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TAICHI EN EL PARQUE TEMÁTICO (tras una conversación imposible con Yuan Limin)

Entre las películas de Jia Zhangke que he ido conociendo en los últimos años, Shijie (“El Mundo”, 2004) es la que me ha dado más que pensar. Shijie es el nombre de uno de los muchos parques temáticos que han ido instalándose con gran éxito en Pekín y en el resto de ciudades chinas en las últimas décadas. Allí, uno puede visitar reproducciones a un tamaño aceptable (si la torre Eiffel es de 300 metros, la de Shijie tiene 100) muchos de los monumentos icónicos del mundo: el Manhattan de las torres gemelas –“aunque hayan sido destruidas, aquí se mantienen”–, las pirámides de Egipto o el Taj Mahal, por ejemplo, sin salir de un perímetro asequible. Todo ello, punteado con espectáculos de danzas exóticas, restaurantes, etc. Uno puede sacarse la típica foto sosteniendo la torre de Pisa o pasearse en camello por el desierto egipcio sin las incomodidades y los costes que los viajes reales acarrean. No es difícil entender que esta forma de excursionismo tenga tanto éxito allí: en realidad, esta manera aún tosca de virtualidad es la que se irá perfeccionando de manera que podamos vivir todas las experiencias imaginables sin movernos de nuestra casa. ¿Se cerrará así el círculo y podremos comprender cabalmente el sentido profundo del Laozi: “Sin ir más allá de nuestra puerta podemos conocer el mundo. Sin asomarnos a nuestra ventana podemos conocer los Caminos del Cielo”?

Pero en la película y en nuestra vida, el parque temático es sólo un escenario; lo real transcurre debajo: los dramas vitales de los que trabajan sosteniendo y animando el tinglado: jóvenes emigrados de zonas rurales a buscarse la vida que actúan de bailarinas o guardas de seguridad, y la comparten en los sótanos y los suburbios junto con otros paisanos trabajadores de la construcción o la limpieza. Allí ocurren los encuentros y los desencuentros, los desarraigos y las tragedias.

Las montañas de Wudang y el templo de Shaolín son actualmente dos de los lugares de peregrinaje chinos con más solera. Representan los lugares de origen de dos de las tradiciones de sabiduría más importantes de allí: “la cuna del taoísmo” (los templos de las montañas de Wudang) y “el epicentro del budismo chino” (Shaolín). Sus monjes son depositarios de poderes sobrehumanos y de una sabiduría insondable en las leyendas a los que son tan aficionados por aquellos pagos, y en las últimas décadas también estos lugares se han convertido en parques temáticos a los que acuden millones de turistas nativos y extranjeros para degustar las esencias “desde sus propias fuentes”. Los templos y sus franquicias se han convertido en lugares para turistas donde se ofician los cultos y se realizan exhibiciones y visitas guiadas. Cuando concluye la jornada, visitantes y “monjes” cierran las instalaciones y vuelven a hoteles y domicilios hasta el día siguiente. Así que la “vida monástica” ha desaparecido y se han multiplicado las “escuelas” donde se imparten cursos acelerados de distintas disciplinas asequibles a quien quiera pagarlos. Además, “monjes” y “abades” recorren el mundo ofreciendo sus exhibiciones y montando también sus franquicias. “La sabiduría del taichí no corresponde a los chinos, es un bien actualmente universal”, se explicó Yuan Limin en el encuentro público en Tabakalera el pasado julio. Las torres gemelas han sido destruidas, pero uno puede verlas y visitarlas intactas en Shijie.

Es este encuentro que mantuvimos el que me ha recordado la película cuando he tratado de contestar a la pregunta que me hicieron algunos amigos sobre nuestra “conversación”. Yo tenía que contestarles, para empezar, que tal conversación no existió. Que cada uno de nosotros desarrolló su propio discurso, y que no hubo el más mínimo cruce, la más mínima confrontación. “Claro –pensaría alguna–, como maestros de taichí, cada uno aportaba su propia experiencia, y vuestros acercamientos serían complementarios”. “No –tenía que aclarar–. Nuestros planteamientos son incompatibles y yo realicé un cuestionamiento radical de su discurso en el que se vendía el taichí como panacea salvadora: “el taichí es la expresión de la sabiduría de la filosofía china para curar las enfermedades del cuerpo y desterrar la ignorancia y el egoísmo; para hacernos sabios y felices” fue el resumen del mensaje de Yuan Limin. Muy al contrario, yo insistí en que vender hoy este discurso está lejos de ser inocente –mencioné el ejemplo del “falso Shaolín” de Bilbao que utilizaba frases semejantes–. Recordé que “al movilizado mundo occidental no se le puede ayudar con simples importaciones de Asia, como pretende el Americotaoísmo que, ante la crisis de Occidente, reacciona con la importación holística de fast food chino” (palabras que comparto de Peter Sloterdijk en su Eurotaoísmo de 1989). Afirmé que Zhang Sanfeng (el nombre del mítico personaje creador del taichí, de cuyo templo en Wudang Yuan Limin es abad) es pura leyenda, y hablé de las renuncias que un maestro debe realizar para que pueda ser respetable: “un maestro no se exhibe ni física ni verbalmente pero, ante todo, un maestro se abstiene de prometer beneficios y, más aún, de prometer la salvación; un maestro ha debido morir más de una vez para evitar alimentar delirios de inmortalidad o invulnerabilidad que se prestan a ser fantaseados en nuestras prácticas. En caso contrario, utilizará las fantasías de sus alumnos para alimentar los propios delirios…”. Yuan Limin no aludió a ninguna de estos emplazamientos ni a otros comentarios sobre la reciente historia China en relación con las prácticas que comentamos. Afirmó que allí “ha quedado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” sin ninguna consideración a los miles o millones de detenidos, torturados, asesinados o recluidos en campos de concentración, acusados de “tratar de destruir al Estado” practicando simples ejercicios de qi gong, como es el caso de Falun Dafa.

No deja de resultarme sorprendente que el presentado como “maestro” eludiera todos estos emplazamientos y que no fuera invitado a comentarlos siquiera. La moderadora no le invitó a pronunciarse sobre estos asuntos –que quizá no captaba en su justa medida por problemas de traducción– y, como para otros asistentes significativos, mis afirmaciones parecían ser recibidos como comentarios agresivos y fuera de lugar.

Podríamos conjeturar diversas explicaciones para este desencuentro general, pero a mí me hace pensar en el parque temático que mediatiza cada vez más nuestras escenificaciones de contacto con realidades por las que sentimos curiosidad o interés. Como una ciudad que recibe cada día su oleada de turistas que, siendo distintos cada día, son siempre los mismos –las pernoctaciones en Donostia no pasan casi nunca de una sola noche–. Visitantes siempre iguales en su imposibilidad de establecer algún contacto real con la vida de esa ciudad que miran; una ciudad que se presenta a su vez como un escaparate con sus espectáculos, sus festivales, su gastronomía… que se van parquetematizando a su vez al organizar su vida alrededor de esa “riqueza turística”.  Sin duda, resta vida transcurriendo por debajo de estas fachadas, pero cada vez resulta más difícil que pueda ser reconocida, nombrada. Y cada vez será más difícil que ocurra algo ahí fuera, desde ahí abajo, pues una capa más y más densa de irrealidad se encarga de distorsionar lo posible. Cuando el hechizo se rompa y lo oculto emerja, nos parecerá irreal, una distorsión impertinente que habrá de ser aplastada cuanto antes.

Lo que me distancia de Yuan Limin no tiene que ver con asuntos técnicos ni culturales, como pudiera parecer. Él forma parte entusiasta del parque temático; yo trato de romper su señuelo.

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(Un vídeo turístico-promocional típico dedicado a Wudang y su taichí:)




“UN MAESTRO NO TIENE BIOGRAFÍA”

Me alegré de que la primera cuestión que se nos planteó en la conversación del pasado mes de julio en Tabakalera tuviera que ver con la biografía: “¿Cómo fue tu encuentro con el taichí; qué es lo que esto representó en tu vida?”. Miro a mi alrededor –en el espacio y en el tiempo–, y pienso que cualquier pequeña variación hubiera desencadenado una historia personal muy diversa a la mía: haber nacido unos pocos años antes o después; en la familia de mis primos o mis vecinos; mujer en lugar de hombre; etc. Y lo mismo para las circunstancias sociales: otro paisaje, otra historia reciente, otro país, otra cultura… Contra lo que cada vez se nos insinúa o se nos grita con más violencia –“construye tu vida, tú eres el protagonista y el único responsable de tu destino…”–, pienso que nuestro quehacer en el mundo pasa por convertir aquellas circunstancias dadas en destino, y asumirlo como tal: ése es nuestro margen de libertad y realización.

Por eso me resulta fantasmal y muy sospechoso alguien que pretende carecer de biografía, de historia, de particularidad. Cuando un ser humano se me presenta así, en nombre de una Verdad Absoluta y prometiéndome la salvación, sé que estoy ante un clérigo; ante un mercader que trafica con el lado más difícilmente tratable de la vida –la vulnerabilidad, la enfermedad, la mortandad…– justamente con lo que nos hace específicamente humanos. Alguien que para ofrecernos la “realización”, pretende saltar por encima de todo ello está deshumanizándonos para “ponernos a salvo”. Todas las religiones tienden a ello, pero el cristianismo, en cuanto que estableció un hito histórico –la encarnación divina, la muerte y resurrección de Dios, etc.– es menos propensa a este tipo engaño de principio, comparado a las “sabidurías orientales”.

Un detalle curioso no me pasó desapercibido en relación a Yuan Limin: ni sus alumnos más cercanos conocen su año de nacimiento. En las leyendas y los antiguos cuentos chinos hay una referencia muy común a “los inmortales”, a los “inmortales taoístas” en particular. Yuan Limin se nos presenta como representante de la 15º Generación de Maestros de Wudang Xuanwu, como abad del monasterio Zhang Sanfeng”, (mítico taoísta creador del taichichuan en las montañas de Wudang), y su discurso es estrictamente religioso: “El taichí es la expresión de la milenaria sabiduría taoísta, una sabiduría de la filosofía china. La práctica del taichí nos permite conocer que somos individuos únicos e irreplicables entre el Cielo y la Tierra. Nos permite suturar la brecha entre el cuerpo y la mente y así curar las enfermedades del cuerpo, hacer desaparecer la ignorancia y el egoísmo y volvernos sabios y felices”. Lo llamo religioso pues nos ofrece una Salvación en términos absolutos, a través de la práctica de ciertos ritos o liturgias –en este caso, el taichí– y sustentado en determinadas creencias cosmogónicas –“la milenaria sabiduría china que el taoísmo recoge”–. No es casual que un representante de tal religión se sitúe fuera del tiempo y, lo único que nos cuente de su vida particular sea que tuvo la ventura de ser conducido desde niño a los pies de su maestro, que éste se prestó a transmitirle su arcana sabiduría, la que ahora debe celebrar y transmitir por el mundo. En el rótulo incluido en el vídeo de nuestra “conversación”, Yuan Limin es presentado obviamente como “Maestro” y un maestro así debe carecer de biografía.

Mi posición es justamente opuesta. No opuesta/complementaria como el yin y el yang, sino enfrentada a lo que considero una impostura que hay que denunciar. No sólo comencé mi exposición hablando de mi biografía, de las circunstancias particulares que me empujaron a explorar cierto Oriente –que incluía el taichí– ligadas a un momento histórico y generacional muy particular, sino que traté de dar algunas pinceladas sobre las circunstancias históricas que han conducido al taichí a convertirse en una más de las ofertas deportivas y de wellness de la actual sociedad “deportivamente movilizada”[1]. En su China de origen, la historia del taichí ha estado ligada muy en particular al convulso siglo XX: desde la rebelión de los boxers (1900) al triunfo del maoísmo y su implantación como gimnasia de masas, o a la represión de movimientos como Falun Dafa en la última década hasta hoy. Que la única referencia de Yuan Limin a su país fuera para decir que “se han dejado atrás la inestabilidad y la cultura ha comenzado a restaurarse” cuando miles de chinos son detenidos, torturados y asesinados; confinados a campos de concentración por “atentar contra el Estado” como miembros de un grupo también religioso que practica parecidos ejercicios a los que él propone y que emanan de la misma “sabiduría milenaria”, mientras que los templos de Wudang de los que él proviene se hayan convertido en parques temáticos[2], no parece resultarle significativo.

Tampoco provocó ninguna respuesta por su parte el que yo denunciase como nada inocentes los “discursos vacíos” en los que se anima a “hacerse flexible como el agua” –nuestro reciente caso del “falso Shaolín” de Bilbao resuena demasiado en tales discursos–. Tampoco la observación de que un maestro renuncia a exhibirse y a realizar promesas de invulnerabilidad o de salud perfecta pues, de esta manera, no hace sino fomentar las fantasías de sus alumnos y alimentar su propio delirio…

Aposté por asumir el lugar del maestro –lógicamente, el rótulo sobre mi nombre en el vídeo dice “profesor de taichichuan”– y hablé de las condiciones que considero propias de tal condición: asumir la responsabilidad de tomar la demanda implícita del alumno renunciando a prometer beneficios y a establecer distancias insalvables que alimenten los delirios antes mencionados. Para ello, comenté, es necesario tener una biografía, haber muerto más de una vez para reconocer las demandas implícitas en cualquier relación de aprendizaje. Pero, como decía, “un Maestro no tiene biografía”; él habita ya las mieles de la inmortalidad, más allá de este espacio y este tiempo ordinarios.

Acaso haya que preguntarse cómo es que un discurso así –una oferta así–, religiosa y exótica hasta la caricatura, quepa en un “Centro Internacional de Cultura Contemporánea” como Tabakalera. La hipótesis que he explicado en otro lugar[3] es que tales instituciones, cada vez mejor instaladas entre nosotros son una expresión más de la parquetematización de nuestra vida urbana en la que la cultura es valorada más y más como “riqueza turística” en la que “turistas” no son sólo los que vienen de paso sino todos nosotros. En el parque temático, todo saber está a nuestro alcance y no se pide nada a cambio de tal conocimiento. Los escenarios del espectáculo se alteran frenéticamente –la agenda cultural de una ciudad como Donostia es inflacionaria hasta el vértigo–, pero todos tienen el mismo sabor a nada: todo debe ocurrir rápida y frívolamente para que nada ocurra. Recordaba en la “conversación” que, en tales circunstancias, las posibilidades de que una práctica como la del taichí pueda provocar transformaciones de cierto alcance son escasas. Marcados como estamos por relaciones autoritarias de poder y extremadamente susceptibles a cualquier relación jerárquica, es la misma posibilidad de un marco de aprendizaje el que se desactiva. Por eso, el Maestro que ignora deliberadamente esta contingencia y nos promete Sabiduría y Felicidad a bajo precio debe comenzar negando su propia biografía.

[1] En este sentido, mis observaciones son una continuidad de lo que expliqué unos meses atrás en el mismo programa Ariketak de Tabakalera: Eros, Thimos y movilización deportiva. Tres preguntas y dos adendas desde una mirada Extremo-Oriental.

[2] Referencia al artículo Taichí en el parque temático.

[3] El artículo antes citado.