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UNA INVITACIÓN A LA CAÍDA. “Ser o no ser (un cuerpo)” de Santiago Alba Rico

Recuerdo que en mi casa de padres católicos se decía “almas” cuando mayormente se quería decir “habitantes”. Madrid tenía un millón de almas; nuestro barrio, unos cientos. Era un término con el que la Iglesia intentaba imponer su visión de la vida al común de los mortales: “el cuerpo pasa, el alma permanece”.

Hoy vivimos una suerte de reverso a este fenómeno cuando decimos “cuerpos”, pero esta vez como palabra-contraseña de quien pretende confesar cierta conciencia: somos cuerpo, fragilidad, resto desechable… Pero, más aún que con aquella “alma” de mis padres, cabe el peligro de convertir “cuerpo” en fetiche vacío. “Pensar el cuerpo” sigue siendo tarea ardua.

Es lo que trata de hacer Santiago Alba Rico en su reciente Ser o no ser (un cuerpo). Seix Barral 2017: mirar de frente una cuestión que sabe escurridiza, inasible casi, pues hace tiempo que, contra las evidencias de nuestra fisicidad, dejamos de ser cuerpo. En seis apartados brillantes y una “bibliografía caprichosamente comentada” nos permite una inmersión de la que salimos obligados a considerar la urgencia y la dimensión del asunto. Y es que, en relación al cuerpo, nos encontramos en un umbral –se ha traspasado ya, seguramente– en el que los desarrollos tecnológicos pueden plantearse como programa que dejó de ser utópico: la humanidad está en condiciones de soltar finalmente ese lastre mortal y desplazarse a una máquina perfecta, inmortal. Alba Rico despliega las implicaciones de la facticidad de lo que hasta hace poco fue una simple fantasía utópica: la aceleración del Mercado como motor omnipotente convierte nuestros cuerpos en imagen infinitamente multiplicable y manipulable.

El asunto viene de muy lejos: desde el momento en que el ser humano se hizo tal dotándose de lenguaje y perdiendo para siempre su “memoria animal” como magistralmente nos cuenta el simio humanizado del Informe para una academia de Kafka. El autor recurre a otro relato para expresar la actual deriva humana –la del Mercado capitalista–. Se trata del cuento chino Wang y la tinaja mágica: lo que en un primer momento saca de la miseria a Wang, lo conduce a una pesadilla autodestructiva. Es la némesis con la que las mitologías nos advirtieron si olvidamos nuestros límites y pretendemos ser como dioses.

El libro es el relato de las formas en que desde siempre el ser humano ha huido del cuerpo y ha recaído en él, así como de las implicaciones de tales huidas y recaídas. De hecho, la identidad no sería sino la construcción, siempre problemática de “un lugar donde huir y recaer y en el que otros puedan reconocernos”. Sin olvidar que “todos los mecanismos de exclusión o negación del otro (antisemitismo, machismo, colonialismo…) racializan o etnifican exitosamente la identidad que niegan”, o que “La identidad es contrariedad, pesa, cansa pero “hay sólo una cosa peor que la identidad y es no tener ninguna” (T. Eagleton). Pero, como decía, también nos señala un límite, un umbral en el que se nos presentan dos opciones: la de alentar la huida del cuerpo a la imagen o, frente a dicha huida, reasumir nuestra corporeidad: “Liberación del cuerpo puede querer decir dos cosas: el proceso por el cual el capitalismo (y la libertad y la “inteligencia”) intenta liberarse de los cuerpos; y el proceso por el cual el cuerpo recupera un papel central como objeto insuperable de atenciones y cuidados. Liberarse del cuerpo es reclamar fantasiosamente nuestro derecho a ser mercancías; es decir, nuestro derecho, al mismo tiempo, a la inmortalidad propia y a la destrucción de los otros. Frente a esta paradoja fatal, liberar el cuerpo es, al contrario, afirmar el derecho a mirarse, a cuidarse, a vivir un relato, a envejecer sin vergüenza y a morir con dignidad. Este dilema entre liberar el cuerpo o liberarse de él es la más radical e insoslayable decisión política de nuestras vidas” (página 255).

Estamos, como nunca quizá, ante esta disyuntiva, más allá de inercias y programas que se nos presentan como una realidad insoslayable, imposible de contrariar. Quien se coloca fuera o quien ha caído allí por su lugar en la cadena social o el sitio en el que le tocó nacer está condenado a sentir el peso de la “asociación enfermedad-pecado-delito, propia de las sociedades antiguas que sigue vigente extramuros del Mercado”. El propio autor se confiesa atrapado: “la dislocación económica y tecnológica de los últimos siglos, en grandes saltos sucesivos, ha desplazado el cuerpo como eje de la experiencia, para bien y para mal, pero con la consecuencia singular de que ahora, cuando entro por la mañana en internet con la angustiosa sensación de haber perdido la noche, me dejo llevar por la ilusión contraria: la de que allí donde yo estoy, allí donde está mi cuerpo, no ocurre nada. O por la ilusión concomitante, más sofisticada y paradójica aún, de que sólo me pueden pasar cosas a mí a condición de no estar yo en el mismo lugar que mi cuerpo, residuo inerte y obstáculo sin vida de la experiencia real” (páginas 11 y 12). ¿No ocurre nada fuera de ese desplazamiento que ha sacado al cuerpo del “eje de lo real” y lo ha colocado en la máquina de la realidad virtual? Esta es la ineludible e inquietante paradoja que recorre las páginas de Ser o no ser (un cuerpo). Arrastrados por la corriente sabemos, con todo, que deberemos optar entre “imaginación y fantasía”, cuando la fantasía que nos tienta y trata de imponerse es “un desenganche definitivo del cuerpo en un espacio sin límites ni rugosidades… inmortal” (página 223). Añadiría yo que tal desenganche es imposible sin caer en la locura a la que parece arrastrarnos nuestra civilización; y que, por lo tanto, renunciar a ciertas gratificaciones de la mercantilización resulta una cuestión de supervivencia. Afirmar que somos cuerpo es hoy la más elemental de las opciones, una afirmación en la que se aúnan lo subjetivo y lo político. Sin dejar de ser conscientes de que el cuerpo es justamente “la fuga imposible que opone e imbrica dos elementos extraños entre sí: la carne y la palabra” (página 79) o que “nuestro cuerpo es el resultado de una lucha entre carne y lenguaje en la que, durante las etapas de crecimiento, muy a menudo el lenguaje parece desbordado y en retirada” (página 95).

Santiago Alba Rico parece identificarse con el Kafka que “siempre supo que no se puede escapar, aunque tampoco sea posible dejar de intentarlo: creemos que caminamos cuando en realidad caemos” (página 57). Dicha caída es en realidad nuestro destino.




JOXE ARREGI, DESDE EL PÚLPITO MÁS ELEVADO

Nota previa:

[El caso Juan Kruz Mendizabal no representa nada excepcional en la marea de casos de pederastia dentro de la Iglesia católica. Hay situaciones mucho más graves y, obviamente, no se refieren sólo a esta Iglesia. Pero conviene mirar la particularidad de cada caso para entender lo que representa en la pequeña comunidad en la que se produce. “Kakux” era el cura modelo, el más popular, el más próximo a los jóvenes, etc. Por eso, sus cercanos están muy afectados (no pocos siguen considerando que se trata de un montaje del obispo para desacreditar al cura y sacarlo de circulación). Pero, más allá del entorno católico, muy poderoso aún en nuestra sociedad, su caso señala al tabú del abuso de poder sobre el cuerpo de los niños, un tema que, como en el abuso sobre las mujeres, toca los pilares de la sociedad patriarcal. Cuando se abren fisuras en un edificio tan sólido, su maquinaria se pone en marcha para que las aguas con peligro de desbordamiento vuelvan a su cauce: las mujeres maltratadas y asesinadas a la página de sucesos; los curas pederastas al retiro espiritual. Las noticias caducan y pronto será una anécdota que quedará sólo en la memoria de los afectados.

Una de las particularidades del caso ha sido la toma de posición pública del portavoz más conocido de la iglesia progresista Joxe Arregi en defensa del cura pederasta. Además de tener una voz muy notable en el programa de ETB “Ur Handitan”, hizo valer su influencia para ser entrevistado ampliamente en la radio pública y expresó su indignación y su posición en un artículo publicado por el grupo Noticias el pasado 19 de febrero titulado “Iglesia de Gipuzkoa y abusos sexuales”. Este artículo fue ampliamente celebrado por las voces más progresistas fuera de la Iglesia católica y ha funcionado como “la última palabra” en el caso. Envié mi respuesta al mismo periódico el día siguiente, pero no ha sido publicada:]

Joxe Arregi está indignado por la “clara manipulación” de sus afirmaciones e insiste. En su último artículo, me denuncia por omitir un “también” determinante, y a los periodistas de Ur Handitan, el programa de la ETB, por descontextualizar sus palabras: “Unos comentarios míos en los que intentaba dejar claro que unos “tocamientos deshonestos”, objeto de la acusación, no entrañan la misma gravedad que una violación fueron sacadas de su contexto y cuidadosamente colocadas justo detrás del dramático relato de una mujer que de niña había sufrido reiterados abusos por parte de otro sacerdote. Mis palabras […] se convertían así en irresponsable y grosera banalización de los hechos denunciados. Otra barbaridad, pero ¡qué más da! La tele tiene que provocar sensaciones, emociones, no reflexión. Y hay que vender el programa al precio que sea”. Sin embargo, la mayor virtud de dicho programa consistió en contrastar los discursos de los participantes, incluido el silencio de la jerarquía católica guipuzcoana. A Arregi le duele justamente el efecto revelador de tal contraste que aclara la verdadera naturaleza de su posición que indignó a tantos. ¿Se imaginan cómo recibiríamos las palabras del valedor de cualquier otro delincuente de guante blanco que nos dijera lo mal que lo está pasando? (“la infanta no duerme y sus pobres niños están últimamente más irritables… vivimos en un país de seres vengativos”). Y no hablamos aquí de robos sino de delitos mucho más graves, como el testimonio de Ana Morales dejaba claro. Sólo a la Iglesia Católica se le consiente semejante desfachatez. Y no sólo eso: tras el ajustado programa, la ETB selecciona las declaraciones de Arregi para ofrecerlas en un vídeo completo –no las de Morales, por ejemplo– y ofrece al teólogo media hora de entrevista exclusiva en el prime time de la mañana de Euskadi Irratia, a los pocos días, para que se reitere en su argumentación; retirando, eso sí, su obsceno “a ver, ¿a quién no le han hecho tocamientos alguna vez?”, seguido de la pausa retórica que parecía acusar al entrevistador por su actitud inquisitorial y poco tolerante “que aflora en cuanto tenemos a mano algún chivo expiatorio –una víctima también él, si nos ponemos a pensar”.

Arregi me descalifica como tergiversador (“serio desliz para un profesor de taichí, maestro en atención”, ironiza), sin dignarse a entrar en los temas que planteo. Aunque tome la palabra como la voz más relevante del “clero progresista” vasco, él no es corporativista. Y para demostrarlo, carga contra Munilla. Sin embargo, la propia acusación que dirige contra el obispo, bien podría usarse en su contra: si admite que entre nosotros los casos de abusos del clero católico no deben de ser menores que en otros entornos, ¿dónde ha estado él mismo durante décadas para no enterarse de nada ni denunciarlos como la peor lacra pastoral?

Arregi subraya el mensaje misericordioso del Jesús evangélico, pero lo hace como si dicho mensaje se transmitiera ex nihilo, y la historia de la Iglesia católica y del cristianismo en general no tuviese nada que ver con estos delitos, reivindicando la superación de la culpa y el castigo “en los que no cree”. Misericordioso o no, la Iglesia se ha instituido como garante y único intérprete legitimado del mensaje revelado por Dios, y no ha dudado para ello en aliarse con las formas más crueles de poder. Obviarlo en las actuales circunstancias resulta cualquier cosa menos inocente.

Como digo, sólo un clérigo maestro de la retórica y la persuasión se atrevería, en tales circunstancias, a encaramarse al más elevado de los púlpitos para señalar la mezquindad de nuestros sentimientos y proclamar, con el papa, “la Revolución de la Misericordia”: “Erradicar de los corazones y de las estructuras, la lógica del castigo. Y decir a cada persona herida: “Levántate y camina. Cree en ti, vete en paz, vive en paz”. Todo lo demás sobra”. Desde su altura moral, él sufre con todos, y yo le creo, cómo no. Como creo al propio Kakux que parece negar ahora lo que antes confesó. Como no dudo de la sinceridad de un Michel Onfray, al narrar los abusos a los que fue sometido por los salesianos: “Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente…”. Él, como Ana Morales, se encuentra entre los supervivientes, pero muchos otros no pudieron sobreponerse (insisto en la pertinencia de “Los internados del miedo”, de TV3 https://www.youtube.com/watch?v=qU7ek5k47Og). Pero en estos casos, no se trata de “sinceridad” sino de “discurso”, desde la aportación aclaratoria e irrefutable de Michel Foucault:  “[…] en toda sociedad, la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”, de manera que el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse; en este caso, “el poder sobre las almas” por el que siempre y con tanto éxito la Iglesia ha peleado. En los abusos sexuales contra mujeres, niñas y niños, entramos en la manifestación más explícita del biopoder, bien definida por el propio Foucault. El papel que la Iglesia católica ha ejercido en este ámbito hasta la modernidad –una modernidad que se demoró entre nosotros hasta la década de los 70 del pasado siglo– ha sido determinante y muy poco analizada. Como en muchos otros ámbitos socio-políticos, las responsabilidades no han sido depuradas y el poder de la Iglesia se ha mantenido casi intacto, en espacios fundamentales como la educación. Joxe Arregi participa activamente en esas luchas biopolíticas, tratando de recuperar el tiempo perdido y ponerse a la cabeza de una “nueva espiritualidad” mejor ajustada a los nuevos tiempos.

Dice promover la reflexión y no “las sensaciones o las emociones, como la tele”. Y no juzga a nadie. Sin embargo, todo lo que se le ocurre repetir sobre la descripción del penúltimo de los denunciantes de Kakux es que es “escabrosa” o del testimonio de Ana Morales que es “dramático”. Colgó los hábitos, pero no para bajarse del púlpito, sino para elegir otro mucho más elevado, sutil y eficaz. Utiliza toda su habilidad retórica para encubrir lo que de verdad está en juego. Con una psicología de taberna, insiste en todo lo bueno que Kakux hizo como para que nos fijemos en su mal encauzada pulsión sexual –las dudas de los monitores son mucho más sutiles y profundas ahí–. Pero lo que de verdad revela su actitud es una inconfesada añoranza de los buenos tiempos de su juventud en los que la única voz autorizada era la del clero; y los fieles, devotos o resignados, acudían en masa a los confesionarios en los que los curas “nos abrazaban a todos”.

POSTDATA: LA CARA OBSCENA Y DENEGADA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Coincidiendo con estos debates se ha estrenado un documental argentino sobre el tema que aporta algunas luces:

Entre las personas que aparecen en el mismo, es especialmente reveladora la actitud de un anciano cura que había sido “trasladado” a Argentina desde el «Instituto Provolo» de Verona para niños sordomudos, donde 130 curas fueron acusados en los 80 por abusos entre 1955 y 1984. “Pasati, pasati” dice el viejo postrado con el rosario de collar cuando el periodista le pregunta sobre los casos que no tiene reparo en reconocer: “Tocas, tocas, se pone duro… ya sabes cómo es”. Todos lo hacían, reconoce, y esto conducía a violaciones, etc. Cuando eran descubiertos los casos más graves, los trasladaban a centros de la misma orden a Argentina y asunto concluido.

Esta Iglesia entona ahora un mea culpa retórico, pero sus archivos, con miles de casos, siguen siendo secretos. Como explica una de las participantes en el documental, su actuación tiene los visos del “plan sistemático” del genocidio de la última dictadura argentina con el objetivo de garantizar la impunidad. Son especialmente reveladoras las instrucciones explícitas de “secreto pontificio” para los conocedores de tales delitos: “En 1974, una instrucción del Vaticano, ordenada por Pablo VI y redactada por su secretario Jean Villot, determinaba que “en asuntos de mayor importancia se requiere un particular secreto, que viene a ser llamado secreto pontificio y que ha de ser guardado con obligación grave. Entre los asuntos enumerados por esa instrucción estaba la de pedofilia eclesiástica. Estaban obligados a guardar el secreto pontificio cardenales, obispos, prelados superiores, oficiales mayores y menores, consultores, expertos y personal de rango inferior. En 2001, Juan Pablo II y el responsable de la Congregación para Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, publicaron un nuevo documento que “obliga a todo el clero y sus auxiliares a no hacer llegar a tribunales ni instituciones civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia. Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe […] Las causas de esta clase quedan sujetas a secreto pontificio” (“Motu proprio sacramentorum sanctitatis tutela”). ¿Es concebible que los mismos que asumían este modus operandi –el clero católico del siglo XXI– asuma de pronto su “equivocación”?

Resulta pertinente pensar más bien con Slavoj Zizek en una suerte de “inconsciente institucional”; en el núcleo obsceno que define a una institución como la Iglesia católica; un núcleo del que no están a salvo otras instituciones como el ejército o la propia familia, pero que en el caso de esta Iglesia reviste características específicamente perfiladas. Que una estructura clerical milenaria con un poder e influencia inmensos deba erigirse a sí misma como mediadora exclusiva en la culpa, el perdón; la condenación y la redención eternas al tiempo que se presentan como hombres asexuados administradores de una “misericordia institucionalizada” en rígidos rituales y jerarquías… Demasiado “amor” con olor a sopa rancia y a sacristía: “¿Recuerdan los numerosos casos de pedofilia que sacudieron a la Iglesia católica? Cuando sus representantes insistieron en que esos casos, tan deplorables como fueron, eran un problema interno de la Iglesia y mostraron una gran renuencia a la hora de colaborar con la policía en sus investigaciones, tenían razón en cierto sentido. La pedofilia de los curas católicos no es algo que ataña sólo a las personas que, a causa de razones accidentales de su historia privada sin relación alguna con la Iglesia como institución, eligieron el sacerdocio como profesión. Es un fenómeno que concierne a la Iglesia católica como tal, que está inscrito en su propio funcionamiento como institución socio-simbólica. No concierne al inconsciente ‘privado’ de los individuos, sino al ‘inconsciente’ de la propia institución: no es algo que ocurra porque la institución deba adaptarse a las realidades patológicas de la libido para sobrevivir, sino que se trata de algo que la institución necesita para poder reproducirse. Uno puede imaginar un sacerdote ‘heterosexual’ (no pedófilo) que, tras años de servicio, se ve implicado en la pedofilia porque la misma lógica de la institución le induce a ello. Tal ‘inconsciente institucional’ designa la cara obscena y denegada que, precisamente por ser negada, sostiene a esta institución pública. En el ejército, este reverso consiste en rituales obscenos de humillación sexual contra el compañero que sustenta la solidaridad de grupo. En otras palabras, no es sólo que, por razones conformistas, la Iglesia intente encubrir los escándalos de pedofilia, sino que al defenderse, la Iglesia defiende su secreto obsceno más íntimo. Ello implica que identificarse con este lado secreto es un elemento clave de la auténtica identidad de un sacerdote católico: si un sacerdote denuncia (no sólo retóricamente) estos escándalos, se excluye a sí mismo de la comunidad eclesiástica. Ya no es ‘uno de los nuestros’, al igual que un sudista de los Estados Unidos que delataba a alguien del Ku Klux Klan se excluía a sí mismo de su comunidad, al haber traicionado su solidaridad fundamental. Por consiguiente, la respuesta a la renuencia de la Iglesia no debe ser sólo que nos enfrentamos a casos criminales y que, si la Iglesia no participa con rigor en su investigación, es cómplice de los mismos. La propia Iglesia como institución debe ser investigada en cuanto al modo en que crea de forma sistemática las condiciones para que se cometan tales delitos” (“Sobre la violencia” S. Zizek, 2008).

Cuando Munilla acusó de “traición” a Juan Kruz Mendizabal apuntaba al corazón del asunto: Kakux no “traiciona” la buena labor evangelizadora, como el obispo pretende, sino que es un “traidor” en cuanto que pone en evidencia la cara obscena y denegada de la institución representada por su obispo.

 




COMULGANDO CON RUEDAS DE MOLINO

(Este artículo ha sido publicado por los diarios Naiz http://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/comulgando-con-piedras-de-molino y Diario de Noticias de Gipuzkoa http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2017/01/25/opinion/tribuna-abierta/comulgando-con-piedras-de-molino)

Los compañeros de clero del pederasta Juan Kruz Mendizabal se han manifestado muy afectados por el caso, quejándose de su “sobreexposición mediática”. Resultan elocuentes las palabras del teólogo Joxe Arregi: “Me siento muy cerca de Kakux. Profundamente cerca… Y además está lo que ha significado y significa para la Iglesia guipuzcoana. Y todo lo que ha hecho por ella. Me conmueve, me da infinita pena, imaginarlo en lo más oscuro del abismo. Él y su madre y sus amigos más cercanos. Me pongo en su lugar. Yo no soy mejor que él. Eso leo en el Evangelio de Jesús”.

Pero conviene situar los hechos en el contexto de la historia reciente de la Iglesia Católica. Puede ayudar en ello la revisión de películas recientes de amplia difusión o el documental de TV3 catalana Els internats de la por (“Los internados del miedo”). He vuelto estos días a la irlandesa Los niños de San Judas (2003), la chilena El Club y la norteamericana Spotlight, ambas de 2015. La irlandesa se basa en la historia real de los reformatorios católicos vigentes hasta 1985; la chilena recrea una “casa de retiro” para curas acusados de delitos graves (asesinatos, bebés robados, pederastia…), y la norteamericana reconstruye la famosa investigación del Boston Globe publicada en 2002 que desencadenó una cascada mundial de acusaciones y el replanteamiento de la política católica ante la envergadura de las denuncias. En todas se muestra a víctimas y perpetradores, y no resulta nada difícil identificar sus actitudes y declaraciones con las escuchadas entre nosotros la pasada semana: un niño forzado lo es en cualquier latitud, y el perfil de los clérigos se identifica claramente en nuestro “mundo católico”.

La iglesia guipuzcoana ha hablado tras años de silencio en el momento en que algunas víctimas han expuesto sus casos públicamente. Esto obedece justamente al cambio de la política eclesial tras la “pésima gestión” del caso Spotlight. Han comprendido que conviene saturar los medios con sus declaraciones para minimizar en lo posible el efecto de las declaraciones de las víctimas. El primer comunicado del obispado guipuzcoano antepone siempre la palabra “reverendo” al nombre del cura que ya ha sido condenado por ellos mismos, y utiliza el lenguaje alambicado e intimidante de los juristas eclesiales: “…siguiendo ritualmente el protocolo canónico establecido para tratar estos casos, creó todas las condiciones jurídicas materiales y procesales para que”. O “declaración de culpabilidad del reo y la imposición a este de diversas penas expiatorias ex cann. 1336-1338 CIC y de otras medidas administrativas y disciplinares”. En resumen, manifiesta su pena y solidaridad con las víctimas y pide perdón –ego me absolvo…–, pero también su solidaridad con el desdichado reverendo. El final del texto lleva la marca inconfundible del lenguaje eclesial: “Esta Iglesia particular, en comunión con el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco y unida fraternalmente con su Obispo José Ignacio, eleva desde la fragilidad una oración confiada al Señor, implorando con confianza los dones de la justicia, el perdón misericordioso y la paz”.

El obispo Munilla tuvo que tomar la iniciativa ante la publicación de un nuevo testimonio (“los hechos se han precipitado”) y compareció dos días después ante los medios para leer un nuevo comunicado. En él nos explica lo buena que es la verdad para todos y que “estamos ante un problema del que no está exento nadie” para subrayar, a continuación que la Iglesia dispone de su propio sistema judicial “para establecer penas que priven a los fieles de cualquier bien espiritual o temporal (can. 1312 §2 CIC)”, y que dicho sistema se encuentra “entre  los  más  severas en comparación con otras regulaciones penales”. En este caso, el reo condenado por “abuso en grado de tocamientos deshonestos”, ha sido condenado a pasar una temporada en un monasterio y a seguir una terapia “psicológica y espiritual”. La Iglesia, incluso cuando pide disculpas, no puede evitar hablarnos desde su Autoridad, una autoridad que emana directamente de Dios y de una Comunidad Universal y Eterna. Pero, ¿qué dice nuestro “reverendo presbítero” tras casi un año de condena y tratamiento al ser preguntado por los casos de pederastia? “Quiero decir que la Iglesia no ha abordado de manera adecuada estos casos. No lo sé en Euskal Herria, nosotros no conocemos ningún caso de este tipo, pero en Estados Unidos intentaron solucionar el problema con dinero. La consecuencia ha sido que no se ha arreglado nada y además la Iglesia se ha quedado sin dinero. Hay que proteger a las familias y acercarse a ellas sin problemas. Hoy en día, la Iglesia y la Justicia están unidas, pero no hay resquicio para la cooperación”.

Obviamente, el cura que habla así tras su juicio y condena lo hace desde el sentimiento de impunidad que le concede la tradicional omertá eclesial pero, ¿por qué no considerar sinceras sus palabras? El cura pederasta que se enfrenta a las preguntas del jesuita que ha sido enviado por sus superiores a su retiro en la película El Club parece hablar sinceramente: “He experimentado la luz divina en el sexo más abyecto y profundo” o “usted y yo estamos condenados a ser cuerpos deshonestos”. El psicólogo experto consultado en Spotlight afirma que el perfil del clero católico es perfectamente reconocible desde la psiquiatría; que se calcula que la mitad mantiene relaciones sexuales y que un 6% son pedófilos. En cuanto a las víctimas elegidas, también es reconocible su perfil: pobres, desprotegidos, de familias debilitadas…

Los escándalos de Irlanda y Boston son los que mayor repercusión mediática han tenido en las últimas décadas. Los del país más católico del norte europeo resultaban tan abundantes y escandalosos que el gobierno se vio obligado a crear una comisión de investigación que necesitó diez años para redactar su informe. Éste fue publicado en 2008, aceptando las condiciones de la Iglesia católica irlandesa. Entre otras, la de no publicar los nombres de los implicados. El informe habla de 25.000 víctimas; de 400 religiosos y 100 seglares implicados. Tras estas publicaciones, el Vaticano se vio desbordado por las denuncias que siguieron: más de 6.000 en una década, más de 1.000 curas expulsados.

Resulta muy significativo que no se hayan producido investigaciones de esta índole en los países más católicos del sur de Europa y América: una verdadera muestra de nuestra “catolicidad”. Sin embargo, cualquiera de cierta edad que haya pasado su infancia y primera juventud en internados o instituciones católicas ha sido testigo de abusos físicos de todo tipo. Y son muchos entre los nacidos a mediados del pasado siglo, sobrevivientes a un sistema de terror en el que intentamos proteger nuestro núcleo más íntimo. Nuestra marca es también fácilmente reconocible: se nos notan las consecuencias de tal esfuerzo, obligados en un medio extremadamente hostil y perverso, a elegir entre los golpes y las agresiones sexuales en las condiciones de vulnerabilidad y soledad propias de nuestras infancias. Cuando lo peor de aquello pasó, veíamos cómo los agresores permanecían impunes.

El País Vasco destaca por su mayor proporción de colegios católicos en relación a otros territorios vecinos. El sistema concertado con el Estado hace que los sueldos de los profesores de dichos colegios sean pagados por el gobierno, entre otras ayudas. No hablaré aquí de los privilegios fiscales o las inmatriculaciones, pues hablamos de otra dimensión, aunque los dos ámbitos estén relacionados. A pesar de ello, para Urkullu el reciente escándalo concierne estrictamente al ámbito eclesiástico –estaba casualmente de visita en el Vaticano cuando fue preguntado.

Es indudable la influencia y el poder de la Iglesia católica, y el alboroto de los días pasados debería permitirnos fijarnos por un momento en sus raíces e implicaciones: una institución que ha monopolizado secularmente el ministerio del perdón ha creado, en primer lugar, un sistema inmune a cualquier responsabilidad; su grado de impunidad ha sido y es casi absoluto. Es por eso que se muestran tan afectados estos días denunciando el “linchamiento mediático” a que se ven sometidos. Como decía, sus jefes han aprendido de la mala gestión anterior, y utilizan su enorme influencia para imponer su discurso sobre el testimonio de las víctimas. No es casual que el obispo Munilla sea presidente de la “Comisión de Comunicaciones Sociales” de los obispos europeos. Sus palabras en la homilía del pasado domingo resumen bien su posición: “¡Es profundamente injusto que la entrega de toda una vida a la causa del Evangelio y al servicio de los más necesitados, se vea puesta en cuestión por la sospecha que genera la traición de un compañero!”. Llevan décadas de cruzada contra lo que consideran perversiones sexuales, denunciando “la degradación de la sociedad” que permite el divorcio, la homosexualidad, los anticonceptivos o el aborto, en nombre de la defensa del evangelio de Jesús de Nazaret. Pero lo cierto es que en esos textos no se especifica una doctrina sobre dichos temas. Sí se habla, sin embargo, de la pederastia: “Es inevitable que haya escándalos. Pero, ¡ay de quien escandalizara a un niño! Más valiera que le atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar” (Luc. 17, 1-2). No he escuchado de su boca esta cita tan aclaratoria ni una sola vez en estos días, acostumbrados como están a darnos de comulgar con piedras de molino.

https://www.youtube.com/watch?v=wtZ4u8EmJzA




MUHAMMAD ALI Y EL BOXEO (por qué el ring te hace enloquecer)

Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos. Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores. […] Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, sólo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas […] Cuando se alzan con el título de campeón de los pesos pesados, empiezan a tener vidas interiores comparables a la de Hemingway, Dostoievski, Tolstói, Faulkner, Joyce, Melville, Conrad, Lawrence o Proust”

Norman Mailer, En la cima del mundo. 451 Editores, 2009.

“Estamos en 1967; la guerra en Vietnam acababa de estallar, y Ali era candidato al famoso draft. El resto, bueno, el resto lo recuerdan los lectores: el periodista preguntando qué opinaba Ali de la guerra, y Ali pensando un rato y respondiendo al cabo de un instante de esos que cambian vidas: «A mí el Vietcong ése no me ha hecho nada». En el original: «I ain’t got no quarrel with them Vietcong». Una frase inculta, una frase espontánea, una frase carente de la premeditación que Ali, ese ilustre insolente, daba a cada cosa que le salía de la boca. Esas ocho palabras están por todas partes en el combate con Frazier, lo moldean, lo deciden. Porque Ali, tras negarse a ir a la guerra, fue sancionado y, aunque logró evitar la cárcel, no evitó la prohibición de pelear”. Andrés Barba en el prólogo al libro de Mailer.

25 de mayo de 1965 el campeón Muhammad Ali, en ese momento conocido como Cassius Clay, se para frente al derrotado Sonny Liston

Tras la muerte de Muhammad Ali me pregunto por la unanimidad en la santificación de su figura: George W. Bush y Hassan II ya le condecoraron y ahora corren ríos de tinta de loas incondicionales: Ali: el rey del mundo; El más grande de todos los tiempos, dentro y fuera del cuadrilátero; Muhammad Ali, el elegido; 20 frases de Muhammad Ali que son lecciones de vida (entre ellas: “El boxeo es un montón de hombres blancos viendo cómo un hombre negro vence a otro hombre negro”. “Odié cada minuto de entrenamiento, pero no paraba de repetirme: ‘No renuncies, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón’ ”. “Soy el más grande. Me lo dije incluso a mí mismo cuando no sabía que lo era”, etc.). Sin duda, el personaje de Ali es fascinante, y no menos su capacidad para construirlo y sostenerlo. Dicen mucho de él, pero más aún de todos nosotros.

En uno de los excursos que cerraban el área dedicada a Marcialidad y Contacto de Levantar la mirada, escribí el artículo Por qué el ring te hace enloquecer, que reproduzco a continuación con el vínculo al documental Cuando éramos reyes.

POR QUÉ EL RING TE HACE ENLOQUECER

 Los puños se han arrojado duramente contra la oscuridad. / Los puños se han desatado desnudos contra la noche. […] No puedes regresar a la casa que un día abandonaste. / No hay camino de vuelta para quien rompió con la ley. Urtain[1](fragmento), Iñaki Irazu

Mi interés por el boxeo proviene de algunos de mis primeros recuerdos: ya he comentado que mi madre me llevaba de muy niño a las veladas que organizaban en las fiestas del pueblo al aire libre o en una plaza de toros montada para la ocasión. Eran combates aficionados y guardo un recuerdo de impresiones, sin imágenes concretas, sin palabras ni comentarios. Me imagino -¿me acuerdo?- en silencio, en medio del bullicio, observando con los ojos bien abiertos, con mi madre a mi lado. Recibiendo la emoción que ella sin duda sentía, tragándomela.

Ella era la mayor de una familia de campesinos cuyas tierras lindaban con un puerto industrial. En el reparto de papeles que se iba asignando a los hijos según nacían, le había tocado quedarse en casa para trabajar durante todos los días del año, y cuidar de sus padres cuando fueran mayores. Tenía 18 años cuando estalló la guerra civil española, y un matrimonio tardío para su tiempo la liberó de aquél destino. El contacto directo con el mundo que se abría a través de aquel puerto donde atracaban barcos de países lejanos, y de los emigrantes que comenzaron a llegar del sur, se realizaba directamente en el puesto del mercado donde vendía las frutas y verduras de su casa. Todo era demasiado distante de lo suyo: distintas lenguas, distintos códigos religiosos y morales… Las señales de aquellos mundos a los que nunca accedería, tan peligrosos como fascinantes, quedaban por completo fuera del alcance de su mano. Y me da por pensar que los combates de boxeo de los primeros 60 del pasado siglo a los que me llevaba de su mano –ni mi padre ni mis hermanas mayores nos acompañaban- formaban para ella parte de aquellos signos.

Nunca me pasó por la cabeza que de mayor quisiera yo hacer lo mismo que aquellos luchadores, y algo de la mirada aturdida y silenciosa del niño ante el espectáculo se conserva todavía cada vez que veo, ya sólo en el cine o por la tele, algún combate, alguna pelea. (Y las historias de algunos de los héroes del cuadrilátero que han pasado por delante con su éxito fulgurante y su caída estrepitosa –casi siempre hundidos en vidas maltrechas por la adicción y la soledad-).

Ya de pequeño escuchaba de los mayores que los boxeadores se volvían locos por la cantidad de golpes que recibían en la cabeza, y eso resultaba suficiente para colocarlos al otro lado de una línea que nunca habría de traspasar, pero hasta hoy mismo se ha mantenido viva en mí la pregunta por aquellos golpes y por aquella locura.

LA ESTÉTICA DEL HOMBRE QUE CAÍA

El boxeo ocupó un lugar particular entre las búsquedas desesperadas de los más pobres en sus intentos por rescatarse de la miseria de su propio mundo. Había que tener una pasta particular para comprar ese billete de lotería y jugársela a que te rompieran la cara, en manos de traficantes sin escrúpulos.

Por otro lado, parecía posible –los elegidos lo conseguían- convertirse en el héroe más admirado. Las masas se desataban ante los desesperados valientes que ocupaban ese lugar en el circo, y no hay comarca o país que no tenga sus propios iconos maltrechos en los duros años de la revolución industrial.

Olvidando por un momento todo esto, el boxeo ha sido quizá el último espectáculo en el que dos hombres enfrentaban explícitamente la derrota –y la victoria- expresada en la “muerte” que representa el K.O. Nos colocamos cerca del enfrentamiento en el que, sin más recursos que sus brazos, un hombre debe imponerse a otro no sólo por su fortaleza física, en el marco de unas reglas. Como decía Julio Cortazar, “yo no lo veo violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble… Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de vencer siendo, a veces, más débil. Te diré que casi siempre estuve del lado del más débil en el boxeo, y muchas veces los vi vencer y es una maravilla… estéticamente es muy hermoso ver enfrentarse a dos grandes boxeadores”[2].

No es de extrañar que la literatura y el cine[3] hayan aprovechado la estética de estos enfrentamientos en una atmósfera electrizante dentro de historias y personajes que, por exponerse a destruir y ser destruidos física y públicamente, quedaban socialmente marcados. Colocados, como aprendí de niño, al otro lado de una frontera que los apartaba del resto: la agresión convertida en espectáculo, que catapulta hacia la gloria, implica siempre una trasgresión. Y dicha trasgresión termina por arrastrar casi siempre hacia el abismo a sus protagonistas.

Entre las aparentes excepciones más espectaculares a esta descripción se encuentra la figura de Muhammad Ali (Classius Clay), quizá el más grande, considerado por los suyos como un profeta negro musulmán que se siente suficientemente poderoso como para no medir las consecuencias de sus palabras y sus actos públicos en detrimento a su carrera deportiva (multa, cárcel y pérdida de su título mundial por no ir a luchar a Vietnam…). En boca de uno de sus admiradores: “esto es obra de Dios, nosotros sólo somos actores. ¿Cómo vas a ganar a Dios?”[4].

El reportaje realizado por Leon Gast en 1996[5] sobre su figura y las circunstancias que rodearon al combate mundial por el título de los pesos pesados en el Congo (entonces Zaire) bajo el gobierno de Mobutu en 1974 es algo que merece ser considerado. Guionista y actor del personaje que representa (“Soy científico, soy artista, preparo mi propia estrategia; él es un toro, yo el matador”), no sólo consigue imponerse en el ring con una fortaleza e inteligencia admirables, sino que continúa arrollando fuera del mismo como una figura mesiánica al servicio de su comunidad (“La Nación del Islam”, que reivindica en los 70 la construcción de una nación independiente para los negros norteamericanos en el propio territorio de los EE.UU.). Los elementos que convergen en esta figura y su actitud, con un discurso tan infantil como directo y eficaz, son de una ingenuidad que nos impresiona, mirada tras el paso de los años. Se ajustan perfectamente al nivel en el que se establecen esas relaciones de habilidad que a un esteta pueden llegar a fascinar -siempre desde este otro lado de la frontera-: “Alí había visitado al hechicero de Mobutu, y éste le había anunciado que una mujer de manos temblorosas podría anular a George Foreman (su contrincante)” [… ] “El título de los pesos pesados produce una excitación en los espectadores que hace que no se parezca nada a ningún otro espectáculo. Es casi físicamente insoportable la espera hasta que suena la campana del primer asalto” […]  “Mobutu había hecho arrestar a los 1000 delincuentes más peligrosos de la capital y asesinar a 100 aleatoriamente. De esa manera consiguió que Kinshasa fuera la capital más segura del continente mientras los periodistas extranjeros estaban en ella” […] “El estadio era un auténtico foso para gladiadores. El suelo, que no se veía, había estado cubierto de sangre y, aunque hubiera desaparecido, era parte del ambiente”. Etc.

 

Lógicamente todos estos elementos pueden confluir en un mismo espectáculo hasta que un hombre cae vencido por su contrincante. En palabras del comentarista: “Alí, que tenía el brazo preparado, no quiso usarlo para no estropear con un golpe de más la estética del hombre que caía”.

LO QUE HACE ENLOQUECER

Comprendo que esta cantidad de realidades y muchas más, pueden coexistir simultáneamente. Pero la pregunta del principio está aún sin responder: ¿qué es lo que los hace enloquecer? Sin ir más lejos, ¿cómo es que entre el conjunto de los protagonistas del reportaje que comentamos, participantes directos del inmenso espectáculo que supuso aquel combate de 1974, ninguno muestre ninguna aprensión, ningún reparo moral por alguna de las cosas que comenta? Me atreveré a aventurar una respuesta: la situación primaria que se genera en un ring –golpear a otro hasta tumbarlo en la lona- lo es sólo aparentemente.

Paulino Uzcudun, derrotado en su combate con Joe Louis, en 1935, en Nueva YorkPaulino Uzkudun derrotado por Joe Louis en 1935

Si los contrincantes respondieran a la situación con los mecanismos con los que estamos dotados para la amenaza o la agresión –las conocidas respuestas de lucha o huida-, estaríamos ante una situación genuinamente primaria. Pero la perversión se instala desde el momento en que una de las dos opciones ya se ha descartado: huir significaría la desaparición de la situación misma, por lo que los contrincantes la tienen que negar, atrapados como están por todas las condiciones de la situación[6].

Suponiendo que la reacción espontánea de los contrincantes en ese momento fuera el de la lucha, en todo enfrentamiento se emiten una serie de señales para minimizar los daños. Cuando alguien se pone en guardia y lanza un puñetazo su mensaje es claro: “soy peligroso, no te acerques, desiste de tu voluntad de agresión”. En el combate simplemente ese gesto no puede ser leído asociado al mensaje que transmite: la conexión entre el gesto y su significado primario ha sido desactivada de antemano. La traducción es imposible.

Por el contrario, los animales machos que se enfrentan en las épocas de celo tienen sus propios recursos para establecer quién vencerá sin que eso implique un grave daño físico para el perdedor. Lo mismo ocurre entre dos luchadores sensatos que por cualquier razón van a medir sus fuerzas: si lo son realmente, el más débil evitará el enfrentamiento reconociendo la superioridad del contrincante.

Todo esto, como digo, queda destruido por las condiciones de un combate –lo que se dice del boxeo vale para el resto de las competiciones de lucha-: los mensajes realmente primarios -desde la expresión del rostro al olor corporal, desde la actitud a los movimientos involuntarios-, y las propias técnicas que definen el encuentro –sólo puñetazos en el torso y la cara en el caso del boxeo inglés- han sido negados o se contrarían, mientras que la situación evoca ese nivel tan primario de encuentro que es la agresión con su amenaza para la vida. Es así como todo púgil debe funcionar, disociándose de su percepción más cercana al instinto de supervivencia.

Sin duda los golpes reiterados en la cabeza tendrán efectos muy nocivos, pero lo que sin duda vuelve loco a un hombre es esta inmersión en mensajes que se niegan a sí mismos y pervierten la acción consiguiente[7]. A partir de ahí, la atmósfera de locura envolverá a todos los que participan en esa creación tan humana como es el espectáculo de la lucha.

[1] José Manuel Ibar, Urtain (1943-1992), un boxeador vasco que pasó directamente de su granja y las apuestas rurales cortando troncos y levantando piedras, a los cuadriláteros europeos hasta conseguir el campeonato de los pesos pesados en 1970 en una carrera que apenas duró 10 años. Nunca pudo volver a su casa, y terminó arrojándose al vacío de un 10º piso en Madrid.

[2] Julio Cortazar en una entrevista concedida en 1983 en Madrid a Antonio Trilla.

[3] Raging Bull (Toro Salvaje), la obra maestra de Martin Scorsese (1980) que recrea la vida del púgil del Bronx neoyorquino Jake La Motta marca un techo estético. Aunque las películas sobre estas figuras han seguido rodándose (recientemente, están The Boxer, de Jim Sheridan (1997) que hemos comentado en otro lugar, o Millon Dollar Baby, de Clint Eastwood (2004), en la que el mismo rol de desolación emocional, esfuerzo autodestructivo y derrota final ha debido ser representado por una mujer), nos queda la impresión de que aquella época –lo mismo que la de las guerrillas románticas o las heroicas luchas obreras- ha quedado atrás en Occidente. Seguramente esto no será así en lugares como Tailandia donde aún el Muhai Thai reúne todas las condiciones para pasar de arte guerrero feudal a “deporte nacional”, en una contexto de miseria y desestructuración social. Los espectáculos del Vale Tudo o Ultimate Fighting no dejan de aparecer como los cantos de sirena de aquellos tiempos que apenas resisten lo que el interés de alguna cadena televisiva.

[4] “Tras retirarse en 1981, empezó poco a poco a desarrollársele la enfermedad de Parkinson, que iría deteriorando su salud. Es en esta fragilidad cada vez mayor cuando ha demostrado ser más fuerte, no dejando que la enfermedad minara su ánimo, luchando contra ella. Es un ejemplo para muchas personas víctimas de enfermedades degenerativas. Para mucha gente la imagen de un Muhammad Alí tembloroso, portando la antorcha olímpica en los Juegos Olímpicos de 1996 es la imagen de un coloso” (Wikipedia). “América es grande, pero Alá lo es más”, etc.

[5] When we were kings (Cuando éramos reyes).

[6] Es muy significativo que, con frecuencia, cuando un boxeador ha decidido abandonar, se deja golpear muy por encima de su condición o capacidad con respecto al otro púgil, y que las razones que en ese día le llevan a esa actitud no pueden ser controladas, como si algo automáticamente se hubiera “desconectado”. Por otro lado, los contrincantes saben que no tienen nada contra el otro, incluso se sienten solidarios con el que está atrapado en su misma condición.

En cuanto a la presión exterior, es muy significativo que los gimnasios de boxeo sean sitios abiertos donde todo se hace a la vista de todos: un púgil debe ser entrenado en todo momento para destruir la opción de huida, que uno no puede sino dejar de considerar en la intimidad.

[7] Los pedagogos nos han advertido de lo pernicioso que resulta para un niño recibir un doble mensaje: por un lado los padres de los que depende le abandonan e, inmediatamente y de la forma más arbitraria, pueden llegar a plegarse a sus caprichos con el fin de ocultar el sentimiento de culpa que genera su actitud. Estos dobles mensajes, minan un nivel primario de confianza que marcará las posibilidades de vinculación de quien las padece.




VOLVER LA MIRADA SOBRE EL DEPORTE

Dos noticias recientes me han hecho volver sobre la cuestión del deporte: la primera hablaba de las restricciones horarias –luego retiradas– que el ayuntamiento de San Sebastián había impuesto a los usuarios de la “tarjeta social” (parados, jubilados) en el uso de los polideportivos municipales por la saturación que se producía en sus instalaciones. El hecho es que uno de cada tres donostiarras (cerca de 58.000 personas), está abonado a la tarjeta deportiva: todo un record. La segunda noticia era un reportaje sobre las últimas tendencias en la práctica deportiva publicado por El País. Su título: “Los efectos negativos de correr enormes distancias”. http://elpais.com/elpais/2016/01/27/buenavida/1453898028_523925.html  Se está extendiendo la práctica de correr distancias por encima de los 42 kilómetros del maratón (carreras de varios días como la que se hace desde Italia a Noruega, con 4.500 kilómetros a recorrer en dos meses). Lo que me llamó la atención aquí fue el tratamiento de la noticia, pues lo que hace pocos años se hubiera cuestionado, era tratado ahora con respetabilidad.

Largas distancias

Apoyándose en investigaciones serias, se explica en dicho artículo que, en estas carreras, la masa encefálica se reduce un 6’1%; los tobillos y las rodillas se deterioran; que se producen alucinaciones y que, a partir de un punto, existe peligro de rabdomiolisis, una grave insuficiencia renal. Pero, tras hablar de estos efectos, se añade inmediatamente que la reducción de masa encefálica es reversible, lo mismo que la pérdida de cartílago, o que el exceso de oxidación puede ser compensado por el propio organismo o la correcta alimentación. Se nos explican los peligros de semejantes excesos pero, tratándose de deporte, se evitan alarmas o cuestionamientos de base. Y es que el deporte se ha convertido en uno de los asuntos sociales más nobles y respetables, y lo que en un primer momento se consideró una locura puede convertirse pronto en “última tendencia”, y nadie se mete con las “últimas tendencias”. Por poner un ejemplo: el mismo periódico publicaba en 2006 un reportaje de Stephanie Cooperman, traducido del New York Times, titulado Getting Fit, Even if It Kills You (“Ponerse en forma aunque te mate”) http://www.nytimes.com/2005/12/22/fashion/thursdaystyles/getting-fit-even-if-it-kills-you.html?_r=0. En el mismo se comentaba el auge de una nueva tendencia llamada Crossfit en los EEUU, y recogía las palabras de su fundador: “Si encuentras la idea de caerte de las anillas y romperte el cuello tan ajena, no te queremos en nuestra filas”, o, “para mí, forzar el cuerpo hasta el punto en que los músculos se destruyen es un enorme beneficio del Crossfit”. Diez años después, hay centros de entrenamiento de dicha disciplina en cualquier rincón, y es tratada por los medios como algo perfectamente razonable. Tengo la impresión de que con el deporte se repite lo que hace años ocurría con la religión, y de que éste se está convirtiendo en una verdadera “religión laica”. ¿Cómo señalar así su naturaleza perversa?

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escena de la llegada del maratón de montaña Zegama-Aizkorri

¿Estoy hablando, acaso, de esos que, antes de ir a trabajar, salen a correr unos kilómetros, o de los que se animan a una caminata por el monte un día de fiesta? ¿De los que se apuntan con un grupo de amigos para jugar al futbol o a la pelota? Si surgen estas preguntas es por el éxito de una imposición que nos ha llevado a pensar que ejercicio físico, cualquier actividad corporal lúdica y deporte son una y la misma cosa. Sin embargo el deporte, tal como hoy lo conocemos es un fenómeno surgido en el siglo XX. El olimpismo moderno no tiene nada que ver con las olimpiadas de la Grecia clásica y los actuales “deportes de masas” no serían posibles sin la televisión. El deporte contemporáneo, sustentado en el espectáculo y fomentado como válvula de escape para la población urbana, se impone con la industrialización y, con su implantación, se apoya un modelo de individuo disciplinado y productivo acorde con el capitalismo neoliberal. Se nos insiste cada día con que el deporte es salud y que, gracias a él, fomentamos valores para el bienestar físico, psicológico y social. Pero para que estas afirmaciones resulten aceptables se ha logrado antes colonizar cualquier actividad corporal, cualquier juego, y concluir que es “deporte”; lo que significa que todo ha de quedar supeditado a los principios que lo rigen: competición, alto rendimiento, espectacularidad… Y en esta confusión interesada es el propio cuerpo el que queda condenado a someterse al modelo productivo y de rentabilidad de las máquinas. ¿Desanquilosar el cuerpo y gozar de él es “hacer deporte”? Cualquier deportista profesional lo puede desmentir. ¿Con el deporte fomentamos la solidaridad y el respeto? Los deportes, cuanto más “reales”, más se rigen por modelos militares de formación y disciplina: nadie llegará a nada en él sin aceptarlo, por lo que la primera renuncia del deportista es la del disfrute de habitar un cuerpo o de atender a sus mensajes más evidentes o profundos. En palabras de Ignacio Castro, “si, según se ha repetido con frecuencia, el desarrollo industrial está ligado a una contracción anímica y vital, se explica entonces la dificultad del ejercicio exterior (al igual que toda relación directa, también con el afecto o la risa) y la necesidad de estimularlo con la competición… Nuestra frenética actividad física tiene el fin espiritual de blindar el cuerpo, hacerlo impermeable a cualquier contaminación anímica, asegurando que a través de la sensibilidad no entre un desconocido exterior. Igual que en otros campos, lo que se busca en esta modernidad tardía es, no reprimir, sino controlar los sentidos en su misma fuente” (La Explotación de los Cuerpos. Debate, 2002).

futbolAsianiños de Cachemira

        Ante un fenómeno tan devastador en su absoluta normalización, suelo ironizar a veces con que, el lugar de ese tercio que las páginas de la mayoría de los diarios o los informativos dedican al deporte no deberían estar llenos con las crónicas del último partido o las entrevistas a doble página con los deportistas y entrenadores locales o internacionales. Las páginas deportivas deberían ser tratadas en las de Política, Economía o Cultura para informar y opinar desde allí de sus verdaderas implicaciones. El record en afiliados a la “tarjeta deportiva” de mi ciudad se merecería algo así. Pero esto no es más que una broma.

POSTDATA

  1. Este artículo fue enviado a varios diarios de izquierda (Gara, Público) que no han considerado su publicación. Creo que esto dice algo del tabú unánime sobre el tema.
  2. Dediqué al deporte un artículo extenso en Levantar la mirada de 2008. Aquí está disponible: http://www.taichichuaneskola.com/pdf/deporte_levantar_la_mirada_juan_gorostidi.pdf
  3. El deporte ha adquirido tal relevancia que mereció un análisis más que interesante de Peter Sloterdijk en su imprescindible Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Pre-textos 2012). Tras dedicar su primer apartado al “Planeta de los seres ejercitantes”, establece una transición con “No hay religiones: De Pierre de Courbertin a L. Ron Hubbard”, donde hace un paralelismo entre estos dos fundadores contemporáneos: el primero del olimpismo moderno y el segundo de la Iglesia de la Cienciología que comienza así: “Ya es hora de sacar las consecuencias de las indicaciones que hemos venido dando para una nueva descripción antropotécnica de los fenómenos religiosos, éticos y ascético-artísticos”. El artículo completo en http://www.taichichuaneskola.com/pdf/no_hay_religiones_de_courbertin_a_hubbard_sloterdijk.pdf
  4. Publico este post coincidiendo con la muerte del gran Muhammad Alí. El tratamiento que los medios están otorgando estos días a su figura merece ser considerado. Lo haré en la siguiente entrada.



quién, meditación (yo, ego, identidad) Segunda parte

Si afirmamos que nuestra civilización se caracteriza actualmente por una exacerbación de lo yóico, es inevitable considerar el quién de la meditación, preguntarse por el sujeto que se plantea el uso de dicha técnica para lograr determinados fines. Deteniéndonos en esta circunstancia que nos configura, en este énfasis en el sujeto, ¿qué significa para nosotros decir yo?
La normalidad que gravita en torno a esta afirmación absoluta del yo, encubre y tiende a ocultarnos su naturaleza radical y su anomalía. Sería extraño e incómodo tal énfasis para la mayoría de nuestros antepasados, y es algo con lo que chocan los visitantes de culturas ajenas (de Oriente, de África o de Suramérica) que, no sin razón, nos consideran egocéntricos, infantiles, arrogantes… No nos hacemos cargo de que al decir yo, y definirnos como algo excéntrico, estableciendo una separación entre el que lo dice/piensa y lo que es nombrado como su propio mundo, estamos estableciendo una distancia que lo determina todo. Pienso que los malentendidos que atraviesan actualmente la práctica de la meditación se soportan, sobre todo, en esta falta de reconocimiento.
Yo me siento a meditar, yo me relajo, yo hago silencio, yo concentro la atención, yo me disciplino, yo trato de construir una ‘conciencia testigo’, yo transciendo mi yo (mi ego)… El sujeto que establece mi intento determina completamente la naturaleza del mismo y de cualquier posible resultado. Pretender que dicho sujeto es algo fijo y común para cualquiera en cualquier circunstancia es la primera de las falacias; la segunda, que se trata de algo que podemos descartar, desconocer o minimizar. El yo se construye y transforma y, por supuesto, varía de un sujeto a otro, aunque disponga de elementos comunes y reconocibles.

“Hace ya algunos años que Helmuth Plessner puso de manifiesto que el hombre, en comparación con los animales, era un ser excéntrico, porque disponía de la posibilidad de distanciarse de él mismo. Incluso “era capaz de poner distancia entre él y sus experiencias”. El animal jamás podrá dejar de vivir en “el centro” que le es propio y que se halla inscrito en su instintividad característica. El hombre, en cambio, porque posee la posibilidad de llegar a ser consciente de su “centro”, puede abandonarlo y someterse él mismo y el conjunto de la realidad a una reflexión total “desde fuera”, instalándose vital y emocionalmente, si así lo desea, en la “periferia”. El animal sólo posee texto, el ser humano, en cambio, interviene y es modificado por las incesantes mutaciones que se suceden en los contextos. De una manera muy resumida podríamos decir que Plessner mantiene la opinión de que el hombre, por lo general, adopta una triple posición vital en el mundo: vive como cuerpo, porque su cuerpo es un organismo físico total; vive en el cuerpo como alma que domina y representa el cuerpo; vive fuera del cuerpo como observador crítico y distanciado de él mismo y del conjunto de la realidad” . (Lluís Duch, La educación y la crisis de la Modernidad. Ed. Paidós 1997)

Detenernos en estas tres formas de vivirse (como, en y fuera) puede facilitar la ubicación del sujeto y algunos elementos esenciales en el enfoque de la práctica meditativa.

1. “Vivirse como cuerpo” representa una de nuestras experiencias fundamentales, algo que puede resultar extático (en una actividad física de alta exigencia o en una relación sexual gratificante) o catastrófico (en la experiencia de la tortura o la violación), y representa una de las demandas implícitas fundamentales entre los meditadores: salir de la fragmentación de la experiencia cotidiana, centrarse, hacer silencio… son aspiraciones para regresar al estado anterior a la ruptura, a la brecha humana constituyente. El mito de la expulsión del paraíso por el “pecado original” cometido al comer del fruto del “árbol del conocimiento” expresa esta ruptura. La melancolía por el estado “anterior a la caída” nos constituye igualmente, pero sabemos que ese estado sólo es posible en el infierno de la psicosis (vivir en el “eterno ahora”, etc.).

2. “Vivirse en el cuerpo” sería el estado con el que identificamos la exacerbación del yo de nuestro tiempo: la separación cartesiana de sujeto y objeto (cuerpo y mente, cuerpo y alma, etc.) constituye uno de los motivos de denuncia habituales de los que simpatizan con técnicas orientales holísticas que, supuestamente, no caen en dicha distorsión. Sin embargo, apenas somos conscientes de que tal denuncia proviene, en nuestro caso, de la misma dualidad cartesiana. El yo que decide entregarse a una técnica para lograr un objetivo parte de la posibilidad de vivirse en el cuerpo. Más allá de las apariencias, muchas de las técnicas orientales se reducen igualmente a una intervención técnica en este ámbito –el cultivo de la intención/ concentración para lograr determinado estado de conciencia o un poder de transformación sobre el propio cuerpo, sus órganos, las emociones o los pensamientos; etc.–, y por eso mismo suelen ser bienvenidas entre nosotros.

3. “Vivirse fuera del cuerpo” sería el ámbito específico desde el que la meditación es posible, ese estado que en la primera parte explicamos como natural a cualquier actividad creativa. Sin embargo, cuando dicho distanciamiento carece de un objeto instrumental, la tarea de distanciarse es cualquier cosa menos sencilla de realizar; una tarea concreta o una forma de dirigirnos a un objetivo –vivir en el cuerpo–. Se propone así el cultivo de “la conciencia testigo”.

“Sin embargo, un autoanálisis profundizado del sujeto retirado muestra que no puede permanecer en ese estado de desdoblamiento del ejercitante en el yo observado y en su gran otro que lo observa. La relación diádica entre el alma aislada en su recesión y su compañero interior se revelaría, a su vez, como una figura con un fondo de conciencia anónima, que produce una distensión de los dos polos. Al diálogo entre el yo que se somete a la ejercitación y su mentor, que la supervisa, se ha de añadir la testigo interior que, como tercera instancia, asiste siempre al intercambio de ambos. Con el descubrimiento de la estructura triádica del espacio mental comienza, simultáneamente, la integración o transfusión del gran otro del yo en el yo. El otro del yo estaría para siempre frente al polo del yo de la diada como algo inalcanzable si no hubiera un tercero para tender un puente entre ambos, a saber, aquella conciencia-testigo en forma de campo, repartida desde el principio, de un modo neutral, entre los polos de la diada interna” . (Peter Sloterdijk. La testigo interior, Inquisición contra el yo y Rehabilitar el egoísmo, páginas 304 a 310 de Has de cambiar tu vida (Pre-textos 2012).

Comprender esta dinámica es fundamental si no queremos alentar los malentendidos que envuelven la práctica meditativa o quedarnos en la simple utilización de la técnica para un objetivo menor (como forma de relajación, etc.). De hecho, en esta tarea es cuando nos enfrentamos a las verdaderas dificultades, a veces insuperables, que implica la práctica meditativa. Y es que el yo es cualquier cosa menos algo no problemático . De hecho, la condición humana implica un grado tal de vulnerabilidad y dependencia del entorno que cualquier pretensión de autonomía deberá atravesar todos los pasajes traumáticos vitales y enfrentarse a los límites implícitos de cualquier ser abocado a la muerte. En palabras de Sloterdijk, “por su continua ejercitación bajo la mirada de su gran otro, el yo patológico del comienzo anacorético, que al principio sólo puede ser una contrariedad, una fuente de sufrimiento y un objeto cuasi-exterior, adquiere una creciente participación en la presencia de dicha testigo. Ésta es la que se ve fortalecida en los ejercicios meditativos de los adeptos. Los efectos autoplásticos del ejercitarse cuidan de que la conciencia-testigo se grabe cada vez más profundamente en la memoria del cuerpo del contemplador. A medida que el yo inicial se libera más y más de sus rasgos patológicos y –lo que es lo mismo– se descosifica, o desobjetiviza, atrae hacia su lado la presencia incondicional de la testigo. De manera que con el tiempo podrá desechar, a su vez, el hábito patológico del ser-visto-por-su-gran-otro. En sujetos avanzados se llega en esto hasta un punto en que puede parecer que en ellos ha muerto su primer yo y que ha sido sustituido por un yo más suprapersonal y propio.
En todo caso, lo cierto es que solamente el fortalecimiento de la conciencia-testigo conduce a la integración del meditador e impide su regresión hacia el estado de posesión por parte de aquel gran otro del yo” .

La confusión de los planos diversos y la dificultad en comprender las implicaciones de una tarea de desarrollo de tal conciencia testigo conduce a los callejones sin salida a que la práctica de la meditación suele estar abocada. Obviar tales dificultades con una piadosa pretensión de que “el yo es una ilusión” no hace más que ahondar en su propia trampa.

“…debemos evitar la trampa fatal de concebir al sujeto como el acto, el gesto, que interviene después para llenar la brecha ontológica; debemos insistir en el círculo vicioso e irreductible de la subjetividad: ‘lo único que cura la herida es la espada que la inflige’, es decir que el sujeto es esa brecha que se llena con el gesto de la subjetivización. […] En síntesis, la respuesta lacaniana al interrogante planteado (y respondido de modo negativo) por filósofos tan diferentes como Althusser, Derrida y Badiou (¿se puede llamar ‘sujeto’ a la brecha, la abertura, el vacío que precede al gesto de la subjetivización?) es enfáticamente afirmativa: el sujeto es al mismo tiempo la brecha ontológica (la ‘noche del mundo’, la locura del autorrepliegue radical) y también el gesto de subjetivización que, por medio de un cortocircuito entre lo universal y lo particular, cura la herida de esa brecha. La ‘subjetividad’ es un nombre de esa circularidad irreductible, de un poder que no lucha contra una fuerza que resiste desde afuera (digamos, la inercia del orden sustancial dado) sino contra un obstáculo absolutamente intrínseco, que en última instancia es el propio sujeto. En otras palabras, el esfuerzo mismo del sujeto por llenar la brecha la sostiene y la genera retroactivamente” . (Slavoj Zizek 1999, El espinoso sujeto, Paidós 2001 (págs. 171-172)

Pero, ¿quién se atreverá a detenerse en esa brecha, en esa paradoja constituyente de nuestro yo? Incluso en el caso en que nos lo propusiéramos, se trataría de un camino incierto y lleno de trampas y espejismos, que de ninguna manera se resuelven con planteamientos simplistas.
Nos detendremos pues, antes de continuar, en las desviaciones habituales (“patológicas”) que se producen en tales intentos.




El caso ‘shaolín’, antes del olvido

El espeluznante asesinato de Yenny Sofía Revollo y Maureen Ada Otuya a manos de Juan C. Aguilar, que ha merecido nuevamente la atención de los medios durante el juicio, como en los días que siguieron a su detención, pasará rápidamente al olvido. Un asesino en serie más, el loco que se creía monje shaolín, la tragedia de estas dos mujeres –extranjeras, prostitutas…– empujado a la crónica de sucesos, hasta que algún otro caso mediático nos recuerde la realidad cotidiana de la violencia machista hasta el asesinato.

Yenny Sofía Revollo y Maureen Ada Otuya, asesinadas-shaolin

Antes de que esto ocurra, me parecen pertinentes dos consideraciones. La primera se refiere a la justa indignación de los familiares de las víctimas por el éxito de todas las maniobras atenuantes del acusado. Parece que, frente a las víctimas, no sólo la abogada defensora, sino que los técnicos forenses y policiales, el fiscal y el propio juez se hubieran sumado a la causa de reducir al máximo la gravedad de los hechos: por lo visto, no hubo secuestro ni ensañamiento. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió sin estos dos elementos, una muerte aséptica y sin tormento?
En segundo lugar, merece destacar el triunfo del espectáculo dirigido por un psicópata asesino de mujeres en “actitud meditativa”.
Frente a la evidencia de unos asesinatos premeditados, con todos los posibles agravantes, se impone una versión de “locura súbita” (“Las asesiné de manera súbita, imprevista e inesperada” fueron las calculadas palabras de su declaración) aunque, al mismo tiempo, el acusado no se presta a ningún atenuante psiquiátrico. Es como si el aparato judicial funcionase como filtro a nuestra mala conciencia ante la emergencia y puesta en acto de la cara más desnuda y terrible de la violencia machista, diluyendo en lo posible los aspectos más espeluznantes y monstruosos en el aséptico protocolo del ritual jurídico: “Es cierto, hubo asesinatos”, se nos repite, “pero el autor los ha reconocido, y este es un hecho atenuante a su favor” hasta el punto de que el resto de los elementos macabros, de una extrema crueldad, desaparecen o se diluyen completamente. Y esto tiene que ver con la segunda consideración.
Parece que la mayoría de nuestra sociedad termina rindiéndose a quien domina una puesta en escena, aun grotesca y disparatada. Juan Aguilar es un asesino, cierto, pero es un “asesino mediático” que desde el primer día interpreta su papel. Y ese papel con el que se paseó por los principales platós televisivos, no deja de ser actuado a lo largo del juicio: ¿Cómo no empatizar de alguna manera con un actor convincente en el vigente reality show global?
Sin embargo, son las feministas las que tienen razón: “El discurso desarrollado por los media tras los asesinatos de Alcasser (Valencia) en 1990 fue claro: enviar un aviso a las mujeres sobre el riesgo de salirse del rol marcado para ellas por la sociedad, atenuando la responsabilidad de los asesinos… El terror sexual para que las mujeres acepten su estatus asignado… Lo que debería tenerse en cuenta es lo que lleva a los hombres a considerarse con derecho de hacer lo que quieran con los cuerpos y la vida de las mujeres, a una discusión sobre las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales; no si Juan C. Aguilar es o no un falso shaolín…” (Nerea Barjola, diario Berria 17 de abril de 2015).
Para confirmar esta denuncia, comprobamos que a lo largo del juicio han pasado desapercibidas las declaraciones que en el sumario realizó su “novia”, publicadas anteriormente por la prensa: “Me golpeaba los pechos, los brazos y el trasero y me tiraba del pelo. […] Si se negaba, le chantajeaba con enviarle las grabaciones a su familia. Cuando le pegaba le decía que era un desahogo, para sacarse la rabia, el amargor. Me decía que era su compañera para todo. […] La mujer asegura que le escuchó decir: ‘Putas, putas negras’… María Eva desvela en el juzgado, tal como había hecho anteriormente ante la Ertzaintza, que Juan Carlos le había comentado que quería coger a dos prostitutas, drogarlas y castigarlas en un ritual para que yo sanara un poquito. Decía que lo tenía todo preparado en el gimnasio: el incienso, la fruta y las velas, y que quería grabarlo. Incluso llegó a proponerle que ella actuara como cebo y utilizara su minusvalía para engatusar a alguna mujer. Tenía esa manía, quería hacer daño a las mujeres, sentencia María Eva…. Cuando veía a una prostituta o a una mujer sola aunque no lo fuera, decía que quería tener sexo con ella. Decía que las iba a dar una droga que había traído de China, que quería amarrarlas, pegarlas hasta que se quedaran medio muertas y después grabarlo en vídeo para que lo viera yo… Le advirtió claramente de que ese fin de semana no se acercara por el gimnasio porque iba a estar meditando… El autoproclamado primer monje shaolín de Occidente solía comentar a sus alumnos que ‘los guerreros que vencían en las batallas se comían el corazón del vencido para humillarlo’. Las partes blandas del cuerpo de Yenny nunca llegaron a aparecer. También repetía que ‘un asesino se sienta a meditar y de esa manera prepara mejor su siguiente asesinato’ ” (El Correo, 16 noviembre, 2013).
¿Por qué ha pasado inadvertida esta declaración a lo largo del juicio? Juan Aguilar ha conseguido, efectivamente, que sigamos hablando de él y no de lo que, en su locura, revela de la forma en que consideramos a las mujeres.

jcaguilar. juicio
Para mí, como hombre y como conocedor de las prácticas que él publicita (artes marciales, meditación…), esto no deja de inquietarme. Tras décadas de fascinación ante la magia circense de los shaolines y la paz que emanan los monjes budistas –no será la última la del “Instituto Coca Cola de la Felicidad”–, no podemos seguir mirando para otro lado ante la función de estas campañas en el Occidente actual: “El ‘budismo occidental’ es un fetiche que te permite participar por completo en el desesperado juego capitalista mientras sostiene la percepción de que realmente no estás en él, de que eres plenamente consciente de la falta de valor del espectáculo, ya que lo que realmente importa es la paz del Yo interior al que sabes que siempre te puedes retirar” . Como un verdadero maestro zen, Juan Aguilar cierra los ojos y medita; escucha impasible las declaraciones, no expresa culpa o arrepentimiento, no pide perdón… a él no le afectan esos pequeños asuntos del ego. Su espectáculo ha triunfado ante la desesperación de los familiares de Ada –sus padres y seis hermanos en Nigeria a los que mantenía con su trabajo– y de Yenny: “Ese asesino desalmado me mató a mi hija tres, cuatro, cinco veces… no una sola. Cada parte de ella que cortaba para mí era una muerte más” en el lamento de su madre desde Colombia. La “droga que tantos como Aguilar han traído de China” parece habernos narcotizado.




«FALSO SHAOLÍN” Y DISCURSO VACÍO (versión ampliada y comentada del artículo publicado por los diarios Público y Gara en junio de 2013)

Aunque el caso del asesino de Bilbao impacta en primer lugar por la elección de sus víctimas y la forma de realizar los crímenes: mujeres inmigrantes en el nivel social más bajo y, por lo tanto, mucho más vulnerables, en manos de un sicópata que se ensaña con ellas (torturas, descuartizamientos), no es éste el tema en el que quiero reparar aquí: la expresión extrema de la potencia impotente del macho humano en su particular guerra de sexos. De todas maneras, siendo un asunto de tanto alcance, no dejará de planear sobre lo que sigue, atravesando cualquier otra consideración.
Trataré del “asesino disfrazado de monje budista” en lo que se refiere justamente al disfraz y al discurso construido en torno a él. Para ello, evitaré el impulso a considerar sus crímenes como fruto de un ataque repentino, en la línea de “algo se cruzó por su mente despertando su lado más oscuro y la armonía budista se hizo pedazos”. Prefiero conjeturar una línea lógica que, por otro lado, corroboró la policía que le trató tras su detención: “mantuvo la coherencia y la calma en todo momento”. No olvidemos que la psicosis guarda su propia coherencia.
Juan C. Aguilar ha sido y sigue siendo una estrella mediática y, lo mismo que parece colaborar con la policía en mostrar los rastros de sus asesinatos, no ha dejado de ofrecerlos a los medios. El último, ese vídeo grabado este mismo año que ha conseguido colocar en todos los periódicos. En él, vestido con sus mejores galas y en un escenario propio de las peores películas de serie B made in Hong Kong, exhibe un gran cuchillo que va moviendo y acariciando, y se rasura con él un brazo antes de sus piruetas circenses. Nos muestra su poderosa arma de descuartizamiento (no de malvados asesinos sino de cadáveres de mujeres indefensas) intercalándolo de un discurso que muchos de sus colegas en las “artes marciales” firmarían: “En mí viven y fluyen decenas de estilos y formas. Desde hace años, mi camino no es repetir los encadenamientos de otros. Secuencias estancadas por siglos de tradición o transformados por olvidos, modas, evoluciones o reglamentos de competición. Llevo años sumergido en el proyecto de forjar mi propio camino, aplicando todos los estudios que he realizado […] para desarrollar el Dharma y la esencia del Zen. […]: Dominar la mente y el cuerpo de manera suave. […] Embrutecerse hasta destrozarse, hasta convertirse en un arma letal. Ese es el deseo de muchos y una de las máximas más extendidas como meta, tanto para los maestros de la historia como para muchos de los maestros modernos. Sin embrago, yo persigo la suavidad y el refinamiento de los movimientos. […] Yo aspiro a ser más sensible a mi enemigo y no más temible. Relajado y flexible de mirada penetrante pero no intimidante, sino pacífica y sincera. […] Quien no cultiva el verdadero Zen no alcanzará la verdadera perfección”.
¿Debemos prestar atención a un discurso que incluye una puesta en escena delirante, de alguien que ya tiene en mente pasar a la acción, o es mejor descartarla y seguir escuchando ese mismo discurso y parecidas escenografías en boca de personas razonables?

FANATISMO RELIGIOSO Y DISCURSO VACÍO
Estamos habituados a reconocer los discursos fanáticos en boca de locos defensores de posiciones religiosas integristas o de otras formas de extremismo social o político, distinguiendo lo razonablemente defendible de lo que es social y políticamente inaceptable. Toleramos tales discursos siempre que no pasen al acto, pero no dejan de inquietarnos acaso porque tras todo extremismo hay un intento de generalización: “nosotros (lúcidos, valientes) tomando la palabra y actuando en nombre de todos (embotados, cobardes)”. Pero habría que reconocer lo que tales discursos y actos dicen de nosotros, aun cuando la distancia resulte indiscutible para cada uno. Recuerdo, en este sentido, la reciente novela de A. Baricco, Emaús (Anagrama, 2011), en la que ahonda en el incómodo trasfondo de locura de la educación católica de los años 70: “Con el equipamiento de serie de la normalidad venía incluido, irrenunciable, el hecho de que éramos católicos –creyentes y católicos. En realidad, era la anomalía, la locura con la que refutábamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parecía todo muy normal, reglamentario. Uno era creyente y no parecía que existiera otra posibilidad […] Era la semilla de alguna forma de locura” . Se insiste en fomentar hoy, con la “vuelta de la religión” en el nuevo siglo, la capacidad de detección de tales “semillas de locura”, siendo como somos herederos de una tradición especialmente rica en soluciones extremas: “…ya en los escritos del apóstol de la universalidad [san Pablo] se promociona un amor que en caso de no ser correspondido se transforma en mezquindad maníaco-aniquiladora. En la fisionomía de los monoteísmos universalistas ofensivos va impresa la decisión de los predicadores de causar pavor en nombre del Señor” (Celo de Dios, sobre la lucha de los tres monoteísmos. Peter Sloterdijk, Siruela, 2011). Pero ¿qué nos ocurre ante los discursos vacíos de origen oriental? ¿No pretendemos ciertos occidentales aligerar el peso de nuestra propia carga dejándonos seducir por referencias al Vacío sustancial, a una Nada metafísica que ataje radicalmente la incomodidad propia de ser algo?
Se ha producido un vasto juego de seducción que dura décadas entre el problemático devenir de nuestra civilización y una supuesta sabiduría que proyecta sobre el Extremo Oriente la representación de todo lo carente entre nosotros. Si aquí hay materia, allí espíritu; si aquí estrés, allí calma; si aquí superficialidad, allí hondura; etc. Y esto, no sólo en el exitoso género de autoayuda y consumo de panaceas, sino también en cierta divulgación científica que trata de explicar que los avances teóricos punteros en física o biología no hacen sino corroborar las intuiciones milenarias de la “sabiduría oriental”. El éxito mundial de Fritjof Capra con su Tao de la Física (1975) inaugura esta tendencia explicitada entre nosotros con el éxito de más de quince años del programa Redes de E. Punset en TVE. ¿Es algo casual que en tal programa fuera recibido alguien como Juan Carlos Aguilar como experto en “Artes Marciales” y su “filosofía de vida”? .
El monje budista zen de Nueva Zelanda Brian Daizen Victoria publicó en 1997 un estudio sobre la implicación del budismo en el militarismo imperial japonés durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX hasta la Segunda Guerra Mundial. En él, algunos de sus maestros más influyentes –muchos de los que después se encargarían de la formación de la primera generación de maestros norteamericanos tras emigrar a América con la derrota en la guerra– se expresan sin ninguna ambivalencia sobre lo que su religión implica en relación a la guerra: “Si se os ordena marchar, pues ¡adelante, adelante!; cuando se ordene disparar, pues ¡pum, pum! Esta es la manifestación de la sabiduría suprema de la iluminación” (Maestro Harada Sogaku en 1939). “El zen es sumamente preciso en cuanto a la necesidad de no detener el fluir de la mente […] Si uno oye pronunciar su nombre, debería responder sencillamente ‘Sí’, sin detenerse a considerar la razón por la cual ha sido llamado […] Creo que si uno es convocado a morir, no debería sentirse ni siquiera mínimamente agitado” (Maestro Ishihara Shummyo). “La religión [budista] ante todo debe intentar conservar la existencia del Estado […] No es realmente él [el soldado] sino su espada quien provoca muerte. Él no tiene ningún deseo de hacerle daño a nadie, pero el enemigo aparece y se convierte en víctima. Es como si la espada cumpliera automáticamente su función de justicia, que es la función de la misericordia” (Maestro Daisetsu Teitaro Suzuki. Las tres citas de Zen at war, Rowman & Littlefield, 1997 y 2007. Las cursivas son mías).

Zen at war
No se trata de posturas excepcionales o sólo japonesas. El budismo no se salva de las aplicaciones que el poder instituido ha realizado de las corrientes metafísicas institucionalizadas –léase religiones–. Basta para ello recordar con Miguel Rodríguez de Peñaranda que “el budismo tibetano, y con él la mayor parte del budismo mahayana [chan chino, zen japonés, etc.] retoma su asiento en una metafísica absolutista calcada del monismo clásico de la India, y palpablemente explicitada, por ejemplo, en el budismo yogacara de Asanaga” (El budismo, una perspectiva histórico-filosófica. Kairós 2012).
Un discurso construido sobre un Vacío metafísico que nosotros hemos convertido simplemente en discurso vacío atribuido a las corrientes orientales articuladas en torno a lo que nosotros entendemos hoy por budismo, taoísmo o hinduismo, es perfectamente adaptable tanto a planteamientos colectivos imperialistas más agresivos como a ciertos delirios esquizoides. Lógicamente, tal discurso vacío no se reduce a los de origen oriental. Cuando el diario El Mundo publica en su portada del 4 de junio el titular “De maestro de la felicidad a descuartizador de mujeres”, habla del mismo discurso vacío. Dicho de otra manera: “¿puede un descuartizador de mujeres ser un “maestro de la felicidad”?” Y la respuesta es “sí” pues, a estas alturas, “maestro de la felicidad” es igual a nada.

DEPORTE Y “ARTES MARCIALES”
Queda, por fin, comentar el otro aspecto del “disfraz shaolín”: el del “experto en artes marciales”. La respuesta de los portadores de cierta legitimidad en este ámbito (la franquicia oficial del templo Shaolín o las federaciones deportivas y otros expertos) ha sido unánime en este punto: “Se trata de una impostura, es un falso monje, no está federado, no ha ganado ningún campeonato oficial”, etc. Otra vez, lógicamente, nos ponemos a salvo pero, con ello, eludimos la posibilidad de preguntarnos por lo que nos incumba del discurso y el comportamiento de un psicópata como Aguilar.
No hace falta ser muy agudo para ver en las maneras tanto deportivas como rituales de las “artes marciales” orientales practicadas en Occidente un reducto marginal de lo que en otras épocas se realizaba en ámbitos castrenses o paramilitares: los juegos de poder en rígidas jerarquías explícitas, la fascinación por las armas o el cultivo de “valores” como el arrojo, la obediencia o la entrega desmedida a cierto virtuosismo agresivo. Más nos valdría a los practicantes de dichas disciplinas pararnos a considerar los aspectos perversos de tales prácticas para distinguirlos de otros francamente interesantes, útiles e incluso necesarios, en lugar de reducir nuestra consideración a la autenticidad o impostura de alguien en particular. O, entrando en ese terreno, reconocer que hay algo patéticamente auténtico en la impostura de monje-shifu Huang C. Aguilar cuando despliega su parafernalia de disfraces, altares, armas y acrobacias. En todo eso, como en su delirante discurso, no pasa de ser un simple imitador. Algo avanzaríamos si reparáramos en lo sintomatológico de tales alardes de poder masculino tan bien vistas en la exaltación social de lo deportivo en general.

LEVANTAR LA MIRADA TRAS EL CASO SHAOLÍN
Tras la reflexión planteada “para cualquiera” en la primera parte, me queda aplicar lo dicho a los que invertimos una energía considerable en comprender y practicar las mismas técnicas que «el shifu Huang» anunciaba en su gimnasio «Zen4/Océano de la Tranquilidad». Y esto me ha llevado a repasar mi proyecto Levantar la mirada, tanto en lo escrito como en lo anunciado.

Levantar_la_mirada[Los textos a los que hago referencia a partir de este punto están también disponibles en www.taichichuaneskola.com (opinión)]

Las cuatro partes de su introducción se verían hoy tocadas por el caso de Bilbao, ya que las dos Escenas Fundamentales hablan justamente del mecanismo de negación y de la “lucha contra la vulgaridad” referida al templo de Saholín y al icono Bruce Lee. Incluso cuando lo que tenemos delante, como en Bilbao, es el desenlace de una monstruosidad, mirarla de frente y preguntarnos qué puede haber en nosotros de eso es instructivo. Negarlo todo, como han hecho, en general, los que podían verse aludidos, nos deja en el mismo lugar (por supuesto, el lugar “adecuado”, incluso “excelente” en el que cada uno “siempre” ha estado): acaso como hombres potencialmente asesinos de mujeres indefensas o, cuanto menos, como hombres fascinados por un dominio mágico del movimiento y la concentración que nos hiciera inmensamente poderosos, incluso invulnerables; o como personas que, tras un cierto entrenamiento, se hacen con las claves para llegar a la imperturbabilidad, al Océano de la Tranquilidad; etc. No, nosotros no tenemos nada que ver con el lado oscuro, estamos justo en el extremo opuesto. Lo curioso es que quienes han sido preguntados por si se daban por aludidos (los que le conocieron, sus colegas y alumnos de artes marciales, los shaolines etc.) la única respuesta que ha salido de su boca es la de que el Huang “ni monje ni nada” como decía alguno de sus vecinos bilbaínos a la prensa. Es un “falso Shaolín”, un intruso, un impostor, un bastardo… Frente a él, los verdaderos shaolines, los legítimos artistas marciales, los que tienen papeles certificados, los hijos de linajes de sangre limpia… nosotros (?!). ¿Para qué nos sirve la negación? Por supuesto, para exorcizar lo monstruoso, como es el caso; pero también para quedarnos donde estamos eludiendo el cuestionamiento, la complejidad…
En cuanto a La lucha contra la vulgaridad, el chiste de Bruce Lee se convierte ahora en un chiste macabro, de mal gusto, cuando tras la gesticulación y las boutades del bufón nos damos de bruces con su “aplicación” práctica. Si el gobierno chino intervino ante el “exceso” de organizar en Shaolín un reality para elegir al “rey de las artes marciales”, ¿qué correctivo aplicaría a su negocio turístico para occidentales fascinados ante la acrobacia y el faquirismo marcial si media docena de “monjes shaolín” “pasaran a la acción” en todo el mundo como lo ha hecho el loco de Bilbao?
El segundo y tercer apartados de la introducción dedicados a un paralelismo entre el taichi y la música culta, y a la función de lo exótico, se me hacen también ahora un tanto ligeros, ingenuos… la ironía que destilan se va congelando con el paso de los años, al contemplar la manera en que el potencial que pudieran encerrar las prácticas con las que tratamos se desvanece en el aire como bruma de verano.

RECONOCER EL NÚCLEO TRAUMÁTICO
Sigo considerando fundamental la inmersión psicológica que planteo esquemáticamente en el área I, El cuerpo y el trabajo corporal, pero hoy haría un énfasis más claro en una crítica radical a la “psicología del yo” que es la ventana por la que “Oriente y Occidente” se han hermanado a nivel popular. Frente a los rigores monoteístas que aplastaron a nuestros antecesores familiares, la “metafísica de la sustancia de las morales guerreras holísticas del sacrificio” (uso palabras de Sloterdijk al comentar el caso de los maestros zen japoneses que he mencionado más arriba) o la losa del inmovilismo kármico, la ideología americana del diseño del yo desplegó todas sus armas de seducción y conquistó a no pocos de los que fuimos jóvenes en la segunda mitad del siglo XX. Así que, cuando irrumpe ante nosotros la psicosis o el cáncer o, mucho más prosaicamente, los efectos de la mediocridad cotidiana que nos encierra en mil jaulas y callejones sin salida, balbuceamos algo sobre la herencia genética, los tumores cerebrales o la inevitable decadencia provocada por el paso del tiempo… Aunque en nuestras fases exaltadas –antes “maníacas”– nos proclamamos “dueños de nuestro destino”, nos retiramos discretamente de la escena frente a la cruda realidad: la escasa libertad de las pequeñas elecciones ante lo dado. Y, ¿qué es eso dado sino el núcleo traumático sobre el que toda persona ha de construir su vida? Podemos considerar los ingentes esfuerzos que realizamos para poder salir adelante tras el impacto de haber nacido (¿de qué hablan, si no, los viejos mitos, el relato del Génesis o la primera noble verdad búdica?) como “pequeños problemas de diseño” que se corrigen con una “reprogramación inteligente” o un poco de meditación. Estamos asustados ante la posibilidad de reconocer que aquello en lo que de verdad nos esforzamos lo hacemos para mantenernos alejados, para desactivar el poder del núcleo traumático que nos conforma. Pero lo cierto es que sólo cuando uno posee la lucidez, la humildad y el coraje suficientes como para rendirse ante esta realidad puede ubicar sus “prácticas” en el lugar que les corresponde y avanzar con cierta dignidad: sus prioridades vitales, sus vínculos emocionales, su relación con el trabajo e, incluso, las “actividades de tiempo libre” dedicadas a ciertos gestos piadosos capaces de devolvernos un sentido de dignidad tantas veces puesto en entredicho. Parafraseando los viejos tópicos zen, “la montaña vuelve a ser la montaña” o “el sabio iluminado vuelve al mercado” o “recoger la leña, sacar agua del pozo”; lo más alejado de cualquier ostentación o pretensión salvadoras.

MARCIALIDAD, ENERGÍA, MEDITACIÓN
Vengo apuntando desde hace tiempo que, para crear un campo reconocible de práctica compartida, deberíamos realizar algunas renuncias elementales que, cuanto menos, dejaran fuera planteamientos ridículos, aunque éstos resulten mayoritarios y estén avalados por todos los cánones en vigor. Los repetiré esquemáticamente:

1. Renunciar al concepto “Arte Marcial”
Realizamos prácticas de contacto marcial, utilizamos un bagaje de técnicas y situaciones de agresión, etc. pero ¿qué queremos dar a entender realmente cuando decimos que practicamos “artes marciales”? Traté de responderlo poniéndome en el lugar de los que utilizan estos términos (págs. 432 en delante de Levantar la mirada), pero tengo la impresión que esto ha sido leído una vez más en relación a “los demás”, siempre a otros. Nosotros no somos fetichistas (aquí resuena otra vez lo del “falso” shaolín)… Quisiera escuchar una explicación convincente no fetichista de este término. En caso contrario, es necesario renunciar a él. Y esto se liga a la anterior reflexión sobre el núcleo traumático ya que un fetiche no es una especie de adorno perverso, tal como se entiende vulgarmente, sino “una suerte de envés del síntoma… la personificación de una mentira que nos permite mantener una verdad insoportable”. Si tal verdad no es sino la de ese núcleo intratable, el aferrarnos al fetiche tiene mayor trascendencia de lo que estamos dispuestos a reconocer. Si a esto respondemos con que estamos rodeados de fetiches; con que sería imposible vivir sin la incoherencia implícita en nuestro leguaje ordinario, diría que claro, que así es (“prioridades vitales, vínculos emocionales, relación con el trabajo, actividades de tiempo libre”, he enumerado más arriba al hablar del núcleo traumático). Pero lo que no resulta inteligente es aferrarnos explícitamente a este juego cuando se trata del laboratorio, de un lugar donde pretendemos ponernos en contacto con un nivel más elevado de autenticidad, de verdad. En tal caso el fetiche se alza como rígida muralla defensiva para mantenernos entretenidos a salvo del impacto con el núcleo.

2. Renunciar al “control de la energía”
Traté de explicar en el área 2 de Levantar la mirada, tras un largo recorrido por la historia de la salud y la enfermedad en Oriente y Occidente (“energía” y “terapia” o “enfoque hacia la salud” suelen venir de la mano) que el concepto “energía” es tan vago y tan usado por cualquiera en cualquier situación que deberíamos redefinirlo cuando lo utilizamos en un contexto de práctica. Hablaba de dos posibles enfoques: el “control” y la “apertura” (301 ss.) y, en particular, en Qi y enfoque energético (a partir de pág. 308). Da la impresión de que aceptamos estos dos posibles enfoques como compatibles entre sí, cuando, en sentido estricto, se neutralizan mutuamente: “Cuando digo control, me refiero a las variadas formas en las que, desde antes de iniciarnos en una disciplina, y a lo largo de los intentos por dominarla, se nos promete un logro que creemos entender y por el que merece el esfuerzo que estamos haciendo. ¿A quién se le escapa que, tras estas apuestas de control se encuentra el poder como recurso escaso?” (pgs. 315 y 316). Los siguientes capítulos van dirigidos a intentar explicar en qué dirección deberíamos conducirnos para salir de este atolladero sin renunciar a una práctica como el taichi o el qi gong: “Lo energético, además de ser ese nivel intermedio equiparable a lo emocional, es la capacidad de conectar y relacionar distintos niveles, distintas dimensiones de nosotros mismos a los que, en un momento de atención, tenemos acceso […] con la cualidad esencial de traducción de unos en otros y, en particular, de lo sensitivo a lo simbólico y viceversa, a través de su paso por los ámbitos emocionales” (pgs. 336 y 337).
Responder por parte de un instructor a cualquier pregunta con “sigue practicando”, como es lo habitual (se sobreentiende que si no consigues tus objetivos es que no practicas lo suficiente), no sólo es no responder. Eludiendo el contexto de la pregunta y la situación particular de esa persona en su complejidad, así como las limitaciones de la práctica que proponemos, no salimos del “enfoque de control”, cuya premisa es que uno está capacitado de antemano para establecer los resultados de la práctica (“Haz esto y lograrás aquello”).

3. Colocar en el centro un “enfoque meditativo”
Parece que hablar de “meditación” se refiere a una práctica específica (postura, silencio, concentración…) pero habla, ante todo de una actitud y, por lo tanto, al referirnos a unas prácticas, de determinados enfoques. Escribí en Construir un laboratorio: “…se trata de propuestas radicales que nos confrontan con la naturaleza de la mente, esto es, la brecha en la que se asienta la condición humana que se nos pone al descubierto en cuanto pretendemos concentrar la atención en algo que no sea estrictamente instrumental” (“instrumental” sería lo que antes he dicho en lo referente al control, aunque dicho control siempre resulte ilusorio y fracase).
No sé si esto aclara algo. El mismo psicópata “shaolín” ofrecía la meditación como “último objetivo”, aunque se delataba desde el principio con sus poses exhibicionistas y el nombre de su “templo”: «Océano de tranquilidad».

Juan Gorostidi, junio de 2013




qué, meditación (primera parte)

La meditación es un producto en alza en nuestros mercados: cada poco, nos llegan noticias de los comprobados beneficios de su práctica con títulos como “La atención plena o mindfulness llega a las universidades españolas” o “Terapia zen contra el frenesí de Google”, se prodigan los estudios clínicos y se nombra al monje budista Matthieu Ricard como “el hombre más feliz del mundo”, invitado a dar conferencias en el Instituto Coca Cola para la Felicidad. Biografía del silencio es el best seller de una editorial de prestigio como Siruela (“¡más de 100.000 ejemplares vendidos!”) y muchos artistas consagrados vuelven a reivindicarlo. Cada inicio de curso, abundan los carteles en barrios y ciudades proponiendo su práctica. Pero, ¿de qué se trata?
De ahí el título del artículo: tras el qué, la interrupción a algo indefinido que habrá que determinar. Esa interrupción la podemos llenar con ‘qué es la meditación’, pero sin ignorar cuestiones como por qué, qué promete o a qué viene su divulgación actual.

1. La meditación como estado o condición natural

El “estado meditativo” no es algo en absoluto extraordinario. Todos usamos la palabra meditar para referirnos a una reflexión más profunda, algo que requiere un tiempo de maduración antes de pasar a la acción o después de la misma. Nuestra capacidad para ella varía de unos a otros, de un momento a otro, pero no podríamos desempeñar ninguna tarea que implique cierta concentración, planificación o investigación sin dicha cualidad meditativa. Cualquier acción creativa se sustenta en la misma. ¿De qué hablamos en estos casos? De un estado que se produce en determinadas circunstancias. En ellas, debe haber cierta “calma sensitiva”, el cuerpo no debe molestar demasiado, incluso puede estar ausente de la conciencia. Es complicado cuando duele o somos presa de excesiva agitación a partir de estímulos físicos. El cuerpo, en esas condiciones, está “unificado” porque está relajado o porque la actividad física en la que estamos permite dicha unificación. En este último caso, la clave está en una pauta rítmica ajustada: caminando, nadando o trabajando físicamente conseguir dicha sensación placentera no es extraordinario.
En cuanto a nuestras emociones, podríamos decir algo parecido: o no hay nada destacable por cierto sosiego, o una emoción o sentimiento es suficientemente intenso que focaliza nuestra atención e inunda el conjunto de la vivencia. Y lo mismo en la mente: no hay excesiva agitación, los pensamientos puedes ordenarse o “descansar”, las pausas y cierta cualidad contemplativa se producen…
Hasta la industrialización, cualquier trabajo estaba asociado a un ritmo que permitía ese trance meditativo tan humano: desde la caza y la recolección a las actividades agrícolas y artesanales (aquí una de las razones por las que el campesino enferma en la fábrica o la ciudad, o idealizamos “la vuelta al campo”, sin pararnos a pensar que nuestros antecesores, que de verdad lo conocían, no lo tienen tan idealizado). Una de las razones por las que la actividad física “deportiva” encuentra tantos adeptos proviene de esta necesidad de unificación desde el cuerpo para que la mente y la tensión emocional puedan relajarse. En cuanto a la creación, todos nosotros nos dotamos de unas condiciones –unos ritos o mecanismos más o menos sofisticados– cuando queremos que lo que hacemos vaya más allá de la pura acción mecánica: lo mismo para preparar la comida que para idear un proyecto.

2. La meditación como técnica

Sin embargo, nos referimos a otra cosa cuando hablamos de “la práctica de la meditación”. Las imágenes a las que se asocia nos trasladan a la iconografía oriental (budas, santones…) o al arrobo beatífico de alguien sentado en loto. Los practicantes se sientan, cierran los ojos y permanecen inmóviles en sus ejercicios. Es a dichos ejercicios o a sus consecuencias a los que se refieren los estudios que comentamos al principio, y no a eso al alcance de cualquiera de forma natural (no te venden agua al borde del río… ¿o sí?). Ellos hablan de una técnica capaz de otorgarte cierta capacidad, de llevarte a cierto estado. Y esto merece algunas consideraciones.
La primera se refiere a la propia idea de técnica y su hegemonía en nuestra época. Una técnica es una herramienta, un recurso que te permite o facilita determinado logro. Eso y nada más. Por eso, cuando alguna actividad cognitiva, filosófica, moral, social o científica puede ser reducida a “técnica” está en disposición de ser puesta en circulación por las venas del mercado capitalista que capilariza nuestra sociedad. Tú accedes a esa técnica neutra y la utilizas para lo que consideres oportuno; por eso la técnica es un bien, una mercancía más bien, que puede ser adquirida, vendida o comprada. Sin embargo, éste no es un pensamiento “objetivo”, algo inocente o neutro. Pensar que podemos adquirir cualquier bien reduciéndolo a técnica sería una aberración para nuestros antepasados, y lo es para cualquiera que no esté atrapado por esa ideología.
Este hecho obedece a un bandazo que hemos dado en nuestra civilización. De considerar la vida, la historia o cualquier acontecimiento como parte de un destino sobre el que apenas podíamos intervenir, hemos pasado al tiempo en que nos imaginamos capaces de diseñarlo a nuestra medida. Para mis padres, el yo existía, pero las posibilidades de intervenir sobre él eran muy limitadas (uno obedecía a lo que venía dado por la familia, el sexo, la religión, la categoría social, etc.). Hoy, el yo está en el centro de nuestra conciencia y todo nos alienta a pensar que lo que le ocurre está en nuestras propias manos (que la realidad nos muestre lo contrario, no desalienta a los apóstoles de esta ideología que tiene mucho de reactiva contra los horrores de las formas antiguas de considerar el destino, y mucho de interesada divinización del mercado). La tecnificación de todo recurso es una condición de este cambio, así que algo triunfará si es capaz de ser ofrecido como técnica. Si la meditación triunfa frente a los prejuicios filosóficos, religiosos o culturales, es que ha conseguido dar ese paso.
En el caso de la meditación budista, el hecho de que una de sus ramas, el budismo zen (minoritaria, incluso en Japón), haya tenido tal éxito y prestigio en Occidente obedece en buena medida a esta “tecnificación”. Contra la tradición budista en la que los ejercicios para el desarrollo de la atención eran sólo una parte de los preceptos (el “óctuple sendero” de budismo primitivo) a los que solo algunos practicantes eran invitados a practicar de forma intensiva, esta práctica se desgajó y tomo una relevancia casi excluyente. De ahí a la afirmación del principal difusor del budismo zen en Occidente, D. T. Suzuki, de que el budismo zen puede combinarse con cualquier filosofía o con cualquier política, desde el anarquismo hasta el fascismo, hay un breve y coherente camino .
Si reconocemos las diversas técnicas de meditación como tales, esto nos conducirá a diferenciar unas de otras y, a continuación, a plantearnos el para qué de su utilidad, así como el sujeto (quién) que las pretende aplicar.

3. La confusión de “objetivos” y “condiciones”

Los propagandistas de la meditación hablan constantemente de sus beneficios o de sus objetivos –la calma mental, el silencio, el control emocional y del estrés, el aumento de lacapacidad de concentración o de atención, de la ecuanimidad, etc.– hasta el punto en que la mayoría de los que se acercan a su práctica lo hacen en busca de tales beneficios. Sin embargo, no es esto lo que espera a cualquiera que se acerque a esta práctica con cierta intensidad. Lo que le espera es, más bien, la enorme dificultad de centrar la atención “en el vacío”, con un apoyo tan evanescente como la respiración o las sensaciones corporales –por no hablar de centrarse en el propio flujo mental–, y la frustración consiguiente que esta dificultad acarrea. La reducción de estas propuestas a sesiones de inducción a la relajación o a la visualización de determinados objetos que procuran calma alienta la confusión a que me refiero. Aunque, como bien reza la sabiduría popular, “cualquier cosa en pequeñas dosis” resulta inofensiva,
Simplemente, estamos ante la interesada confusión entre las condiciones para el acceso a un entrenamiento (relajación, concentración, centramiento, etc.) y los objetivos del mismo. Necesito de unos ingredientes y un combustible para cocinar, pero nadie confundiría esos medios (el calor, la sartén o el arroz) con el objetivo de preparar un nutriente que me alimente eficazmente. Es solo el interés en esta confusión (las gratificaciones que para unos y otros conlleva) lo que hace que los vendedores y los consumidores la acepten hasta convertirla en discurso dominante.

(segunda parte: quién medita o la cuestión del sujeto)




POSTDATA A LA RESPUESTA A VARGAS LLOSA (un pequeño experimento)

Como he señalado, mi artículo respuesta al de Vargas Llosa fue escrito inmediatamente después del suyo y enviado a El País que rehusó su publicación (“por exceso de originales”). Lo envié después a otros medios, pero no recibí respuesta. Ya que lo había escrito, y aún no tenía este blog, lo envié a algunos amigos y conocidos practicantes de taichi y qi gong. En general, fue bien recibido, pero algunos me confesaron que tampoco les había desagradado, de primeras, la página de Vargas Llosa. Entonces, pensé en hacer un pequeño experimento: propuse a algunos que preguntasen por la impresión que les había causado su artículo, sin mencionarles mi respuesta. Las respuestas recibidas podían reunirse en tres grupos: el de los que lo celebraban e incluso se sentían alagados de la buena propaganda, el de los que lo rechazaban por su confusión y por la ignorancia que expresaba y, finalmente, el de los que aunque hacían matizaciones, agradecían la publicidad.
En cuanto al segundo grupo, estas palabras pueden resumirlo: “Creo que este hombre no tiene ni idea de lo que es este tema, mezcla todo… para mí no merece la pena ni considerarlo. Dice que no ha estudiado el Chi Kung, pues debería, para saber y atreverse a opinar sobre las Artes Marciales… este articulo hace tiempo que salió, y ni los grandes, ni los pequeños maestros del tema, al menos los que yo conozco, lo han considerado, por no merecer la pena”. Para los que le hacen matizaciones, puede servir la opinión de Manuel Rodríguez Salvador en su blog: “Pese a mis críticas en estos aspectos, he de decir me gusta que lo recomiende y me encanta que lo practique, aunque también se confunda afirmando que ‘una sesión completa de Chikung no dura más de media hora’. Y estoy totalmente de acuerdo en que ‘si los miles de millones de bípedos de este planeta dedicaran cada mañana media hora a hacer Chikung habría acaso menos guerras, miseria y sufrimientos y colectividades’. Sin embargo debo añadir que, aunque no esté de acuerdo con el señor Vargas Llosa, todos los beneficios de los que habla se consiguen, también, practicando Taichi. Finalizo diciendo que, por supuesto, lo que más me gusta del artículo es el hecho de que, desde un medio como es El País, se haga buena publicidad del Chikung. Hay que agradecerlo: a quienes somos instructores de Taichi y Chikung y nos dedicamos a este mundillo… nos viene muy bien”.

Postdata V.Llosa. Guy Le Querrec. China 1985. Ciudad Prohibida, palacio imperialpracticantes de taichi en la ciudad prohibida de Pekín. Guy le Querrec, 1985

Pensé que este pequeño incidente revelaba una vez más una cuestión fundamental para los que nos dedicamos a enseñar estas disciplinas:
Los periódicos a los que envié mi artículo, que no simpatizan con las ideas de Vargas Llosa y no me respondieron, lo hacían simplemente porque el tema les parecía una frivolidad. Que este señor se dedique a hacer publicidad a una clínica de la jet y de su fantástica profesora, no es para darle ningún relieve; bastante autobombo se da en El País con todas sus opiniones. Estoy de acuerdo. Pero en lo que no había caído lo suficiente es en que también los temas de los que hablaba son considerados una frivolidad, y eso incumbe directamente a “los administradores” de dichas disciplinas. No creo que “los grandes, o los pequeños maestros del tema” seamos ajenos a esto. Alegrarse de la publicidad (¿queda alguna marca, desde McDonals hasta Roca, que no haya utilizado el taichi, el qi gong o al meditación en sus anuncios?) y quejarse después de que cualquiera se atreve, no me parece congruente.
Somos responsables de que la imagen pública del qi gong en nuestras sociedades sea la de un subproducto del exotismo oriental para consumo de ociosos.