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quién, meditación (yo, ego, identidad) Segunda parte

Si afirmamos que nuestra civilización se caracteriza actualmente por una exacerbación de lo yóico, es inevitable considerar el quién de la meditación, preguntarse por el sujeto que se plantea el uso de dicha técnica para lograr determinados fines. Deteniéndonos en esta circunstancia que nos configura, en este énfasis en el sujeto, ¿qué significa para nosotros decir yo?
La normalidad que gravita en torno a esta afirmación absoluta del yo, encubre y tiende a ocultarnos su naturaleza radical y su anomalía. Sería extraño e incómodo tal énfasis para la mayoría de nuestros antepasados, y es algo con lo que chocan los visitantes de culturas ajenas (de Oriente, de África o de Suramérica) que, no sin razón, nos consideran egocéntricos, infantiles, arrogantes… No nos hacemos cargo de que al decir yo, y definirnos como algo excéntrico, estableciendo una separación entre el que lo dice/piensa y lo que es nombrado como su propio mundo, estamos estableciendo una distancia que lo determina todo. Pienso que los malentendidos que atraviesan actualmente la práctica de la meditación se soportan, sobre todo, en esta falta de reconocimiento.
Yo me siento a meditar, yo me relajo, yo hago silencio, yo concentro la atención, yo me disciplino, yo trato de construir una ‘conciencia testigo’, yo transciendo mi yo (mi ego)… El sujeto que establece mi intento determina completamente la naturaleza del mismo y de cualquier posible resultado. Pretender que dicho sujeto es algo fijo y común para cualquiera en cualquier circunstancia es la primera de las falacias; la segunda, que se trata de algo que podemos descartar, desconocer o minimizar. El yo se construye y transforma y, por supuesto, varía de un sujeto a otro, aunque disponga de elementos comunes y reconocibles.

“Hace ya algunos años que Helmuth Plessner puso de manifiesto que el hombre, en comparación con los animales, era un ser excéntrico, porque disponía de la posibilidad de distanciarse de él mismo. Incluso “era capaz de poner distancia entre él y sus experiencias”. El animal jamás podrá dejar de vivir en “el centro” que le es propio y que se halla inscrito en su instintividad característica. El hombre, en cambio, porque posee la posibilidad de llegar a ser consciente de su “centro”, puede abandonarlo y someterse él mismo y el conjunto de la realidad a una reflexión total “desde fuera”, instalándose vital y emocionalmente, si así lo desea, en la “periferia”. El animal sólo posee texto, el ser humano, en cambio, interviene y es modificado por las incesantes mutaciones que se suceden en los contextos. De una manera muy resumida podríamos decir que Plessner mantiene la opinión de que el hombre, por lo general, adopta una triple posición vital en el mundo: vive como cuerpo, porque su cuerpo es un organismo físico total; vive en el cuerpo como alma que domina y representa el cuerpo; vive fuera del cuerpo como observador crítico y distanciado de él mismo y del conjunto de la realidad” . (Lluís Duch, La educación y la crisis de la Modernidad. Ed. Paidós 1997)

Detenernos en estas tres formas de vivirse (como, en y fuera) puede facilitar la ubicación del sujeto y algunos elementos esenciales en el enfoque de la práctica meditativa.

1. “Vivirse como cuerpo” representa una de nuestras experiencias fundamentales, algo que puede resultar extático (en una actividad física de alta exigencia o en una relación sexual gratificante) o catastrófico (en la experiencia de la tortura o la violación), y representa una de las demandas implícitas fundamentales entre los meditadores: salir de la fragmentación de la experiencia cotidiana, centrarse, hacer silencio… son aspiraciones para regresar al estado anterior a la ruptura, a la brecha humana constituyente. El mito de la expulsión del paraíso por el “pecado original” cometido al comer del fruto del “árbol del conocimiento” expresa esta ruptura. La melancolía por el estado “anterior a la caída” nos constituye igualmente, pero sabemos que ese estado sólo es posible en el infierno de la psicosis (vivir en el “eterno ahora”, etc.).

2. “Vivirse en el cuerpo” sería el estado con el que identificamos la exacerbación del yo de nuestro tiempo: la separación cartesiana de sujeto y objeto (cuerpo y mente, cuerpo y alma, etc.) constituye uno de los motivos de denuncia habituales de los que simpatizan con técnicas orientales holísticas que, supuestamente, no caen en dicha distorsión. Sin embargo, apenas somos conscientes de que tal denuncia proviene, en nuestro caso, de la misma dualidad cartesiana. El yo que decide entregarse a una técnica para lograr un objetivo parte de la posibilidad de vivirse en el cuerpo. Más allá de las apariencias, muchas de las técnicas orientales se reducen igualmente a una intervención técnica en este ámbito –el cultivo de la intención/ concentración para lograr determinado estado de conciencia o un poder de transformación sobre el propio cuerpo, sus órganos, las emociones o los pensamientos; etc.–, y por eso mismo suelen ser bienvenidas entre nosotros.

3. “Vivirse fuera del cuerpo” sería el ámbito específico desde el que la meditación es posible, ese estado que en la primera parte explicamos como natural a cualquier actividad creativa. Sin embargo, cuando dicho distanciamiento carece de un objeto instrumental, la tarea de distanciarse es cualquier cosa menos sencilla de realizar; una tarea concreta o una forma de dirigirnos a un objetivo –vivir en el cuerpo–. Se propone así el cultivo de “la conciencia testigo”.

“Sin embargo, un autoanálisis profundizado del sujeto retirado muestra que no puede permanecer en ese estado de desdoblamiento del ejercitante en el yo observado y en su gran otro que lo observa. La relación diádica entre el alma aislada en su recesión y su compañero interior se revelaría, a su vez, como una figura con un fondo de conciencia anónima, que produce una distensión de los dos polos. Al diálogo entre el yo que se somete a la ejercitación y su mentor, que la supervisa, se ha de añadir la testigo interior que, como tercera instancia, asiste siempre al intercambio de ambos. Con el descubrimiento de la estructura triádica del espacio mental comienza, simultáneamente, la integración o transfusión del gran otro del yo en el yo. El otro del yo estaría para siempre frente al polo del yo de la diada como algo inalcanzable si no hubiera un tercero para tender un puente entre ambos, a saber, aquella conciencia-testigo en forma de campo, repartida desde el principio, de un modo neutral, entre los polos de la diada interna” . (Peter Sloterdijk. La testigo interior, Inquisición contra el yo y Rehabilitar el egoísmo, páginas 304 a 310 de Has de cambiar tu vida (Pre-textos 2012).

Comprender esta dinámica es fundamental si no queremos alentar los malentendidos que envuelven la práctica meditativa o quedarnos en la simple utilización de la técnica para un objetivo menor (como forma de relajación, etc.). De hecho, en esta tarea es cuando nos enfrentamos a las verdaderas dificultades, a veces insuperables, que implica la práctica meditativa. Y es que el yo es cualquier cosa menos algo no problemático . De hecho, la condición humana implica un grado tal de vulnerabilidad y dependencia del entorno que cualquier pretensión de autonomía deberá atravesar todos los pasajes traumáticos vitales y enfrentarse a los límites implícitos de cualquier ser abocado a la muerte. En palabras de Sloterdijk, “por su continua ejercitación bajo la mirada de su gran otro, el yo patológico del comienzo anacorético, que al principio sólo puede ser una contrariedad, una fuente de sufrimiento y un objeto cuasi-exterior, adquiere una creciente participación en la presencia de dicha testigo. Ésta es la que se ve fortalecida en los ejercicios meditativos de los adeptos. Los efectos autoplásticos del ejercitarse cuidan de que la conciencia-testigo se grabe cada vez más profundamente en la memoria del cuerpo del contemplador. A medida que el yo inicial se libera más y más de sus rasgos patológicos y –lo que es lo mismo– se descosifica, o desobjetiviza, atrae hacia su lado la presencia incondicional de la testigo. De manera que con el tiempo podrá desechar, a su vez, el hábito patológico del ser-visto-por-su-gran-otro. En sujetos avanzados se llega en esto hasta un punto en que puede parecer que en ellos ha muerto su primer yo y que ha sido sustituido por un yo más suprapersonal y propio.
En todo caso, lo cierto es que solamente el fortalecimiento de la conciencia-testigo conduce a la integración del meditador e impide su regresión hacia el estado de posesión por parte de aquel gran otro del yo” .

La confusión de los planos diversos y la dificultad en comprender las implicaciones de una tarea de desarrollo de tal conciencia testigo conduce a los callejones sin salida a que la práctica de la meditación suele estar abocada. Obviar tales dificultades con una piadosa pretensión de que “el yo es una ilusión” no hace más que ahondar en su propia trampa.

“…debemos evitar la trampa fatal de concebir al sujeto como el acto, el gesto, que interviene después para llenar la brecha ontológica; debemos insistir en el círculo vicioso e irreductible de la subjetividad: ‘lo único que cura la herida es la espada que la inflige’, es decir que el sujeto es esa brecha que se llena con el gesto de la subjetivización. […] En síntesis, la respuesta lacaniana al interrogante planteado (y respondido de modo negativo) por filósofos tan diferentes como Althusser, Derrida y Badiou (¿se puede llamar ‘sujeto’ a la brecha, la abertura, el vacío que precede al gesto de la subjetivización?) es enfáticamente afirmativa: el sujeto es al mismo tiempo la brecha ontológica (la ‘noche del mundo’, la locura del autorrepliegue radical) y también el gesto de subjetivización que, por medio de un cortocircuito entre lo universal y lo particular, cura la herida de esa brecha. La ‘subjetividad’ es un nombre de esa circularidad irreductible, de un poder que no lucha contra una fuerza que resiste desde afuera (digamos, la inercia del orden sustancial dado) sino contra un obstáculo absolutamente intrínseco, que en última instancia es el propio sujeto. En otras palabras, el esfuerzo mismo del sujeto por llenar la brecha la sostiene y la genera retroactivamente” . (Slavoj Zizek 1999, El espinoso sujeto, Paidós 2001 (págs. 171-172)

Pero, ¿quién se atreverá a detenerse en esa brecha, en esa paradoja constituyente de nuestro yo? Incluso en el caso en que nos lo propusiéramos, se trataría de un camino incierto y lleno de trampas y espejismos, que de ninguna manera se resuelven con planteamientos simplistas.
Nos detendremos pues, antes de continuar, en las desviaciones habituales (“patológicas”) que se producen en tales intentos.




El caso ‘shaolín’, antes del olvido

El espeluznante asesinato de Yenny Sofía Revollo y Maureen Ada Otuya a manos de Juan C. Aguilar, que ha merecido nuevamente la atención de los medios durante el juicio, como en los días que siguieron a su detención, pasará rápidamente al olvido. Un asesino en serie más, el loco que se creía monje shaolín, la tragedia de estas dos mujeres –extranjeras, prostitutas…– empujado a la crónica de sucesos, hasta que algún otro caso mediático nos recuerde la realidad cotidiana de la violencia machista hasta el asesinato.

Yenny Sofía Revollo y Maureen Ada Otuya, asesinadas-shaolin

Antes de que esto ocurra, me parecen pertinentes dos consideraciones. La primera se refiere a la justa indignación de los familiares de las víctimas por el éxito de todas las maniobras atenuantes del acusado. Parece que, frente a las víctimas, no sólo la abogada defensora, sino que los técnicos forenses y policiales, el fiscal y el propio juez se hubieran sumado a la causa de reducir al máximo la gravedad de los hechos: por lo visto, no hubo secuestro ni ensañamiento. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió sin estos dos elementos, una muerte aséptica y sin tormento?
En segundo lugar, merece destacar el triunfo del espectáculo dirigido por un psicópata asesino de mujeres en “actitud meditativa”.
Frente a la evidencia de unos asesinatos premeditados, con todos los posibles agravantes, se impone una versión de “locura súbita” (“Las asesiné de manera súbita, imprevista e inesperada” fueron las calculadas palabras de su declaración) aunque, al mismo tiempo, el acusado no se presta a ningún atenuante psiquiátrico. Es como si el aparato judicial funcionase como filtro a nuestra mala conciencia ante la emergencia y puesta en acto de la cara más desnuda y terrible de la violencia machista, diluyendo en lo posible los aspectos más espeluznantes y monstruosos en el aséptico protocolo del ritual jurídico: “Es cierto, hubo asesinatos”, se nos repite, “pero el autor los ha reconocido, y este es un hecho atenuante a su favor” hasta el punto de que el resto de los elementos macabros, de una extrema crueldad, desaparecen o se diluyen completamente. Y esto tiene que ver con la segunda consideración.
Parece que la mayoría de nuestra sociedad termina rindiéndose a quien domina una puesta en escena, aun grotesca y disparatada. Juan Aguilar es un asesino, cierto, pero es un “asesino mediático” que desde el primer día interpreta su papel. Y ese papel con el que se paseó por los principales platós televisivos, no deja de ser actuado a lo largo del juicio: ¿Cómo no empatizar de alguna manera con un actor convincente en el vigente reality show global?
Sin embargo, son las feministas las que tienen razón: “El discurso desarrollado por los media tras los asesinatos de Alcasser (Valencia) en 1990 fue claro: enviar un aviso a las mujeres sobre el riesgo de salirse del rol marcado para ellas por la sociedad, atenuando la responsabilidad de los asesinos… El terror sexual para que las mujeres acepten su estatus asignado… Lo que debería tenerse en cuenta es lo que lleva a los hombres a considerarse con derecho de hacer lo que quieran con los cuerpos y la vida de las mujeres, a una discusión sobre las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales; no si Juan C. Aguilar es o no un falso shaolín…” (Nerea Barjola, diario Berria 17 de abril de 2015).
Para confirmar esta denuncia, comprobamos que a lo largo del juicio han pasado desapercibidas las declaraciones que en el sumario realizó su “novia”, publicadas anteriormente por la prensa: “Me golpeaba los pechos, los brazos y el trasero y me tiraba del pelo. […] Si se negaba, le chantajeaba con enviarle las grabaciones a su familia. Cuando le pegaba le decía que era un desahogo, para sacarse la rabia, el amargor. Me decía que era su compañera para todo. […] La mujer asegura que le escuchó decir: ‘Putas, putas negras’… María Eva desvela en el juzgado, tal como había hecho anteriormente ante la Ertzaintza, que Juan Carlos le había comentado que quería coger a dos prostitutas, drogarlas y castigarlas en un ritual para que yo sanara un poquito. Decía que lo tenía todo preparado en el gimnasio: el incienso, la fruta y las velas, y que quería grabarlo. Incluso llegó a proponerle que ella actuara como cebo y utilizara su minusvalía para engatusar a alguna mujer. Tenía esa manía, quería hacer daño a las mujeres, sentencia María Eva…. Cuando veía a una prostituta o a una mujer sola aunque no lo fuera, decía que quería tener sexo con ella. Decía que las iba a dar una droga que había traído de China, que quería amarrarlas, pegarlas hasta que se quedaran medio muertas y después grabarlo en vídeo para que lo viera yo… Le advirtió claramente de que ese fin de semana no se acercara por el gimnasio porque iba a estar meditando… El autoproclamado primer monje shaolín de Occidente solía comentar a sus alumnos que ‘los guerreros que vencían en las batallas se comían el corazón del vencido para humillarlo’. Las partes blandas del cuerpo de Yenny nunca llegaron a aparecer. También repetía que ‘un asesino se sienta a meditar y de esa manera prepara mejor su siguiente asesinato’ ” (El Correo, 16 noviembre, 2013).
¿Por qué ha pasado inadvertida esta declaración a lo largo del juicio? Juan Aguilar ha conseguido, efectivamente, que sigamos hablando de él y no de lo que, en su locura, revela de la forma en que consideramos a las mujeres.

jcaguilar. juicio
Para mí, como hombre y como conocedor de las prácticas que él publicita (artes marciales, meditación…), esto no deja de inquietarme. Tras décadas de fascinación ante la magia circense de los shaolines y la paz que emanan los monjes budistas –no será la última la del “Instituto Coca Cola de la Felicidad”–, no podemos seguir mirando para otro lado ante la función de estas campañas en el Occidente actual: “El ‘budismo occidental’ es un fetiche que te permite participar por completo en el desesperado juego capitalista mientras sostiene la percepción de que realmente no estás en él, de que eres plenamente consciente de la falta de valor del espectáculo, ya que lo que realmente importa es la paz del Yo interior al que sabes que siempre te puedes retirar” . Como un verdadero maestro zen, Juan Aguilar cierra los ojos y medita; escucha impasible las declaraciones, no expresa culpa o arrepentimiento, no pide perdón… a él no le afectan esos pequeños asuntos del ego. Su espectáculo ha triunfado ante la desesperación de los familiares de Ada –sus padres y seis hermanos en Nigeria a los que mantenía con su trabajo– y de Yenny: “Ese asesino desalmado me mató a mi hija tres, cuatro, cinco veces… no una sola. Cada parte de ella que cortaba para mí era una muerte más” en el lamento de su madre desde Colombia. La “droga que tantos como Aguilar han traído de China” parece habernos narcotizado.




«FALSO SHAOLÍN” Y DISCURSO VACÍO (versión ampliada y comentada del artículo publicado por los diarios Público y Gara en junio de 2013)

Aunque el caso del asesino de Bilbao impacta en primer lugar por la elección de sus víctimas y la forma de realizar los crímenes: mujeres inmigrantes en el nivel social más bajo y, por lo tanto, mucho más vulnerables, en manos de un sicópata que se ensaña con ellas (torturas, descuartizamientos), no es éste el tema en el que quiero reparar aquí: la expresión extrema de la potencia impotente del macho humano en su particular guerra de sexos. De todas maneras, siendo un asunto de tanto alcance, no dejará de planear sobre lo que sigue, atravesando cualquier otra consideración.
Trataré del “asesino disfrazado de monje budista” en lo que se refiere justamente al disfraz y al discurso construido en torno a él. Para ello, evitaré el impulso a considerar sus crímenes como fruto de un ataque repentino, en la línea de “algo se cruzó por su mente despertando su lado más oscuro y la armonía budista se hizo pedazos”. Prefiero conjeturar una línea lógica que, por otro lado, corroboró la policía que le trató tras su detención: “mantuvo la coherencia y la calma en todo momento”. No olvidemos que la psicosis guarda su propia coherencia.
Juan C. Aguilar ha sido y sigue siendo una estrella mediática y, lo mismo que parece colaborar con la policía en mostrar los rastros de sus asesinatos, no ha dejado de ofrecerlos a los medios. El último, ese vídeo grabado este mismo año que ha conseguido colocar en todos los periódicos. En él, vestido con sus mejores galas y en un escenario propio de las peores películas de serie B made in Hong Kong, exhibe un gran cuchillo que va moviendo y acariciando, y se rasura con él un brazo antes de sus piruetas circenses. Nos muestra su poderosa arma de descuartizamiento (no de malvados asesinos sino de cadáveres de mujeres indefensas) intercalándolo de un discurso que muchos de sus colegas en las “artes marciales” firmarían: “En mí viven y fluyen decenas de estilos y formas. Desde hace años, mi camino no es repetir los encadenamientos de otros. Secuencias estancadas por siglos de tradición o transformados por olvidos, modas, evoluciones o reglamentos de competición. Llevo años sumergido en el proyecto de forjar mi propio camino, aplicando todos los estudios que he realizado […] para desarrollar el Dharma y la esencia del Zen. […]: Dominar la mente y el cuerpo de manera suave. […] Embrutecerse hasta destrozarse, hasta convertirse en un arma letal. Ese es el deseo de muchos y una de las máximas más extendidas como meta, tanto para los maestros de la historia como para muchos de los maestros modernos. Sin embrago, yo persigo la suavidad y el refinamiento de los movimientos. […] Yo aspiro a ser más sensible a mi enemigo y no más temible. Relajado y flexible de mirada penetrante pero no intimidante, sino pacífica y sincera. […] Quien no cultiva el verdadero Zen no alcanzará la verdadera perfección”.
¿Debemos prestar atención a un discurso que incluye una puesta en escena delirante, de alguien que ya tiene en mente pasar a la acción, o es mejor descartarla y seguir escuchando ese mismo discurso y parecidas escenografías en boca de personas razonables?

FANATISMO RELIGIOSO Y DISCURSO VACÍO
Estamos habituados a reconocer los discursos fanáticos en boca de locos defensores de posiciones religiosas integristas o de otras formas de extremismo social o político, distinguiendo lo razonablemente defendible de lo que es social y políticamente inaceptable. Toleramos tales discursos siempre que no pasen al acto, pero no dejan de inquietarnos acaso porque tras todo extremismo hay un intento de generalización: “nosotros (lúcidos, valientes) tomando la palabra y actuando en nombre de todos (embotados, cobardes)”. Pero habría que reconocer lo que tales discursos y actos dicen de nosotros, aun cuando la distancia resulte indiscutible para cada uno. Recuerdo, en este sentido, la reciente novela de A. Baricco, Emaús (Anagrama, 2011), en la que ahonda en el incómodo trasfondo de locura de la educación católica de los años 70: “Con el equipamiento de serie de la normalidad venía incluido, irrenunciable, el hecho de que éramos católicos –creyentes y católicos. En realidad, era la anomalía, la locura con la que refutábamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parecía todo muy normal, reglamentario. Uno era creyente y no parecía que existiera otra posibilidad […] Era la semilla de alguna forma de locura” . Se insiste en fomentar hoy, con la “vuelta de la religión” en el nuevo siglo, la capacidad de detección de tales “semillas de locura”, siendo como somos herederos de una tradición especialmente rica en soluciones extremas: “…ya en los escritos del apóstol de la universalidad [san Pablo] se promociona un amor que en caso de no ser correspondido se transforma en mezquindad maníaco-aniquiladora. En la fisionomía de los monoteísmos universalistas ofensivos va impresa la decisión de los predicadores de causar pavor en nombre del Señor” (Celo de Dios, sobre la lucha de los tres monoteísmos. Peter Sloterdijk, Siruela, 2011). Pero ¿qué nos ocurre ante los discursos vacíos de origen oriental? ¿No pretendemos ciertos occidentales aligerar el peso de nuestra propia carga dejándonos seducir por referencias al Vacío sustancial, a una Nada metafísica que ataje radicalmente la incomodidad propia de ser algo?
Se ha producido un vasto juego de seducción que dura décadas entre el problemático devenir de nuestra civilización y una supuesta sabiduría que proyecta sobre el Extremo Oriente la representación de todo lo carente entre nosotros. Si aquí hay materia, allí espíritu; si aquí estrés, allí calma; si aquí superficialidad, allí hondura; etc. Y esto, no sólo en el exitoso género de autoayuda y consumo de panaceas, sino también en cierta divulgación científica que trata de explicar que los avances teóricos punteros en física o biología no hacen sino corroborar las intuiciones milenarias de la “sabiduría oriental”. El éxito mundial de Fritjof Capra con su Tao de la Física (1975) inaugura esta tendencia explicitada entre nosotros con el éxito de más de quince años del programa Redes de E. Punset en TVE. ¿Es algo casual que en tal programa fuera recibido alguien como Juan Carlos Aguilar como experto en “Artes Marciales” y su “filosofía de vida”? .
El monje budista zen de Nueva Zelanda Brian Daizen Victoria publicó en 1997 un estudio sobre la implicación del budismo en el militarismo imperial japonés durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX hasta la Segunda Guerra Mundial. En él, algunos de sus maestros más influyentes –muchos de los que después se encargarían de la formación de la primera generación de maestros norteamericanos tras emigrar a América con la derrota en la guerra– se expresan sin ninguna ambivalencia sobre lo que su religión implica en relación a la guerra: “Si se os ordena marchar, pues ¡adelante, adelante!; cuando se ordene disparar, pues ¡pum, pum! Esta es la manifestación de la sabiduría suprema de la iluminación” (Maestro Harada Sogaku en 1939). “El zen es sumamente preciso en cuanto a la necesidad de no detener el fluir de la mente […] Si uno oye pronunciar su nombre, debería responder sencillamente ‘Sí’, sin detenerse a considerar la razón por la cual ha sido llamado […] Creo que si uno es convocado a morir, no debería sentirse ni siquiera mínimamente agitado” (Maestro Ishihara Shummyo). “La religión [budista] ante todo debe intentar conservar la existencia del Estado […] No es realmente él [el soldado] sino su espada quien provoca muerte. Él no tiene ningún deseo de hacerle daño a nadie, pero el enemigo aparece y se convierte en víctima. Es como si la espada cumpliera automáticamente su función de justicia, que es la función de la misericordia” (Maestro Daisetsu Teitaro Suzuki. Las tres citas de Zen at war, Rowman & Littlefield, 1997 y 2007. Las cursivas son mías).

Zen at war
No se trata de posturas excepcionales o sólo japonesas. El budismo no se salva de las aplicaciones que el poder instituido ha realizado de las corrientes metafísicas institucionalizadas –léase religiones–. Basta para ello recordar con Miguel Rodríguez de Peñaranda que “el budismo tibetano, y con él la mayor parte del budismo mahayana [chan chino, zen japonés, etc.] retoma su asiento en una metafísica absolutista calcada del monismo clásico de la India, y palpablemente explicitada, por ejemplo, en el budismo yogacara de Asanaga” (El budismo, una perspectiva histórico-filosófica. Kairós 2012).
Un discurso construido sobre un Vacío metafísico que nosotros hemos convertido simplemente en discurso vacío atribuido a las corrientes orientales articuladas en torno a lo que nosotros entendemos hoy por budismo, taoísmo o hinduismo, es perfectamente adaptable tanto a planteamientos colectivos imperialistas más agresivos como a ciertos delirios esquizoides. Lógicamente, tal discurso vacío no se reduce a los de origen oriental. Cuando el diario El Mundo publica en su portada del 4 de junio el titular “De maestro de la felicidad a descuartizador de mujeres”, habla del mismo discurso vacío. Dicho de otra manera: “¿puede un descuartizador de mujeres ser un “maestro de la felicidad”?” Y la respuesta es “sí” pues, a estas alturas, “maestro de la felicidad” es igual a nada.

DEPORTE Y “ARTES MARCIALES”
Queda, por fin, comentar el otro aspecto del “disfraz shaolín”: el del “experto en artes marciales”. La respuesta de los portadores de cierta legitimidad en este ámbito (la franquicia oficial del templo Shaolín o las federaciones deportivas y otros expertos) ha sido unánime en este punto: “Se trata de una impostura, es un falso monje, no está federado, no ha ganado ningún campeonato oficial”, etc. Otra vez, lógicamente, nos ponemos a salvo pero, con ello, eludimos la posibilidad de preguntarnos por lo que nos incumba del discurso y el comportamiento de un psicópata como Aguilar.
No hace falta ser muy agudo para ver en las maneras tanto deportivas como rituales de las “artes marciales” orientales practicadas en Occidente un reducto marginal de lo que en otras épocas se realizaba en ámbitos castrenses o paramilitares: los juegos de poder en rígidas jerarquías explícitas, la fascinación por las armas o el cultivo de “valores” como el arrojo, la obediencia o la entrega desmedida a cierto virtuosismo agresivo. Más nos valdría a los practicantes de dichas disciplinas pararnos a considerar los aspectos perversos de tales prácticas para distinguirlos de otros francamente interesantes, útiles e incluso necesarios, en lugar de reducir nuestra consideración a la autenticidad o impostura de alguien en particular. O, entrando en ese terreno, reconocer que hay algo patéticamente auténtico en la impostura de monje-shifu Huang C. Aguilar cuando despliega su parafernalia de disfraces, altares, armas y acrobacias. En todo eso, como en su delirante discurso, no pasa de ser un simple imitador. Algo avanzaríamos si reparáramos en lo sintomatológico de tales alardes de poder masculino tan bien vistas en la exaltación social de lo deportivo en general.

LEVANTAR LA MIRADA TRAS EL CASO SHAOLÍN
Tras la reflexión planteada “para cualquiera” en la primera parte, me queda aplicar lo dicho a los que invertimos una energía considerable en comprender y practicar las mismas técnicas que «el shifu Huang» anunciaba en su gimnasio «Zen4/Océano de la Tranquilidad». Y esto me ha llevado a repasar mi proyecto Levantar la mirada, tanto en lo escrito como en lo anunciado.

Levantar_la_mirada[Los textos a los que hago referencia a partir de este punto están también disponibles en www.taichichuaneskola.com (opinión)]

Las cuatro partes de su introducción se verían hoy tocadas por el caso de Bilbao, ya que las dos Escenas Fundamentales hablan justamente del mecanismo de negación y de la “lucha contra la vulgaridad” referida al templo de Saholín y al icono Bruce Lee. Incluso cuando lo que tenemos delante, como en Bilbao, es el desenlace de una monstruosidad, mirarla de frente y preguntarnos qué puede haber en nosotros de eso es instructivo. Negarlo todo, como han hecho, en general, los que podían verse aludidos, nos deja en el mismo lugar (por supuesto, el lugar “adecuado”, incluso “excelente” en el que cada uno “siempre” ha estado): acaso como hombres potencialmente asesinos de mujeres indefensas o, cuanto menos, como hombres fascinados por un dominio mágico del movimiento y la concentración que nos hiciera inmensamente poderosos, incluso invulnerables; o como personas que, tras un cierto entrenamiento, se hacen con las claves para llegar a la imperturbabilidad, al Océano de la Tranquilidad; etc. No, nosotros no tenemos nada que ver con el lado oscuro, estamos justo en el extremo opuesto. Lo curioso es que quienes han sido preguntados por si se daban por aludidos (los que le conocieron, sus colegas y alumnos de artes marciales, los shaolines etc.) la única respuesta que ha salido de su boca es la de que el Huang “ni monje ni nada” como decía alguno de sus vecinos bilbaínos a la prensa. Es un “falso Shaolín”, un intruso, un impostor, un bastardo… Frente a él, los verdaderos shaolines, los legítimos artistas marciales, los que tienen papeles certificados, los hijos de linajes de sangre limpia… nosotros (?!). ¿Para qué nos sirve la negación? Por supuesto, para exorcizar lo monstruoso, como es el caso; pero también para quedarnos donde estamos eludiendo el cuestionamiento, la complejidad…
En cuanto a La lucha contra la vulgaridad, el chiste de Bruce Lee se convierte ahora en un chiste macabro, de mal gusto, cuando tras la gesticulación y las boutades del bufón nos damos de bruces con su “aplicación” práctica. Si el gobierno chino intervino ante el “exceso” de organizar en Shaolín un reality para elegir al “rey de las artes marciales”, ¿qué correctivo aplicaría a su negocio turístico para occidentales fascinados ante la acrobacia y el faquirismo marcial si media docena de “monjes shaolín” “pasaran a la acción” en todo el mundo como lo ha hecho el loco de Bilbao?
El segundo y tercer apartados de la introducción dedicados a un paralelismo entre el taichi y la música culta, y a la función de lo exótico, se me hacen también ahora un tanto ligeros, ingenuos… la ironía que destilan se va congelando con el paso de los años, al contemplar la manera en que el potencial que pudieran encerrar las prácticas con las que tratamos se desvanece en el aire como bruma de verano.

RECONOCER EL NÚCLEO TRAUMÁTICO
Sigo considerando fundamental la inmersión psicológica que planteo esquemáticamente en el área I, El cuerpo y el trabajo corporal, pero hoy haría un énfasis más claro en una crítica radical a la “psicología del yo” que es la ventana por la que “Oriente y Occidente” se han hermanado a nivel popular. Frente a los rigores monoteístas que aplastaron a nuestros antecesores familiares, la “metafísica de la sustancia de las morales guerreras holísticas del sacrificio” (uso palabras de Sloterdijk al comentar el caso de los maestros zen japoneses que he mencionado más arriba) o la losa del inmovilismo kármico, la ideología americana del diseño del yo desplegó todas sus armas de seducción y conquistó a no pocos de los que fuimos jóvenes en la segunda mitad del siglo XX. Así que, cuando irrumpe ante nosotros la psicosis o el cáncer o, mucho más prosaicamente, los efectos de la mediocridad cotidiana que nos encierra en mil jaulas y callejones sin salida, balbuceamos algo sobre la herencia genética, los tumores cerebrales o la inevitable decadencia provocada por el paso del tiempo… Aunque en nuestras fases exaltadas –antes “maníacas”– nos proclamamos “dueños de nuestro destino”, nos retiramos discretamente de la escena frente a la cruda realidad: la escasa libertad de las pequeñas elecciones ante lo dado. Y, ¿qué es eso dado sino el núcleo traumático sobre el que toda persona ha de construir su vida? Podemos considerar los ingentes esfuerzos que realizamos para poder salir adelante tras el impacto de haber nacido (¿de qué hablan, si no, los viejos mitos, el relato del Génesis o la primera noble verdad búdica?) como “pequeños problemas de diseño” que se corrigen con una “reprogramación inteligente” o un poco de meditación. Estamos asustados ante la posibilidad de reconocer que aquello en lo que de verdad nos esforzamos lo hacemos para mantenernos alejados, para desactivar el poder del núcleo traumático que nos conforma. Pero lo cierto es que sólo cuando uno posee la lucidez, la humildad y el coraje suficientes como para rendirse ante esta realidad puede ubicar sus “prácticas” en el lugar que les corresponde y avanzar con cierta dignidad: sus prioridades vitales, sus vínculos emocionales, su relación con el trabajo e, incluso, las “actividades de tiempo libre” dedicadas a ciertos gestos piadosos capaces de devolvernos un sentido de dignidad tantas veces puesto en entredicho. Parafraseando los viejos tópicos zen, “la montaña vuelve a ser la montaña” o “el sabio iluminado vuelve al mercado” o “recoger la leña, sacar agua del pozo”; lo más alejado de cualquier ostentación o pretensión salvadoras.

MARCIALIDAD, ENERGÍA, MEDITACIÓN
Vengo apuntando desde hace tiempo que, para crear un campo reconocible de práctica compartida, deberíamos realizar algunas renuncias elementales que, cuanto menos, dejaran fuera planteamientos ridículos, aunque éstos resulten mayoritarios y estén avalados por todos los cánones en vigor. Los repetiré esquemáticamente:

1. Renunciar al concepto “Arte Marcial”
Realizamos prácticas de contacto marcial, utilizamos un bagaje de técnicas y situaciones de agresión, etc. pero ¿qué queremos dar a entender realmente cuando decimos que practicamos “artes marciales”? Traté de responderlo poniéndome en el lugar de los que utilizan estos términos (págs. 432 en delante de Levantar la mirada), pero tengo la impresión que esto ha sido leído una vez más en relación a “los demás”, siempre a otros. Nosotros no somos fetichistas (aquí resuena otra vez lo del “falso” shaolín)… Quisiera escuchar una explicación convincente no fetichista de este término. En caso contrario, es necesario renunciar a él. Y esto se liga a la anterior reflexión sobre el núcleo traumático ya que un fetiche no es una especie de adorno perverso, tal como se entiende vulgarmente, sino “una suerte de envés del síntoma… la personificación de una mentira que nos permite mantener una verdad insoportable”. Si tal verdad no es sino la de ese núcleo intratable, el aferrarnos al fetiche tiene mayor trascendencia de lo que estamos dispuestos a reconocer. Si a esto respondemos con que estamos rodeados de fetiches; con que sería imposible vivir sin la incoherencia implícita en nuestro leguaje ordinario, diría que claro, que así es (“prioridades vitales, vínculos emocionales, relación con el trabajo, actividades de tiempo libre”, he enumerado más arriba al hablar del núcleo traumático). Pero lo que no resulta inteligente es aferrarnos explícitamente a este juego cuando se trata del laboratorio, de un lugar donde pretendemos ponernos en contacto con un nivel más elevado de autenticidad, de verdad. En tal caso el fetiche se alza como rígida muralla defensiva para mantenernos entretenidos a salvo del impacto con el núcleo.

2. Renunciar al “control de la energía”
Traté de explicar en el área 2 de Levantar la mirada, tras un largo recorrido por la historia de la salud y la enfermedad en Oriente y Occidente (“energía” y “terapia” o “enfoque hacia la salud” suelen venir de la mano) que el concepto “energía” es tan vago y tan usado por cualquiera en cualquier situación que deberíamos redefinirlo cuando lo utilizamos en un contexto de práctica. Hablaba de dos posibles enfoques: el “control” y la “apertura” (301 ss.) y, en particular, en Qi y enfoque energético (a partir de pág. 308). Da la impresión de que aceptamos estos dos posibles enfoques como compatibles entre sí, cuando, en sentido estricto, se neutralizan mutuamente: “Cuando digo control, me refiero a las variadas formas en las que, desde antes de iniciarnos en una disciplina, y a lo largo de los intentos por dominarla, se nos promete un logro que creemos entender y por el que merece el esfuerzo que estamos haciendo. ¿A quién se le escapa que, tras estas apuestas de control se encuentra el poder como recurso escaso?” (pgs. 315 y 316). Los siguientes capítulos van dirigidos a intentar explicar en qué dirección deberíamos conducirnos para salir de este atolladero sin renunciar a una práctica como el taichi o el qi gong: “Lo energético, además de ser ese nivel intermedio equiparable a lo emocional, es la capacidad de conectar y relacionar distintos niveles, distintas dimensiones de nosotros mismos a los que, en un momento de atención, tenemos acceso […] con la cualidad esencial de traducción de unos en otros y, en particular, de lo sensitivo a lo simbólico y viceversa, a través de su paso por los ámbitos emocionales” (pgs. 336 y 337).
Responder por parte de un instructor a cualquier pregunta con “sigue practicando”, como es lo habitual (se sobreentiende que si no consigues tus objetivos es que no practicas lo suficiente), no sólo es no responder. Eludiendo el contexto de la pregunta y la situación particular de esa persona en su complejidad, así como las limitaciones de la práctica que proponemos, no salimos del “enfoque de control”, cuya premisa es que uno está capacitado de antemano para establecer los resultados de la práctica (“Haz esto y lograrás aquello”).

3. Colocar en el centro un “enfoque meditativo”
Parece que hablar de “meditación” se refiere a una práctica específica (postura, silencio, concentración…) pero habla, ante todo de una actitud y, por lo tanto, al referirnos a unas prácticas, de determinados enfoques. Escribí en Construir un laboratorio: “…se trata de propuestas radicales que nos confrontan con la naturaleza de la mente, esto es, la brecha en la que se asienta la condición humana que se nos pone al descubierto en cuanto pretendemos concentrar la atención en algo que no sea estrictamente instrumental” (“instrumental” sería lo que antes he dicho en lo referente al control, aunque dicho control siempre resulte ilusorio y fracase).
No sé si esto aclara algo. El mismo psicópata “shaolín” ofrecía la meditación como “último objetivo”, aunque se delataba desde el principio con sus poses exhibicionistas y el nombre de su “templo”: «Océano de tranquilidad».

Juan Gorostidi, junio de 2013




qué, meditación (primera parte)

La meditación es un producto en alza en nuestros mercados: cada poco, nos llegan noticias de los comprobados beneficios de su práctica con títulos como “La atención plena o mindfulness llega a las universidades españolas” o “Terapia zen contra el frenesí de Google”, se prodigan los estudios clínicos y se nombra al monje budista Matthieu Ricard como “el hombre más feliz del mundo”, invitado a dar conferencias en el Instituto Coca Cola para la Felicidad. Biografía del silencio es el best seller de una editorial de prestigio como Siruela (“¡más de 100.000 ejemplares vendidos!”) y muchos artistas consagrados vuelven a reivindicarlo. Cada inicio de curso, abundan los carteles en barrios y ciudades proponiendo su práctica. Pero, ¿de qué se trata?
De ahí el título del artículo: tras el qué, la interrupción a algo indefinido que habrá que determinar. Esa interrupción la podemos llenar con ‘qué es la meditación’, pero sin ignorar cuestiones como por qué, qué promete o a qué viene su divulgación actual.

1. La meditación como estado o condición natural

El “estado meditativo” no es algo en absoluto extraordinario. Todos usamos la palabra meditar para referirnos a una reflexión más profunda, algo que requiere un tiempo de maduración antes de pasar a la acción o después de la misma. Nuestra capacidad para ella varía de unos a otros, de un momento a otro, pero no podríamos desempeñar ninguna tarea que implique cierta concentración, planificación o investigación sin dicha cualidad meditativa. Cualquier acción creativa se sustenta en la misma. ¿De qué hablamos en estos casos? De un estado que se produce en determinadas circunstancias. En ellas, debe haber cierta “calma sensitiva”, el cuerpo no debe molestar demasiado, incluso puede estar ausente de la conciencia. Es complicado cuando duele o somos presa de excesiva agitación a partir de estímulos físicos. El cuerpo, en esas condiciones, está “unificado” porque está relajado o porque la actividad física en la que estamos permite dicha unificación. En este último caso, la clave está en una pauta rítmica ajustada: caminando, nadando o trabajando físicamente conseguir dicha sensación placentera no es extraordinario.
En cuanto a nuestras emociones, podríamos decir algo parecido: o no hay nada destacable por cierto sosiego, o una emoción o sentimiento es suficientemente intenso que focaliza nuestra atención e inunda el conjunto de la vivencia. Y lo mismo en la mente: no hay excesiva agitación, los pensamientos puedes ordenarse o “descansar”, las pausas y cierta cualidad contemplativa se producen…
Hasta la industrialización, cualquier trabajo estaba asociado a un ritmo que permitía ese trance meditativo tan humano: desde la caza y la recolección a las actividades agrícolas y artesanales (aquí una de las razones por las que el campesino enferma en la fábrica o la ciudad, o idealizamos “la vuelta al campo”, sin pararnos a pensar que nuestros antecesores, que de verdad lo conocían, no lo tienen tan idealizado). Una de las razones por las que la actividad física “deportiva” encuentra tantos adeptos proviene de esta necesidad de unificación desde el cuerpo para que la mente y la tensión emocional puedan relajarse. En cuanto a la creación, todos nosotros nos dotamos de unas condiciones –unos ritos o mecanismos más o menos sofisticados– cuando queremos que lo que hacemos vaya más allá de la pura acción mecánica: lo mismo para preparar la comida que para idear un proyecto.

2. La meditación como técnica

Sin embargo, nos referimos a otra cosa cuando hablamos de “la práctica de la meditación”. Las imágenes a las que se asocia nos trasladan a la iconografía oriental (budas, santones…) o al arrobo beatífico de alguien sentado en loto. Los practicantes se sientan, cierran los ojos y permanecen inmóviles en sus ejercicios. Es a dichos ejercicios o a sus consecuencias a los que se refieren los estudios que comentamos al principio, y no a eso al alcance de cualquiera de forma natural (no te venden agua al borde del río… ¿o sí?). Ellos hablan de una técnica capaz de otorgarte cierta capacidad, de llevarte a cierto estado. Y esto merece algunas consideraciones.
La primera se refiere a la propia idea de técnica y su hegemonía en nuestra época. Una técnica es una herramienta, un recurso que te permite o facilita determinado logro. Eso y nada más. Por eso, cuando alguna actividad cognitiva, filosófica, moral, social o científica puede ser reducida a “técnica” está en disposición de ser puesta en circulación por las venas del mercado capitalista que capilariza nuestra sociedad. Tú accedes a esa técnica neutra y la utilizas para lo que consideres oportuno; por eso la técnica es un bien, una mercancía más bien, que puede ser adquirida, vendida o comprada. Sin embargo, éste no es un pensamiento “objetivo”, algo inocente o neutro. Pensar que podemos adquirir cualquier bien reduciéndolo a técnica sería una aberración para nuestros antepasados, y lo es para cualquiera que no esté atrapado por esa ideología.
Este hecho obedece a un bandazo que hemos dado en nuestra civilización. De considerar la vida, la historia o cualquier acontecimiento como parte de un destino sobre el que apenas podíamos intervenir, hemos pasado al tiempo en que nos imaginamos capaces de diseñarlo a nuestra medida. Para mis padres, el yo existía, pero las posibilidades de intervenir sobre él eran muy limitadas (uno obedecía a lo que venía dado por la familia, el sexo, la religión, la categoría social, etc.). Hoy, el yo está en el centro de nuestra conciencia y todo nos alienta a pensar que lo que le ocurre está en nuestras propias manos (que la realidad nos muestre lo contrario, no desalienta a los apóstoles de esta ideología que tiene mucho de reactiva contra los horrores de las formas antiguas de considerar el destino, y mucho de interesada divinización del mercado). La tecnificación de todo recurso es una condición de este cambio, así que algo triunfará si es capaz de ser ofrecido como técnica. Si la meditación triunfa frente a los prejuicios filosóficos, religiosos o culturales, es que ha conseguido dar ese paso.
En el caso de la meditación budista, el hecho de que una de sus ramas, el budismo zen (minoritaria, incluso en Japón), haya tenido tal éxito y prestigio en Occidente obedece en buena medida a esta “tecnificación”. Contra la tradición budista en la que los ejercicios para el desarrollo de la atención eran sólo una parte de los preceptos (el “óctuple sendero” de budismo primitivo) a los que solo algunos practicantes eran invitados a practicar de forma intensiva, esta práctica se desgajó y tomo una relevancia casi excluyente. De ahí a la afirmación del principal difusor del budismo zen en Occidente, D. T. Suzuki, de que el budismo zen puede combinarse con cualquier filosofía o con cualquier política, desde el anarquismo hasta el fascismo, hay un breve y coherente camino .
Si reconocemos las diversas técnicas de meditación como tales, esto nos conducirá a diferenciar unas de otras y, a continuación, a plantearnos el para qué de su utilidad, así como el sujeto (quién) que las pretende aplicar.

3. La confusión de “objetivos” y “condiciones”

Los propagandistas de la meditación hablan constantemente de sus beneficios o de sus objetivos –la calma mental, el silencio, el control emocional y del estrés, el aumento de lacapacidad de concentración o de atención, de la ecuanimidad, etc.– hasta el punto en que la mayoría de los que se acercan a su práctica lo hacen en busca de tales beneficios. Sin embargo, no es esto lo que espera a cualquiera que se acerque a esta práctica con cierta intensidad. Lo que le espera es, más bien, la enorme dificultad de centrar la atención “en el vacío”, con un apoyo tan evanescente como la respiración o las sensaciones corporales –por no hablar de centrarse en el propio flujo mental–, y la frustración consiguiente que esta dificultad acarrea. La reducción de estas propuestas a sesiones de inducción a la relajación o a la visualización de determinados objetos que procuran calma alienta la confusión a que me refiero. Aunque, como bien reza la sabiduría popular, “cualquier cosa en pequeñas dosis” resulta inofensiva,
Simplemente, estamos ante la interesada confusión entre las condiciones para el acceso a un entrenamiento (relajación, concentración, centramiento, etc.) y los objetivos del mismo. Necesito de unos ingredientes y un combustible para cocinar, pero nadie confundiría esos medios (el calor, la sartén o el arroz) con el objetivo de preparar un nutriente que me alimente eficazmente. Es solo el interés en esta confusión (las gratificaciones que para unos y otros conlleva) lo que hace que los vendedores y los consumidores la acepten hasta convertirla en discurso dominante.

(segunda parte: quién medita o la cuestión del sujeto)




POSTDATA A LA RESPUESTA A VARGAS LLOSA (un pequeño experimento)

Como he señalado, mi artículo respuesta al de Vargas Llosa fue escrito inmediatamente después del suyo y enviado a El País que rehusó su publicación (“por exceso de originales”). Lo envié después a otros medios, pero no recibí respuesta. Ya que lo había escrito, y aún no tenía este blog, lo envié a algunos amigos y conocidos practicantes de taichi y qi gong. En general, fue bien recibido, pero algunos me confesaron que tampoco les había desagradado, de primeras, la página de Vargas Llosa. Entonces, pensé en hacer un pequeño experimento: propuse a algunos que preguntasen por la impresión que les había causado su artículo, sin mencionarles mi respuesta. Las respuestas recibidas podían reunirse en tres grupos: el de los que lo celebraban e incluso se sentían alagados de la buena propaganda, el de los que lo rechazaban por su confusión y por la ignorancia que expresaba y, finalmente, el de los que aunque hacían matizaciones, agradecían la publicidad.
En cuanto al segundo grupo, estas palabras pueden resumirlo: “Creo que este hombre no tiene ni idea de lo que es este tema, mezcla todo… para mí no merece la pena ni considerarlo. Dice que no ha estudiado el Chi Kung, pues debería, para saber y atreverse a opinar sobre las Artes Marciales… este articulo hace tiempo que salió, y ni los grandes, ni los pequeños maestros del tema, al menos los que yo conozco, lo han considerado, por no merecer la pena”. Para los que le hacen matizaciones, puede servir la opinión de Manuel Rodríguez Salvador en su blog: “Pese a mis críticas en estos aspectos, he de decir me gusta que lo recomiende y me encanta que lo practique, aunque también se confunda afirmando que ‘una sesión completa de Chikung no dura más de media hora’. Y estoy totalmente de acuerdo en que ‘si los miles de millones de bípedos de este planeta dedicaran cada mañana media hora a hacer Chikung habría acaso menos guerras, miseria y sufrimientos y colectividades’. Sin embargo debo añadir que, aunque no esté de acuerdo con el señor Vargas Llosa, todos los beneficios de los que habla se consiguen, también, practicando Taichi. Finalizo diciendo que, por supuesto, lo que más me gusta del artículo es el hecho de que, desde un medio como es El País, se haga buena publicidad del Chikung. Hay que agradecerlo: a quienes somos instructores de Taichi y Chikung y nos dedicamos a este mundillo… nos viene muy bien”.

Postdata V.Llosa. Guy Le Querrec. China 1985. Ciudad Prohibida, palacio imperialpracticantes de taichi en la ciudad prohibida de Pekín. Guy le Querrec, 1985

Pensé que este pequeño incidente revelaba una vez más una cuestión fundamental para los que nos dedicamos a enseñar estas disciplinas:
Los periódicos a los que envié mi artículo, que no simpatizan con las ideas de Vargas Llosa y no me respondieron, lo hacían simplemente porque el tema les parecía una frivolidad. Que este señor se dedique a hacer publicidad a una clínica de la jet y de su fantástica profesora, no es para darle ningún relieve; bastante autobombo se da en El País con todas sus opiniones. Estoy de acuerdo. Pero en lo que no había caído lo suficiente es en que también los temas de los que hablaba son considerados una frivolidad, y eso incumbe directamente a “los administradores” de dichas disciplinas. No creo que “los grandes, o los pequeños maestros del tema” seamos ajenos a esto. Alegrarse de la publicidad (¿queda alguna marca, desde McDonals hasta Roca, que no haya utilizado el taichi, el qi gong o al meditación en sus anuncios?) y quejarse después de que cualquiera se atreve, no me parece congruente.
Somos responsables de que la imagen pública del qi gong en nuestras sociedades sea la de un subproducto del exotismo oriental para consumo de ociosos.




Un elogio insultante de Mario Vargas Llosa

El pasado 24 de agosto, El País publicaba en La cuarta página y firmado por Mario Vargas Llosa, el artículo Elogio del qi gong[1]. En sus párrafos iniciales, el autor nos hablaba del retiro veraniego a que se somete desde hace 27 años en una clínica de Marbella para “desagraviar a mi pobre cuerpo de las duras servidumbres a que lo someto el resto del año”. Y concluye: “Si yo tengo que elegir una sola de esas actividades [físicas], me quedo con el qi gong”.

El primer asombro que provoca el artículo proviene de su arranque. En él, su autor nos presenta la materia de su elogio tras afirmar que “no tiene mucho interés en estudiarla”. ¿Sería posible que un periódico serio publicase artículo semejante si su autor se refiriese a cualquier otra actividad respetable, sea las enfermedades tropicales o los juegos paraolímpicos, la literatura medieval o la moda del barroco? Me temo que no, lo que define el estatus y la respetabilidad que ha logrado el qi gong, así como otras disciplinas orientales divulgadas entre nosotros en las últimas décadas (ya lo insinúa Don Mario: “me encontraré con una de esas mucilaginosas retóricas bobaliconas y seudorreligiosas con que suelen autodignificarse las artes marciales”). Soy practicante de qi gong desde hace 35 años y dirijo la Tai Chi Chuan Eskola de San Sebastián desde 1991. En ella imparto clases y cursos de estas disciplinas, tras un largo y contrastado aprendizaje con diversos maestros orientales y occidentales. Así que, a diferencia del premio nobel, sí que “he estudiado su tradición y filosofía”, como se supone que debería hacer cualquiera que osase impartir una enseñanza en cualquier ámbito de actividad humana.

Para alguien al que “no le interesa averiguar”, las afirmaciones que siguen son tan atrevidas como grotescas. Desde el primer párrafo afirma que “es una práctica china milenaria, que en algún momento remoto se independizó del tronco común del tai chi y que, además de ser exactamente lo contrario de un “arte marcial”, de algún modo difícil de explicar, pero evidente para quien lo ejercita cada día, tiene íntimamente que ver con el sosiego individual y, como proyección máxima, con la civilización y la paz”.

Lo mismo que todo lo que nos viene de Norteamérica debe ser “el último grito” para ser tomado con mediático interés, lo que proviene de China debe ser “una práctica milenaria”. El autor se soporta en este principio, por lo visto inexcusable –ya recurre al mismo modelo en sus primeras líneas con “Algo bueno debe tener el ayuno cuando su práctica forma parte de la historia de todas las religiones occidentales y orientales”– para adelantar sus afirmaciones. Sin embargo, el término qi gong no se creó y utilizó hasta mediados del siglo XX, cuando el gobierno maoísta de China decidió, contra su anterior prohibición, imponer una política de salud pública sin otro coste que las medidas disciplinarias. Asimismo, el taichi no era sino uno entre diversos sistemas marciales semisecretos que tuvieron su último florecimiento en la grave crisis política de los últimos años del siglo XIX. Su divulgación en Occidente como “El Arte Marcial Interno” con milagrosos poderes tanto curativos como marciales proviene de campañas propagandísticas del siglo XX, impulsadas sobre todo a partir del efecto que produjo el recibimiento del primer presidente norteamericano que visitó la China de Mao, Richard Nixon, en 1972. El gobierno chino de entonces preparó concienzudamente un escenario que ratificase la “superioridad cultural de la milenaria tradición china” con exhibiciones masivas de taichi, operaciones sin anestesia con acupuntura, y otros espectáculos admirables. El consumidor occidental corrió presuroso a hacerse con tales tesoros, por fin al alcance de algunos bolsillos. La recepción de dichas disciplinas en los más de 40 años siguientes pueden resumirse, desgraciadamente, en una suerte de tópicos que van desde las explicaciones subrayadas por Vargas Llosa hasta algunas otras que las complementan, y de las que también su artículo se hace eco.

Por una triste coincidencia, algunas páginas más adelante, El País del mismo día, publicaba uno de los capítulos de la serie “Mentes asesinas”, dedicado esta vez a Juan Agilar: El infierno del monje shaolín. El “maestro” mantenía orgías de dominación y sangre en su gimnasio de Bilbao, rezaban los titulares. Vargas Llosa continúa con los tópicos: “Digan lo que digan, las artes marciales no son inocentes: quieren aprovechar lo que hay de primitivo y bestial en el ser humano para convertirlo en una máquina de matar, perfeccionar su innata violencia en bruto en una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario, así como, de un solo golpe, el brazo musculoso del maestro puede partir en dos una pila de ladrillos. El qi gong, en cambio, quiere liberarlo de esa agresividad congénita y hacerlo descubrir que la vida podría ser mejor si, a la vez que descargamos la ferocidad que nos habita, cada una de nuestras acciones es realizada con la delicadeza y la calma con que ejecutamos los movimientos que conforman su práctica”. ¿Quiere hacernos creer Don Mario que esa alquimia siniestra se realiza mayormente en los gimnasios de Bilbao o Bogotá, de Shanghái o Johannesburgo, donde un puñado de psicópatas orientales u occidentales enseña los trucos para “partir en dos una pila de ladrillos”? Ya que casi cualquier gesto humano es potencialmente agresivo, y más aún sus máquinas, ¿deberíamos prevenirnos, por tanto, de usar ningún vehículo de transporte, de arriesgarnos a un abrazo o de conversar con desconocidos? Hace siglos que el asesinato masivo y las formas de canalizar “una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario” se desarrollan, se alientan y se ejercitan sistemáticamente en otros centros marciales que no hacen ningún asco a las tecnologías más avanzadas. La aviación tripulada como arma de guerra ya se ejercitó en los albores del siglo XX en el Rif o en la guerra civil española para confirmarse, junto a las armas atómicas, en la Segunda Guerra Mundial. Hoy se practica con drones, como si los muertos ocasionados fueran víctimas virtuales. Sin embargo, el potencial agresivo del gesto humano puede ser trabajado para ser reconocido y controlado, y ésa es la noble función de las disciplinas de lucha ejercitadas en ámbitos protegidos.

Como decía, el término qi gong (literalmente “trabajo con la energía”; habría que dilucidar lo que sugiere a los chinos esta última palabra) abarca cualquier actividad física: desde una postura inmóvil hasta un ejercicio aeróbico, desde un movimiento con claro fin terapéutico hasta el faquirismo que exhiben en nuestros teatros y circos los “verdaderos” monjes del templo de Shaolín. Que Vargas Llosa lo ejercite mirándose al espejo bajo la “grácil y flexible Jeannete… siempre a punto de levitar o desaparecer, acompañada por una música china discreta, lánguida y repetitiva… persuadiendo a los neófitos a que se abandonen al absorbente ritual en pos de salud, belleza y serenidad”, es cosa suya, pero sólo perfila una caricatura infantil.

Que, finalmente, pretenda que su arrobo pueda aplicarse –“bastará con media hora diaria”– a los conflictos humanos que cada día destruyen tantas vidas y lastran a las generaciones con cargas de dolor indigerible, no sólo es una estupidez. Es, sobre todo, un insulto a todos los que se empeñan, cerca de tantas víctimas, en sostener alguna forma de convivencia dignamente viable.

 

Juan Gorostidi Berrondo

Director de Tai Chi Chuan Eskola de San Sebastián

[1] El País se ha negado a publicar la presente respuesta como ‘derecho a réplica’.