1

JOXE ARREGI, DESDE EL PÚLPITO MÁS ELEVADO

Nota previa:

[El caso Juan Kruz Mendizabal no representa nada excepcional en la marea de casos de pederastia dentro de la Iglesia católica. Hay situaciones mucho más graves y, obviamente, no se refieren sólo a esta Iglesia. Pero conviene mirar la particularidad de cada caso para entender lo que representa en la pequeña comunidad en la que se produce. “Kakux” era el cura modelo, el más popular, el más próximo a los jóvenes, etc. Por eso, sus cercanos están muy afectados (no pocos siguen considerando que se trata de un montaje del obispo para desacreditar al cura y sacarlo de circulación). Pero, más allá del entorno católico, muy poderoso aún en nuestra sociedad, su caso señala al tabú del abuso de poder sobre el cuerpo de los niños, un tema que, como en el abuso sobre las mujeres, toca los pilares de la sociedad patriarcal. Cuando se abren fisuras en un edificio tan sólido, su maquinaria se pone en marcha para que las aguas con peligro de desbordamiento vuelvan a su cauce: las mujeres maltratadas y asesinadas a la página de sucesos; los curas pederastas al retiro espiritual. Las noticias caducan y pronto será una anécdota que quedará sólo en la memoria de los afectados.

Una de las particularidades del caso ha sido la toma de posición pública del portavoz más conocido de la iglesia progresista Joxe Arregi en defensa del cura pederasta. Además de tener una voz muy notable en el programa de ETB “Ur Handitan”, hizo valer su influencia para ser entrevistado ampliamente en la radio pública y expresó su indignación y su posición en un artículo publicado por el grupo Noticias el pasado 19 de febrero titulado “Iglesia de Gipuzkoa y abusos sexuales”. Este artículo fue ampliamente celebrado por las voces más progresistas fuera de la Iglesia católica y ha funcionado como “la última palabra” en el caso. Envié mi respuesta al mismo periódico el día siguiente, pero no ha sido publicada:]

Joxe Arregi está indignado por la “clara manipulación” de sus afirmaciones e insiste. En su último artículo, me denuncia por omitir un “también” determinante, y a los periodistas de Ur Handitan, el programa de la ETB, por descontextualizar sus palabras: “Unos comentarios míos en los que intentaba dejar claro que unos “tocamientos deshonestos”, objeto de la acusación, no entrañan la misma gravedad que una violación fueron sacadas de su contexto y cuidadosamente colocadas justo detrás del dramático relato de una mujer que de niña había sufrido reiterados abusos por parte de otro sacerdote. Mis palabras […] se convertían así en irresponsable y grosera banalización de los hechos denunciados. Otra barbaridad, pero ¡qué más da! La tele tiene que provocar sensaciones, emociones, no reflexión. Y hay que vender el programa al precio que sea”. Sin embargo, la mayor virtud de dicho programa consistió en contrastar los discursos de los participantes, incluido el silencio de la jerarquía católica guipuzcoana. A Arregi le duele justamente el efecto revelador de tal contraste que aclara la verdadera naturaleza de su posición que indignó a tantos. ¿Se imaginan cómo recibiríamos las palabras del valedor de cualquier otro delincuente de guante blanco que nos dijera lo mal que lo está pasando? (“la infanta no duerme y sus pobres niños están últimamente más irritables… vivimos en un país de seres vengativos”). Y no hablamos aquí de robos sino de delitos mucho más graves, como el testimonio de Ana Morales dejaba claro. Sólo a la Iglesia Católica se le consiente semejante desfachatez. Y no sólo eso: tras el ajustado programa, la ETB selecciona las declaraciones de Arregi para ofrecerlas en un vídeo completo –no las de Morales, por ejemplo– y ofrece al teólogo media hora de entrevista exclusiva en el prime time de la mañana de Euskadi Irratia, a los pocos días, para que se reitere en su argumentación; retirando, eso sí, su obsceno “a ver, ¿a quién no le han hecho tocamientos alguna vez?”, seguido de la pausa retórica que parecía acusar al entrevistador por su actitud inquisitorial y poco tolerante “que aflora en cuanto tenemos a mano algún chivo expiatorio –una víctima también él, si nos ponemos a pensar”.

Arregi me descalifica como tergiversador (“serio desliz para un profesor de taichí, maestro en atención”, ironiza), sin dignarse a entrar en los temas que planteo. Aunque tome la palabra como la voz más relevante del “clero progresista” vasco, él no es corporativista. Y para demostrarlo, carga contra Munilla. Sin embargo, la propia acusación que dirige contra el obispo, bien podría usarse en su contra: si admite que entre nosotros los casos de abusos del clero católico no deben de ser menores que en otros entornos, ¿dónde ha estado él mismo durante décadas para no enterarse de nada ni denunciarlos como la peor lacra pastoral?

Arregi subraya el mensaje misericordioso del Jesús evangélico, pero lo hace como si dicho mensaje se transmitiera ex nihilo, y la historia de la Iglesia católica y del cristianismo en general no tuviese nada que ver con estos delitos, reivindicando la superación de la culpa y el castigo “en los que no cree”. Misericordioso o no, la Iglesia se ha instituido como garante y único intérprete legitimado del mensaje revelado por Dios, y no ha dudado para ello en aliarse con las formas más crueles de poder. Obviarlo en las actuales circunstancias resulta cualquier cosa menos inocente.

Como digo, sólo un clérigo maestro de la retórica y la persuasión se atrevería, en tales circunstancias, a encaramarse al más elevado de los púlpitos para señalar la mezquindad de nuestros sentimientos y proclamar, con el papa, “la Revolución de la Misericordia”: “Erradicar de los corazones y de las estructuras, la lógica del castigo. Y decir a cada persona herida: “Levántate y camina. Cree en ti, vete en paz, vive en paz”. Todo lo demás sobra”. Desde su altura moral, él sufre con todos, y yo le creo, cómo no. Como creo al propio Kakux que parece negar ahora lo que antes confesó. Como no dudo de la sinceridad de un Michel Onfray, al narrar los abusos a los que fue sometido por los salesianos: “Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente…”. Él, como Ana Morales, se encuentra entre los supervivientes, pero muchos otros no pudieron sobreponerse (insisto en la pertinencia de “Los internados del miedo”, de TV3 https://www.youtube.com/watch?v=qU7ek5k47Og). Pero en estos casos, no se trata de “sinceridad” sino de “discurso”, desde la aportación aclaratoria e irrefutable de Michel Foucault:  “[…] en toda sociedad, la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”, de manera que el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse; en este caso, “el poder sobre las almas” por el que siempre y con tanto éxito la Iglesia ha peleado. En los abusos sexuales contra mujeres, niñas y niños, entramos en la manifestación más explícita del biopoder, bien definida por el propio Foucault. El papel que la Iglesia católica ha ejercido en este ámbito hasta la modernidad –una modernidad que se demoró entre nosotros hasta la década de los 70 del pasado siglo– ha sido determinante y muy poco analizada. Como en muchos otros ámbitos socio-políticos, las responsabilidades no han sido depuradas y el poder de la Iglesia se ha mantenido casi intacto, en espacios fundamentales como la educación. Joxe Arregi participa activamente en esas luchas biopolíticas, tratando de recuperar el tiempo perdido y ponerse a la cabeza de una “nueva espiritualidad” mejor ajustada a los nuevos tiempos.

Dice promover la reflexión y no “las sensaciones o las emociones, como la tele”. Y no juzga a nadie. Sin embargo, todo lo que se le ocurre repetir sobre la descripción del penúltimo de los denunciantes de Kakux es que es “escabrosa” o del testimonio de Ana Morales que es “dramático”. Colgó los hábitos, pero no para bajarse del púlpito, sino para elegir otro mucho más elevado, sutil y eficaz. Utiliza toda su habilidad retórica para encubrir lo que de verdad está en juego. Con una psicología de taberna, insiste en todo lo bueno que Kakux hizo como para que nos fijemos en su mal encauzada pulsión sexual –las dudas de los monitores son mucho más sutiles y profundas ahí–. Pero lo que de verdad revela su actitud es una inconfesada añoranza de los buenos tiempos de su juventud en los que la única voz autorizada era la del clero; y los fieles, devotos o resignados, acudían en masa a los confesionarios en los que los curas “nos abrazaban a todos”.

POSTDATA: LA CARA OBSCENA Y DENEGADA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Coincidiendo con estos debates se ha estrenado un documental argentino sobre el tema que aporta algunas luces:

Entre las personas que aparecen en el mismo, es especialmente reveladora la actitud de un anciano cura que había sido “trasladado” a Argentina desde el «Instituto Provolo» de Verona para niños sordomudos, donde 130 curas fueron acusados en los 80 por abusos entre 1955 y 1984. “Pasati, pasati” dice el viejo postrado con el rosario de collar cuando el periodista le pregunta sobre los casos que no tiene reparo en reconocer: “Tocas, tocas, se pone duro… ya sabes cómo es”. Todos lo hacían, reconoce, y esto conducía a violaciones, etc. Cuando eran descubiertos los casos más graves, los trasladaban a centros de la misma orden a Argentina y asunto concluido.

Esta Iglesia entona ahora un mea culpa retórico, pero sus archivos, con miles de casos, siguen siendo secretos. Como explica una de las participantes en el documental, su actuación tiene los visos del “plan sistemático” del genocidio de la última dictadura argentina con el objetivo de garantizar la impunidad. Son especialmente reveladoras las instrucciones explícitas de “secreto pontificio” para los conocedores de tales delitos: “En 1974, una instrucción del Vaticano, ordenada por Pablo VI y redactada por su secretario Jean Villot, determinaba que “en asuntos de mayor importancia se requiere un particular secreto, que viene a ser llamado secreto pontificio y que ha de ser guardado con obligación grave. Entre los asuntos enumerados por esa instrucción estaba la de pedofilia eclesiástica. Estaban obligados a guardar el secreto pontificio cardenales, obispos, prelados superiores, oficiales mayores y menores, consultores, expertos y personal de rango inferior. En 2001, Juan Pablo II y el responsable de la Congregación para Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, publicaron un nuevo documento que “obliga a todo el clero y sus auxiliares a no hacer llegar a tribunales ni instituciones civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia. Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe […] Las causas de esta clase quedan sujetas a secreto pontificio” (“Motu proprio sacramentorum sanctitatis tutela”). ¿Es concebible que los mismos que asumían este modus operandi –el clero católico del siglo XXI– asuma de pronto su “equivocación”?

Resulta pertinente pensar más bien con Slavoj Zizek en una suerte de “inconsciente institucional”; en el núcleo obsceno que define a una institución como la Iglesia católica; un núcleo del que no están a salvo otras instituciones como el ejército o la propia familia, pero que en el caso de esta Iglesia reviste características específicamente perfiladas. Que una estructura clerical milenaria con un poder e influencia inmensos deba erigirse a sí misma como mediadora exclusiva en la culpa, el perdón; la condenación y la redención eternas al tiempo que se presentan como hombres asexuados administradores de una “misericordia institucionalizada” en rígidos rituales y jerarquías… Demasiado “amor” con olor a sopa rancia y a sacristía: “¿Recuerdan los numerosos casos de pedofilia que sacudieron a la Iglesia católica? Cuando sus representantes insistieron en que esos casos, tan deplorables como fueron, eran un problema interno de la Iglesia y mostraron una gran renuencia a la hora de colaborar con la policía en sus investigaciones, tenían razón en cierto sentido. La pedofilia de los curas católicos no es algo que ataña sólo a las personas que, a causa de razones accidentales de su historia privada sin relación alguna con la Iglesia como institución, eligieron el sacerdocio como profesión. Es un fenómeno que concierne a la Iglesia católica como tal, que está inscrito en su propio funcionamiento como institución socio-simbólica. No concierne al inconsciente ‘privado’ de los individuos, sino al ‘inconsciente’ de la propia institución: no es algo que ocurra porque la institución deba adaptarse a las realidades patológicas de la libido para sobrevivir, sino que se trata de algo que la institución necesita para poder reproducirse. Uno puede imaginar un sacerdote ‘heterosexual’ (no pedófilo) que, tras años de servicio, se ve implicado en la pedofilia porque la misma lógica de la institución le induce a ello. Tal ‘inconsciente institucional’ designa la cara obscena y denegada que, precisamente por ser negada, sostiene a esta institución pública. En el ejército, este reverso consiste en rituales obscenos de humillación sexual contra el compañero que sustenta la solidaridad de grupo. En otras palabras, no es sólo que, por razones conformistas, la Iglesia intente encubrir los escándalos de pedofilia, sino que al defenderse, la Iglesia defiende su secreto obsceno más íntimo. Ello implica que identificarse con este lado secreto es un elemento clave de la auténtica identidad de un sacerdote católico: si un sacerdote denuncia (no sólo retóricamente) estos escándalos, se excluye a sí mismo de la comunidad eclesiástica. Ya no es ‘uno de los nuestros’, al igual que un sudista de los Estados Unidos que delataba a alguien del Ku Klux Klan se excluía a sí mismo de su comunidad, al haber traicionado su solidaridad fundamental. Por consiguiente, la respuesta a la renuencia de la Iglesia no debe ser sólo que nos enfrentamos a casos criminales y que, si la Iglesia no participa con rigor en su investigación, es cómplice de los mismos. La propia Iglesia como institución debe ser investigada en cuanto al modo en que crea de forma sistemática las condiciones para que se cometan tales delitos” (“Sobre la violencia” S. Zizek, 2008).

Cuando Munilla acusó de “traición” a Juan Kruz Mendizabal apuntaba al corazón del asunto: Kakux no “traiciona” la buena labor evangelizadora, como el obispo pretende, sino que es un “traidor” en cuanto que pone en evidencia la cara obscena y denegada de la institución representada por su obispo.