Si se desarrollan resistencias a las mismas no va a poder ser más desde posiciones periclitadas y de ineficacia histórica ampliamente demostrada. Hoy, usando las sugerentes palabras de Preciado “El cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo territorio en el que las agresivas políticas de la frontera, que llevamos diseñando y ensayando durante años, se expresan en forma de barrera y guerra frente al virus. La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte, empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo. Calais te explota ahora en la cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel”.

Nadie posee “alternativas” fácticas a esta mutación pero, en cualquier caso, éstas no podrán desarrollarse como simples fórmulas. Germinarán de forma iluminadora de procesos vivos y dolorosamente paradójicos; de entre aquellas que sean capaces de tomar distancia de los caminos trillados tanto como de las intensas campañas de coacción ideológica, física y militar a la que seremos sometidos. Como recuerda Sloterdijk en el texto citado, “el cálculo coinmunitario explica por qué hay que sacrificar algo a un nivel bajo si se quiere conseguir algo a un nivel superior. Sobre esto se basan todas las donaciones e impuestos, todos los buenos modales y servicios, todas las ascesis y virtudes”.  El simple hecho de pronunciar palabras semejantes parece convertirnos en aliados de los darwinistas sociales, de aquellos que quieren hacer efectiva la aniquilación de esa mayoría excedente que hoy conforma la humanidad esquilmada y empujada a la muerte. En realidad, nos habla de la complejidad de la situación y de la necesidad de atrevernos a politizar las paradojas a las que nos veremos cada vez más intensamente sometidos.




Pensar en pandemia, 3. CONFINAMIENTO: EFECTOS COLATERALES

(Este artículo se publicó en El Salto del 7 de abril de 2020: https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/confinamiento-efectos-colaterales-juan-gorostidi)

Tras tres semanas de confinamiento –en Italia cinco, en Wuhan once– comienza a cristalizar en muchos la impresión de que esta experiencia compartida –pero no común; cada uno la vive en condiciones y desde bagajes bien diferentes– marcará época. Quiero decir que al haberla vivido en pandemia –“todos afectados”–, y haber sido la primera experiencia socialmente traumática para los que ahora tienen entre 20 y 40 años (una franja de edad demasiado amplia, comparada con lo que eran las generaciones en el siglo XX), en adelante se referirán a ella como un antes y un después; una prueba impuesta –no elegida, este es el dato determinante– que cambió las implícitas reglas de juego, que desbarató alianzas y “contratos sociales”, complicidades aparentemente sólidas; que deslindó territorios que quedarán como surcos indelebles; arrugas y muecas que costará interpretar a los que vengan después.

Cada generación ha vivido pasajes así: las verdaderas pruebas de realidad para ideales e ilusiones que se llevan por delante a muchos. Y los sobrevivientes no pueden evitar cierta sensación de “salvados de naufragio” con pérdidas irreparables. Para nuestros padres fue la guerra; para nosotros los años del fin del franquismo y la “transición”; para los que tenían cinco o seis años menos, la pandemia de la heroína… Después vino la caída del muro –¿qué fue aquello para los habitantes de Berlín Oriental, para los chechenos, para los habitantes de la antigua Yugoslavia…?–, la entrada en el nuevo siglo con el 11S y el 11M, etc. Algunos de los que ahora tienen alrededor de 40 pretenden que el 15M del 2011 fue su experiencia iniciática, pero esa insistencia me ha parecido a menudo sospechosa, forzada por quienes querían reivindicar su propio “mayo francés; checo; mexicano…”. No, me temo que éste es su verdadero mayo… y no tiene nada de glorioso –tampoco aquellos lo fueron tanto como muchos han pretendido a posteriori.

En el confinamiento se produce un parón: “la economía entra en hibernación” dicen los titulares. Pero, en realidad, es el espacio el que realmente se achica, como para los que tienen la experiencia del presidio, quienes vivieron impuestos confinamientos cuarteleros: experiencias que marcan un antes y un después, y que permiten cierto reconocimiento para los que las compartieron. Nadie las eligió –insisto en que esta característica es fundamental–. Dicen que el tiempo se detiene pero, en realidad, es el espacio el que se restringe y, por su efecto, el tiempo se dilata. He ahí la clave: esa vivencia del tiempo extenso que nos saca de la corriente de la vida cotidiana. Es una experiencia fundamental para los monjes, o para los que realizan retiros intensivos de meditación, por ejemplo: las actividades –los estímulos– se reducen ahí de forma drástica (no se habla, se renuncia a las conexiones audiovisuales o digitales, se sigue una rígida disciplina en horarios y “aburrimiento” de interminables sentadas sin hacer nada más que cultivar una atención que choca contra el muro de una mente-cuerpo indignados, sublevados ante semejante atropello…). Claro que uno puede adaptarse a ese ritmo hasta convertirlo en la nueva rutina –la rutina de la cárcel, la rutina del convento, más alienante aún que la de la calle– neutralizando así los potenciales de distorsión o de transformación de dichas disciplinas… pero ése es otro asunto.

Si no nos es posible vivir el confinamiento como “el tigre que cabalgamos”, puede resultar una experiencia muy amarga. Comentamos ya entre nosotros de los ataque de ansiedad, de las depresiones explícitas o latentes, de la caída de algunas máscaras en una convivencia demasiado intensa… asuntos que dejarán heridas indelebles. Las consultas psiquiátricas se colapsarán; los psicólogos no darán abasto, el consumo de drogas legales e ilegales se disparará… Aunque dicen que la violencia machista ha disminuido en datos de agresiones –hay una presión para la contención a cualquier precio–, todos contenemos la respiración ante la subida de la presión y el peligro de explosión. Y esto en los países ricos. ¿Qué rastro dejará en lugares donde los cadáveres se abandonan en las calles, donde la policía o el ejército intervendrán para tratar de evitar saqueos de una población acosada por el hambre, donde la guerra social será explícita con declaraciones de “estado de sitio” –“¡disparad contra los que no acaten las órdenes!, brama Durerte”?

En el mejor de los casos, una sensación de irrealidad se irá apoderando de la gente y, cuando las autoridades permitan aflojar el confinamiento, una impresión de tierra quemada nos atravesará. Saldremos a la calle como zombis, obligados quizá a usar guantes y mascarillas, mirándonos como de vuelta de experiencias inconfesables –quizá porque no hubo ninguna experiencia, sólo un aturdimiento tan vacío como amargo.

Una de las noticias para mí más significativas e inquietantes de estas semanas se produjo cuando los medios de comunicación de Euskadi hicieron públicos los datos de su encuesta focus, realizada en medio de la primera semana de confinamiento. En ella, como es habitual, se preguntaba a la gente sobre cómo vivían su presente y como preveían el futuro; sobre sus temores y expectativas. Y he ahí el dato: la franja de edad que más temía el contagio por el virus era la de los jóvenes: hasta un 93% estaba muy asustada, más que la de cualquier otro grupo de edad, aunque ellos fueran los menos vulnerables. No estaban tan asustados por el futuro, por la economía, etc. sino por la posible infección vírica –por supuesto, esta encuesta no se hizo a franjas sociales invisibles: emigrantes sin papeles o en situación muy precaria, etc.–. La gente que, por primera vez en su vida, se sentía abocada a un encierro no deseado frente a un “enemigo invisible” comenzaba a entrar en pánico –y era en la primera semana del confinamiento–. La pregunta me resultó inevitable: “¿Estaría esta población –no solamente los jóvenes– dispuesta a renunciar a diversos grados de libertad  si ése fuera el precio a pagar para conjurar la amenaza vírica –control estatal de variables vitales; de movimientos, de contactos, etc.–, siguiendo los modelos asiáticos como en parte el chino o el coreano del sur?” La respuesta no me deja lugar a dudas, y por eso las autoridades ya hacen ajustes legales –aquí, a diferencia de los países asiáticos, hay leyes de privacidad de datos– para que cada vez más medidas de control social se impongan en nombre de la seguridad. “Los datos son el nuevo capital”, escuchábamos, y los gigantes de la recopilación y control de datos –Google, Facebook, Microsoft…– hace mucho que cotizaban al alta. La paradoja macabra es que hoy se reivindica a Bill Gates como al profeta que ya hace cinco años predijo la pandemia y denunció la falta de previsión de los gobiernos para prepararse a lo que se avecinaba; y creó la mayor fundación privada para la investigación sobre la vacuna. Huelga decir que las principales farmacéuticas se han apresurado a hacer donaciones a las “fundaciones altruistas” de Gates. Los siguientes capítulos de esta historia no son difíciles de predecir.

Estamos aturdidos por este golpe de realidad pandémica. A pesar de las declaraciones piadosas de intelectuales, clérigos o políticos bajo sospecha, nada nos hace pensar que saldremos de ésta fortalecidos y solidarios. Más bien será el aturdimiento el que se imponga, y los impulsos más oscuros del “sálvese quien pueda”. Por supuesto que habrá excepciones. Las pequeñas redes comunitarias se reforzarán como una necesidad vital; la amistad se habrá puesto a prueba y, para algunos, saldrá fortalecida. Caerán antiguos frentes y surgirán nuevas vinculaciones. El pasaje a la madurez de muchos jóvenes resultará ya insoslayable.

(Las fotografías son de Francesca Woodman)




Pensar en pandemia, 2. POR QUÉ HARARI NO TIENE RAZÓN (AUNQUE ESTUVIERA CARGADO DE ELLA)

Este artículo fue publicado en la revista Rebelión el 25/03/2020:

Por qué Harari no tiene razón (aunque estuviera cargado de ella)

Yo también leí Sapiens y quedé sorprendido… de la forma en que el formato best seller puede ser aplicado a la divulgación académica: una narración sin escollos y fácil de seguir; una simplificación de los personajes y las situaciones de forma en que el bien y el mal puedan ser fácil y consoladoramente diferenciables y, por último, un optimismo a toda prueba: “No debemos cegarnos” nos dice constantemente, “la humanidad en su conjunto se encuentra mejor que nunca, y todo indica que con unos pocos ajustes técnicos, podrá realizar al fin su sueño de construir un Cielo sobre la Tierra”. 15 millones de ejemplares vendidos en traducciones a 45 idiomas atestiguan el éxito de la fórmula.

¡Cuánto nos gustaría estar de acuerdo con él! Pero la realidad –o, más bien lo Real[1]– es recalcitrante, y dibuja un panorama distinto.

No voy a entrar aquí en una discusión con las tesis de Harari en sus famosos libros –o más bien con las trampas que se hace para que sus datos y pronósticos cuadren–, sólo apuntaré hacia un par de asuntos relevantes a partir de una entrevista reciente. Denuncia, cargado de razón que “en los últimos años, políticos irresponsables han socavado deliberadamente la confianza en la ciencia y en la cooperación internacional. Ahora estamos pagando el precio. No hay ningún adulto en la habitación”. Esta última frase no deja de ser significativa: el deslizamiento hacia la psicología que todos realizamos (“los políticos o los militares son unos críos que juegan con armas capaces de destruir el planeta”; son “monos con pistolas”, etc.). ¿Y si esos dirigentes no fueran “irresponsables” –o “inmaduros”– sino perfectamente conscientes de sus opciones y decisiones en base a los intereses que representan y defienden, dispuestos a morir matando si alguien se opone resueltamente a sus políticas?

A continuación, Harari nos propone su plan en cinco puntos aplicado a la pandemia del coronavirus: (1) “compartir información fiable”, (2) “coordinar la producción mundial y la distribución equitativa de equipo médico esencial”, (3) que “los países menos afectados envíen médicos, enfermeras y expertos a los países más afectados”, (4) “crear una red de seguridad económica mundial para salvar a países y sectores más afectados” y (5) “formular un acuerdo mundial sobre la preselección de viajeros, que permita que un pequeño número de personas esenciales sigan cruzando las fronteras”. Sin entrar en matizar en cada uno de los puntos de su programa, la pregunta salta a la vista: ¿En qué mundo cree vivir Harari? Mi impresión es que se encuentra en la posición de aquellos astronautas que divisaron por primera vez desde el espacio la maravilla del “planeta azul” y, bañados en lágrimas, proclamaron la hermandad universal.

Pero Harari insiste en su optimismo evolutivo y nos pone el ejemplo de la erradicación de enfermedades como la viruela gracias a la vacunación universal. Es el buldócer del pensamiento unánime de la inmunización masiva como remedio incuestionable frente a las pandemias –excepto para esos psicópatas antisociales que hay que reducir llamados “anti-vacunas”–. Pero el hecho histórico es que el descenso de la curva de la viruela en Europa no tuvo que ver con la generalización de la vacuna (y que en casos como la ciudad inglesa de Leicester, donde el 95% de los bebés estaban vacunados cuando se produjo la epidemia de 1871-1872, las autoridades la descartaron a continuación por su demostrada ineficacia, optando por medidas higiénicas[2]. El segundo hecho es que la vacunación universal no se produjo –cualquiera que haya participado en una campaña de vacunación en África, y yo lo he hecho, sabe que es inviable, y que los datos sobre su realización son falsos, y tienen como principal objetivo la justificación de los planes neocoloniales de los antiguas metrópolis–. Según esta lógica, la existencia de enfermedades endémicas como la malaria no han sido erradicadas por ausencia de vacunas, cuando de Europa desapareció sin ellas –por el cambio en las condiciones higiénicas, entre otras–. Como de costumbre entre los que comparten su posición, las soluciones universales dependen de cuestiones técnicas que, en este caso, se traducen en “vacunar a todas las personas de todos los países. Si un solo país no vacunaba a su población podría haber puesto en peligro a la humanidad, porque mientras el virus de la viruela existiera y evolucionara en algún lugar, podía volver a propagarse”. Ocurre que esta afirmación es simplemente falsa y que, incluso si aceptamos que la vacunación funciona, los problemas siempre son más complejos –por no hablar de las implicaciones de todo tipo en la carrera por la creación de la vacuna contra el covid 19, ya en marcha–. Harari explica a continuación que la lucha contra el cambio climático pasa por una sencilla decisión técnica parecida. Habla de la catástrofe ecológica como algo que está en el futuro y que se puede atajar, no como algo presente, consustancial e irreversible en muchos aspectos. Por supuesto, aprovecha para arremeter contra los cenizos que cuestionan el crecimiento económico: “Algunas personas creen que para detener el cambio climático tendremos que detener el crecimiento económico y volver a vivir en cuevas y comer raíces. Eso es una tontería”. ¿Cuál es la tontería, el cuestionamiento del dogma del progreso o la alternativa entre crecimiento y “comer raíces”? La arrogancia implícita en estos planteamientos no deja de ser pasmosa.

«Pablo Casado está repasando en inglés 21 lessons for the 21st century (“21 lecciones para el siglo XXI”), un libro escrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari, que le firmó con esta dedicatoria: “El futuro está en tus manos, úsalo sabiamente”. (El País, 7 de abril de 2020)

Apuntaré a una cuestión más: Hariri hace gala en sus declaraciones de combinar su activismo con sus retiros espirituales. Cada poco, se retira a meditar y nos invita a los demás seguir su ejemplo. Yo también medito, así que puedo contestarle. El segundo libro de su exitosa trilogía está dedicado a su maestro Goenka, y los retiros que organizan por todo el mundo sus seguidores representan la red más extensa de este tipo de eventos. He participado en ellos. Entre otras muchas cosas, la doctrina enlatada que se difunde en estos retiros –las únicas palabras pronunciables son grabaciones del maestro traducidas al resto de los idiomas del mundo– es una versión extremadamente simplista y, desde luego revisionista, del budismo primitivo. Como ocurre con la inmensa mayoría de los budistas occidentales, niegan mientras proclaman la primera “noble verdad” del discurso búdico sarvam dukkha (defectuosamente traducido como “todo es sufrimiento”), en cuanto se cuestionan la naturaleza ontológica –consustancial a la condición humana– de dicha afirmación. También aquí se trataría de una “cuestión técnica”: “pongamos a todos los humanos a meditar –después de haber recibido su correspondiente vacuna– y dukkha será parte de la noche de la prehistoria”.

Hariri es un ciudadano israelí que no parece estar interesado en entrar en pequeños problemas locales como el apartheid palestino o la guerra en la que su país está inmerso, y que irradia desde el Medio Oriente a cada vez más países y millones de seres humanos, determinando la geopolítica mundial. Supongo que –más allá de su opinión al respecto– habrá hecho un cálculo que salta a la vista: un desliz en este terreno le haría desaparecer de la mesa de los mandatarios (“Consultado por líderes de todo tipo, desde Emmanuel Macron a Bill Gates o Ángela Merkel” dice el reportaje al que hago referencia) y, quién sabe, le crearía serios problemas en su propio país, y él tiene mucho que decir –y que vender.

NOTA: Un extenso repaso crítico del conjunto de la obra de Harari (antes y después de Sapiens) a cargo de Ernesto Castro:

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[1] Este concepto sobre el que teorizó Lacan en su tríada borromea Real/ Simbólico/ Imaginario adquiere especial relevancia en situaciones críticas como la presente. Lo Real es justamente lo que configura el resto de los aspectos en cuanto que es aquello (monstruoso, intratable, traumático por naturaleza) que condiciona y determina los aspectos “visibles” (imaginarios o simbólicos) en el sentido en que éstos se construyen como parapeto ante la irrupción de lo Real (“Cultura es aquello que hacemos con la muerte”, definió alguien). Cuando ocurre su emergencia –una guerra, una catástrofe, un atentado, la muerte, sin más–, todo se conjura para minimizar sus efectos pero, sobre todo, para que vuelva a la oscuridad de lo intratable. En medio de la crisis –la guerra, o esa otra guerra llamada pandemia –todos convergen en esa sospechosa denominación militar– cualquiera que vaya más allá de la unanimidad que se construye en relación al enemigo declarado y a la lucha sin cuartel contra él es visto con recelo, cuando no tratado como el peor de los enemigos, un quintacolumnista que hay que desenmascarar y destruir. En el plano personal –y también colectivamente– el duelo es el proceso saludable para volver a la vida más allá del zarpazo de la muerte, la pérdida, el trauma. El profeta es tradicionalmente excomulgado –“excluido de la comunión-comunidad”– cuando no empujado al exilio o a la muerte, porque se convierte en el pájaro de mal agüero que señala lo Real (y no sólo la corrupción, la hipocresía, etc.). Cuando Santiago Alba Rico habla de La Realidad, creo que se refiere a esto.

[2] Alfred Russel Wallace, The Wonderful Century. Cambridge University Press,1898




TAICHI EN EL PARQUE TEMÁTICO (tras una conversación imposible con Yuan Limin)

Entre las películas de Jia Zhangke que he ido conociendo en los últimos años, Shijie (“El Mundo”, 2004) es la que me ha dado más que pensar. Shijie es el nombre de uno de los muchos parques temáticos que han ido instalándose con gran éxito en Pekín y en el resto de ciudades chinas en las últimas décadas. Allí, uno puede visitar reproducciones a un tamaño aceptable (si la torre Eiffel es de 300 metros, la de Shijie tiene 100) muchos de los monumentos icónicos del mundo: el Manhattan de las torres gemelas –“aunque hayan sido destruidas, aquí se mantienen”–, las pirámides de Egipto o el Taj Mahal, por ejemplo, sin salir de un perímetro asequible. Todo ello, punteado con espectáculos de danzas exóticas, restaurantes, etc. Uno puede sacarse la típica foto sosteniendo la torre de Pisa o pasearse en camello por el desierto egipcio sin las incomodidades y los costes que los viajes reales acarrean. No es difícil entender que esta forma de excursionismo tenga tanto éxito allí: en realidad, esta manera aún tosca de virtualidad es la que se irá perfeccionando de manera que podamos vivir todas las experiencias imaginables sin movernos de nuestra casa. ¿Se cerrará así el círculo y podremos comprender cabalmente el sentido profundo del Laozi: “Sin ir más allá de nuestra puerta podemos conocer el mundo. Sin asomarnos a nuestra ventana podemos conocer los Caminos del Cielo”?

Pero en la película y en nuestra vida, el parque temático es sólo un escenario; lo real transcurre debajo: los dramas vitales de los que trabajan sosteniendo y animando el tinglado: jóvenes emigrados de zonas rurales a buscarse la vida que actúan de bailarinas o guardas de seguridad, y la comparten en los sótanos y los suburbios junto con otros paisanos trabajadores de la construcción o la limpieza. Allí ocurren los encuentros y los desencuentros, los desarraigos y las tragedias.

Las montañas de Wudang y el templo de Shaolín son actualmente dos de los lugares de peregrinaje chinos con más solera. Representan los lugares de origen de dos de las tradiciones de sabiduría más importantes de allí: “la cuna del taoísmo” (los templos de las montañas de Wudang) y “el epicentro del budismo chino” (Shaolín). Sus monjes son depositarios de poderes sobrehumanos y de una sabiduría insondable en las leyendas a los que son tan aficionados por aquellos pagos, y en las últimas décadas también estos lugares se han convertido en parques temáticos a los que acuden millones de turistas nativos y extranjeros para degustar las esencias “desde sus propias fuentes”. Los templos y sus franquicias se han convertido en lugares para turistas donde se ofician los cultos y se realizan exhibiciones y visitas guiadas. Cuando concluye la jornada, visitantes y “monjes” cierran las instalaciones y vuelven a hoteles y domicilios hasta el día siguiente. Así que la “vida monástica” ha desaparecido y se han multiplicado las “escuelas” donde se imparten cursos acelerados de distintas disciplinas asequibles a quien quiera pagarlos. Además, “monjes” y “abades” recorren el mundo ofreciendo sus exhibiciones y montando también sus franquicias. “La sabiduría del taichí no corresponde a los chinos, es un bien actualmente universal”, se explicó Yuan Limin en el encuentro público en Tabakalera el pasado julio. Las torres gemelas han sido destruidas, pero uno puede verlas y visitarlas intactas en Shijie.

Es este encuentro que mantuvimos el que me ha recordado la película cuando he tratado de contestar a la pregunta que me hicieron algunos amigos sobre nuestra “conversación”. Yo tenía que contestarles, para empezar, que tal conversación no existió. Que cada uno de nosotros desarrolló su propio discurso, y que no hubo el más mínimo cruce, la más mínima confrontación. “Claro –pensaría alguna–, como maestros de taichí, cada uno aportaba su propia experiencia, y vuestros acercamientos serían complementarios”. “No –tenía que aclarar–. Nuestros planteamientos son incompatibles y yo realicé un cuestionamiento radical de su discurso en el que se vendía el taichí como panacea salvadora: “el taichí es la expresión de la sabiduría de la filosofía china para curar las enfermedades del cuerpo y desterrar la ignorancia y el egoísmo; para hacernos sabios y felices” fue el resumen del mensaje de Yuan Limin. Muy al contrario, yo insistí en que vender hoy este discurso está lejos de ser inocente –mencioné el ejemplo del “falso Shaolín” de Bilbao que utilizaba frases semejantes–. Recordé que “al movilizado mundo occidental no se le puede ayudar con simples importaciones de Asia, como pretende el Americotaoísmo que, ante la crisis de Occidente, reacciona con la importación holística de fast food chino” (palabras que comparto de Peter Sloterdijk en su Eurotaoísmo de 1989). Afirmé que Zhang Sanfeng (el nombre del mítico personaje creador del taichí, de cuyo templo en Wudang Yuan Limin es abad) es pura leyenda, y hablé de las renuncias que un maestro debe realizar para que pueda ser respetable: “un maestro no se exhibe ni física ni verbalmente pero, ante todo, un maestro se abstiene de prometer beneficios y, más aún, de prometer la salvación; un maestro ha debido morir más de una vez para evitar alimentar delirios de inmortalidad o invulnerabilidad que se prestan a ser fantaseados en nuestras prácticas. En caso contrario, utilizará las fantasías de sus alumnos para alimentar los propios delirios…”. Yuan Limin no aludió a ninguna de estos emplazamientos ni a otros comentarios sobre la reciente historia China en relación con las prácticas que comentamos. Afirmó que allí “ha quedado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” sin ninguna consideración a los miles o millones de detenidos, torturados, asesinados o recluidos en campos de concentración, acusados de “tratar de destruir al Estado” practicando simples ejercicios de qi gong, como es el caso de Falun Dafa.

No deja de resultarme sorprendente que el presentado como “maestro” eludiera todos estos emplazamientos y que no fuera invitado a comentarlos siquiera. La moderadora no le invitó a pronunciarse sobre estos asuntos –que quizá no captaba en su justa medida por problemas de traducción– y, como para otros asistentes significativos, mis afirmaciones parecían ser recibidos como comentarios agresivos y fuera de lugar.

Podríamos conjeturar diversas explicaciones para este desencuentro general, pero a mí me hace pensar en el parque temático que mediatiza cada vez más nuestras escenificaciones de contacto con realidades por las que sentimos curiosidad o interés. Como una ciudad que recibe cada día su oleada de turistas que, siendo distintos cada día, son siempre los mismos –las pernoctaciones en Donostia no pasan casi nunca de una sola noche–. Visitantes siempre iguales en su imposibilidad de establecer algún contacto real con la vida de esa ciudad que miran; una ciudad que se presenta a su vez como un escaparate con sus espectáculos, sus festivales, su gastronomía… que se van parquetematizando a su vez al organizar su vida alrededor de esa “riqueza turística”.  Sin duda, resta vida transcurriendo por debajo de estas fachadas, pero cada vez resulta más difícil que pueda ser reconocida, nombrada. Y cada vez será más difícil que ocurra algo ahí fuera, desde ahí abajo, pues una capa más y más densa de irrealidad se encarga de distorsionar lo posible. Cuando el hechizo se rompa y lo oculto emerja, nos parecerá irreal, una distorsión impertinente que habrá de ser aplastada cuanto antes.

Lo que me distancia de Yuan Limin no tiene que ver con asuntos técnicos ni culturales, como pudiera parecer. Él forma parte entusiasta del parque temático; yo trato de romper su señuelo.

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(Un vídeo turístico-promocional típico dedicado a Wudang y su taichí:)




JOXE ARREGI, DESDE EL PÚLPITO MÁS ELEVADO

Nota previa:

[El caso Juan Kruz Mendizabal no representa nada excepcional en la marea de casos de pederastia dentro de la Iglesia católica. Hay situaciones mucho más graves y, obviamente, no se refieren sólo a esta Iglesia. Pero conviene mirar la particularidad de cada caso para entender lo que representa en la pequeña comunidad en la que se produce. “Kakux” era el cura modelo, el más popular, el más próximo a los jóvenes, etc. Por eso, sus cercanos están muy afectados (no pocos siguen considerando que se trata de un montaje del obispo para desacreditar al cura y sacarlo de circulación). Pero, más allá del entorno católico, muy poderoso aún en nuestra sociedad, su caso señala al tabú del abuso de poder sobre el cuerpo de los niños, un tema que, como en el abuso sobre las mujeres, toca los pilares de la sociedad patriarcal. Cuando se abren fisuras en un edificio tan sólido, su maquinaria se pone en marcha para que las aguas con peligro de desbordamiento vuelvan a su cauce: las mujeres maltratadas y asesinadas a la página de sucesos; los curas pederastas al retiro espiritual. Las noticias caducan y pronto será una anécdota que quedará sólo en la memoria de los afectados.

Una de las particularidades del caso ha sido la toma de posición pública del portavoz más conocido de la iglesia progresista Joxe Arregi en defensa del cura pederasta. Además de tener una voz muy notable en el programa de ETB “Ur Handitan”, hizo valer su influencia para ser entrevistado ampliamente en la radio pública y expresó su indignación y su posición en un artículo publicado por el grupo Noticias el pasado 19 de febrero titulado “Iglesia de Gipuzkoa y abusos sexuales”. Este artículo fue ampliamente celebrado por las voces más progresistas fuera de la Iglesia católica y ha funcionado como “la última palabra” en el caso. Envié mi respuesta al mismo periódico el día siguiente, pero no ha sido publicada:]

Joxe Arregi está indignado por la “clara manipulación” de sus afirmaciones e insiste. En su último artículo, me denuncia por omitir un “también” determinante, y a los periodistas de Ur Handitan, el programa de la ETB, por descontextualizar sus palabras: “Unos comentarios míos en los que intentaba dejar claro que unos “tocamientos deshonestos”, objeto de la acusación, no entrañan la misma gravedad que una violación fueron sacadas de su contexto y cuidadosamente colocadas justo detrás del dramático relato de una mujer que de niña había sufrido reiterados abusos por parte de otro sacerdote. Mis palabras […] se convertían así en irresponsable y grosera banalización de los hechos denunciados. Otra barbaridad, pero ¡qué más da! La tele tiene que provocar sensaciones, emociones, no reflexión. Y hay que vender el programa al precio que sea”. Sin embargo, la mayor virtud de dicho programa consistió en contrastar los discursos de los participantes, incluido el silencio de la jerarquía católica guipuzcoana. A Arregi le duele justamente el efecto revelador de tal contraste que aclara la verdadera naturaleza de su posición que indignó a tantos. ¿Se imaginan cómo recibiríamos las palabras del valedor de cualquier otro delincuente de guante blanco que nos dijera lo mal que lo está pasando? (“la infanta no duerme y sus pobres niños están últimamente más irritables… vivimos en un país de seres vengativos”). Y no hablamos aquí de robos sino de delitos mucho más graves, como el testimonio de Ana Morales dejaba claro. Sólo a la Iglesia Católica se le consiente semejante desfachatez. Y no sólo eso: tras el ajustado programa, la ETB selecciona las declaraciones de Arregi para ofrecerlas en un vídeo completo –no las de Morales, por ejemplo– y ofrece al teólogo media hora de entrevista exclusiva en el prime time de la mañana de Euskadi Irratia, a los pocos días, para que se reitere en su argumentación; retirando, eso sí, su obsceno “a ver, ¿a quién no le han hecho tocamientos alguna vez?”, seguido de la pausa retórica que parecía acusar al entrevistador por su actitud inquisitorial y poco tolerante “que aflora en cuanto tenemos a mano algún chivo expiatorio –una víctima también él, si nos ponemos a pensar”.

Arregi me descalifica como tergiversador (“serio desliz para un profesor de taichí, maestro en atención”, ironiza), sin dignarse a entrar en los temas que planteo. Aunque tome la palabra como la voz más relevante del “clero progresista” vasco, él no es corporativista. Y para demostrarlo, carga contra Munilla. Sin embargo, la propia acusación que dirige contra el obispo, bien podría usarse en su contra: si admite que entre nosotros los casos de abusos del clero católico no deben de ser menores que en otros entornos, ¿dónde ha estado él mismo durante décadas para no enterarse de nada ni denunciarlos como la peor lacra pastoral?

Arregi subraya el mensaje misericordioso del Jesús evangélico, pero lo hace como si dicho mensaje se transmitiera ex nihilo, y la historia de la Iglesia católica y del cristianismo en general no tuviese nada que ver con estos delitos, reivindicando la superación de la culpa y el castigo “en los que no cree”. Misericordioso o no, la Iglesia se ha instituido como garante y único intérprete legitimado del mensaje revelado por Dios, y no ha dudado para ello en aliarse con las formas más crueles de poder. Obviarlo en las actuales circunstancias resulta cualquier cosa menos inocente.

Como digo, sólo un clérigo maestro de la retórica y la persuasión se atrevería, en tales circunstancias, a encaramarse al más elevado de los púlpitos para señalar la mezquindad de nuestros sentimientos y proclamar, con el papa, “la Revolución de la Misericordia”: “Erradicar de los corazones y de las estructuras, la lógica del castigo. Y decir a cada persona herida: “Levántate y camina. Cree en ti, vete en paz, vive en paz”. Todo lo demás sobra”. Desde su altura moral, él sufre con todos, y yo le creo, cómo no. Como creo al propio Kakux que parece negar ahora lo que antes confesó. Como no dudo de la sinceridad de un Michel Onfray, al narrar los abusos a los que fue sometido por los salesianos: “Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente…”. Él, como Ana Morales, se encuentra entre los supervivientes, pero muchos otros no pudieron sobreponerse (insisto en la pertinencia de “Los internados del miedo”, de TV3 https://www.youtube.com/watch?v=qU7ek5k47Og). Pero en estos casos, no se trata de “sinceridad” sino de “discurso”, desde la aportación aclaratoria e irrefutable de Michel Foucault:  “[…] en toda sociedad, la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”, de manera que el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse; en este caso, “el poder sobre las almas” por el que siempre y con tanto éxito la Iglesia ha peleado. En los abusos sexuales contra mujeres, niñas y niños, entramos en la manifestación más explícita del biopoder, bien definida por el propio Foucault. El papel que la Iglesia católica ha ejercido en este ámbito hasta la modernidad –una modernidad que se demoró entre nosotros hasta la década de los 70 del pasado siglo– ha sido determinante y muy poco analizada. Como en muchos otros ámbitos socio-políticos, las responsabilidades no han sido depuradas y el poder de la Iglesia se ha mantenido casi intacto, en espacios fundamentales como la educación. Joxe Arregi participa activamente en esas luchas biopolíticas, tratando de recuperar el tiempo perdido y ponerse a la cabeza de una “nueva espiritualidad” mejor ajustada a los nuevos tiempos.

Dice promover la reflexión y no “las sensaciones o las emociones, como la tele”. Y no juzga a nadie. Sin embargo, todo lo que se le ocurre repetir sobre la descripción del penúltimo de los denunciantes de Kakux es que es “escabrosa” o del testimonio de Ana Morales que es “dramático”. Colgó los hábitos, pero no para bajarse del púlpito, sino para elegir otro mucho más elevado, sutil y eficaz. Utiliza toda su habilidad retórica para encubrir lo que de verdad está en juego. Con una psicología de taberna, insiste en todo lo bueno que Kakux hizo como para que nos fijemos en su mal encauzada pulsión sexual –las dudas de los monitores son mucho más sutiles y profundas ahí–. Pero lo que de verdad revela su actitud es una inconfesada añoranza de los buenos tiempos de su juventud en los que la única voz autorizada era la del clero; y los fieles, devotos o resignados, acudían en masa a los confesionarios en los que los curas “nos abrazaban a todos”.

POSTDATA: LA CARA OBSCENA Y DENEGADA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Coincidiendo con estos debates se ha estrenado un documental argentino sobre el tema que aporta algunas luces:

Entre las personas que aparecen en el mismo, es especialmente reveladora la actitud de un anciano cura que había sido “trasladado” a Argentina desde el «Instituto Provolo» de Verona para niños sordomudos, donde 130 curas fueron acusados en los 80 por abusos entre 1955 y 1984. “Pasati, pasati” dice el viejo postrado con el rosario de collar cuando el periodista le pregunta sobre los casos que no tiene reparo en reconocer: “Tocas, tocas, se pone duro… ya sabes cómo es”. Todos lo hacían, reconoce, y esto conducía a violaciones, etc. Cuando eran descubiertos los casos más graves, los trasladaban a centros de la misma orden a Argentina y asunto concluido.

Esta Iglesia entona ahora un mea culpa retórico, pero sus archivos, con miles de casos, siguen siendo secretos. Como explica una de las participantes en el documental, su actuación tiene los visos del “plan sistemático” del genocidio de la última dictadura argentina con el objetivo de garantizar la impunidad. Son especialmente reveladoras las instrucciones explícitas de “secreto pontificio” para los conocedores de tales delitos: “En 1974, una instrucción del Vaticano, ordenada por Pablo VI y redactada por su secretario Jean Villot, determinaba que “en asuntos de mayor importancia se requiere un particular secreto, que viene a ser llamado secreto pontificio y que ha de ser guardado con obligación grave. Entre los asuntos enumerados por esa instrucción estaba la de pedofilia eclesiástica. Estaban obligados a guardar el secreto pontificio cardenales, obispos, prelados superiores, oficiales mayores y menores, consultores, expertos y personal de rango inferior. En 2001, Juan Pablo II y el responsable de la Congregación para Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, publicaron un nuevo documento que “obliga a todo el clero y sus auxiliares a no hacer llegar a tribunales ni instituciones civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia. Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe […] Las causas de esta clase quedan sujetas a secreto pontificio” (“Motu proprio sacramentorum sanctitatis tutela”). ¿Es concebible que los mismos que asumían este modus operandi –el clero católico del siglo XXI– asuma de pronto su “equivocación”?

Resulta pertinente pensar más bien con Slavoj Zizek en una suerte de “inconsciente institucional”; en el núcleo obsceno que define a una institución como la Iglesia católica; un núcleo del que no están a salvo otras instituciones como el ejército o la propia familia, pero que en el caso de esta Iglesia reviste características específicamente perfiladas. Que una estructura clerical milenaria con un poder e influencia inmensos deba erigirse a sí misma como mediadora exclusiva en la culpa, el perdón; la condenación y la redención eternas al tiempo que se presentan como hombres asexuados administradores de una “misericordia institucionalizada” en rígidos rituales y jerarquías… Demasiado “amor” con olor a sopa rancia y a sacristía: “¿Recuerdan los numerosos casos de pedofilia que sacudieron a la Iglesia católica? Cuando sus representantes insistieron en que esos casos, tan deplorables como fueron, eran un problema interno de la Iglesia y mostraron una gran renuencia a la hora de colaborar con la policía en sus investigaciones, tenían razón en cierto sentido. La pedofilia de los curas católicos no es algo que ataña sólo a las personas que, a causa de razones accidentales de su historia privada sin relación alguna con la Iglesia como institución, eligieron el sacerdocio como profesión. Es un fenómeno que concierne a la Iglesia católica como tal, que está inscrito en su propio funcionamiento como institución socio-simbólica. No concierne al inconsciente ‘privado’ de los individuos, sino al ‘inconsciente’ de la propia institución: no es algo que ocurra porque la institución deba adaptarse a las realidades patológicas de la libido para sobrevivir, sino que se trata de algo que la institución necesita para poder reproducirse. Uno puede imaginar un sacerdote ‘heterosexual’ (no pedófilo) que, tras años de servicio, se ve implicado en la pedofilia porque la misma lógica de la institución le induce a ello. Tal ‘inconsciente institucional’ designa la cara obscena y denegada que, precisamente por ser negada, sostiene a esta institución pública. En el ejército, este reverso consiste en rituales obscenos de humillación sexual contra el compañero que sustenta la solidaridad de grupo. En otras palabras, no es sólo que, por razones conformistas, la Iglesia intente encubrir los escándalos de pedofilia, sino que al defenderse, la Iglesia defiende su secreto obsceno más íntimo. Ello implica que identificarse con este lado secreto es un elemento clave de la auténtica identidad de un sacerdote católico: si un sacerdote denuncia (no sólo retóricamente) estos escándalos, se excluye a sí mismo de la comunidad eclesiástica. Ya no es ‘uno de los nuestros’, al igual que un sudista de los Estados Unidos que delataba a alguien del Ku Klux Klan se excluía a sí mismo de su comunidad, al haber traicionado su solidaridad fundamental. Por consiguiente, la respuesta a la renuencia de la Iglesia no debe ser sólo que nos enfrentamos a casos criminales y que, si la Iglesia no participa con rigor en su investigación, es cómplice de los mismos. La propia Iglesia como institución debe ser investigada en cuanto al modo en que crea de forma sistemática las condiciones para que se cometan tales delitos” (“Sobre la violencia” S. Zizek, 2008).

Cuando Munilla acusó de “traición” a Juan Kruz Mendizabal apuntaba al corazón del asunto: Kakux no “traiciona” la buena labor evangelizadora, como el obispo pretende, sino que es un “traidor” en cuanto que pone en evidencia la cara obscena y denegada de la institución representada por su obispo.

 




MUHAMMAD ALI Y EL BOXEO (por qué el ring te hace enloquecer)

Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos. Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores. […] Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, sólo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas […] Cuando se alzan con el título de campeón de los pesos pesados, empiezan a tener vidas interiores comparables a la de Hemingway, Dostoievski, Tolstói, Faulkner, Joyce, Melville, Conrad, Lawrence o Proust”

Norman Mailer, En la cima del mundo. 451 Editores, 2009.

“Estamos en 1967; la guerra en Vietnam acababa de estallar, y Ali era candidato al famoso draft. El resto, bueno, el resto lo recuerdan los lectores: el periodista preguntando qué opinaba Ali de la guerra, y Ali pensando un rato y respondiendo al cabo de un instante de esos que cambian vidas: «A mí el Vietcong ése no me ha hecho nada». En el original: «I ain’t got no quarrel with them Vietcong». Una frase inculta, una frase espontánea, una frase carente de la premeditación que Ali, ese ilustre insolente, daba a cada cosa que le salía de la boca. Esas ocho palabras están por todas partes en el combate con Frazier, lo moldean, lo deciden. Porque Ali, tras negarse a ir a la guerra, fue sancionado y, aunque logró evitar la cárcel, no evitó la prohibición de pelear”. Andrés Barba en el prólogo al libro de Mailer.

25 de mayo de 1965 el campeón Muhammad Ali, en ese momento conocido como Cassius Clay, se para frente al derrotado Sonny Liston

Tras la muerte de Muhammad Ali me pregunto por la unanimidad en la santificación de su figura: George W. Bush y Hassan II ya le condecoraron y ahora corren ríos de tinta de loas incondicionales: Ali: el rey del mundo; El más grande de todos los tiempos, dentro y fuera del cuadrilátero; Muhammad Ali, el elegido; 20 frases de Muhammad Ali que son lecciones de vida (entre ellas: “El boxeo es un montón de hombres blancos viendo cómo un hombre negro vence a otro hombre negro”. “Odié cada minuto de entrenamiento, pero no paraba de repetirme: ‘No renuncies, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón’ ”. “Soy el más grande. Me lo dije incluso a mí mismo cuando no sabía que lo era”, etc.). Sin duda, el personaje de Ali es fascinante, y no menos su capacidad para construirlo y sostenerlo. Dicen mucho de él, pero más aún de todos nosotros.

En uno de los excursos que cerraban el área dedicada a Marcialidad y Contacto de Levantar la mirada, escribí el artículo Por qué el ring te hace enloquecer, que reproduzco a continuación con el vínculo al documental Cuando éramos reyes.

POR QUÉ EL RING TE HACE ENLOQUECER

 Los puños se han arrojado duramente contra la oscuridad. / Los puños se han desatado desnudos contra la noche. […] No puedes regresar a la casa que un día abandonaste. / No hay camino de vuelta para quien rompió con la ley. Urtain[1](fragmento), Iñaki Irazu

Mi interés por el boxeo proviene de algunos de mis primeros recuerdos: ya he comentado que mi madre me llevaba de muy niño a las veladas que organizaban en las fiestas del pueblo al aire libre o en una plaza de toros montada para la ocasión. Eran combates aficionados y guardo un recuerdo de impresiones, sin imágenes concretas, sin palabras ni comentarios. Me imagino -¿me acuerdo?- en silencio, en medio del bullicio, observando con los ojos bien abiertos, con mi madre a mi lado. Recibiendo la emoción que ella sin duda sentía, tragándomela.

Ella era la mayor de una familia de campesinos cuyas tierras lindaban con un puerto industrial. En el reparto de papeles que se iba asignando a los hijos según nacían, le había tocado quedarse en casa para trabajar durante todos los días del año, y cuidar de sus padres cuando fueran mayores. Tenía 18 años cuando estalló la guerra civil española, y un matrimonio tardío para su tiempo la liberó de aquél destino. El contacto directo con el mundo que se abría a través de aquel puerto donde atracaban barcos de países lejanos, y de los emigrantes que comenzaron a llegar del sur, se realizaba directamente en el puesto del mercado donde vendía las frutas y verduras de su casa. Todo era demasiado distante de lo suyo: distintas lenguas, distintos códigos religiosos y morales… Las señales de aquellos mundos a los que nunca accedería, tan peligrosos como fascinantes, quedaban por completo fuera del alcance de su mano. Y me da por pensar que los combates de boxeo de los primeros 60 del pasado siglo a los que me llevaba de su mano –ni mi padre ni mis hermanas mayores nos acompañaban- formaban para ella parte de aquellos signos.

Nunca me pasó por la cabeza que de mayor quisiera yo hacer lo mismo que aquellos luchadores, y algo de la mirada aturdida y silenciosa del niño ante el espectáculo se conserva todavía cada vez que veo, ya sólo en el cine o por la tele, algún combate, alguna pelea. (Y las historias de algunos de los héroes del cuadrilátero que han pasado por delante con su éxito fulgurante y su caída estrepitosa –casi siempre hundidos en vidas maltrechas por la adicción y la soledad-).

Ya de pequeño escuchaba de los mayores que los boxeadores se volvían locos por la cantidad de golpes que recibían en la cabeza, y eso resultaba suficiente para colocarlos al otro lado de una línea que nunca habría de traspasar, pero hasta hoy mismo se ha mantenido viva en mí la pregunta por aquellos golpes y por aquella locura.

LA ESTÉTICA DEL HOMBRE QUE CAÍA

El boxeo ocupó un lugar particular entre las búsquedas desesperadas de los más pobres en sus intentos por rescatarse de la miseria de su propio mundo. Había que tener una pasta particular para comprar ese billete de lotería y jugársela a que te rompieran la cara, en manos de traficantes sin escrúpulos.

Por otro lado, parecía posible –los elegidos lo conseguían- convertirse en el héroe más admirado. Las masas se desataban ante los desesperados valientes que ocupaban ese lugar en el circo, y no hay comarca o país que no tenga sus propios iconos maltrechos en los duros años de la revolución industrial.

Olvidando por un momento todo esto, el boxeo ha sido quizá el último espectáculo en el que dos hombres enfrentaban explícitamente la derrota –y la victoria- expresada en la “muerte” que representa el K.O. Nos colocamos cerca del enfrentamiento en el que, sin más recursos que sus brazos, un hombre debe imponerse a otro no sólo por su fortaleza física, en el marco de unas reglas. Como decía Julio Cortazar, “yo no lo veo violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble… Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de vencer siendo, a veces, más débil. Te diré que casi siempre estuve del lado del más débil en el boxeo, y muchas veces los vi vencer y es una maravilla… estéticamente es muy hermoso ver enfrentarse a dos grandes boxeadores”[2].

No es de extrañar que la literatura y el cine[3] hayan aprovechado la estética de estos enfrentamientos en una atmósfera electrizante dentro de historias y personajes que, por exponerse a destruir y ser destruidos física y públicamente, quedaban socialmente marcados. Colocados, como aprendí de niño, al otro lado de una frontera que los apartaba del resto: la agresión convertida en espectáculo, que catapulta hacia la gloria, implica siempre una trasgresión. Y dicha trasgresión termina por arrastrar casi siempre hacia el abismo a sus protagonistas.

Entre las aparentes excepciones más espectaculares a esta descripción se encuentra la figura de Muhammad Ali (Classius Clay), quizá el más grande, considerado por los suyos como un profeta negro musulmán que se siente suficientemente poderoso como para no medir las consecuencias de sus palabras y sus actos públicos en detrimento a su carrera deportiva (multa, cárcel y pérdida de su título mundial por no ir a luchar a Vietnam…). En boca de uno de sus admiradores: “esto es obra de Dios, nosotros sólo somos actores. ¿Cómo vas a ganar a Dios?”[4].

El reportaje realizado por Leon Gast en 1996[5] sobre su figura y las circunstancias que rodearon al combate mundial por el título de los pesos pesados en el Congo (entonces Zaire) bajo el gobierno de Mobutu en 1974 es algo que merece ser considerado. Guionista y actor del personaje que representa (“Soy científico, soy artista, preparo mi propia estrategia; él es un toro, yo el matador”), no sólo consigue imponerse en el ring con una fortaleza e inteligencia admirables, sino que continúa arrollando fuera del mismo como una figura mesiánica al servicio de su comunidad (“La Nación del Islam”, que reivindica en los 70 la construcción de una nación independiente para los negros norteamericanos en el propio territorio de los EE.UU.). Los elementos que convergen en esta figura y su actitud, con un discurso tan infantil como directo y eficaz, son de una ingenuidad que nos impresiona, mirada tras el paso de los años. Se ajustan perfectamente al nivel en el que se establecen esas relaciones de habilidad que a un esteta pueden llegar a fascinar -siempre desde este otro lado de la frontera-: “Alí había visitado al hechicero de Mobutu, y éste le había anunciado que una mujer de manos temblorosas podría anular a George Foreman (su contrincante)” [… ] “El título de los pesos pesados produce una excitación en los espectadores que hace que no se parezca nada a ningún otro espectáculo. Es casi físicamente insoportable la espera hasta que suena la campana del primer asalto” […]  “Mobutu había hecho arrestar a los 1000 delincuentes más peligrosos de la capital y asesinar a 100 aleatoriamente. De esa manera consiguió que Kinshasa fuera la capital más segura del continente mientras los periodistas extranjeros estaban en ella” […] “El estadio era un auténtico foso para gladiadores. El suelo, que no se veía, había estado cubierto de sangre y, aunque hubiera desaparecido, era parte del ambiente”. Etc.

 

Lógicamente todos estos elementos pueden confluir en un mismo espectáculo hasta que un hombre cae vencido por su contrincante. En palabras del comentarista: “Alí, que tenía el brazo preparado, no quiso usarlo para no estropear con un golpe de más la estética del hombre que caía”.

LO QUE HACE ENLOQUECER

Comprendo que esta cantidad de realidades y muchas más, pueden coexistir simultáneamente. Pero la pregunta del principio está aún sin responder: ¿qué es lo que los hace enloquecer? Sin ir más lejos, ¿cómo es que entre el conjunto de los protagonistas del reportaje que comentamos, participantes directos del inmenso espectáculo que supuso aquel combate de 1974, ninguno muestre ninguna aprensión, ningún reparo moral por alguna de las cosas que comenta? Me atreveré a aventurar una respuesta: la situación primaria que se genera en un ring –golpear a otro hasta tumbarlo en la lona- lo es sólo aparentemente.

Paulino Uzcudun, derrotado en su combate con Joe Louis, en 1935, en Nueva YorkPaulino Uzkudun derrotado por Joe Louis en 1935

Si los contrincantes respondieran a la situación con los mecanismos con los que estamos dotados para la amenaza o la agresión –las conocidas respuestas de lucha o huida-, estaríamos ante una situación genuinamente primaria. Pero la perversión se instala desde el momento en que una de las dos opciones ya se ha descartado: huir significaría la desaparición de la situación misma, por lo que los contrincantes la tienen que negar, atrapados como están por todas las condiciones de la situación[6].

Suponiendo que la reacción espontánea de los contrincantes en ese momento fuera el de la lucha, en todo enfrentamiento se emiten una serie de señales para minimizar los daños. Cuando alguien se pone en guardia y lanza un puñetazo su mensaje es claro: “soy peligroso, no te acerques, desiste de tu voluntad de agresión”. En el combate simplemente ese gesto no puede ser leído asociado al mensaje que transmite: la conexión entre el gesto y su significado primario ha sido desactivada de antemano. La traducción es imposible.

Por el contrario, los animales machos que se enfrentan en las épocas de celo tienen sus propios recursos para establecer quién vencerá sin que eso implique un grave daño físico para el perdedor. Lo mismo ocurre entre dos luchadores sensatos que por cualquier razón van a medir sus fuerzas: si lo son realmente, el más débil evitará el enfrentamiento reconociendo la superioridad del contrincante.

Todo esto, como digo, queda destruido por las condiciones de un combate –lo que se dice del boxeo vale para el resto de las competiciones de lucha-: los mensajes realmente primarios -desde la expresión del rostro al olor corporal, desde la actitud a los movimientos involuntarios-, y las propias técnicas que definen el encuentro –sólo puñetazos en el torso y la cara en el caso del boxeo inglés- han sido negados o se contrarían, mientras que la situación evoca ese nivel tan primario de encuentro que es la agresión con su amenaza para la vida. Es así como todo púgil debe funcionar, disociándose de su percepción más cercana al instinto de supervivencia.

Sin duda los golpes reiterados en la cabeza tendrán efectos muy nocivos, pero lo que sin duda vuelve loco a un hombre es esta inmersión en mensajes que se niegan a sí mismos y pervierten la acción consiguiente[7]. A partir de ahí, la atmósfera de locura envolverá a todos los que participan en esa creación tan humana como es el espectáculo de la lucha.

[1] José Manuel Ibar, Urtain (1943-1992), un boxeador vasco que pasó directamente de su granja y las apuestas rurales cortando troncos y levantando piedras, a los cuadriláteros europeos hasta conseguir el campeonato de los pesos pesados en 1970 en una carrera que apenas duró 10 años. Nunca pudo volver a su casa, y terminó arrojándose al vacío de un 10º piso en Madrid.

[2] Julio Cortazar en una entrevista concedida en 1983 en Madrid a Antonio Trilla.

[3] Raging Bull (Toro Salvaje), la obra maestra de Martin Scorsese (1980) que recrea la vida del púgil del Bronx neoyorquino Jake La Motta marca un techo estético. Aunque las películas sobre estas figuras han seguido rodándose (recientemente, están The Boxer, de Jim Sheridan (1997) que hemos comentado en otro lugar, o Millon Dollar Baby, de Clint Eastwood (2004), en la que el mismo rol de desolación emocional, esfuerzo autodestructivo y derrota final ha debido ser representado por una mujer), nos queda la impresión de que aquella época –lo mismo que la de las guerrillas románticas o las heroicas luchas obreras- ha quedado atrás en Occidente. Seguramente esto no será así en lugares como Tailandia donde aún el Muhai Thai reúne todas las condiciones para pasar de arte guerrero feudal a “deporte nacional”, en una contexto de miseria y desestructuración social. Los espectáculos del Vale Tudo o Ultimate Fighting no dejan de aparecer como los cantos de sirena de aquellos tiempos que apenas resisten lo que el interés de alguna cadena televisiva.

[4] “Tras retirarse en 1981, empezó poco a poco a desarrollársele la enfermedad de Parkinson, que iría deteriorando su salud. Es en esta fragilidad cada vez mayor cuando ha demostrado ser más fuerte, no dejando que la enfermedad minara su ánimo, luchando contra ella. Es un ejemplo para muchas personas víctimas de enfermedades degenerativas. Para mucha gente la imagen de un Muhammad Alí tembloroso, portando la antorcha olímpica en los Juegos Olímpicos de 1996 es la imagen de un coloso” (Wikipedia). “América es grande, pero Alá lo es más”, etc.

[5] When we were kings (Cuando éramos reyes).

[6] Es muy significativo que, con frecuencia, cuando un boxeador ha decidido abandonar, se deja golpear muy por encima de su condición o capacidad con respecto al otro púgil, y que las razones que en ese día le llevan a esa actitud no pueden ser controladas, como si algo automáticamente se hubiera “desconectado”. Por otro lado, los contrincantes saben que no tienen nada contra el otro, incluso se sienten solidarios con el que está atrapado en su misma condición.

En cuanto a la presión exterior, es muy significativo que los gimnasios de boxeo sean sitios abiertos donde todo se hace a la vista de todos: un púgil debe ser entrenado en todo momento para destruir la opción de huida, que uno no puede sino dejar de considerar en la intimidad.

[7] Los pedagogos nos han advertido de lo pernicioso que resulta para un niño recibir un doble mensaje: por un lado los padres de los que depende le abandonan e, inmediatamente y de la forma más arbitraria, pueden llegar a plegarse a sus caprichos con el fin de ocultar el sentimiento de culpa que genera su actitud. Estos dobles mensajes, minan un nivel primario de confianza que marcará las posibilidades de vinculación de quien las padece.




VOLVER LA MIRADA SOBRE EL DEPORTE

Dos noticias recientes me han hecho volver sobre la cuestión del deporte: la primera hablaba de las restricciones horarias –luego retiradas– que el ayuntamiento de San Sebastián había impuesto a los usuarios de la “tarjeta social” (parados, jubilados) en el uso de los polideportivos municipales por la saturación que se producía en sus instalaciones. El hecho es que uno de cada tres donostiarras (cerca de 58.000 personas), está abonado a la tarjeta deportiva: todo un record. La segunda noticia era un reportaje sobre las últimas tendencias en la práctica deportiva publicado por El País. Su título: “Los efectos negativos de correr enormes distancias”. http://elpais.com/elpais/2016/01/27/buenavida/1453898028_523925.html  Se está extendiendo la práctica de correr distancias por encima de los 42 kilómetros del maratón (carreras de varios días como la que se hace desde Italia a Noruega, con 4.500 kilómetros a recorrer en dos meses). Lo que me llamó la atención aquí fue el tratamiento de la noticia, pues lo que hace pocos años se hubiera cuestionado, era tratado ahora con respetabilidad.

Largas distancias

Apoyándose en investigaciones serias, se explica en dicho artículo que, en estas carreras, la masa encefálica se reduce un 6’1%; los tobillos y las rodillas se deterioran; que se producen alucinaciones y que, a partir de un punto, existe peligro de rabdomiolisis, una grave insuficiencia renal. Pero, tras hablar de estos efectos, se añade inmediatamente que la reducción de masa encefálica es reversible, lo mismo que la pérdida de cartílago, o que el exceso de oxidación puede ser compensado por el propio organismo o la correcta alimentación. Se nos explican los peligros de semejantes excesos pero, tratándose de deporte, se evitan alarmas o cuestionamientos de base. Y es que el deporte se ha convertido en uno de los asuntos sociales más nobles y respetables, y lo que en un primer momento se consideró una locura puede convertirse pronto en “última tendencia”, y nadie se mete con las “últimas tendencias”. Por poner un ejemplo: el mismo periódico publicaba en 2006 un reportaje de Stephanie Cooperman, traducido del New York Times, titulado Getting Fit, Even if It Kills You (“Ponerse en forma aunque te mate”) http://www.nytimes.com/2005/12/22/fashion/thursdaystyles/getting-fit-even-if-it-kills-you.html?_r=0. En el mismo se comentaba el auge de una nueva tendencia llamada Crossfit en los EEUU, y recogía las palabras de su fundador: “Si encuentras la idea de caerte de las anillas y romperte el cuello tan ajena, no te queremos en nuestra filas”, o, “para mí, forzar el cuerpo hasta el punto en que los músculos se destruyen es un enorme beneficio del Crossfit”. Diez años después, hay centros de entrenamiento de dicha disciplina en cualquier rincón, y es tratada por los medios como algo perfectamente razonable. Tengo la impresión de que con el deporte se repite lo que hace años ocurría con la religión, y de que éste se está convirtiendo en una verdadera “religión laica”. ¿Cómo señalar así su naturaleza perversa?

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escena de la llegada del maratón de montaña Zegama-Aizkorri

¿Estoy hablando, acaso, de esos que, antes de ir a trabajar, salen a correr unos kilómetros, o de los que se animan a una caminata por el monte un día de fiesta? ¿De los que se apuntan con un grupo de amigos para jugar al futbol o a la pelota? Si surgen estas preguntas es por el éxito de una imposición que nos ha llevado a pensar que ejercicio físico, cualquier actividad corporal lúdica y deporte son una y la misma cosa. Sin embargo el deporte, tal como hoy lo conocemos es un fenómeno surgido en el siglo XX. El olimpismo moderno no tiene nada que ver con las olimpiadas de la Grecia clásica y los actuales “deportes de masas” no serían posibles sin la televisión. El deporte contemporáneo, sustentado en el espectáculo y fomentado como válvula de escape para la población urbana, se impone con la industrialización y, con su implantación, se apoya un modelo de individuo disciplinado y productivo acorde con el capitalismo neoliberal. Se nos insiste cada día con que el deporte es salud y que, gracias a él, fomentamos valores para el bienestar físico, psicológico y social. Pero para que estas afirmaciones resulten aceptables se ha logrado antes colonizar cualquier actividad corporal, cualquier juego, y concluir que es “deporte”; lo que significa que todo ha de quedar supeditado a los principios que lo rigen: competición, alto rendimiento, espectacularidad… Y en esta confusión interesada es el propio cuerpo el que queda condenado a someterse al modelo productivo y de rentabilidad de las máquinas. ¿Desanquilosar el cuerpo y gozar de él es “hacer deporte”? Cualquier deportista profesional lo puede desmentir. ¿Con el deporte fomentamos la solidaridad y el respeto? Los deportes, cuanto más “reales”, más se rigen por modelos militares de formación y disciplina: nadie llegará a nada en él sin aceptarlo, por lo que la primera renuncia del deportista es la del disfrute de habitar un cuerpo o de atender a sus mensajes más evidentes o profundos. En palabras de Ignacio Castro, “si, según se ha repetido con frecuencia, el desarrollo industrial está ligado a una contracción anímica y vital, se explica entonces la dificultad del ejercicio exterior (al igual que toda relación directa, también con el afecto o la risa) y la necesidad de estimularlo con la competición… Nuestra frenética actividad física tiene el fin espiritual de blindar el cuerpo, hacerlo impermeable a cualquier contaminación anímica, asegurando que a través de la sensibilidad no entre un desconocido exterior. Igual que en otros campos, lo que se busca en esta modernidad tardía es, no reprimir, sino controlar los sentidos en su misma fuente” (La Explotación de los Cuerpos. Debate, 2002).

futbolAsianiños de Cachemira

        Ante un fenómeno tan devastador en su absoluta normalización, suelo ironizar a veces con que, el lugar de ese tercio que las páginas de la mayoría de los diarios o los informativos dedican al deporte no deberían estar llenos con las crónicas del último partido o las entrevistas a doble página con los deportistas y entrenadores locales o internacionales. Las páginas deportivas deberían ser tratadas en las de Política, Economía o Cultura para informar y opinar desde allí de sus verdaderas implicaciones. El record en afiliados a la “tarjeta deportiva” de mi ciudad se merecería algo así. Pero esto no es más que una broma.

POSTDATA

  1. Este artículo fue enviado a varios diarios de izquierda (Gara, Público) que no han considerado su publicación. Creo que esto dice algo del tabú unánime sobre el tema.
  2. Dediqué al deporte un artículo extenso en Levantar la mirada de 2008. Aquí está disponible: http://www.taichichuaneskola.com/pdf/deporte_levantar_la_mirada_juan_gorostidi.pdf
  3. El deporte ha adquirido tal relevancia que mereció un análisis más que interesante de Peter Sloterdijk en su imprescindible Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Pre-textos 2012). Tras dedicar su primer apartado al “Planeta de los seres ejercitantes”, establece una transición con “No hay religiones: De Pierre de Courbertin a L. Ron Hubbard”, donde hace un paralelismo entre estos dos fundadores contemporáneos: el primero del olimpismo moderno y el segundo de la Iglesia de la Cienciología que comienza así: “Ya es hora de sacar las consecuencias de las indicaciones que hemos venido dando para una nueva descripción antropotécnica de los fenómenos religiosos, éticos y ascético-artísticos”. El artículo completo en http://www.taichichuaneskola.com/pdf/no_hay_religiones_de_courbertin_a_hubbard_sloterdijk.pdf
  4. Publico este post coincidiendo con la muerte del gran Muhammad Alí. El tratamiento que los medios están otorgando estos días a su figura merece ser considerado. Lo haré en la siguiente entrada.