FE. La medicina como religión dominante
EL MILAGRO
Fe, la película de Maider Fernández[1], arranca con el plano fijo de una radiografía torácica. En off, la voz de Sofía Munné (grabada en Borges del Camp en 1998. Habla un castellano con fuerte acento del catalán del Baix Camp tarraconense, preñado de sus formas sintácticas). Lo que nos ha sido anunciado como “testimonio” concuerda con su tono: el de la testigo de un acontecimiento que la posee y la trasciende. Está obligada a dar testimonio porque lo que ha ocurrido en ella no le pertenece. Diríase que con él trata de saldar una deuda impagable. Estamos en el terreno del milagro, en el terreno de la fe.
Mientras habla, el color grafito de los pulmones en la radiografía va aclarándose al gris hasta volverse totalmente blanco: el paso de la sombra a la luz. “Hacía un viento y un frío muy enorme, y rezaba el rosario con un dolor tremendo”, comienza Sofía su relato, al que se opone la indignación de su marido: “¿Qué haces, todavía rezas el rosario? Si es verdad que existe Dios, no tiene que permitir este sufrimiento”. El relato dramático se inicia con el dolor tremendo para acabar en la curación pública, exultante, pasando por la posesión sobrenatural en manos de la Virgen que la conduce con señales y voces a las piscinas milagrosas de Lourdes. Allí, rodeada de testigos, se produce el milagro.
Curiosamente, como antes el marido, son sus asistentas –la monja que la acompaña o las encargadas del baño– las más descreídas: “«¡Ande, ande, que aquí no pasa nada!» Y me llevaron de vuelta al hospital en el carro, pero ante el ascensor, ya no tuve más paciencia y salté del carro y me subí corriendo escaleras arriba. La hermana se cayó de rodillas al suelo: «Hija mía, ¡qué grande es la fe! Estás curada, aquí no hay nada». Y desapareció para ir a la gruta. «Yo creía en los milagros, pero no me había encontrado nunca un caso así de grande», me decía después…”. Antes, frente a la señal de la luz que emana milagrosamente de la imagen de la Virgen que la acompaña en su habitación, su marido es el primero que pasa de la desconfianza a la aceptación: “Y mi marido enfadado: «¡Sí, ha venido a verte a ti la Virgen, qué tonterías dices! Ahora va a ser la Virgen». Entonces pasó la mano así, por delante de la luz, a ver si su mano era capaz de poder cortar aquel rayo de luz, pero de ninguna forma. Y le dije: «¿Sabes? Que recemos las tres avesmarías», pero él de rezar no sabía. Y tal como yo iba rezando, las tres avesmarías él iba repitiéndolas”.
Aunque la imagen que vemos es una abstracción –la radiografía–, su relato resulta tan vívido que nos permite ver cada escena: la habitación, el baño, el hospital, la gruta… en una secuencia perfectamente coherente. Siguiendo la secuencia clásica del relato (presentación, nudo y desenlace), se nos presenta lo maravilloso como algo ordinario; como si el milagro no atentara contra la lógica que nos gobierna.
LOS DOGMAS DE LA MEDICINA
A esta secuencia de apenas tres minutos le sigue, tras los créditos, una conversación entre nueve médicos (siete mujeres, dos hombres) divididos, mitad y mitad, en dos franjas de edad claramente diferenciables.
La forma de utilizar la cámara y el montaje que concentra la conversación en los veinte minutos restantes, convierten al espectador en testigo privilegiado –otra vez el testimonio– de la reflexión en voz alta que están compartiendo los médicos. Las primeras palabras del médico joven nos ponen sobre la pista del caso clínico del que van a tratar: “En mayo de 1995 Sofía[2] («36 años, 13 semanas de embarazo», se nos dirá más adelante) ingresa en urgencias con sintomatología de disnea severa. La radiografía de tórax saca a la luz múltiples nódulos pulmonares. En un escáner posterior, se comprueba que dichas lesiones pulmonares son tumores malignos. En un control radiológico y clínico de 1997 –dos años después del diagnóstico–, remisión de los nódulos pulmonares previos”. Se nos aclarará que Sofía rechazó el tratamiento habitual tras alguna sesión de radioterapia con lo que suponemos que priorizó su embarazo y el nacimiento de su criatura, aunque no se explica este dato a lo largo de la conversación.
Da la impresión de que están hablando de un caso clínico en sentido estricto –extraído quizá de una publicación médica–, pues no se dan más datos sobre las circunstancias vitales de Sofía; ni se confirma el porvenir de su embarazo y el resto de circunstancias posteriores. Estos hechos tan importantes quedan fuera del foco de los clínicos (y de los espectadores): “Pero Sofía se curó: ¿Cómo ha salido ella reforzada?”, pregunta el mismo médico que ha presentado el caso. E interviene una mujer, del grupo de más edad: “Creo que acabamos nosotros reforzando lo que creemos que debería ser (esa Sofía exultante y fortalecida). Pero la vida no es el único valor. Y quizá, según cómo ha quedado Sofía, quizá su vida es una vida de mierda. No la ha elegido, pero no le permiten interrumpirla; la medicina es voraz en su tratamiento: le damos radio, y si no quimio… o la metemos en un ensayo clínico… Lo hacemos casi de una manera automática…”.
La conversación entre los médicos bascula entre el análisis técnico del caso y estas consideraciones en torno a la relación terapéutica y el sistema médico. Como digo, la anterior intervención no es la única que sale del marco estrictamente clínico/técnico para plantearnos una problemática más amplia y compleja. Y me resulta notable –por eso he mencionado la edad de los participantes– que son las de más edad las que entran en esos terrenos.
Ha quedado claro que el caso de Sofía es completamente excepcional y que los conocimientos de la medicina no pueden explicarlo. La “remisión espontánea” se contempla, pero no se explica: “En este caso, hay mecanismos probablemente inmunológicos que han provocado esta remisión. No hay duda en cuanto al diagnóstico. Simplemente, ha ocurrido esa remisión espontanea. Tampoco espontánea del todo pues recibió algo de tratamiento; no el óptimo, pero ese tratamiento también habrá tenido un papel en la respuesta inmune de su organismo hasta erradicar el tumor”, comenta una de las jóvenes. Y, ante la pregunta “¿Crees que esta mujer hubiera tenido alguna posibilidad de curación sin ningún tratamiento (quimioterapia o radioterapia)?”, la misma responde: “De entrada, no. Pero, viendo el caso, quizá esta paciente hubiera tenido la misma remisión. Una paciente no tiene posibilidad de curarse sin tratamiento”. Una afirmación dogmática que el médico más mayor cuestiona: “En positivo y tratando de sacar lecciones importantes de aquí, esos no-tratamientos, los que ella ha denegado han sido quizá el tratamiento más eficaz que le ha permitido curarse, además de la única sesión de radioterapia para el tumor cerebral que era un carcinoma secundario; un tratamiento paliativo –que para esa paciente ha podido ser curativo– que le ha estimulado otras cosas que desconocemos absolutamente, y que a partir de él, la han curado”. “¿Es este caso un éxito de la medicina?”, le preguntan. “Más que de la medicina, es un éxito de la vida que nos obliga a reconocer que no sabemos todo; que estamos verdes en muchas cosas y, sobre todo, que cuando surgen cosas inesperadas, no sabemos darle una explicación por lo que deberíamos revisar nuestros presupuestos, de dónde se construye nuestro pensamiento”.
En la conversación a la que estamos asistiendo, ése es el momento en el que se lleva más al extremo el cuestionamiento del sistema médico. Pero la conversación no continúa por esos derroteros. ¿Pueden los médicos en ejercicio revisar sus presupuestos; plantearse ese “de dónde se construye nuestro pensamiento”? La impresión que recibo es que no. Como en el caso de la “remisión espontánea”, completamente excepcional, es igualmente excepcional que un médico se plantee esas preguntas (“Una paciente no tiene posibilidad de curarse sin tratamiento”, ha zanjado la joven doctora). Es algo que rezuma en toda la conversación y se reafirma sobre todo por las médicas más jóvenes. “Ante un caso como el de Sofía, ¿propondríamos un tratamiento similar?”, se pregunta. “En cuanto a la cirugía radical, podrían plantearse otras opciones, pero ante un caso así, pensaríamos en un tratamiento radical (quimio y radio…)” es la respuesta. Y, “[Lo que este caso aporta a la medicina es] que habrá muchos mecanismos fisiopatológicos que todavía no se conocen, y habrá que trabajar en ello para conocerlos y buscar nuevas dianas o posibles futuros tratamientos… nos da una esperanza”; justo contra quien insinuó que habría que cuestionar los presupuestos sobre los que se construye el sistema.
¿Cuál es el presupuesto fundamental y, por cierto, el que, más allá de su facticidad, hace incompatibles los dos tipos de discursos que la película –y no sólo en la forma– nos plantea: el de la mujer curada por la Virgen y el del conjunto de médicos? Son los propios médicos los que lo formulan: “Estamos todo el día estudiando los tumores y se nos olvida que el tumor sale en una persona. Lo calificamos desde fuera, pero está en esa persona, y es esa persona la que responde a ese tumor y a esos tratamientos… Somos ignorantes de la interrelación entre tumor y paciente en la que a veces es el tumor que no puede o, al revés, el paciente no puede… Muchos pacientes se comportan de forma totalmente diferente ante tumores análogos. En los casos de remisiones espontáneas, no son factores dependientes del tumor, sino del paciente”. Pero esta constatación fundamental no llega a cuestionar, desde la posición de los médicos, el sistema que comparten. Aunque se acepten las limitaciones del sistema (“hay muchas zonas oscuras, somos limitados, la medicina no es una ciencia exacta…”) e incluso sus errores (“En mi especialidad –la psiquiatría– hasta hace cuatro días se hacían curas de Sackler”[3]), los médicos no pueden cuestionar los fundamentos del sistema que practican; entrarían en una disociación semejante a la del clérigo que ejerce sin fe, dudando o renegando de la facticidad de sus procedimientos rituales.
LA MEDICINA CONTEMPORÁNEA COMO RELIGIÓN
Fe tampoco renuncia a entrar en ese terreno, el del encuentro o desencuentro entre religión y ciencia/medicina. Lo presenta en la voz de una de las doctoras más maduras: “Respecto a los milagros y a la religión, creo que hacemos mal cuando pretendemos que la religión dé explicaciones. Puede dar sentido, no explicación. Es una distinción fundamental porque, en un plano existencial, puedes decirte «no sé por qué me está pasando esto» pero le puedes dar un sentido. Pero erramos si pretendemos buscar en la religión una explicación, poniéndola en el mismo plano de una disciplina científica”. Y se abre la polémica con el acceso a ese terreno tan problemático para ellos: “Si vale creer, podemos creer en cualquier cosa. Otra cosa es demostrar. Si seguimos a la medicina basada en la evidencia, aquí tenemos varios puntos oscuros y nosotros somos ignorantes ante ellos”. Y la protesta: “Me parece que la religión se ha apropiado de todo eso [lo que la ciencia no puede explicar]: el milagro; el tema de la fe religiosa, que implica una elección divina. El creyente no elige, es Dios quien le ha elegido. Me parece que puede ser problemático en cuanto a la parte del esfuerzo del paciente; de la persona que lucha o que no lucha y se entrega. Me parece muy problemático enfocarlo como una suerte de iluminación. Parece que por un lado te da esperanzas, pero por otro… Quizá es eso de que están en diferentes planos, que no entendemos; no están en lo razonable como aquello que podemos explicar. Me causa cierto conflicto cuando nos desplazamos a la esfera del milagro, de lo divino… ha trascendido un plano más humano, y esto puede llegar a culpabilizar: si hay esa elección, hay personas que merecen, y otras que no”. Elección, culpa, fe, iluminación… terrenos demasiado escabrosos para ir más allá de las lecturas psicológicas.
Con todo, en una intervención, se apunta finalmente al núcleo de la cuestión: “Casos como estos desafían al nuevo Dios, que es la Ciencia… El desafío que nos presenta esta mujer tiene que ver con esto: por mucho que sepáis de pruebas, no os preocupéis que vendré a sorprenderos y descolocaros del todo, llevándonos a un lugar donde lo que nos queda es el encuentro personal, que siempre está. Parece que lo que nos problematiza es el no saber, el no tener explicaciones”.
Y, ya que la religión encara el misterio de la muerte, un médico expresa la impotencia de su ciencia frente a ella: “En 1954 la gente se moría, y ahora se muere, de esto o de lo otro, ahora con los apellidos que te da el conocimiento sobre inmunohistoquímica, la patología molecular… Le ponemos más apellidos a la muerte (sus causas o circunstancias). Pero no hay respuesta al por qué de esas circunstancias”.
Los médicos, obviamente, aceptan sus limitaciones, pero la cuestión que deberíamos plantearnos es la siguiente: siendo “la Ciencia el nuevo Dios”, ¿pueden los médicos ir más allá de su propia teología? No me parece posible y por eso, los más lúcidos tienen que reconocer que “la medicina es voraz en su tratamiento: le damos radio, y si no quimio… o la metemos en un ensayo clínico… Lo hacemos casi de una manera automática. Yo desearía lo mejor para Sofía, pero no lo sé, y ése es el quid de la cuestión y, en este caso no está Sofía; sólo está la Medicina. Hay profesionales que creen que son neutros y hablan de «la medicina basada en la evidencia». Pero una cosa es basarnos en pruebas y otra que yo, cada vez que planteo un esquema terapéutico a un paciente, lo estoy planteando desde mí; con mis creencias y valores impregnando todo eso. Si ni siquiera somos conscientes de ello difícilmente diremos a los pacientes el embudo por el que van a pasar. Decimos que eligió él pero no es verdad. Las alternativas no se plantean”. Pero ¿existen alternativas?
La respuesta afirmativa nos llevaría a todo tipo de acercamientos a la enfermedad que se salen de los modelos imperantes: desde el chamanismo a los acercamientos orientales (la medicina ayurvédica, los sistemas de sanación de origen chino, etc.) o, en Occidente, los planteamientos holísticos que intentan superar la separación entre paciente y enfermedad, o entre los planos físicos y los psíquicos. Pero también cabe preguntarse si se trata de alternativas reales. Pues hay un consenso casi total entre los practicantes del conjunto de sistemas de sanación en cuanto a la hegemonía del sistema tecno-bio-médico imperante y, fuera de ese sistema, nadie utiliza ya el adjetivo alternativa: con mayor realismo se califica de “integrativa”, “complementaria”, etc. El tema se resuelve dando por hecho que cualquier otro acercamiento es un residuo de los atavismos y las supersticiones anteriores a la Ciencia Médica actualmente vigente.
Sin embargo, si aceptamos que el sistema médico funciona como una religión –para lo que habría que acotar el marco del ámbito religioso– nuestro análisis adquiriría otra dimensión. Iván Illich, el autor que con su Némesis Médica[4] y otros artículos posteriores con más rigor ha tratado esta cuestión, no tiene duda al respecto:
“El miedo a la muerte no medicada se sintió por vez primera entre las élites del siglo XVIII, quienes rehusaron la asistencia religiosa y rechazaron la creencia en otra vida. Una nueva oleada de este miedo ha anegado ahora a ricos y pobres, y se ha combinado con el pathos igualitario para crear una nueva categoría de bienes: aquellos que escasean «terminalmente» porque son expropiados por el médico en cámaras mortuorias de alto coste. Para distribuir estos bienes, ha surgido una nueva rama de literatura legal y ética que trata las cuestiones de cómo excluir a algunos, seleccionar a otros y justificar la elección de técnicas que prolongan la vida y de maneras de hacer a la muerte más cómoda y aceptable. Tomada en conjunto, esta literatura narra una historia notable acerca de la mente del jurista y el filósofo contemporáneos. La mayor parte de los autores ni siquiera preguntan si las técnicas que sustentan sus especulaciones han demostrado realmente prolongar la vida. Ingenuamente aceptan la ilusión de que, por ser costosos, los rituales practicados deben ser útiles. En tal forma la ley y la ética apuntalan la creencia en el valor de los reglamentos que regulan la igualdad médica, políticamente inocua, en el momento de la muerte”[5].
Y, más adelante:
“La medicina puede organizarse de modo que motive a la comunidad a tratar al frágil, al decrépito, al tierno, al lisiado, al deprimido y al maniaco de manera más o menos personal. Fomentando cierto tipo de carácter social, una medicina de la colectividad podría disminuir eficazmente el sufrimiento de los enfermos al asignar a todos los miembros de la comunidad un papel activo en la tolerancia compasiva y en la ayuda generosa a los débiles. La medicina podría regular las relaciones de amistad de la colectividad. Las culturas donde la compasión para los desafortunados, la hospitalización para los inválidos, la tolerancia con los perturbados y el respeto hacia los ancianos se han desarrollado poseen en gran medida la posibilidad de integrar a la mayoría de sus miembros a la vida diaria.
Los curanderos pueden ser sacerdotes de los dioses, dadores de las leyes, magos, médiums, barberos-farmacéuticos o consejeros científicos. Ningún nombre común que se aproximara siquiera a la gama semántica abarcada por nuestra palabra «médico» existía en Europa antes del siglo XIX”[6].
(Sin embargo, los técnicos del sistema médico actual hablan de su disciplina como la “Medicina Tradicional” –lo hace una de las médicas en Fe sin que nadie se inmute por ello).
Aunque ésta no sea su única característica, solemos llamar religiones a los sistemas de creencias y de ritos capaces de otorgar un sentido al devenir humano para sus creyentes y practicantes. Las religiones se arrogan la capacidad de responder a lo que trasciende la razón, los misterios del sufrimiento y la muerte, y de todo aquello que antiguamente se asociaba al destino, prometiendo una salvación en esta u otra vida. En ese sentido, creo que podemos hablar del sistema médico contemporáneo como religión en cuanto que se propone resolver el misterio de la decadencia y la muerte –la enfermedad–, viviendo sus limitaciones como “fallos del sistema”; como dice uno de los médicos en Fe, un aliciente para seguir investigando: “Habrá muchos mecanismos fisiopatológicos que todavía no se conocen, y habrá que trabajar en ello para conocerlos y buscar nuevas dianas o posibles futuros tratamientos… nos da una esperanza”. Así, el médico tiende a vivir cada muerte como un fracaso y el sistema se empeña en alargar la vida hasta los extremos física y socialmente soportables. Interviene en fases cada vez más extensas de la vida, desde la concepción hasta la muerte cerebral, medicalizando cada uno de los actos humanos y señalando a los disidentes con el mismo celo con que los ministros de los antiguos dioses castigaban a los paganos de su religión. Hoy es mirado como un delincuente o un sociópata quien se niega a participar en los programas de diagnóstico precoz, vacunación o política sanitaria que va abarcando más y más ámbitos, dando por supuesto que todas esas políticas han sido “científicamente comprobadas” cuando la realidad dista mucho de ello. Si la población acepta y asume esos presupuestos, difícilmente podemos decir que “existen alternativas”. Todos somos creyentes y practicantes de dicha religión, y cualquier disensión es castigada social y, a veces, incluso penalmente.
¿Cuáles son los dogmas de dicha religión aceptados hoy masivamente? El primero ya ha sido comentado: la separación radical entre la enfermedad y la persona que la padece. ¿Quién vive hoy identificándose con su padecimiento? Incluso en el lenguaje que se va imponiendo ya nadie debe ser considerado cojo, esquizofrénico, autista, ciego o canceroso. Todos somos personas que tenemos o no determinadas dolencias –con las que de ninguna manera nos identificamos–. La enfermedad es considerada como un accidente aleatorio, un fallo del sistema que, si aún hoy no se ataja, llegará un día en que se hará, a través de la secuenciación del código genético y la intervención sobre el mismo desde antes de la concepción. Sin embargo, lo que con ellos se está modificando es la misma consideración de la naturaleza humana como abierta a lo impredecible y, por supuesto, al dolor y la muerte[7]. En este punto, cabe anotar que el planteamiento de la medicina actual no tiene por qué ser incompatible con el reconocimiento de un resto siempre irresoluble que concierne al misterio de la condición humana que implica la muerte, en la que se abrirá un espacio para los sentimientos religiosos –de hecho, la mayoría de los practicantes de la “religión médica” la hacen compatible con sus otras creencias religiosas. Aquí tratamos de indicar el núcleo duro del actual enfoque bio-médico, más allá de las creencias de sus practicantes.
El segundo dogma que dirige la práctica médica y al que todos ofrecemos pleitesía es que el dolor en ningún caso es aceptable, y que cualquier gesto que cuestione esta afirmación es considerado como una perversión. Las implicaciones de esta idea son también incalculables[8].
Todo sistema religioso dominante se empeña en negar la posibilidad de cualquier otro. Los dioses son extremadamente celosos y persiguen a los paganos condenándolos, como mínimo, al ostracismo social. Hoy, es tan dominante la religión médica que sus clérigos están dotados de alto rango y autoridad, y todos debemos someternos a sus dictados. Cualquiera que haya disentido en un punto con un médico sabe de qué hablo. Y así, la misma Iglesia Católica retrocede ante semejante dominio, lo mismo que en su día las prácticas politeístas fueron condenadas y perseguidas por ella como paganas. Incluso en el centro más conocido en Europa como “lugar de milagros”, Lourdes, los exvotos han sido retirados de la gruta y los “milagros reconocidos” se retrotraen a décadas pasadas[9].
La cuestión tiene implicaciones de profundo alcance que no voy a seguir tratando[10]. Me remito a la consideración de Giorgio Agamben que, en el tiempo de la pandemia del Covid 19, criticó abiertamente la dejación de la Iglesia Católica:
“…Las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido la primacía, aparentemente sin combatir, a la medicina y la ciencia. La Iglesia ha renegado pura y simplemente de sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre ha tomado el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de misericordia era visitar a los enfermos, y que los sacramentos sólo pueden administrarse en presencia. El capitalismo por su parte, aunque con cierta protesta, ha aceptado pérdidas de productividad que nunca se había atrevido a contabilizar, probablemente esperando llegar más tarde a un acuerdo con la nueva religión, que parece dispuesta a transigir en este punto.
La religión médica ha tomado sin reservas del cristianismo la instancia escatológica que éste había dejado caer. Ya el capitalismo, secularizando el paradigma teológico de la salvación, había eliminado la idea de un fin de los tiempos, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni fin. Krisis es originalmente un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han tomado el término para indicar el Juicio Final que tiene lugar el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo último, de un eschaton en el que la decisión extrema está siempre en marcha y el fin al mismo tiempo se precipita y se aplaza, en un intento incesante de poder gobernarlo, pero sin resolverlo nunca de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente en el fin y que sin embargo es incapaz, como el médico hipocrático, de decidir si sobrevivirá o morirá.
Al igual que el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece perspectivas de salvación y redención. Por el contrario, la curación a la que aspira sólo puede ser provisional, ya que el Dios malvado, el virus, no puede ser eliminado de una vez por todas, al contrario, muta constantemente y asume nuevas formas, presumiblemente más riesgosas. La epidemia, como sugiere la etimología del término (demos es en griego el pueblo como cuerpo político y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil), es ante todo un concepto político, que está a punto de convertirse en el nuevo terreno de la política –o de la no-política– mundial. Es posible, en efecto, que la epidemia que estamos experimentando sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más cuidadosos, ha tomado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora permanentemente en guerra consigo mismos, porque el invisible y escurridizo enemigo con el que están luchando está dentro de nosotros”[11].
Los médicos, como clérigos de la nueva religión, difícilmente pueden “entretenerse” en analizar su sistema con estas implicaciones, pues entrarían no sólo en conflicto con toda su formación (han sido adiestrados, cada vez más, como meros técnicos que cumplen un rol dentro del engranaje cada vez más complejo y especializado del sistema médico contemporáneo), sino también contra los mismos consumidores de sus servicios, los fieles de la nueva religión que –mientras no se demuestre lo contrario– somos todos. Todos los que explícita o implícitamente rogamos a la Ciencia que nos ponga a salvo de la condición abismal del ser humano abocado al sufrimiento, la decadencia y la muerte.
[1] 2022, disponible en Filmin (https://www.filmin.es/corto/fe).
[2] Sofía es también el nombre de la que nos ha contado su curación milagrosa en Lourdes, aunque, por las fechas y otras circunstancias, no parece la misma del caso que tratan los médicos en esta segunda parte de Fe.
[3] La familia responsable de la crisis de opioides de EEUU, dueños de Purdue Pharma, la compañía que dijo que el dolor no tenía sentido y comercializó el OxyContin, un fármaco dos veces más potente que la morfina.
[4] Existe una versión disponible de su primera traducción al castellano (Barral ediciones, 1975): https://www.ivanillich.org.mx/Nemesis.pdf y otra posterior (Ivan Illich, Obras Reunidas I, FCE, 2006) https://desarmandolacultura.files.wordpress.com/2018/04/illich-ivan-obras-reunidas-vol-1.pdf (utilizo esta última versión en las citas posteriores).
[5] Némesis Médica, Obras Reunidas I, págs. 616-617. Actualmente este enfoque se impone como sentido común, y las campañas para un diagnóstico precoz son cada vez más insistentes, a pesar de los numerosos estudios que señalan sus efectos iatrogénicos y cuestionan su eficacia real. Illich lo advertía ya en 1970: “La práctica rutinaria de exámenes para el diagnóstico precoz en grandes poblaciones garantiza al científico médico una amplia base para seleccionar los casos que mejor encajen en los medios de tratamiento existentes o que sean más eficaces para lograr objetivos de investigación, ya sea que los tratamientos curen, rehabiliten, alivien o no lo hagan. En ese proceso se robustece la creencia de la gente de que son máquinas cuya duración depende de visitas al taller de mantenimiento; así no sólo se les obliga, sino que se les presiona a pagar la cuenta de las investigaciones de mercado y las actividades de venta de la institución médica. […] Al equiparar al hombre estadístico con hombres biológicamente únicos se crea una demanda insaciable de recursos finitos. El individuo se subordina a las «necesidades» mayores de la sociedad como todo, los procedimientos preventivos se hacen obligatorios y el derecho del paciente a negar consentimiento a su propio tratamiento se desvanece ante el argumento médico de que debe someterse a la diagnosis, ya que la sociedad no puede permitirse la carga de procedimientos curativos que serían incluso más costosos [como los policías que persiguen al prevención del crimen, los médicos reciben el beneficio de la duda cuando dañan al paciente]” (Ibídem, págs. 612-613).
[6] Íd. 624.
[7] Una autora que ha establecido una clara divisoria en esta línea es Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, de 1978. Aquejada de cáncer desde los 40 años, luchó denodadamente contra él hasta su muerte, 30 años después, pero también contra toda pretensión de identificar la enfermedad con quien la padece. Según cuenta su hijo en Un mar de muerte, el relato de sus últimos años con vida, Sontag se negó a considerar su enfermedad como algo que no fuera un accidente que, tarde o temprano, la ciencia médica sería capaz de atajar. Su cientifismo extremo no le evitó considerar, contra toda evidencia, que ella sería la excepción a los pronósticos que convertían su enfermedad en algo necesariamente mortal. Dicho pensamiento mágico dirigió su actitud ante la enfermedad, a un altísimo precio. Aunque llevada al extremo, me parece que ésa es la actitud dominante entre nosotros (Resulta muy revelador, en este sentido, el testimonio de su hijo en Un mar de muerte). He desarrollado este tema, en polémica con Sontag y otros autores en Levantar la mirada, Área 2. Salud, enfermedad, terapia, energía y, en particular, en el apartado XV. Tratar con el dolor y la enfermedad (págs. 277 y siguientes. Disponible en la red: http://www.taichichuaneskola.com/tema_xv.htm.
[8] Ver capítulo 71 de Levantar la mirada: http://www.taichichuaneskola.com/tema_xv.htm#c71
[9] En los 164 años de culto de Lourdes, la Iglesia Católica ha reconocido un total de 70 milagros y casi 7.200 curaciones inexplicables, todas en el siglo pasado y, la inmensa mayoría, en la época de mayores fervores marianos de hace cien años. Hoy los católicos que acuden allí son adoctrinados para que consideren el milagro como el hecho de la experiencia de fraternidad y devoción que implica. De ahí el “¡Ande, ande, que aquí no pasa nada!” del relato que abre Fe.
[10] Entre todas las reflexiones a que nos ha conducido la reciente pandemia del Covid, quizá la más importante en el terreno médico se refiere al salto cualitativo que se ha dado en su tratamiento con la nueva generación de vacunas o tratamientos génicos del ARN mensajero. Una línea de investigación todavía en ciernes que trata de atajar los callejones sin salida a los que hasta ahora están abocados los tratamientos del cáncer y otros, sobre todo los autoinmunes.
[11] Giorgio Agamben 2020, La medicina como religión https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1478.